Revista Cordillera 1 -L- 1956 1.86mb - andes
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Habré de engarzar mi júbilo a sus horas<br />
doradas. como una flor a su cabello.<br />
Su joven cuerpo, en desnudez, junto al mío<br />
temblará cual una rama florecida.<br />
y habrá de darme, de su boca y sus senos<br />
la miel y leche que moraba en la lumbre<br />
de su fiel mirar de novia en la llanura,<br />
donde el caballo galopa a su albedrío.<br />
LA TIERRA VIVA DEL FOLKLORE<br />
POR<br />
ARTURO CAPDEVILA<br />
Vuelvo, maravillado como siempre, de un nuevo viaje a Bolivia, la tierra viva del folklore.<br />
¿Por qué no van más, por qué no hacen caravanas y peregrinaciones de arte hacia ese mundo<br />
portentoso nuestros poetas, nuestros pintores, por qué? ¿Es qué no saben lo que es Bolivia?<br />
Ya es cosa grande entrar en el Altiplano por ese vestíbulo y zaguán que hacen los<br />
Andes, por esa calle de majestad y de grandeza. Pero ¡qué calle! Sépase que en ninguna parte<br />
como allí esculpieron las montañas esos como dioses y númenes que muestran a lo largo sus<br />
montes. Erosiones de quién sabe qué épocas arrugaron la cara de cada cerro. No hay cerro que<br />
no esté dibujado de increíbles rasgos. ¡Y qué no hizo el cataclismo! El cataclismo tuvo allí la<br />
virtud de construir de pronto una catedral gigantesca cuyo único techo posible es el cielo. Como<br />
la nave central de esa catedral gigantesca, y no otra cosa, es el camino de entrar en Bolivia. Y<br />
cuidado, que la voz de Dios puede oírles.<br />
No hay ciclópea figura que no haya sido tallada allí por los genios del viento. Una<br />
formidable arquitectura de templos, de fachadas colosales, de techumbres que pertenecen a lo<br />
descomunal se alza divinamente a nuestros ojos. Es un paisaje de dioses y para dioses. Pues<br />
bien: allí vive el pueblo más rico del folklore que tenga América, de cuya mesa convivial suelen<br />
caer algunas, le llamamos nuestra fortuna. Pero es pobreza al lado de la opulencia boliviana<br />
opulencia de que no siempre tienen la debida noción los hombres de la meseta. Y de este modo<br />
se malogra la mayor fortuna folklórica de aquella zona privilegiada. La tiene y casi no la<br />
aprovecha el boliviano: y el argentino casi nunca va.<br />
En parte alguna hay indio más empapado de misterio que en Bolivia. Siquiera para verlo<br />
habría que ir. El que va, viene sabiendo que la cosa terrígena de América, si una existe, está allí.<br />
Por allí dialogan, por allí se responden unas a otras las quenas, o suena la rústica flauta de pan.<br />
Que el sol brilla de otro modo, es verdad: que otra es la voz del viento, verdad: que otra<br />
la gracia de los colores, si risueños, y otra su tristeza, si adustos, la pura verdad. ¿Y cómo no ha<br />
de ser así cuando es allí, en el Altiplano, donde está el altar mayor de América para todas las<br />
cosas realmente trascendentales de su sino? Allí sonó el primer tiro cuando la gesta de la<br />
libertad: allí el último.<br />
Cosas de un culto remoto, que cuenta siglos en la tradición, no cesan de pasar en<br />
Bolivia, aun por entre los monumentos modernos de sus ciudades progresistas. ¿Qué es esto<br />
—se preguntan algunos que sucede con La Paz? ¿Por qué el aymara se prosterna a su vista?<br />
Pero no. No se trata de una reverencia religiosa a esa ciudad, que al fin y al cabo hicieron los<br />
blancos. Se prosternan, a la vuelta de un largo viaje, en reverencia al blanco picacho del Illimani<br />
dios y numen vivo para ellos.<br />
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