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colegio, la esperaba en su departamento. Él le preparaba<br />
la comida, miraban televisión, ella lavaba los<br />
platos y después se la llevaba al dormitorio. La mayoría<br />
de las veces era en el dormitorio, sólo algunas en la<br />
cocina, antes de que ella terminara con todo. Después,<br />
él le daba la plata, siempre la misma cantidad, la que le<br />
había prometido la primera vez con el verso de que<br />
así, ella iba a poder ayudar a sus padres. En eso nunca<br />
se había hecho el vivo. Antes de volver a su casa, pasaba<br />
por el supermercado. Compraba leche, pan, yerba,<br />
galletitas, alguna gaseosa y guardaba el resto para el<br />
colectivo. Llegaba para la hora de la merienda, se tiraba<br />
en la cama y casi siempre le pasaba lo mismo. Pensaba<br />
que luego de descansar un poco se iba a preparar<br />
una chocolatada con vainillas, su abuela le preparaba<br />
eso hasta que murió, cuando ella tenía doce. Pensaba<br />
en calentarlas y ponerles dulce de leche como hacía<br />
su abuela pero se quedaba dormida hasta las nueve<br />
de la noche. A esa hora llegaba su mamá, siempre<br />
apurada o cansada después de trabajar todo el día. A<br />
veces cocinaba fideos, otras, tomaban mate cocido<br />
y comían el pan o las galletitas que había comprado<br />
Sandra en el supermercado. Miraban televisión.<br />
Algunas noches llamaba el papá, atendía la madre y<br />
discutían. Una vez, Sandra les tomó el tiempo y la<br />
discusión duró más de dos horas, tiempo en el que<br />
esperó que la madre le pasara el tubo para saludarlo,<br />
luego se quedó dormida. Otras veces miraba a la<br />
madre que cortaba furiosa. Sandra está segura de<br />
que en esos ratos la madre se olvidaba de que ella<br />
estaba ahí, actuaba como si nunca hubiera tenido<br />
una hija. Caminaba para todos lados, iba a la cocina,<br />
abría la heladera, sacaba algo o nada, pero igual<br />
puteaba ¿Qué tal el colegio? preguntaba a veces y<br />
casi nunca esperaba la respuesta o no indagaba en<br />
el bien desganado de Sandra. Había caminado muchas veces estas cuatro<br />
cuadras, pero en sentido contrario y siempre de noche, cuando llegaba,<br />
cuando iba a trabajar, cuando él, su mejor o su peor cliente, le<br />
había enviado un mensaje con la hora en la que quería que ella estuviera<br />
en su casa. Nunca tenía la delicadeza de llamarla por su nombre. El<br />
nombre de trabajo, porque el verdadero no lo sabía. Hasta hoy no lo<br />
sabía. Casi nadie sabe que se llama Sandra. El dueño del primer boliche<br />
le había dicho que era nombre de almacenera, que para ese trabajo necesitaba<br />
algo más sofisticado. A ella le gusta Sandra. Pero este cliente<br />
nunca lo iba a saber. Los golpes y los nombres no van de la mano. Sin<br />
dejar marcas era el acuerdo que él nunca cumplía. El viejo de mierda,<br />
en cambio, por lo menos tenía palabra. El cliente era capaz de romper<br />
cualquier código. Ella estaba acostumbrada a entregar casi todo, pero<br />
no se puede seguir viviendo si no fue posible mantener a salvo ni siquiera<br />
esa pequeña parte donde ella podía ser Sandra, la que comía vainillas,<br />
la que esperaba el llamado de su papá, la que sentía orgullo de sí<br />
misma cuando pasaba la prueba de geografía, la que<br />
deseaba a aquel compañero de colegio. Esa noche el<br />
cliente había manoteado su cartera, la había dado<br />
vuelta y mientras sostenía frente a sus ojos el documento<br />
de ella, había pronunciado: Sandra. El sonido<br />
de su nombre en la boca de ese tipo le vuelve una y<br />
otra vez, y apoya fuerte los tacos como si cada paso<br />
pudiera perforarle la cara al decirlo. Ésta tuvo que<br />
haber sido la última, se dice, pero sabe que hay un<br />
solo modo de cumplirlo. Sabe que hay un sólo modo<br />
de seguir viviendo y ese modo ya no es posible. Esta<br />
tuvo que haber sido la última. Esta habrá sido la última<br />
vez con el cliente, con los otros, con el recuerdo<br />
del viejo, con los planes frustrados de tener una vida<br />
distinta. La fruta nunca cae lejos del árbol, decía su<br />
abuela y el árbol, aunque lo odie, había sido el viejo<br />
de mierda; y ella no era mejor que él. Se detestaba<br />
por eso. Iniciar otras pibas en el negocio y quedarse<br />
con una cometa le hacían sentir un poder que le duraba<br />
el rato que tardaba en guardar los billetes en la<br />
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