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cartera. Se acomoda el flequillo y le duele el ojo de sólo rozarlo. Cruza la<br />
mirada con una chica de uniforme de colegio que debe tener la misma<br />
edad que tenía ella cuando pasaba las tardes con el viejo de mierda. Baja<br />
los párpados. Le da vergüenza. A esa edad, el futuro suele ser una promesa<br />
donde la vida es la mejor opción. Habría preferido que la chica no la<br />
viera o no mirarla. Tal vez para no sentir que sigue siendo la mina que<br />
se dejó coger por el viejo de mierda. Haberse dejado, incluso haberlo disfrutado<br />
alguna vez es algo que nunca pudo decir. Sus amigas saben que<br />
una vez hubo un viejo que se aprovechaba de ella. Nunca pudo decirles<br />
que ella lo aceptaba. Está por cruzar la calle y no puede evitar mirar a un<br />
tipo que pasea a su perro. Se le ocurre que es de esa gente que se cree<br />
que sabe lo que está bien y lo que está mal. Y ella, que se siente mirada,<br />
se enoja. Le dan ganas de revolearle la mascota por la cabeza. Hacerle ver<br />
que las cosas no son tan simples como ponerse su campera de gamuza y<br />
bajar a su perrito a mear las veredas de Palermo,<br />
que los pies le duelen porque los tacos la tienen<br />
harta, que no sabe hacer otra cosa o no se anima o<br />
ya no puede, y tal vez es más simple seguir haciendo<br />
lo que ya sabe, que está cansada, que está caminando<br />
hacia las vías, que tal vez irse sea lo mejor<br />
que ella puede hacer, pero ella sabe que hay un<br />
único modo de irse y no volver. Recuerda al portero<br />
de la casa del viejo, con su franela inmunda, haciendo<br />
que lustraba el bronce del picaporte, mirándola de<br />
reojo. “Atorrantita”, susurró una vez. La misma palabra<br />
que usaba su papá para hablar de sus empleadas.<br />
Recuerda que no pudo decir nada, que le dio<br />
tanta vergüenza que ese día no pudo pasar por el<br />
supermercado. Cruza la calle enojada, más enojada<br />
que antes. Tal vez no encuentre la mirada que ella necesita.<br />
Camina la media cuadra que falta hasta las<br />
escaleras del subte. Otra vez se le viene el viejo de<br />
mierda a la cabeza, el cliente que ni siquiera la mira<br />
cuando le paga, los padres, el portero, las cenas en silencio,<br />
la distancia con el mundo que ya no le promete<br />
nada. Llega a la escalera. Baja mirando sus zapatos. Le<br />
duelen los pies. Un hombre sentado, con la piel oscura<br />
y olor agrio, la mira y le dice: “¿Una monedita, linda?”<br />
Ella se detiene. Lo mira, mira hacia atrás y mete la<br />
mano en su minúscula cartera. Saca toda la plata que<br />
tiene y se la da. Vuelve a mirarlo a los ojos y sigue bajando<br />
las escaleras<br />
Natalia Zito (1977). Es psicoanalista egresada de la UBA, escritora en gestación (taller de Claudia<br />
Piñeiro y Casa de Letras, con Brindisi, Correa Luna y Bermani) y periodista cultural para<br />
Espectáculos de acá (WWW.ESPECTACULOSDEACA.COM.AR). Ganó el Primer Premio del “Concurso<br />
Microrelato” (Outsider, 2011) y fue finalista del “Concurso Boulevard Shopping 2009”. Publicó<br />
en Lamujerdemivida, y artículos sobre psicoanálisis en diversas revistas. No puede decidir si<br />
su libro favorito es La vida en sordina, de David Lodge, o El mundo, de Juan José Millas. Le gusta<br />
sentarse sola en los bares.<br />
Su blog: WWW.ESCRIBIROREVENTAR.BLOGSPOT.COM<br />
Sobre “Nombre de almacenera” - Patricia Suárez<br />
Comentario del Jurado sobre las obras premiadas<br />
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