El plagio - Escritura Creativa · Clara Obligado
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ENVÍO 18<br />
INCITACIÓN A LA LECTURA<br />
Muchas veces dedicamos horas a la lectura pero, como lo hacemos de forma<br />
desorganizada, terminamos olvidando lo que hemos leído. Esto nos sucede porque<br />
carecemos de contexto, de un marco en el que “encajar” los nuevos conocimientos de<br />
forma que se relacionen unos con otros.<br />
Evidentemente no siempre leeremos con orden, hay momentos en los que deseamos<br />
simplemente picotear, buscar, pero otros en los que cierto sistema ayuda a crear los<br />
cimientos de algo que estamos investigando. Hay muchas y diferentes formas de organizar<br />
nuestras lecturas, y en este envío os proponemos una.<br />
Un poco de orden en el caos<br />
Se trata de tomar un ensayo como eje. En este caso hemos elegido el de Ricardo Piglia,<br />
Tesis sobre el cuento, un texto imprescindible para quien escriba ficciones cortas. Como<br />
método de trabajo os proponemos leer el ensayo y luego los textos que lo acompañan, para<br />
releerlo otra vez una vez asimilada la bibliografía.<br />
Para que el texto, que es bastante claro, “cale” más profundamente, para que sirva como<br />
propuesta de lectura organizada lo acompañamos con los textos, y por tanto este envío se<br />
dedicará básicamente a la lectura, y carecerá de los apartados habituales.<br />
Reproducimos el material, señalando que algunos textos, como la tesis del iceberg de<br />
Hemigway, no son fáciles de encontrar, mientras que otros, como el relato de Kafka, son<br />
de nuestra elección.<br />
Leer lo que un autor cita es una forma de lectura organizada muy recomendable.<br />
Podemos seguir este mismo procedimiento, por ejemplo, con algunos ensayos de Calvino,<br />
como Seis propuestas para el próximo milenio y así no sólo comprenderemos mejor lo que el<br />
texto propone sino que leeremos a partir de un eje o, por lo menos, con cierto sistema.<br />
Este tipo de búsqueda tiene además un beneficio aleatorio que se desprende de su perfil<br />
detectivesco: puede hacernos encontrar autores que no conocíamos y que no pertenecen al<br />
campo de las novedades aunque son auténticas maravillas. Así sucede, por ejemplo, con Los<br />
asesinos, de Hemingway, agotado en la actualidad.<br />
Evidentemente no os enviamos todos los textos citados por Piglia, pero os incitamos a<br />
seguir buscando y a disfrutar de la bibliografía propuesta por este artículo imprescindible.<br />
1
LECTURAS<br />
Tesis sobre el cuento 1<br />
Ricardo Piglia<br />
I<br />
En uno de sus cuadernos de notas Chéjov registra esta<br />
anécdota: “Un hombre, en Montecarlo, va al Casino, gana<br />
un millón; vuelve a su casa, se suicida.”La forma clásica del<br />
cuento está condensada en el núcleo de este relato futuro y<br />
no escrito.<br />
Contra lo previsible y convencional (jugar–perder–<br />
suicidarse) la intriga se plantea como una paradoja. La<br />
anécdota tiende a desvincular la historia del juego y la<br />
historia del suicidio. Esa escisión es clave para definir el<br />
carácter doble de la forma del cuento.<br />
Primera tesis: Un cuento siempre cuenta dos<br />
historias 2 .<br />
II<br />
<strong>El</strong> cuento clásico (Poe, Quiroga) narra en primer plano la historia 1 (el relato del juego)<br />
y construye en secreto la historia 2 (el relato del suicidio). <strong>El</strong> arte del cuentista consiste en<br />
saber cifrar la historia 2 en los intersticios de la historia 1. Un relato visible esconde un<br />
relato secreto, narrado de un modo elíptico y fragmentario.<br />
<strong>El</strong> efecto de sorpresa se produce cuando el final de la historia secreta aparece en la<br />
superficie.<br />
III<br />
Cada una de las dos historias se cuenta de modo distinto. Trabajar con dos historias<br />
quiere decir trabajar con dos sistemas diferentes de causalidad. Los mismos<br />
acontecimientos entran simultáneamente en dos lógicas narrativas antagónicas. Los<br />
elementos esenciales de un cuento tienen doble función y son usados de manera diferente<br />
en cada una de las dos historias. Los puntos de cruce son el fundamento de la<br />
construcción.<br />
1<br />
Piglia, Ricardo. Tesis sobre el cuento. (En: Formas breves. Barcelona, Anagrama, 2000 (Narrativas<br />
hispánicas 292).<br />
2<br />
La negrita que resalta las tesis es nuestra.<br />
IV<br />
3
En “La muerte y la brújula”, al comienzo del relato,<br />
un tendero se decide a publicar un libro. Ese libro está<br />
ahí porque es imprescindible en el armado de la historia<br />
secreta. ¿Cómo hacer para que un gángster como Red<br />
Scharlach esté al tanto de las complejas tradiciones<br />
judías y sea capaz de tenderle a Lörnot una trampa<br />
mítica y filosófica? Borges le consigue ese libro para que<br />
se instruya. Al mismo tiempo usa la historia 1 para<br />
disimular esa función: el libro parece estar ahí por<br />
contigüidad con el asesinato de Yarmolinsky y responde<br />
a una causalidad irónica. “Uno de los tenderos que han<br />
descubierto que cualquier hombre se resigna a comprar<br />
cualquier libro publicó una edición popular de la<br />
Historia secreta de los Hasidim”. Lo que es superfluo en<br />
una historia, es básico en la otra. <strong>El</strong> libro del tendero es<br />
un ejemplo (como el volumen de Las 1001 noches en “<strong>El</strong><br />
Sur”; como la cicatriz en “La forma de la espada”) de la materia ambigua que hace<br />
