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CONTINÚA LA ACCIÓN<br />

Apoyado en el sereno, junto a la doncella y frente al auto donde Palmera se<br />

obstinaba en permanecer, el marqués del Corcel de Santiago lloraba<br />

copiosísimamente y gemía:<br />

—¡Ay, Melecio! ¡Soy muy desdichado!...<br />

Suavemente, colocándole una mano en el pecho, Melecio apartó de sí al<br />

aristócrata.<br />

—Dispense el señor marqués, pero... —¿Qué ocurre, Melecio?<br />

—Que el señor marqués lleva veinte minutos llorando dentro de la<br />

bolsa de las llaves y se me están enmolleciendo todas las de esta acera...<br />

—Perdona, Melecio. Es que no sé lo que me hago.<br />

Y quizá fue a abrazarse a la doncella para seguir llorando cuando<br />

Palmera Suaretti bajó del automóvil. Se encerraba en un abrigo de paño<br />

negro estrictamente ceñido a la garganta y cuyas mangas perdidas aparecían<br />

guarnecidas de renard. La cabeza —destocada— era una cabeza de<br />

duquesa moderna, pintada por Holbein. Bucles retorcidos y negros saltaban<br />

sobre el paño del abrigo llenando la calle de esencia de ganna-valska.<br />

Enmarcados por aquellos bucles negros retorcidos, cabrilleaban sus ojos<br />

verdes: era <strong>com</strong>o si dos luciérnagas asomasen por entre un tojo de cepas<br />

carbonizadas. Y en torno a la cabellera de la vedette se dibujaba en la<br />

atmósfera nocturna un halo de amanecer prematuro.<br />

El marqués, tembloroso, esperanzado y emocionado, se acercó a ella:<br />

—¡Ah! ¿Consientes en salir?...<br />

Palmera lo miró por encima del hombro izquierdo y repuso:<br />

—Sí; consiento. No voy a pasarme la vida dentro del coche, <strong>com</strong>o un<br />

cojín. Pero no sueñes con subir a casa a tomar tu taza de tilo. Hoy me<br />

revientas más que nunca.<br />

Y se encaró con el sereno para decirle:<br />

—¿Ha llegado ya el señorito del principal?<br />

Digitalizado por Elsa Martínez – junio 2006

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