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SWINGERS EN LAS VEGAS
La historia que voy a contar no es política. Es una historia de amor. Amor verdadero, con
billete. No el amor clase media que busca subir de estrato social. No el amor de los pobres que
busca compartir la miseria. No. Esta es una historia de amor con real. Amor entre gente que lo tiene
todo y para la cual el amor puede ser, de verdad, lo más importante en la vida.
Hay unas fiestas de swingers en Las Vegas que son una merma. Sólo dejan entrar a mujeres
solteras que estén buenas y a parejas menores de treinta y cinco años. La entrada vale veinte mil
dólares por tipo (las mujeres entran gratis). Para la rumba se alquilan unos penthouses del Hotel
Palms. Cuatro suites, de cuatro cuartos cada una, conectadas entre sí. Son espacios enormes, una de
ellas tiene hasta una mini cancha de basket en mitad de la sala (supongo que para los panas de la
NBA). Hay jacuzzis, columpios, saunas, colchones comunales en los que caben quince, todo tipo de
juguetes y aparatos… Las suites tienen vista al Vegas Strip, la calle principal de Las Vegas, donde
está una réplica medio raruna de la Torre Eiffel y otros hoteles temáticos que atraen a los peores
turistas del planeta.
Lo mejor de estas fiestas, es que en ellas la mayoría de las parejas no son pareja. Un carajo
menor de treinta y cinco años, que está dispuesto a gastarse veinte lucas verdes en una rumba, es un
carajo que no anda pendiente de tener una relación estable… Y si la tiene, no trae a la jeva para una
fiesta de swingers en Las Vegas. Así que todas las cien mujeres que vienen con tipos a las fiestas,
más las cincuenta que vienen solas, andan pendientes de escalar y pasan toda la noche mirando para
los lados para ver dónde se montan.
Las rumbas comienzan a las tres de la mañana y como a las cuatro se arman unas orgías que
son, de pana, superiores a la que viví en el palacio de Gadafi (esa quizá se las cuento luego).
Acababa de aterrizar en Las Vegas con mi pareja de la fiesta de swingers, una actriz
brasilera que conocí hace tres años, en diciembre del 2008 en Punta del Este. Teníamos la nariz
entumecida de tantos pases que nos habíamos metido en el avión privado del testaferro del pana (un
Challenger 300, de veinticinco palos verdes, con platos de porcelana y mesoneros que sirven queso
manchego con melón). Nos recogió un Lincoln Town Car y nos llevó al Hotel Venetian, que está
medio lejos del Palms.
—¿Por qué no nos quedamos en el Palms? –preguntó la carioca en portuñol.
—Nunca es bueno quedarse en el hotel en el que se va a rumbear –respondí–, por si se arma
un peo y hay que salir corriendo.