funcionar la microscópica máquina narrativa que es un cuento.<br />
V<br />
<strong>El</strong> cuento es un relato que encierra un relato secreto. No se trata de un sentido oculto<br />
que depende de la interpretación: el enigma no es otra cosa que una historia que se cuenta<br />
de un modo enigmático. La estrategia del relato está puesta al servicio de esa narración<br />
cifrada. ¿Cómo contar una historia mientras se está contando otra? Esa pregunta sintetiza<br />
los problemas técnicos del cuento.<br />
Segunda tesis: la historia secreta es la clave de la forma del cuento y de sus<br />
variantes.<br />
VI<br />
La versión moderna del cuento que viene de Chéjov, Catherine Mansfield, Sherwood<br />
Anderson, y del Joyce de Dublineses, abandona el final sorpresivo y la estructura cerrada:<br />
trabaja la tensión entre las dos historias sin resolverla nunca. La historia secreta se cuenta<br />
de un modo cada vez más elusivo. <strong>El</strong> cuento clásico de Poe contaba una historia<br />
anunciando que había otra; el cuento moderno cuenta dos historias como si fueran una<br />
sola.<br />
La teoría del iceberg de Hemingway es la primera síntesis de ese proceso de<br />
transformación: lo más importante nunca se cuenta. La historia secreta se construye con lo<br />
no dicho, con el sobreentendido y la alusión.<br />
VII<br />
“<strong>El</strong> gran río de los dos corazones”, uno de los relatos fundamentales de Hemingway,<br />
cifra hasta tal punto la historia 2 (los efectos de la guerra en Nick Adams) que el cuento<br />
parece la descripción trivial de una excursión de pesca. Hemingway pone toda su pericia en<br />
la narración hermética de la historia secreta. Usa con tal maestría el arte de la elipsis que<br />
logra que se note la ausencia del otro relato.<br />
4
¿Qué hubiera hecho Hemigway con la anécdota de Chéjov? Narrar con detalles precisos<br />
la partida y el ambiente donde se desarrolla el juego y la técnica que usa el jugador para<br />
apostar y el tipo de bebida que toma. No decir nunca que ese hombre se va a suicidar, pero<br />
escribir el cuento como si el lector ya lo supiera.<br />
Kafka cuenta con claridad y sencillez la historia secreta, y narra sigilosamente la historia<br />
visible hasta convertirla en algo enigmático y oscuro. Esa inversión funda lo “kafkiano”.<br />
VIII<br />
La historia del suicidio en la anécdota de Chéjov sería narrada por Kafka en primer<br />
plano y con toda naturalidad. Lo terrible estaría centrado en la partida, narrada de un modo<br />
elíptico y amenazador.<br />
IX<br />
Para Borges la historia 1 es un género y la historia 2 es siempre la misma. Para atenuar o<br />
disimular la esencial monotonía de esa historia secreta, Borges recurre a las variantes<br />
narrativas que le ofrecen los géneros. Todos los cuentos de Borges están construidos con<br />
ese procedimiento.<br />
La historia visible, el juego de la anécdota de Chéjov, sería contada por Borges según los<br />
estereotipos (levemente parodiados) de una tradición o de un género. Una partida en un<br />
almacén, en la llanura entrerriana 3 , contada por un viejo soldado de la caballería de<br />
Urquiza 4 , amigo de Hilario Ascasubi 5 . <strong>El</strong> relato del suicidio sería una historia construida<br />
con la duplicidad y la condensación de la vida de un hombre en una escena o acto único<br />
que define su destino.<br />
X<br />
La variante fundamental que introdujo Borges en la historia del cuento consistió en<br />
hacer de la construcción cifrada de la historia 2 el tema del relato.<br />
Borges narra las maniobras de alguien que construye perversamente una trama secreta<br />
con los materiales de una historia visible. En “La muerte y la brújula”, la historia 2 es una<br />
construcción deliberada de Scharlach. Lo mismo sucede con Acevedo Bandeira en “<strong>El</strong><br />
muerto” 6 ; con Nolan en “Tema del traidor y del héroe”, con “Emma Zunz”.<br />
Borges (como Poe, como Kafka), sabía transformar en anécdota los problemas de la<br />
forma de narrar.<br />
XI<br />
<strong>El</strong> cuento se construye para hacer aparecer artificialmente algo que está oculto.<br />
Reproduce la busca siempre renovada de una experiencia única que nos permita ver, bajo la<br />
superficie opaca de la vida, una verdad secreta. “La visión instantánea que nos hace<br />
descubrir lo desconocido, no en una lejana terra incógnita, sino en el corazón mismo de lo<br />
inmediato”, decía Rimbaud.<br />
La iluminación profana se ha convertido en la forma del cuento.<br />
3 Entre Ríos es una provincia del litoral argentino.<br />
4 Gobernador y caudillo de la provincia de Entre Ríos a mediados del siglo XIX.<br />
5 Escritor argentino de tendencia criollista.<br />
6 <strong>El</strong> muerto, de Borges ya ha sido analizado en el Taller. Os recomendamos que releáis el texto a la luz de<br />
los conceptos que ofrece Piglia.<br />
5
<strong>El</strong> principio del iceberg 7<br />
Ernest Hemingway<br />
(...) Usted me escribió en una ocasión que las sencillas circunstancias bajo las cuales fueron escritas varias<br />
de sus obras podrían ser instructivas. ¿Podría usted aplicar eso a “Los asesinos” –usted dijo que había<br />
escrito ese cuento, “Diez indios” y “Hoy es viernes” en un solo día– y tal vez a su primera novela, The Sun<br />
Also Rises”?<br />
Vamos a ver. The Sun Also Rises la comencé a escribir en<br />
Valencia, el día de mi cumpleaños, el 21 de julio. Hadley,<br />
