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antologia_itau_escritores1

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28<br />

mierda seca. Caminaba de costado, abstraído en las plumas y el sonido;<br />

buscaba algún código, alguna conexión entre ruido y color. Sí. O no. El<br />

médico había dicho que podía hacer una interconsulta. Él había tenido<br />

que firmar papeles. Dar su consentimiento, ¿cómo no lo iba a dar? Si<br />

ellos estudian, que estudien. Todo por una estúpida descompensación.<br />

Y Natalia. Tan joven y distinta a su ex mujer; siempre lista, con la sonrisa<br />

en el cuerpo. Alargó un índice por la abertura de una jaula. El canario<br />

se acercó con el pico abierto y torció la cabeza. Latigazo de loco. Loco de<br />

mierda, ¿qué estás por hacer? Retiró el dedo. Se miró los pantalones.<br />

En la vidriera, la cortina de agua hacía resbalar cualquier imagen que<br />

pudiera verse, nítida, de la calle. Como la cascada del hotel alojamiento,<br />

durante los mediodías de junio. La mano de Natalia apoyada en la pared<br />

de agua, haciendo fuerza, sintiendo su fuerza.<br />

La tormenta había acentuado la locura de los pájaros: un sonido que<br />

llegaba a los nervios y traía el ruido de la quinta de sus abuelos en los<br />

días de lluvia, cuando la humedad enloquecía a los animales e hinchaba<br />

las piernas de las tías. Para esa época, su abuelo ya se encerraba a comer<br />

palmeritas dentro del placard y había matado a las palomas al ubicar<br />

dentro de la jaula un nido de mimbre recién pintado con esmalte<br />

blanco ¿Qué haría el viejo con los canarios que se morían? Había visto<br />

una puerta entreabierta, al fondo, de donde había salido con el carro.<br />

Caminó hasta ahí. A su paso, cada pájaro le gritaba su color: naranja,<br />

marrón, rojo, naranja, verde, amarillo. Espió las jaulas vacías de atrás.<br />

En la otra pared, una lámina con canarios. Había uno con flequillo. Al<br />

costado, una pala. La tos del viejo lo sorprendió espiando justo cuando<br />

veía, dentro del cuartito, un catre.<br />

–¿Está haciendo tiempo para entrar a dónde?<br />

La pregunta le enfrió la espalda. Verdaderamente, ¿estaba haciendo<br />

tiempo? O mejor: ¿existía el tiempo ahí dentro?<br />

– Necesitaba salir de la oficina un rato –mintió–, despejarme.<br />

El viejo frunció la nariz. Él miró hacia la calle. Habrían pasado más de<br />

diez minutos, supuso, con un temblor repentino en el párpado. Tener<br />

que llamar a Natalia, un rato después, para decirle que sí, que todo bien,<br />

mi colita hermosa, ¿mentiría?<br />

Para evitar el silencio, frente a la jaula de uno tan oscuro que parecía<br />

negro, preguntó:<br />

–¿Éste está enfermo?<br />

– Un poco. Se puso gordo, como un gato, y ya no canta. No<br />

atrae a las hembras. ¿Ve cómo le tiembla el pico? No es que<br />

esté enfermo, pero, usted me entiende –El viejo hablaba lento,<br />

con un crujido de mueble antiguo.

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