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artemio cruz

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—Les debemos la vida, teniente. Usted y sus hombres detuvieron el avance. El<br />

general le hará un recibimiento de héroe... Artemio... ¿Puedo llamarlo Artemio?<br />

El mayor trató de sonreír. Colocó la mano libre sobre el hombro del teniente y<br />

prosiguió, con una sonrisa seca:<br />

—Llevamos tanto tiempo peleando juntos y ya ve usted, ni siquiera nos tuteamos.<br />

Con los ojos, el mayor Gavilán solicitó una respuesta. La noche descendió con su<br />

cristal sin materia y el último resplandor surgió detrás de las montañas, lejanas ya,<br />

escondidas en la oscuridad, recogidas. En el cuartel, ardían llamas que en la tarde no<br />

pudieron verse de lejos.<br />

—¡Son unos perros! —dijo de repente el mayor con la voz cortada—. Entraron por<br />

sorpresa al pueblo, como a eso de la una. Claro que no pudieron llegar al cuartel. Pero<br />

se vengaron en los barrios aledaños; allí hicieron de las suyas. Han prometido vengarse<br />

de todos los pueblos que nos ayudan. Tomaron diez rehenes y mandaron decir que los<br />

iban a colgar si no rendíamos la plaza. El general les contestó con fuego de morteros.<br />

Las calles estaban llenas de soldados y gente, de perros sueltos y niños, sueltos<br />

como los perros, que lloraban en los quicios de las puertas. Algunos incendios no<br />

acababan de apagarse y las mujeres estaban sentadas a media calle sobre los colchones y<br />

los equipales rescatados.<br />

—El teniente Artemio Cruz —murmuró Gavilán, agachándose para alcanzar la<br />

oreja de algunos soldados.<br />

—El teniente Cruz —corrió el murmullo de los soldados a las mujeres.<br />

La gente abrió paso a los dos caballos: el retinto del mayor, nervioso entre la<br />

multitud que lo apretujaba, y el negro del teniente, su testuz baja, que se dejaba conducir<br />

por el primero. Algunas manos se alargaron: eran los hombres del grupo de caballería<br />

comandado por el teniente. Le apretaron la pierna en señal de saludo; indicaron hacia la<br />

frente donde la sangre había manchado el trapo amarrado; murmuraron una felicitación<br />

sorda por el triunfo. Cruzaron el pueblo: al fondo se despeñaba la barranca y los árboles<br />

se mecían en la brisa nocturna. Él levantó la mirada: el caserío blanco. Buscó la<br />

ventana, todas estaban cerradas. El fulgor de las velas iluminaba la entrada de algunas<br />

casas. Los grupos negros, enrebozados, estaban de cuclillas en distintas entradas.<br />

—¡Que no los descuelguen! gritó el teniente Aparicio, desde su caballo, mientras lo<br />

hacía caracolear y apartaba con el fuete las manos que se levantaban implorando. —<br />

¡Que se les grabe a todos! ¡Que sepan bien contra quién peleamos! Obligan a hombres<br />

del pueblo a matar a sus hermanos. Vean bien. Así mataron a la tribu yaqui, porque no<br />

quiso que le arrebataran sus tierras. Igual mataron a los trabajadores de Río Blanco y<br />

Cananea, porque no querían morirse de hambre. Así matarán a todos si no les partimos<br />

la madre. Vean.<br />

El dedo del joven teniente Aparicio recorrió el montón de árboles cercanos a la<br />

barranca: las sogas de henequén, mal hechas, crudas, arrancaban, todavía, sangre a los<br />

cuellos; pero los ojos abiertos, las lenguas moradas, los cuerpos inánimes apenas<br />

mecidos por el viento que soplaba de la sierra, estaban muertos. A la altura de las<br />

miradas —perdidas unas, enfurecidas otras, la mayoría dulces, incomprensivas, llenas<br />

de dolor quieto— sólo los huaraches enlodados, los pies desnudos de un niño, las<br />

zapatillas negras de una mujer. Él descendió del caballo. Se acercó. Abrazó la falda<br />

almidonada de Regina con un grito roto, flemoso: con su primer llanto de hombre.<br />

Aparicio y Gavilán lo condujeron al cuarto de la muchacha. Lo obligaron a<br />

recostarse, le cambiaron el trapo sucio por una venda, le limpiaron la herida. Cuando<br />

salieron, él abrazó la almohada y escondió el rostro. Quería dormir, nada más, y en<br />

secreto se dijo que acaso el sueño podía volver a igualarlos, a reunirlos. Se dio cuenta de<br />

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