mi esposa, y yo habíamos ido a Valencia temprano para<br />
conseguir buenos boletos para la feria que empezaba allí<br />
el 24 de julio. Todos los escritores de mi edad habían<br />
escrito una novela y a mí todavía me costaba trabajo<br />
escribir un párrafo. Así que comencé el libro el día de mi<br />
cumpleaños, escribí durante toda la feria, sin salir de mi<br />
cama, después me fui a Madrid y seguí escribiendo allí.<br />
En Madrid no había feria, de modo que tomamos un<br />
cuarto con una mesa y yo escribía con gran lujo en la<br />
mesa y en una cervecería a la vuelta de la esquina, en el<br />
Pasaje Álvarez 8 , donde hacía fresco. Por último, el<br />
tiempo se hizo demasiado caluroso para poder escribir y nos fuimos a Hendaya. Había un<br />
hotelito barato en la playa grande, hermosa y larga, y yo trabajé muy bien allí y después<br />
volvimos a París y terminé la primera versión en el apartamento en los altos del aserradero<br />
en el número 113 de la rue Notre Dame–des–Champs seis semanas después de haberla<br />
comenzado. Le mostré esa primera versión a Nathan Asch, el novelista, que entonces<br />
hablaba el inglés con un acento muy marcado, y me dijo: “Hem, vhat do you mean saying<br />
you wrote a novel? A novel huh. Hem,you are riding a travel buch” 9 . No me sentí<br />
demasiado desalentado por lo que dijo Natham y rescribí el libro, conservando el viaje<br />
(que era la parte sobre la excursión de pesca y Pamplona), en Shurns en el Voralberg en el<br />
Hotel Taube.<br />
Los cuentos que usted menciona los escribí en un solo día en Madrid el dieciséis y de<br />
mayo, cuando una nevada canceló las corridas de San Isidro. Primero escribí “Los<br />
asesinos”, que había tratado de escribir antes y no había podido. Después de comer me<br />
metí en la cama para calentarme y escribí “Hoy es viernes”. Tenía tanto jugo que pensé que<br />
tal vez me estaba volviendo loco y tenía como seis cuentos más que escribir, de modo que<br />
me vestí y me fui al Fornos, el viejo café taurino, y tomé café y volví y escribí “Diez<br />
indios”. Esto me puso muy triste y bebí un poco de brandy y me dormí. Había olvidado<br />
comer y uno de los camareros me trajo un poco de bacalao y un pequeño bistec y papas<br />
fritas y una botella de Valdepeñas.<br />
7<br />
Hemigway, Ernest. Fragmento de la entrevista realizada por George Plimpton para The Paris Review en<br />
1953, publicada en la recopilación Writers at work. New York, The Viking Press, 1959. Trad. José Luis<br />
González.<br />
<strong>El</strong> texto está tomado de:<br />
Zavala, Lauro (editor). Teorías del cuento III. Poéticas de la brevedad. Primera reimpresión,<br />
Coordinación de difusión cultural, UAM, México 1997.<br />
8<br />
Se refiere probablemente al Pasaje de Álvarez Gato, donde también suceden algunas de las escenas de<br />
Luces de bohemia, de Valle Inclán.<br />
9<br />
Hem, ¿qué es eso de que has escrito una novela? Una novela, ¿eh?.Hem, estás escribiendo un libro de<br />
viajes.<br />
7
La mujer que administraba la pensión siempre estaba preocupada porque yo no comía<br />
bastante y me había enviado al camarero. Recuerdo que me senté en la cama y comí y tomé<br />
el Valdepeñas. <strong>El</strong> camarero dijo que traería otra botella. Dijo que la señora quería saber si<br />
yo iba a escribir toda la noche. Le dije que no, que pensaba que iba a descansar un rato.<br />
¿Por qué no escribe usted uno más? preguntó el mesero. Se supone que sólo escribo uno,<br />
digo yo. Tonterías, dijo él: usted podría escribir seis. Lo intentaré mañana, le dije. Inténtelo<br />
esta noche, dijo él; ¿para qué cree que mandó la comida la señora? Estoy cansado, le dije.<br />
Tonterías, dijo él (la palabra no fue tonterías). ¡Cansarse después de escribir tres<br />
cuentecitos! Tradúzcame uno.<br />
Déjeme solo, le dije. ¿Cómo voy a escribir si usted no me deja solo? Así que me senté<br />
en la cama y me tomé el Valdepeñas y pensé que formidable escritor era yo si el primer<br />
cuento era tan bueno como yo esperaba que fuera.<br />
¿Hasta qué punto está completa en su mente la concepción de un cuento? ¿<strong>El</strong> tema o la trama o un<br />
personaje cambian a medida que usted escribe?<br />
Algunas veces uno sabe la historia. Algunas veces uno la inventa a medida que escribe y<br />
no tiene la menor idea de cómo va a salir. Todo cambia a medida que se mueve. Eso es lo<br />
que produce el cuento. Algunas veces el movimiento es tan lento que no parece estarse<br />
moviendo. Pero siempre hay cambio y siempre hay movimiento.<br />
¿Sucede lo mismo con la novela, o formula el plan entero antes de empezar y se atiene a él rigurosamente?<br />
Por quién doblan las campanas fue un problema con el que tuve que bregar cada día. En<br />
principio sabía lo que iba a suceder. Pero inventé cada día lo que iba sucediendo.<br />
¿”Las verdes colinas de África”, “Tener o no tener”,<br />
y “A través del río y entre los árboles” fueron<br />
comenzadas todas ellas como cuentos y se<br />
desarrollaron hasta convertirse en novelas? Si así fue,<br />
¿son tan similares los dos géneros que un escritor<br />
puede pasar de uno a otro sin rehacer completamente<br />
su enfoque?<br />
No, eso no es cierto. Las verdes colinas de<br />
África no es una novela, pero fue escrita en<br />
un intento de escribir un libro absolutamente<br />
verdadero para ver si la forma de un país y la<br />
pauta general de la acción de un mes podrían<br />
competir, una vez presentadas como verdad,<br />
