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agustín maya<br />
Era una tarde anémica y sin brillo. El frío, agudo y seco, me mantenía<br />
preso en mi propia casa, casi inmóvil. Las manos reunidas junto a la<br />
estufa y la mirada olvidada en los lengüetazos del fuego. Abandoné la<br />
quietud, tiré unos cuantos recortes de álamo y algunas cenizas encendidas<br />
cayeron al piso. Afuera y en medio de la escarcha que tapizaba el patio,<br />
el Miseria buscaba su lugar dentro de un cajón de manzanas. Color<br />
marrón claro, cuartos exiguos pero fibrosos y una cabeza tan alargada<br />
como huesuda. Llegó a mi casa una noche de verano –medio desnutrido<br />
y moribundo– a través de un primo de Chimpay. Él me había asegurado<br />
que el perro tenía sangre de campeón: su padre era un galgo con más<br />
de 20 carreras ganadas y su madre, una gran cazadora de liebres. Esa<br />
noche me fui a dormir con la ilusión de ganar la carrera del sábado<br />
para poder salir de Lamarque y evitar un nuevo encuentro con el<br />
Gordo Levadura, hombre que se desempeñaba como cobrador de la timba<br />
clandestina. En el pueblo se sabe que en su primera visita, Levadura suele<br />
ser una persona amable y hasta educada, pero en la segunda aparece con una<br />
maza y te rompe una pierna o un brazo, dependiendo del tenor de la deuda.<br />
A la mañana siguiente me levanté con mejor aire y fui hasta la casa del<br />
Brujo. El pibe laburaba como largador y recorría los canódromos de Río<br />
Negro tratando de llevarse la mayor cantidad de guita posible, siempre y<br />
cuando, la actividad no implicara un gran esfuerzo. Mejor dicho, algún<br />
esfuerzo. Los ojos vidriosos, un cuerpo visiblemente curvo y el pelo rubio<br />
y ralo. Estos atributos le daban el aspecto de un muchacho que temporalmente<br />
habita el cuerpo de un anciano.<br />
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