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El trabajo del río

Este cuento pertenece al libro Azul profundo.

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El trabajo del río

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Raúl Ariel Victoriano

Este cuento pertenece al libro Azul Profundo cuyo cuadro

de catalogación es el siguiente:

Victoriano, Raúl Ariel

Azul profundo / Raúl A. Victoriano. 1a ed.

Ciudad Autónoma de Buenos Aires:

Autores de Argentina, 2021.Libro digital. EPUB.

Archivo digital: descarga y on-line

ISBN 978-987-87-2121-7

1.Narrativa Argentina. 2. Cuentos I. Título.

CDD A863

Queda hecho el depósito que establece la LEY 11.723

Impreso en Argentina.

http://hastaqueelesplendorsemarchite.blogspot.com.ar

betweenbrackets293@gmail.com

Todos los derechos reservados. Esta publicación no

puede ser reproducida, ni en todo ni en parte, ni registrada

en, o transmitida por un sistema de recuperación

de información, en ninguna forma ni por ningún medio,

sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético,

electroóptico, por fotocopia o cualquier otro, sin

el permiso previo por escrito, del autor.

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El trabajo del río

A Liliana.

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Raúl Ariel Victoriano

Avanzada ya la cuarta parte del año, despejado el

clima de los fríos inservibles e ingratos, con los primeros

efluvios de polen que traía la primavera, Antonio

salió con lentitud, después de recorrer por última

vez las habitaciones vacías de la casa donde

había vivido con Juana, su mujer, la casa donde ella

había muerto, la casa en la cual él había transitado

el duelo, a lo largo de todo el invierno.

Cuando aún compartía la vida con ella, por lo general,

cambiaba de atuendo según la ocasión y la actividad,

un día vestido de pescador o de carpintero,

otro de hortelano, o de leñador o de nutriero. Pero

ahora tenía puesto un conjunto de prendas raras,

prendas que no usaba hace años, comidas por los

ratones, con olor a humedad, incómodas, pero sin

duda el mejor atavío para pasar inadvertido. También

había cambiado el aspecto del casco blanco de

la lancha con varias manos de pintura de color verde

oscuro. Todo para no llamar la atención, como si

quisiera partir con disimulo al llamado de un viaje

inesperado.

Todavía joven, pero así, ceñudo y afligido, parecía

mayor. Repasó el interior de la lancha haciendo un

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El trabajo del río

inventario rápido, a primera vista, quizás para comprobar

que no se había olvidado ningún objeto, quizás

para demorar un poco la partida. Pensó en

Juana. Miró la vivienda por última vez y puso el

motor en marcha.

Se lanzó a navegar por el arroyo Pajarito, hacia el

sureste, después por el canal Vinculación hacia el

norte y luego hacia el sur, sin atreverse al flujo

abierto del río Sarmiento, casi sin rumbo, sin decidirse

hacia dónde poner la proa, buscando tal vez el

abrigo de un bosque frondoso. Por momentos se detenía

en algún embarcadero de pilotes rotos, amarraba

la lancha, pasaba días oculto en depósitos remotos

y abandonados.

Al caer la noche, luego de beber copiosamente, dejaba

la botella vacía en su escondite, y salía a dar

unos pasos, se detenía pensativo, delgado y derecho

como un álamo, hasta que la luz de la luna lo envolvía,

y entonces, en secreto, empezaba a tocar la

flauta, una flauta antigua hecha tal vez con caña tacuara,

que le había regalado don Luna. El aire del

humedal se impregnaba al instante de esa música

pesarosa y melancólica. Antonio, al soplar por el

extremo del instrumento, se hamacaba, tomaba

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Raúl Ariel Victoriano

ánimo, golpeaba el talón contra la tierra para marcar

el compás, cerraba y abría los ojos, la música esparcida

a su alrededor alborotaba la melena de las palmeras

pindó, y agitaba los troncos de las casuarinas,

y poco a poco estremecía el aire con tal fuerza que

revoleaba al viento en una tormenta, arrancaba las

raíces de las plantas y las desprendía de la tierra con

una fuerza huracanada, haciéndolas girar por encima

sobre el río. Además, el alma de Antonio se

desprendía de su cuerpo, rodeaba al lucero del cielo,

peleaba con los diablos, se hacía cenizas, caía de las

alturas como polvo de harina vieja, y se colaba entrando

por los bronquios para recuperar la vitalidad

de los pulmones antes de que la muerte acabara con

la fiesta.