con una obra de la imaginación. Cuando<br />
acabé de escribirlo, escribí dos cuentos “Las<br />
nieves del Kilimanjaro” y “La vida feliz de Francis<br />
Macomber” Ésos fueron cuentos que inventé partiendo del conocimiento y la experiencia<br />
adquiridos durante la misma prolongada excursión de caza de la que yo había extraído un<br />
mes para intentar su presentación exacta en “Las verdes colinas”. “Tener o no tener” y “A través<br />
del río y entre los árboles” fueron comenzadas ambas como cuentos.<br />
¿Le resulta a usted fácil desplazarse de un proyecto literario a otro o prefiere continuar hasta terminar lo<br />
que ha comenzado?<br />
8
<strong>El</strong> hecho de que esté interrumpiendo un trabajo serio para contestar estas preguntas<br />
demuestra que soy tan estúpido que debería ser castigado severamente. Y seré castigado, no<br />
se preocupe.<br />
¿Se concibe usted mismo en competencia con otros escritores?<br />
Nunca. Yo solía tratar de escribir mejor que ciertos escritores ya muertos de cuyo valor yo<br />
estaba seguro. Pero desde hace mucho tiempo he tratado simplemente de escribir lo mejor<br />
que pueda. Algunas veces tengo suerte y escribo mejor de lo que puedo.<br />
¿Cree usted que el poder de un escritor disminuye a medida que se hace viejo? En “Las verdes colinas de<br />
África” usted menciona que los escritores norteamericanos, al llegar a cierta edad, se convierten en viejas<br />
madrecitas.<br />
No sé de eso. La gente que sabe lo que está haciendo debe durar mientras le dure la cabeza.<br />
En ese libro que usted<br />
menciona verá, si lo repasa,<br />
que yo estaba desbarrando<br />
sobre la literatura<br />
norteamericana con un<br />
personaje australiano<br />
desprovisto de humor que me<br />
estaba obligando a hablar<br />
cuando yo quería hacer otra<br />
cosa. Yo escribí una versión<br />
fiel de la conversación, no para<br />
hacer pronunciamientos<br />
inmortales. Una porción regular de los pronunciamientos son bastante buenos.<br />
No hemos discutido los personajes. ¿Están los personajes de sus obras sacados todos ellos de la vida real?<br />
Por supuesto que no. Sólo algunos provienen de la vida real. Mayormente uno inventa<br />
gente a partir del conocimiento y la comprensión y la experiencia de la gente.<br />
¿Podría usted decir algo acerca del proceso de convertir un personaje de la vida real en un personaje<br />
novelesco?<br />
Si yo explicara cómo se hace eso algunas veces, sería un manual para los abogados<br />
especializados en casos de difamación.<br />
¿Establece usted una distinción, como lo hace E.M. Forster, entre los personajes “planos” y los personajes<br />
“redondos”?<br />
Si uno describe a alguien, es plano, como una fotografía, y desde mi punto de vista es un<br />
fracaso. Si uno lo compone a partir de lo que uno sabe, debe tener todas las dimensiones.<br />
¿A cuáles de sus personajes recuerda usted con particular afecto?<br />
La lista sería demasiado larga.<br />
¿Entonces a usted le gusta releer sus propios libros, sin sentir que le gustaría hacer algunos cambios?<br />
9
Los leo a veces para reanimarme cuando es difícil escribir, y entonces recuerdo siempre que<br />
fue difícil y que en ocasiones fue imposible.<br />
¿Cómo les pone usted nombre a sus personajes?<br />
Lo mejor que puedo.<br />
¿Se le ocurren a usted los títulos durante el proceso de escribir la historia?<br />
No. Hago una lista de nombres después de terminar el cuento o el libro, a veces hasta cien.<br />
Entonces empiezo a eliminarlos, en ocasiones a todos.<br />
¿Y eso lo hace usted incluso con un cuento cuyo título viene del texto ”Colinas como elefantes blancos”, por<br />
ejemplo?<br />
Sí, el título viene después. Conocí a una muchacha en Pruniers, adonde yo había ido para<br />
comer ostras antes de la comida. Sabía que ella había tenido un aborto. Me le acerqué y<br />
conversamos, no sobre eso, pero de regreso a casa pensé en el cuento, omití la comida y<br />
pasé esa tarde escribiéndolo.<br />
De manera que cuando usted no está escribiendo, sigue siendo un observador constante, buscando algo que<br />
pueda usarse.<br />
Seguro. Si un escritor deja de observar está liquidado. Pero no tiene que observar<br />
conscientemente ni pensar cómo será aprovechable lo observado. Eso tal vez sería cierto<br />
en el comienzo. Pero más adelante todo lo que él ve entra en la gran reserva de cosas que él<br />
conoce o ha visto. Si usted considera provechoso que la gente se entere, yo siempre trato<br />
de escribir de acuerdo con el principio del témpano de hielo. <strong>El</strong> témpano se conserva siete<br />
octavas partes de su masa debajo del agua por cada parte que deja ver. Uno puede eliminar<br />
cualquier cosa que conozca, y eso sólo fortalece el témpano de uno. Es la parte que no se<br />
deja ver. Si un escritor omite algo porque no lo conoce, entonces hay un agujero en el<br />
relato.<br />
<strong>El</strong> viejo y el mar pudo haber tenido más de mil páginas e incluir a cada uno de los<br />
personajes de la aldea y todos los procesos de cómo se ganaban la vida, cómo nacían, se<br />
educaban, tenían hijos, etc. Otros escritores hacen eso excelentemente. Al escribir, uno está<br />
limitado por lo que ha se ha hecho satisfactoriamente. Así que yo he tratado de aprender a<br />
hacer algo distinto. Primero he tratado de eliminar todo lo que sea innecesario para<br />
comunicarle una experiencia al lector, de modo que después que él haya leído algo, eso se<br />
