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Revista Cordillera 1 -L- 1956 1.86mb - andes

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Ni en aquel día ni en los siguientes los volvió a mirar, pero al descenso de la temperatura<br />

bélica regresó a su puesto, un "buraco" abierto a la sombra de un inmenso palobobo, un<br />

kilómetro detrás de las trincheras que en un ancho de más de 20 kilómetros se insertaban en el<br />

seno del bosque, intentando abrazar a Nanawa.<br />

Allí extrajo la fotografía y la contempló detenidamente: una hermosa mujer joven, con un<br />

tropel de cabellos densos, negros y sueltos que daban la impresión de caer con estrépito sobre<br />

sus hombros. El contorno del pálido rostro, ligeramente redondeado le daba una expresión<br />

infantil, abrochando en el punto negro de los labios. Pero los ojos inmensos, rodeados de<br />

sombra, desmentían esa infantilidad, mirando de frente con la cálida y brillante obscuridad de<br />

uvas maduras y embriagadoras.<br />

Le encantó la figura. Ciertos días de la vida letal de la guerra de posiciones, en el bosque<br />

al que se pegaba el polvo de una lenta y tenaz ascensión de entierro, las horas eran remachadas<br />

unas tras otra por el periódico martilleo de ráfagas de ametralladoras y pisparos de fusil. Tendido<br />

en su lecho de campaña, con la cabeza hacia la luz que penetraba por la abertura del techo del<br />

"buraco", formado de gruesos troncos de quebracho, aburrido de leer y dormir, contemplaba la<br />

figura, dejando desvanecer el pensamiento como un vapor de agua de la superficie tersa de la<br />

fotografía. Así contemplaba en épocas distantes caer la lluvia, en las tardes grises de La Paz,<br />

por una ventana de la aula del Colegio Militar próxima a su pupitre, hasta que el profesor alemán<br />

guillotinaba su éxtasis con un:<br />

—¡Qué migga ese cadete!<br />

Olvidó al muerto lleno de lunares. No recordaba su nombre, pero la foto se asomaba a<br />

sus tardes como a una ventana.<br />

"A"... ¿Alicia? ¿Agar? ¿Antonia?... Alrededor de la pálida incógnita despertaba una vida<br />

misteriosa, perdida para él como para el muerto. De la foto que tenía ante sus ojos<br />

semicerrados, obtenía una película cinematográfica, desprendiendo idealmente la composición<br />

de movimientos diversos. Y no sólo idealmente: a veces la desconocida misma proyectaba una<br />

sonrisa imperceptible, de sus cabellos una brisa insensible arrancaba otros resplandores y los<br />

ojos serenos se hacían acariciadores, penetrando en la penumbra mental donde atraían<br />

nostalgias indefinidas y recuerdos raros.<br />

Recuerdos que habían perdido su forma para fundirse en una sensación obscura e<br />

indistinta, despertaban al reflejo de la figura presente. La existencia del Teniente Paucara no<br />

contaba sino con superficiales remolinos amorosos. Casi adolescente, había saltado de la<br />

práctica militar en las quebradas paceñas al pie del Illimani o en las frígidas pampas de Viacha, a<br />

la calcinada planicie del Chaco cálido, cubierto de infinitos árboles taciturnos y tristes como un<br />

entierro bajo el sol.<br />

Esas figuras se iban precisando, aproximadas al ángulo óptico de la fotografía<br />

misteriosa. Y era Chela, que tenía melena negra y corta, pegada a las mejillas y una risa<br />

imprudente en la obscuridad del cine vespertino. O era Julia, la morena, vestida con un traje de<br />

malla imponderable que se precipitaba en la curva vertiginosa de sus caderas. O Lola, que<br />

desde su balcón enfarolado de una esquina de Churubamba le hacía un difícil alfabeto de<br />

señales usando la cabeza para las afirmaciones, la melena para las negaciones y los dedos para<br />

los números, a el, que, efecto dentro de su uniforme de paño azul pizarra, atléticamente erguido,<br />

hacía de centinela en la esquina, como un faro entre un mar de indios.<br />

Y era, finalmente, la más alta y deseada: Toñita, la ingrata novia de sus vacaciones en<br />

Punata, de donde era nativo, que le decía.<br />

—No me gusta que seas militar, pero es raro… tu uniforme me gusta, y tú también, por<br />

separado.<br />

Y poniéndose sobre la ceja la gorra militar reía con sus ojos anchos y su boca<br />

cruelmente sabrosa. Gustaba de hacer caer sobre un lado del rostro moreno y brilloso un<br />

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