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artemio cruz

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Tengo que calmarla con una mano y ella recoge el periódico. No; me siento<br />

contento, dueño de una burla gigantesca. Quizás. Quizás un golpe maestro sería dejar un<br />

testamento particular para que lo publique el periódico, en el que relate la verdad de mi<br />

proba empresa de libertad informativa... No; por andarme excitando, me regresa la<br />

punzada al vientre. Trato de alargar la mano hacia Teresa, pidiéndole alivio, pero mi<br />

hija se ha vuelto a perder en la lectura del diario. Antes, he visto el día apagarse detrás<br />

de los ventanales y he escuchado ese rumor piadoso de las cortinas. Ahora, en la<br />

penumbra de la recámara de techos repujados y closets de encino, no puedo distinguir<br />

muy bien al grupo más lejano. La recámara es muy grande, pero ella está allí. Debe de<br />

estar sentada rígidamente, con el pañuelo de encaje entre las manos y la tez despintada y<br />

quizás no me escuche cuando murmuro:<br />

—Esa mañana lo esperaba con alegría. Cruzamos el río a caballo.<br />

Sólo me escucha este extraño al que jamás he visto, con sus mejillas rasuradas y sus<br />

cejas negras, me pide un acto de contrición mientras yo pienso en el carpintero y la<br />

virgen y me ofrece las llaves del cielo.<br />

—¿Qué diría usted... en un trance así...?<br />

Lo he sorprendido. Y Teresa lo tiene que estropear todo con sus gritos:<br />

—¡Déjelo, Padre, déjelo! ¡No ve que nada podemos hacer! Si es su voluntad<br />

condenarse, y morir como ha vivido, frío y burlándose de todo...<br />

El sacerdote la aleja con un brazo y acerca sus labios a mi oreja: casi me besa. —No<br />

tienen por qué escucharnos.<br />

Y yo logro gruñir:<br />

—Entonces tenga valor y córralas a todas las viejas.<br />

Se pone de pie entre las voces indignadas de las mujeres y las toma del brazo y<br />

Padilla se acerca, pero ellas no quieren.<br />

—No, licenciado, no podemos permitirlo.<br />

—Es una costumbre de muchos años, señora.<br />

—¿Usted se hace responsable?<br />

—Don Artemio... Aquí le traigo lo grabado esta mañana...<br />

Yo asiento. Trato de sonreír. Como todos los días. Hombre de confianza, este<br />

Padilla.<br />

—El enchufe está junto al buró.<br />

—Gracias.<br />

Sí, cómo no, es mi voz, mi voz de ayer —¿ayer, esta mañana? ya no distinguiré— y<br />

le pregunto a Pons, mi jefe de redacción —ah, chilla la cinta; ajústala bien, Padilla,<br />

escuché mi voz en reserva: chilla como una cacatúa—: allí estoy:<br />

«—¿Cómo ves la cosa, Pons?<br />

»—Fea, pero fácil de resolver, por el momento.<br />

»—Ahora sí, echa para adelante el periódico, sin paliativos. Pégales duro. No te<br />

guardes nada.<br />

»—Tú mandas, Artemio.<br />

»—Menos mal que el público está bien preparado.<br />

»—Son tantos años de estar insistiendo.<br />

»—Quiero ver todos los editoriales y la primera plana... Búscame en mi casa, a la<br />

hora que sea.<br />

»—Ya sabes, todo va por la misma línea. Se descara la conjura roja. Infiltración<br />

exótica ajena a las esencias de la Revolución mexicana...<br />

»—¡La buena de la Revolución mexicana!<br />

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