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Las Aventuras de Juan Planchard

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tenía ni idea de dónde estaba. Scarlet me agarró por el brazo y me hizo correr tras ella. Entramos a

un parque. Corrimos entre arbustos, hojas secas, alguna que otra rata neoyorquina que se despertó

por nuestras risas y llegamos, finalmente, a la orilla.

Estábamos en Battery Park, el último parque al sur de Manhattan. Frente a nosotros, en una

isla que parecía flotar en medio del calmado confluir de los ríos de la metrópolis, la escultura más

famosa del mundo: ¡la Estatua de la Libertad!

Scarlet se apoyó en la baranda que separa al parque del río, se desabrochó el vestido, y me

pidió que cumpliese su sueño: hacer el amor con el hombre de su vida, frente a la señora Libertad.

En una sola frase me llamó el hombre de su vida, me confirmó que lo que sucedería no era

sexo, sino amor… y me invitó a celebrar nuestra unión conquistando al símbolo que durante años

habían aborrecido todos los grandes revolucionarios que habían venido antes de mí.

Le terminé de quitar el vestido. Metí mi mano entre sus nalgas y confirmé, al tocar sus labios

inferiores, que estaba completamente mojada. También noté que estaba toda depilada, probablemente

a láser. Ni rastros de vello púbico. Solo piel. Pura y blanca piel imperial americana.

Comenzamos a hacer el amor. Scarlet gimió con voz de niña sin quitarle la vista a su estatua

preferida. Yo rocé su espalda, su rostro. Acaricié sus labios y me mamó los dedos con la misma

intensidad con la que me había lamido el miembro.

Me pidió que le diera nalgadas, confesó que ella también había sido una niña mala y que

debió haber esperado todos esos años para entregarme, a mí, su virginidad. Usé mi mano derecha

para sacudir sus nalgas con pasión, con cariño, con fuerza. Eso la excitó aún más. Y a mí también.

Sentí que este proceso de liberación era mutuo. Éramos dos almas en pena que se habían encontrado

para ser libres. Manhattan era nuestro Vaticano, la señora Libertad nuestro Cristo redentor, y la

oscilación descontrolada de nuestros cuerpos la ceremonia de comunión que necesitábamos para

expiar todo pecado y comenzar una nueva vida justa, como ser indivisible y eterno.

Se volteó, se montó sobre la baranda y se metió mi sexo en su cálido refugio, ese que yo

había buscado desesperado desde niño. Llegamos al orgasmo juntos, mirándonos fijamente. Sus ojos

bebían de los míos. Los espasmos luchaban porque nuestros párpados cayeran, pero ella me repetía

“no cierres los ojos, nunca dejes de mirarme…” y así fue… llegamos al éxtasis unidos. Nuestra vista

posada sobre el alma del otro, nuestros cuerpos fusionándose para siempre… hasta el dos mil

siempre… viviremos y venceremos.

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