Mientras duraba la furia de su melodía, Antonio se

olvidaba de la pena, ardía de alcohol y suspendía su

sufrimiento en el aire oscuro, luego dejaba de tocar

y, con los músculos rendidos tras el esfuerzo, se ponía

a correr en el bosque, con los árboles otra vez

puestos en su sitio, y al fin se desplomaba sobre el

pasto, y soñaba con los ojos azules, la pollera suelta

y la voz serena de Juana.

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El trabajo del río

Juana solía hablar con detalle de las emociones del

alma.

Una vez le dijo a Antonio que los sentimientos humanos

eran elaboraciones únicas, singulares, irrepetibles,

y que caían fuera de los límites y las posibilidades

de la objetividad. Por eso ella era propensa

a desconfiar de las personas que se decían

normales, mostraba un celoso desdén por ellas, y en

cambio, le encantaban aquellas otras que hablaban

con naturalidad de espíritus y aparecidos.

Se había entusiasmado mucho, durante su paso por

la universidad, al descubrir las investigaciones sobre

la interpretación de los sueños, al leer las traducciones

de los libros antiguos del Ocultismo, los

textos de los filósofos esotéricos del Renacimiento

y todo aquel escrito que caía en sus manos en el cual

el autor indagase algún tópico que fuese más allá de

la razón. Discutía con los profesores acerca de la

concepción de la realidad y argumentaba sobre

aquellos asuntos dudosos para el pensamiento occidental.

Hasta elaboró con todo esto el tema de su

tesis doctoral. Y la defendió con honores estampados

en su diploma.

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Raúl Ariel Victoriano

No fueron pocas las noches que, con Antonio —

quien a pesar de haberse graduado en las ciencias

duras de la ingeniería se apasionaba por las ramas

humanísticas del conocimiento— compartía teorías

sobre las estructuras mentales complejas, citaba autores,

proponía ejemplos sacados de los tratados de

psicología profunda, hasta que el incipiente resplandor

de la madrugada los invitaba a ocuparse de

la cotidiana tarea del amor, y se apuraban, primero

ella y luego él, por calentar rápidamente las sábanas,

tapados por las cobijas de lana tejida.

Para Antonio, las neblinas del Delta, los bosques,

las cabañas, las brujerías de don Quispe, los contrabandistas

de licores, la orfandad de las islas al amanecer,

las gallinas tuertas, los murciélagos, los arroyos

moribundos, la lluvia plateada, todas esas cosas

se le presentaban como pasajeras formas de la manifestación

concreta de la materia. Incluso entendía

a su propio ser como un vehículo de la energía que

conformaba el universo.

A veces, durante la noche, alzaba el brazo y tocaba

la panza congelada de la luna y era como si de

pronto se hubiese raspado la piel de las yemas con

las escamas de un pez redondo que quería regalarle

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El trabajo del río

a Juana. A veces, durante el día, cerraba las mandíbulas

de la trampa para nutrias de un golpe, una

contra la otra, y venía a su memoria el golpe tierno

de los besos de su mujer, el choque suave de los paladares,

como un intento de conciliar dos ideas

complementarias.

Y con la ausencia de Juana aprendió a comer solo,

a devorar un tomate como si fuese una fruta o a paladear,

a los mordiscones, la dulzura crocante de un

durazno sin quitarle la piel.

Todo eso le pasaba.

Además, como apiadándose de lo rústico que sonaba

la música en su instrumento tosco y desafinado,

al recuperar la lucidez, aumentaba su deseo

de recluirse en la abstracción de la geometría o de

la física. Recurría a esa utilidad en los momentos de

desesperación, para espantar la pena, para tentar al

olvido. Exactamente así rechazaba él los recuerdos

de su casa, de su mujer y de la tumba. «La nostalgia

—pensaba en soledad— es una carnada tóxica que

daña la pesca.»