convierta en parte de su experiencia y parezca haber sucedido en realidad. Eso es muy<br />
difícil de hacer y yo he intentado hacerlo con mucho esfuerzo.<br />
De todos modos, para pasar por alto la manera como se hace, esa vez tuve una suerte<br />
increíble y pude comunicar la experiencia completamente y lograr que fuera una que nadie<br />
había comunicado antes. La suerte consistió en que tuve un buen hombre y un buen<br />
muchacho y los escritores se han olvidado de que tales cosas existen todavía. Por otra<br />
parte, el océano merece que se escriba sobre él tanto como lo merece el hombre. Así que<br />
tuve suerte ahí. Yo he visto al pez vela aparearse y sé de eso, de modo que lo dejé fuera. He<br />
visto un cardumen de más de cincuenta cachalotes en ese mismo pedazo de mar y una vez<br />
arponeé uno de casi sesenta pies de largo y lo perdí, de modo que dejé eso fuera. Todas las<br />
historias de la aldea de pescadores que conozco las dejé fuera. Pero el conocimiento es lo<br />
que constituye la parte del témpano que está bajo el agua.<br />
10
Los asesinos 10<br />
Ernest Hemingway<br />
La puerta del bar de comidas Henry´s se abrió y entraron dos hombres. Se sentaron<br />
ante el mostrador.<br />
– ¿Qué les sirvo?– preguntó George<br />
– No sé, contestó uno de ellos–. ¿Qué quieres comer, Al?<br />
– No sé– dijo Al–. No sé qué quiero comer.<br />
Afuera empezaba a oscurecer. Detrás de la ventana las luces de la calle se encendieron.<br />
Los dos hombres, sentados ante el mostrador, leían el menú. Desde el otro lado del<br />
mostrador, Nick Adams los miraba. Cuando entraron, estaba hablando George.<br />
– Una costilla de cerdo con puré de patatas y de manzanas– dijo el primer hombre.<br />
– Eso no está listo todavía.<br />
– ¿Y para qué demonios lo pone en la carta?<br />
– Ese es el menú de la cena que empieza a servirse a las seis– explicó George.<br />
George miró el reloj que estaba colgado en la pared de detrás del mostrador.<br />
– Son las cinco.<br />
– En ese reloj son la cinco y veinte– dijo el segundo hombre.<br />
– Va veinte minutos adelantado.<br />
– ¡Al diablo con el reloj!– dijo el primero–. ¿Qué tiene para comer?<br />
– Tengo sandwiches de todas clases –contestó George–. Se lo puedo hacer de huevos con<br />
jamón, huevos con tocino, hígado, filete.<br />
– Deme croquetas de pollo con salsa blanca, guisantes y puré de patatas.<br />
– Eso también pertenece a la cena, ¿eh? ¡Así de fácil!<br />
– Puedo darles jamón o tocino con huevos, hígado...<br />
– Deme huevos con jamón– dijo el hombre llamado Al. Llevaba un sombrero de hongo y<br />
abrigo negro cruzado, un pañuelo de seda al cuello y guantes. Su rostro era pequeño y<br />
blanco y tenía los labios apretados.<br />
– A mí, huevos con tocino– ordenó el otro. Era aproximadamente de la misma estatura que<br />
Al. Sus caras eran distintas, pero vestían como mellizos. Ambos llevaban abrigos<br />
demasiado ajustados para su cuerpo. Estaban inclinados hacia adelante con los codos sobre<br />
el mostrador.<br />
– ¿Tiene algo para beber? –preguntó Al.<br />
– “Silver Beer”, “Bevo”, “Ginger–ale”.. 11 .<br />
– ¡He dicho para beber!<br />
– Sólo hay lo que le he dicho.<br />
– Qué pueblo más a tope, ¿no?– dijo el otro–. ¿Cómo le llaman?<br />
– Summit. 12<br />
– ¿Lo has oído nombrar alguna vez? – preguntó Al a su amigo.<br />
– No– dijo éste.<br />
– Y, ¿qué pasa por las noches?<br />
– Cenan –replicó su amigo–. Vienen aquí y se dan la gran cena.<br />
– Eso es– terció George.<br />
10<br />
No hemos encontrado en las librerías ninguna copia del texto que reproducimos. <strong>El</strong> mismo ha sido<br />
tomado de www.um.es/<br />
Lamentablemente no consta el nombre del traductor.<br />
11<br />
Son todas bebidas sin alcohol.<br />
12<br />
En inglés, cumbre, cima, non plus ultra<br />
12
– ¿De modo que así es?– preguntó Al a George.<br />
– Sí, claro.<br />
– Usted es un vivo, ¿o no?<br />
– Sí, claro– dijo George.<br />
– Bueno. Pues no lo es– dijo el hombrecito–. ¿Qué te parece, Al?<br />
– No habla– dijo Al. Se volvió hacia Nick–. ¿Cómo se llama usted?<br />
– Adams.<br />
– Otro vivo– dijo Al–. ¿A que es un vivo, Max?<br />
George colocó los dos platos sobre el mostrador, uno con jamón y huevos y el otro con<br />
tocino y huevos. Al lado de éstos puso dos platos más pequeños con patatas fritas y cerró<br />
la ventanilla que daba a la cocina.<br />
– ¿Cuál es el tuyo? –preguntó Al.<br />
– ¿No te acuerdas?<br />
– Huevos con jamón.<br />
– ¡Qué tío listo! –exclamó Max. Se inclinó hacia delante y tomó el plato de jamón con<br />
huevos. Ambos comenzaron a comer con los guates puestos. George los contemplaba.<br />
– ¿Qué está usté mirando?– dijo Max a George.<br />
– Nada.<br />
– ¿Cómo que nada? Me estaba mirando a mí.<br />
– Tal vez el muchacho quería hacer una gracia, Max, –dijo Al.<br />
George rió.<br />
– Usté no tiene que reírse. ¡No tiene que reírse! ¿entendido?– gritó Max.<br />
– Está bien– dijo George.<br />
– ¿De modo que piensa que está bien? –Max se volvió hacia Al–. Oye, piensa que está bien.<br />
Esa sí que es buena.<br />
– ¡Oh! ¡es todo un pensador!– dijo Al comiendo.<br />
–¿Cómo se llama el vivo que está al final del mostrador?– preguntó Al a Max.<br />
– ¡Eh! ¡Vivo! –dijo Max a Nick. Vete detrás del mostrador con tu amigo.<br />
– ¿Para qué?– preguntó Nick.<br />
– Para nada.<br />
– Es mejor que vayas– dijo Al. Nick fue detrás del mostrador.<br />
– ¿De qué se trata? –preguntó George.<br />
