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luciana czudnowski<br />
Llegó a la puerta giratoria cuando se le durmió la pierna derecha.<br />
“Clínica médica”, decía el cartel. Lo miró durante un rato, como si esperase<br />
que las letras le adelantaran el diagnóstico. El cosquilleo avanzaba<br />
junto con las nubes que oscurecían la tarde. Faltaban diez minutos para<br />
la hora con Zapata. Podría aprovechar para hacer la admisión y llegar<br />
justo a tiempo. La semana anterior él mismo había llevado la biopsia en<br />
el tubo plástico, con cuidado para que no se volcara el líquido fijador;<br />
había dudado, entonces, de si seguía siendo, eso, parte de su cuerpo, al<br />
poder llevarlo en la mano. Volvió a tomar aire y antes de entrar sus pies<br />
giraron, decididos a dar una vuelta manzana.<br />
Ya había doblado por Pichincha cuando descubrió la pajarería. Entró<br />
sin saber por qué. El canto de los pájaros era un manojo de alarmas disparadas<br />
a destiempo. Del fondo, que de tan largo parecía llegar a la otra<br />
calle, salió un viejo. Arrastraba un carro como de enfermero.<br />
– Hola –su voz sonó metálica.<br />
– Hola.<br />
El viejo no le preguntó nada. Iba dejando alpiste y agua en cada jaula.<br />
Y silbaba. Él se acercó a una; el canario era verde y blanco. Se miraron.<br />
El canario movió la cabeza, con esos ademanes nerviosos de los pájaros<br />
y de los locos. Al estudiar los barrotes de metal, como cajas con vidas<br />
apiladas, recordó la vez que había ido con su abuelo a una fábrica de<br />
jaulas en San Justo. Su abuelo amaba a las palomas; tenía docenas. Pero<br />
las palomas no cantaban, sólo escupían un arrullo parecido a una gárgara.<br />
Pensaba, ahora, que las noticias importantes deberían decirse así,<br />
en gárgaras.<br />
– Dígame –dijo– ¿cómo se da cuenta cuál está cantando?<br />
El viejo caminó hacia él.<br />
– Tiene que alejarse un poco. Como para ver un cuadro.<br />
Retrocedió unos pasos y miró la pared repleta de jaulas: un cuadro vivo, sí.<br />
Y el viejo dijo con su cara de pan de jabón:<br />
– Ése, ¿ve? Se le hincha el pecho, acá –y le rozó la nuez con una mano<br />
áspera. Era uno celeste–. Este también –el viejo señalaba a un canario<br />
naranja, esponjoso. Parecía un budín.<br />
Afuera comenzó a llover. Él miraba los cuellos de los pájaros, nerviosos<br />
detrás de los barrotes; saltaban del palito al piso de la jaula, del piso de<br />
la jaula al palito. Los más afortunados tenían hamacas manchadas de<br />
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