Durante la navegación llevaba la flauta colgada en

la cabina. Detenía el motor y tiraba el ancla en los

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Raúl Ariel Victoriano

parajes desolados. Tomaba el instrumento y cuando

tocaba la melodía, era capaz de hacer bailar a las

garzas con los pejerreyes, hacer volar a los sapos, y

ascender él mismo a las alturas nocturnas de las estrellas,

o incluso alivianar su cuerpo, ganar el esbelto

follaje de los alisos y acurrucarse en el nido

barbudo de algún benteveo.

Antes de eso, dejaba el sombrero en la cabina con

una nota dentro para que el espíritu de Juana, si andaba

por ahí, no se desorientara.

La carencia de compañía y el andar sin arraigo por

las islas le enseñaron a Antonio a comer verduras

salvajes, a calmar la sed con agua de pozo, apalancando

el brazo de hierro fundido de la bomba de alguna

cabaña abandonada, a engañar al nocturno olfato

del puma y a disponer siempre de un ovillo de

hilo rojo y un puñado de hojas de olivo para estar a

salvo de las brujerías.

Para orientarse en la malla de riachos difusos en las

mañanas de neblina, a falta de una buena visión se

ayudaba, como los animales, vigilando olores, escuchando

sonidos, tocando el aire, apenas más acá

de la proa, a fin de focalizar el centro de los canales

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El trabajo del río

para no encallar ni abrir un rumbo en el casco de la

embarcación.

Había abandonado su casa y no deseaba dar explicaciones,

no quería que nadie supiese de él. Se ocultaba

de las lanchas carboneras, de la chata oxidada

de don Luna, sorteaba los bajos donde crecían los

juncos, evitaba el río abierto, se desviaba por los

arroyos hostiles, y amarraba por la noche más al

norte, en los islotes despoblados, peligrosos, con

menos bosque para protegerlo, pero más amplios

para la huida. Por las dudas, en el bolsillo interno

de la chaqueta andrajosa llevaba el sobre con el acta

de defunción de Juana, con firma y sello del médico,

por si lo encontraba la patrulla de la Policía de

Islas.

Cuando se le terminaban las provisiones, salía a poner

los cepos para las comadrejas, entre los pajonales,

guarecido por la opacidad del espacio y el crepúsculo

amarronado, asaltaba el corral de alguna

anciana solitaria y le robaba una gallina, una damajuana

de vino o alguna ropa de abrigo. Aquellas orillas

boscosas, deslucidas por la lluvia, gastadas por

el río, cautivadas por los eclipses rojos, eran hosti-

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Raúl Ariel Victoriano

les para cualquier ser humano. Más aún para un fugitivo

como él. Todos los sitios son malos para

quien elige el Delta como escondite.

Y Antonio iba de sombra en sombra como si también

él se hubiese construido su propia tumba, como

la que le hizo a Juana, con una montaña de cascotes

y una cruz de palo rosa encima, atravesada por un

clavo y atada con alambre de fardo. Pasados unos

cuantos meses fue perdiendo el temor, nadie lo perseguía,

encontró un lugar que consideró seguro y

ocultó la lancha con ramas de sauce.

A partir de ahí se aventuró a los arroyos con un bote

de madera para la pesca sin red. Y no dejó que pasara

siquiera un sólo día en dedicar un pensamiento

a Juana. Ninguno. Parecía un monje preparado para

la ceremonia religiosa. Indefectiblemente, antes de

la última mordida del sol al contorno de los humedales,

detenía el bote, vacilante primero, un poco

sosegado después, sereno por último, sobre la tela

quieta del río, terriblemente quieta por debajo de su

mirada fija, estúpida, anhelante, misteriosa. Ahora,

sin la compañía de su mujer, Antonio se había transformado

en mera sombra.

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El trabajo del río

Pero una tarde, soltó los remos de la canoa y se

acercó a un muelle abandonado y enlazó la soga de

amarre al aburrido bolardo oxidado. La proa se desplazó

lentamente espiando el firmamento despejado

y cuando la soga se tensó hasta llegar a tener la elegancia

de una línea recta, el bote se quedó sin movimiento,

mirando al oeste. Antonio plantó el puño

de la caña en el ariete, esperó a que algún pez tirara

de la línea y, con los codos sobre las rodillas y las

manos entrelazadas, se puso a pensar en Juana y a

observar el lento trabajo del río.