– ¿A usted qué diablos le importa? –exclamó Al–. ¿Quién está en la cocina?<br />
– <strong>El</strong> negro.<br />
– ¿Qué negro?<br />
– <strong>El</strong> negro que cocina.<br />
– Dile que venga.<br />
– ¿Para qué?<br />
– ¡Dile que venga!<br />
– ¿Dónde cree que está usted?<br />
– Sabemos muy bien dónde estamos– dijo el llamado Max–. ¿Acaso parecemos idiotas?<br />
– Corta ya– le dijo Al–. ¿Para qué diablos te pones a discutir con el chico? Escucha –dijo a<br />
George–. Dile al negro que salga.<br />
– ¿Qué van a hacer con él?<br />
–Nada. ¡Usa la cabeza, vivo! A ver, ¿qué se puede hacer con un negro?<br />
George abrió la portezuela que daba a la cocina.<br />
– ¡Sam! –llamó–. Vente aquí un momento.<br />
Se abrió la puerta de la cocina y apareció el negro.<br />
– ¿Qué pasa– preguntó. Los dos hombres, con los codos en el mostrador, lo miraron.<br />
– Muy bien, negro. Quédate aquí y no te muevas de donde estás –dijo Al.<br />
Sam, el negro, de pie, con su delantal blanco, miró a los dos hombres.<br />
– Sí, señor– dijo.<br />
13
Al se bajó del taburete.<br />
– Yo me voy a la cocina con el negro y este vivo –dijo–. Vamos, a la cocina, negro. ¡Tú<br />
con él, vivo!<br />
Bajo de estatura entró en la cocina detrás de Nick y de Sam, el cocinero. La puerta se<br />
cerró tras ellos. <strong>El</strong> otro hombre llamado Max se sentó frente a George. No lo miraba pero<br />
sus ojos estaban clavados en el espejo que se hallaba detrás de él todo a lo largo del<br />
mostrador. Henry´s había sido reconvertido de restaurante en bar de comidas.<br />
– Muy bien, vivo–dijo Max sin apartar los ojos del espejo–. ¿Por qué no dices algo?<br />
– Bueno, ¿qué pasa?<br />
– ¡Eh! ¡Al! –gritó Max–. Este vivo quiere saber qué pasa.<br />
– ¿Porqué no se lo dices? –llegó la voz de Al desde la cocina.<br />
– ¿Tú qué crees que pasa?<br />
– No lo sé.<br />
– ¿A ti qué te parece?<br />
Max no apartaba sus ojos del espejo mientras hablaba.<br />
– Supongo que no sé.<br />
– ¿Eh! ¡Al! Este vivo dice que supone que no sabe decir de qué se trata.<br />
– Te oigo perfectamente– dijo Al desde la cocina. Había abierto la portezuela por la que<br />
pasaban los platos desde la cocina al comedor y la dejó trabada con una botella de salsa de<br />
tomate.–. Escucha, vivo– dijo desde la cocina a George– Córrete un poco más hacia la<br />
derecha del mostrador. Y tú, Max, un poco hacia la izquierda. Procedía como un fotógrafo<br />
disponiendo a un grupo para una fotografía.<br />
– Dime, vivo –exclamó Max– ¿Qué crees que va a pasar?<br />
George no dijo nada.<br />
– Te lo diré– dijo Max–. Vamos a matar al sueco. ¿Conoces a ese sueco grande que se llama<br />
Ole Anderson?<br />
– Sí.<br />
– Viene a cenar aquí todas las noches, ¿o qué?<br />
– A veces.<br />
– Y viene a las seis, ¿no?<br />
– Sí. Cuando viene.<br />
– Sabes todo eso, tío vivo– dijo Max–. Hablemos de otra cosa. ¿Va usted mucho al cine?<br />
– De vez en cuando.<br />
– Debería ir más al cine. Las películas son algo muy bueno para un vivo como usted.<br />
– ¿Por qué quieren matar a Ole Anderson? ¿Qué les hizo?<br />
– Nunca tuvo oportunidad de hacernos nada. No nos ha visto nunca.<br />
– Y nos va a ver sólo una vez– dijo Al desde la cocina.<br />
– ¿Y por qué lo van a matar, entonces? – preguntó George.<br />
– Por un amigo. Para hacer un favor a un amigo, vivo.<br />
–¡Cierra el pico de una vez!– gritó Al desde la cocina–. ¡Hablas demasiado!<br />
– Bueno, tengo que entretener al muchacho. ¿No es así, vivo?<br />
– Hablas demasiado –repitió Al–. <strong>El</strong> negro y mi vivo se divierten solos. Y los tengo bien<br />
atados, como dos buenas buenas amigas en el convento.<br />
– Supongo que ha estado usted en un convento.<br />
– Nunca se sabe.<br />
– En un convento kosher 13 . Ahí es donde he estado.<br />
George miró el reloj.<br />
– Si entra alguien, diga usted que el cocinero se ha ido, y si insisten quedarse le dices que se<br />
lo haces tú mismo. ¿Entendido, vivo?<br />
– Está bien –dijo George–. ¿Y qué van a hacer con nosotros después?<br />
13 Comida judía. Alude a que uno de los gángsters es de origen judío.<br />
14
– Eso depende –dijo Max–. Esa es una de las cosas que no se sabe hasta que llegue el<br />
momento.<br />
George volvió a mirar el reloj. Eran las seis y cuarto. Se abrió la puerta de la calle.<br />
Entró un conductor de tranvías.<br />
– ¡Hola, George! –dijo–. ¿Está la cena?<br />
– Sam se ha ido –dijo George–. Volverá dentro de media hora.<br />
– Entonces cenaré en otro sitio –comentó el conductor.<br />
George miró el reloj. Eran las seis y veinte.<br />
– Muy bien, vivo –dijo Max–. Eres un completo caballero.<br />
– ¡Sabía que le hubiera volado la cabeza! –exclamó Al desde la cocina.<br />
– No–, dijo Max–. No es para tanto. <strong>El</strong> muchacho sabe comportarse y eso me gusta.<br />
A las siete menos cinco George dijo:<br />
– No va a venir.<br />
Otras dos personas habían entrado en el restaurante. En una ocasión George fue a la<br />
cocina a hacer un bocadillo de huevos con jamón “para llevar” que pidió un hombre.<br />
Dentro vio a Al, con el sombrero de hongo echado hacia atrás, sentado en un taburete al<br />
lado de la ventanilla que daba al bar, con la boca de la escopeta de cañones recortados<br />
apoyada en el borde. Nick y el cocinero estaban espalda contra espalda, amordazados cada<br />
uno con una toalla. George preparó el bocadillo, lo envolvió en papel encerado y luego lo<br />
colocó en una bolsa, salió y el hombre pagó y se fue.<br />
