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El revelado de La memoria

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La célebre unidad del comedor festivo

Andar por un sendero oscuro que se necesita revelar.

Noches de apagón donde el negro abundaba a excepción de un lugar.

Pisar y escuchar el crujir de un tapete de envoltorio de caramelo en el

camino .

Entrecerrar los ojos para detallar una feria que surgió repentinamente.

Velas por doquier y bombillos en cada esquina aún cuando no se sabía

de donde provenía su energía.

Eran destellos que querían evitar que los detalles se perdieran en la

oscuridad del olvido.

Vislumbrar en lo alto un carrusel.

Ver el sueño cumplido de Infancia al haberse subido.

Observar como la oscuridad de incertidumbre se olvidó, al fijarse en

los colores y las luces que pronto lo eran todo en la mirada.

Sin saber muy bien qué mirar, detenerse en aquellas mesas elevadas

donde abundaban las tortas y el sabor a fiesta.

Era el gran banquete que se celebraba cada año, pero este era especial.

Muy cerca de la mesa estaba mamá haciendo los preparativos:

Mezclaba ingredientes una y otra vez hasta que todo iba al horno.

Esperaba y luego de volver a esperar sacaba el exquisito centro de

mesa que todos iban a probar.

La cortaba a la mitad para darle a probar a la torta el más rico sabor a

dulce de guayaba.

Luego otra capa encima y le dejaba a la lechera el toque final.

Pero en aquella feria jovial una torta no era suficiente, se necesitaba

mucho más para los cumpleañeros que iban a llegar.

Se agotaba el tiempo pero allí no había noción de la preocupación,

por lo que solo bastó abrir el mágico maletín de papá

el cual luego de haber viajado siempre lo traía lleno de comida con

sabor a favorito.

Y en cuestión de segundos sacó de allí la torta que sería la anfitriona

de la noche.

Seguía moviéndose de lado a lado.

Manos que buscaban que todo estuviese listo, no entorno a la perfección,

porque a los ojos de aquella familia cada detalle era visto con afecto.

Aprender a recobrar esa mirada agradecida que no daba todo por hecho,

que al contrario reconocía y saboreaba el valor del esfuerzo.

Tomaban las velas pasadas, que aunque no eran nuevas, tenían más

vidas para ser encendidas.

No importaba su número o color,

les daban la oportunidad de presenciar un sin fin de festejos.

Uno a uno iban llegando, y de entre todos resaltaba uno.

Una niña pero también un niño.

Una luz se enfocaba directamente en ellos,

haciendo que resaltara su pinta favorita.

Era tanto su brillo que no se detallaba bien,

enfocar la mirada e identificar un dulce amarillo y una bailarina a su

lado.

Eran estos los envoltorios de aquella infancia protagonista de grandes

historias

Alrededor todo era abrazos, gritos y bromas.

Voces cruzadas, cornetas y pitos al son de las historias que abundaban

en el aire.

Fue allí cuando descubrí que los bombillos se encendían al escuchar su

algarabía,

que la fuente de energía provenía de aquella familia que descubrió el

poder de celebrar unidos.

Una feria donde los vínculos familiares estaban más cerquita y tenían

sabor a Kola Roman y vainilla .

Donde aquella efervescencia ya conocida,

generaba “cosquillas en el ser que no se podían contener”.

Burbujas que se adentraban en el ser para luego emerger en las risas

que inundaban el lugar.

Cesaron las voces y los protagonistas tomaron el centro de la toma.

Era un día especial dedicado a soplar las velas que se olvidaron prender

en el pasado.

Festejar el cumpleaños no celebrado, u olvidado.

Saber que nuestra vida fue y hoy vuelve a ser conmemorada.

No dar por sentado las tortas y las velas que lo presenciaron.

Pedir el anhelado de deseo; no recordar qué fue,

aún así ver el gran frasco que acumula el tiempo pasado y

hoy desear no olvidar la alegría encapsulada en aquellos momentos de

la vida.

Desear vivir en festejo.

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