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patio, en algo más que una consolación: en una costumbre que, según el viejo, habría de<br />
prolongarse hasta su muerte. Poco importaba que el poder y la riqueza de ayer se fueran<br />
desmembrando; acaso ése era el tributo que debía pagarse al tiempo y a la ancianidad.<br />
Don Gamaliel se instaló dentro de una lucha pasiva. No saldría a someter a los<br />
campesinos, pero jamás aceptaría la invasión ilegal. No exigiría a los deudores el pago<br />
de los préstamos y los intereses, pero no podrían contar con un solo centavo, nunca más.<br />
Esperaba que algún día regresaran de rodillas, cuando la necesidad los obligara a<br />
abandonar el orgullo. Pero él se mantendría firme en el suyo. Y ahora... llega este<br />
desconocido y promete dar préstamos a todos los campesinos, a un interés mucho más<br />
bajo que el impuesto por don Gamaliel y se atreve, además, a proponer que los derechos<br />
del viejo hacendado pasen gratuitamente a sus manos, con la promesa de reembolsarle<br />
la cuarta parte de lo que logre recuperar. Eso o nada.<br />
—Me lo imagino; no terminarán allí sus exigencias.<br />
—¿Las tierras?<br />
—Sí, algo urde para quitarme las tierras, no lo dudes.<br />
Ella, como todas las tardes, recorrió las jaulas coloradas del patio, cubriéndolas con<br />
capuchas de lona después de observar los movimientos nerviosos de los cenzontles y<br />
petirrojos que picoteaban el alpiste y chirriaban, por última vez, antes de que el sol<br />
desapareciera.<br />
El viejo no esperaba una coartada de este tamaño. El último hombre que vio a<br />
Gonzalo, su compañero de celda, el portador de las últimas palabras de amor para el<br />
padre, la hermana, la esposa y el hijo.<br />
—Me dijo que pensó en Luisa y el niño antes de morir.<br />
—Papá. Quedamos en que no...<br />
—No le dije nada. No sabe que ella volvió a casarse y que mi nieto lleva otro<br />
nombre.<br />
—Desde hace tres años no habla usted de eso. ¿Por qué ahora?<br />
—Tienes razón. Lo hemos perdonado, ¿no es cierto? He pensado que debemos<br />
perdonarlo por haberse pasado al enemigo. He pensado que debemos tratar de<br />
entenderlo...<br />
—Creí que todas las tardes usted y yo, aquí, lo perdonábamos en silencio.<br />
—Sí, sí, eso es. Tú me entiendes sin necesidad de palabras. ¡Qué reconfortante! Tú<br />
me entiendes...<br />
Por eso, cuando ese huésped temido, esperado —porque alguien, algún día, debía<br />
llegar y decir: —Lo vi. Lo conocí. Los recordó—, echó por delante su coartada perfecta,<br />
sin mencionar siquiera los problemas reales de la rebelión campesina y de los pagos<br />
suspendidos, don Gamaliel, después de pasarlo a la biblioteca, se excusó y caminó<br />
rápidamente —este viejo lento que identificaba la pausa con la elegancia— hacia la<br />
recámara de Catalina.<br />
—Arréglate. Quítate ese vestido negro; ponte algo que te luzca. Ve a la biblioteca<br />
en cuanto el reloj dé las siete.<br />
No dijo más. Ella le obedecería: ésta sería la prueba de todas las tardes<br />
melancólicas. Ella entendería. Quedaba esa carta para salvar las cosas: a don Gamaliel<br />
le bastó sentir la presencia y adivinar la voluntad de este hombre para comprender —o<br />
para decirse— que cualquier dilación sería suicida, que era difícil contrariarlo y que el<br />
sacrificio exigido sería pequeño y, en cierta manera, no muy repulsivo. Ya estaba<br />
advertido por el padre Páez: un hombre alto, lleno de fuerza, con unos ojos verdes<br />
hipnóticos y un hablar cortante. Artemio Cruz.<br />
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