– <strong>El</strong> vivo hace de todo –dijo Max–. Si hasta sabe cocinar. Harías una buena esposa con<br />
cualquier chica, muchacho.<br />
– ¿Sí?– comentó George–. Su amigo, Ole Anderson, no va a venir.<br />
– Vamos a darle diez minutos más– dijo Max.<br />
Miró el espejo y el reloj. Las manecillas señalaban las siete; luego, las siete y cinco.<br />
– Vamos, Al –dijo Max–. Mejor será que nos vayamos. No va a venir.<br />
– ¡Dale otros cinco minutos! –gritó Al desde la cocina.<br />
Pasados los cinco minutos entró otro hombre y George le dijo que el cocinero estaba<br />
enfermo.<br />
– ¿Y por qué diablos no consiguen otro cocinero? –preguntó el hombre–. ¿Acaso esto no<br />
es un bar de comidas?–. Salió.<br />
– Venga, vámonos Al –dijo Max–. ¿Qué hacemos con los dos vivos y el negro?<br />
– Déjalos. Están bien.<br />
– ¿Estás seguro?<br />
– Sí. Hemos terminado aquí.<br />
– No me gusta –manifestó Al–. Esto es una chapuza. Hablas demasiado.<br />
– Pero, ¿y qué diablos importa?–exclamó Max–. Tenemos que tratar de divertirnos, ¿no?<br />
– Hablas demasiado, tío– exclamó Al saliendo de la cocina. Los cañones recortados de la<br />
escopeta le hacían algo de bulto bajo el abrigo demasiado ceñido. Se lo alisó con las manos<br />
enguantadas.<br />
– ¡Adiós, vivo! –dijo a George–. Tienes mucha suerte.<br />
– Es verdad –afirmó Max–. Deberías jugar a las carreras de caballos, vivo.<br />
Salieron. Por la ventana, George los vio pasar bajo la luz del farol y cruzar la calle. Con<br />
sus abrigos ajustados y sus sombreros de hongo parecían una pareja de vodevil. George<br />
entró en la cocina por la puerta de batiente y desató a Nick y al cocinero.<br />
– No me gusta esto– dijo Sam. No quiero saber nada más de esto.<br />
Nick se quedó de pie. Nunca había tenido una toalla en la boca.<br />
– ¡Oye –dijo–. ¡Qué demonios...!–mientras fanfarroneaba como si no hubiera ocurrido<br />
nada.<br />
– Iban a matar a Ole Anderson. Lo iban a acribillar cuando entrase a cenar.<br />
– ¿Ole Anderson?...<br />
15
– Sí.<br />
<strong>El</strong> negro se tocaba con los dedos los extremos de la boca.<br />
– ¿Se fueron? –preguntó.<br />
– Sí –dijo George. Salieron.<br />
– No me gusta –exclamó el cocinero–. No me gusta nada.<br />
– Escucha –dijo George a Nick–. Deberías ir a ver Ole Anderson.<br />
– Está bien.<br />
– Es mejor que no te metas en nada de esto –intervino Sam–. Mejor que no te metas.<br />
– No vayas tú si no quieres –dijo George.<br />
– Meterse en cosas como ésta no lleva a ninguna parte –insistió el cocinero–. Quédate aquí<br />
tranquilo.<br />
– Voy a verlo –dijo Nick a George–. ¿Dónde vive?<br />
Sam les dio la espalda.<br />
– Los jovenzuelos siempre saben lo que quieren hacer –murmuró.<br />
– Para arriba en la pensión de Hirsch –contestó George.<br />
– Iré allí.<br />
Afuera, la luz del farol brillaba por entre las deshojadas ramas de un árbol. Nick fue<br />
calle arriba caminando a lo largo de las vías del tranvía, y al llegar al próximo farol, tomó<br />
por una callejuela lateral. Tres casas más allá estaba la pensión de Hirch. Nick subió los<br />
escalones y tocó el timbre. Una mujer acudió a abrir.<br />
– ¿Está Ole Anderson?<br />
– ¿Quiere verlo?<br />
– Sí; si está.<br />
Nick siguió a la mujer escaleras arriba hasta el primer piso y luego hasta el fondo de un<br />
pasillo. La mujer llamó a la puerta.<br />
– ¿Quién es?<br />
– Alguien que quiere verle, señor Anderson –dijo la mujer.<br />
– Soy Nick Adams.<br />
– ¡Entre!<br />
Nick abrió la puerta y entró en la habitación. Ole Anderson estaba en la cama,<br />
completamente vestido. Había sido boxeador profesional de peso pesado y era demasiado<br />
largo para la cama. Tenía la cabeza sobre dos almohadas. No miró a Nick.<br />
– ¿Qué pasa? –preguntó.<br />
– Estaba en Henry´s –dijo el muchacho–, cuando llegaron dos tipos. Nos ataron a mí y al<br />
cocinero, diciendo que iban a matarte a ti.<br />
Al contarlo le pareció una tontería. Ole Anderson no dijo nada.<br />
– Nos metieron en la cocina– continuó Nick–. Querían dispararle cuando entrara a cenar.<br />
Ole Anderson miró hacia la pared sin decir nada.<br />
– George creyó que era mejor que viniera a decírselo.<br />
– No puedo hacer nada –dijo Anderson.<br />
– Le diré cómo eran.<br />
– No quiero saberlo –declaró Ole Anderson. Miró la pared–. Gracias por haber venido a<br />
decírmelo.<br />
– Está bien.<br />
Nick miró al hombre que estaba en la cama.<br />
– ¿Quiere que avise a la policía?<br />
– No –dijo Anderson–. No vale la pena.<br />
– ¿Puedo hacer algo?<br />
– No. No hay nada que hacer.<br />
– Tal vez no sea más que una fanfarronada.<br />
– No. No es una fanfarronada.<br />
16
Ole Anderson se dio vuelta hacia la pared.<br />
– Lo malo –dijo hablando en la misma postura–, es que no puedo decidirme a salir. Ha<br />
estado aquí todo el día.<br />
– ¿No puedes salir del pueblo?<br />
– No –dijo Ole Anderson–. Se acabó eso de dar vueltas de una parte a otra.<br />
Miró la pared.<br />
– No hay nada que hacer ahora –dijo.<br />
– ¿No podría arreglarlo de alguna forma?<br />
– No. Me metí donde no debía –hablaba con la misma voz monótona–. No hay nada que<br />
hacer. Puede que más tarde me decida a salir.<br />
– Bueno, tengo que volver y ver a George.<br />
– Adiós– dijo Ole sin mirar a Nick–. Gracias por haber venido.<br />
Nick salió. Al cerrar la puerta vio a Ole Anderson, vestido, echado en la cama y mirando<br />
hacia la pared.<br />