—¡¿Tanta agua?! —dijo por lo bajo, con asombro.

Se preguntó de dónde venía tanta agua a dejar los

sedimentos, estirando la punta de las islas hacia la

desembocadura, raspando la quilla de las embarcaciones,

decantando los sólidos en suspensión en el

fresco profundo del barro. Todo eso debería tener

un sentido impuesto por la naturaleza. El agua turbia

se movía, pasaba, discurría, una lava fría socavaba

el cauce y los bordes y por momentos como

un fluido glutinoso se comía la tierra, las ramas y

las hojas caídas de los árboles de ambas costas. Día

y noche. En su rumiar continuo digería el mundo;

por debajo del bote pasaban retazos del Amazonas,

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Raúl Ariel Victoriano

raíces, peces muertos, escamas, y desmenuzadas

ruinas rojas de los territorios guaraníes.

El Paraná sostenía con firmeza la faena de su trabajo,

pero ese atardecer ya no chapoteaba en las orillas,

el lomo marrón se había puesto rígido como

una lámina de metal. Antonio se irguió tratando de

que el bote no cabeceara, no fuera cosa de que se

fuera a pique ya que la borda de estribor se había

inclinado demasiado. Se miró las botas de goma y

avanzó con cautela tomándose del borde, seguro de

poner cada pie donde debía, y cuando la quilla se

estabilizó, sacó una pierna y luego se animó con la

otra hasta quedar afuera del bote por completo.

Cuando estuvo parado sobre el agua se acomodó el

sombrero y miró hacia el oeste, hacia el nacimiento,

hacia el inicio, hacia el lugar por donde aparecían

los barcos, como muertos — muertos como

Juana—, como ahogados, como cadáveres grises,

bajando desde los puertos del interior, en tanto el

sol, casi hundido y triste, escondía el cráneo en el

horizonte del río.

Antonio se preguntó si sería largo el tránsito hasta

el origen.

Tenía tanto tiempo por delante.

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El trabajo del río

Toda una noche entera.

Y no tenía sueño.

Entonces se puso a andar, sin tropiezos, sobre la

tranquilidad de las cosas.

Con las manos puestas donde empiezan a brotar los

chorritos —pensó—, quizás pueda impedir el fatal

trabajo del río, y así evitar que el torrente —siguió

pensando— se lleve consigo los huesos de Juana y

su pollera suelta y la tumba de piedra y la cruz de

palo que tiene encima.

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Raúl Ariel Victoriano

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El trabajo del río

Raúl Ariel Victoriano nació en la ciudad de Lanús,

provincia de Buenos Aires, Argentina.

Ha obtenido diversos premios en concursos literarios

y algunos de sus trabajos han sido incluidos en

antologías y revistas de distintos países de habla

hispana.

Ha publicado los libros: El sonido de la tristeza

(2017), Páginas barrocas (2018), Escarcha

(2018), Cielo rojo (2019), La rotación de las cosas

(2020) y Azul profundo (2021).

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Raúl Ariel Victoriano

Algunos relatos parecen pedir ser separados de

cualquier antología ya que, por alguna característica

propia muy acentuada, no se ajustan a un hilo

conductor afín a otras narraciones.

Sea por la forma o el contenido, por el tono o el estilo,

por el tipo de narrador elegido, o por innúmeras

razones, esta composición se resiste a todo agrupamiento

posible, como si padeciera de una intensa

singularidad.

Además, este escrito, quizás por tener cierta demasía

con respecto a la extensión habitual de los cuentos

y, sin duda, por su escasez de trama como para

considerarlo novela, se niega a ser encasillado en

alguno de estos parámetros.

Por lo dicho, no es sino el propio autor quien decide

soltarle la mano y lo deja andar por sus propios medios.

Será tarea del lector agregar lo faltante y no hacer

caso a las consideraciones superfluas. De este modo

dará su inapelable veredicto y realizará la costura

final del objeto literario.

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