– Ha estado en su cuarto todo el día –dijo la mujer desde el final de las escaleras–. Supongo<br />
que no se siente bien. Le dije: “Señor Anderson, debía salir a pasear en un día otoñal tan<br />
hermoso como éste”, pero no tenía ganas.<br />
– No quiere salir.<br />
– Lamento que no se sienta bien –dijo la mujer–. Es un hombre increíblemente bueno. Fue<br />
boxeador, ¿sabe usted?<br />
– Sí. Lo sé.<br />
– A no ser por la cara, nadie se daría cuenta –dijo ella. Estaban hablando dentro, con la<br />
puerta de la calle abierta–. ¡Es tan educado!<br />
– Bueno. Buenas noches, señora Hirsch –dijo Nick.<br />
– Yo no soy la señora Hirsch –replicó la mujer–. <strong>El</strong>la es la dueña de esto. Yo sólo soy la<br />
encargada. Soy la señora Bell.<br />
– Bien; buenas noches, señora Bell.<br />
– Buenas noches –contestó ella.<br />
Nick caminó por la calle oscura hasta la esquina iluminada por el farol y luego a lo largo<br />
de las vías del tranvía hasta el bar de comidas Henry´s. George estaba detrás del mostrador.<br />
– ¿Has visto a Ole?<br />
– Sí –dijo Nick–. Está en su cuarto y no se decide a salir.<br />
<strong>El</strong> cocinero abrió la puerta de la cocina, desde donde había oído la voz de Nick.<br />
– ¡No quiero ni oírlo! –dijo y cerró la puerta.<br />
– ¿Se lo has dicho? – preguntó George.<br />
– Sí. Se lo he dicho, pero él sabe de qué se trata.<br />
– ¿Qué va a hacer?<br />
– Nada.<br />
– Lo matarán.<br />
– Supongo que sí.<br />
– Se debe de haber metido en algo en Chicago.<br />
– Lo más probable –dijo Nick.<br />
– Es un asunto endemoniado.<br />
– Es algo terrible –recalcó Nick.<br />
Callaron. George se agachó por una bayeta y limpiaba el mostrador.<br />
– Me pregunto qué habrá podido ser –dijo Nick.<br />
– Habrá traicionado a alguien. <strong>El</strong>los matan por eso.<br />
– Me voy a ir de este pueblo –declaró Nick.<br />
– Sí –dijo George–, es lo mejor que puedes hacer.<br />
– No puedo soportar la idea de verlo en su cuarto esperando y sabiendo que se lo van a<br />
cargar. ¡Es insoportable, demasiado horrible!<br />
17
– Bueno –dijo George–. Es mejor que no pienses en ello.<br />
18
Un artista del trapecio 14<br />
Franz Kafka<br />
Un artista del trapecio –como se sabe, este arte se practica en lo alto de las cúpulas de los<br />
grandes circos es uno de los más difíciles entre todos los asequibles al hombre– había<br />
organizado su vida de tal manera –primero por afán profesional de perfección, después por<br />
costumbre que se había hecho tiránica–, que, mientras trabajaba en la misma empresa<br />
permanecía día y noche en el trapecio. Todas sus necesidades –por otra parte muy<br />
pequeñas– eran satisfechas por criados que se relevaban a intervalos y vigilaban debajo.<br />
Todo lo que arriba se necesitaba lo subían y bajaban en cestillos construidos para el caso.<br />
De esta manera de vivir no se deducían para el<br />
trapecista dificultades especiales con el resto del<br />
mundo. Solo resultaba un poco molesto durante<br />
los demás números del programa, porque como<br />
no se podía ocultar que había quedado arriba,<br />
aunque permanecía quieto, siempre alguna mirada<br />
del público se desviaba hacia él. Pero los directores<br />
se lo perdonaban, porque era un artista<br />
extraordinario, insustituible. Además era sabido<br />
que no vivía así por capricho y que solo de aquella<br />
manera podía estar siempre entrenado y conservar<br />
la extrema perfección de su arte.<br />
Además, allá arriba se estaba muy bien.<br />
Cuando, en los días cálidos del verano, se abrían<br />
las ventanas laterales que corrían alrededor de la<br />
cúpula y el sol y el aire irrumpían en el ámbito<br />
crepuscular del circo, era hasta bello. Su trato<br />
humano estaba muy limitado, naturalmente.<br />
Alguna vez trepaba por la cuerda de ascensión<br />
algún colega de “turné”, se sentaba a su lado en el<br />
trapecio, apoyado uno en la cuerda de la derecha,<br />
otro en la izquierda, y charlaban largamente. O bien los obreros que reparaban la<br />
techumbre cambiaban con él algunas palabras por una de las claraboyas, o el electricista que<br />
comprobaba las conducciones de la luz en la galería más alta le gritaba alguna palabra<br />
respetuosa, si bien poco comprensible.<br />
A no ser entonces, estaba siempre solitario. Alguna vez un empleado, que erraba<br />
cansadamente a las horas de la siesta por el circo vacío, elevaba su mirada a la casi atrayente<br />
altura, donde el trapecista descansaba o se ejercitaba en su arte sin saber que era observado.<br />
Así hubiera podido vivir tranquilo el artista del trapecio a no ser por los inevitables<br />
viajes de lugar en lugar que le molestaban en sumo grado. Cierto es que el empresario<br />
cuidaba de que este sufrimiento no se prolongara innecesariamente.<br />
<strong>El</strong> trapecista salía para la estación en un automóvil de carreras que corría, a la<br />
madrugada, por las calles desiertas, con la velocidad máxima; demasiado lenta, sin embargo,<br />
para su nostalgia del trapecio.<br />
14 Kafka, Franz. Un artista del trapecio (En: La metamorfosis. 19 ed. Madrid, Alianza Editorial, 1985.<br />
19
En el tren estaba dispuesto un departamento para él solo, en donde encontraba arriba,<br />
en la redecilla de los equipajes, una sustitución mezquina –pero en algún modo<br />
equivalente– de su manera de vivir.<br />
En el sitio de destino ya estaba enarbolado el trapecio mucho antes de su llegada,<br />
cuando todavía no se habían cerrado las tablas ni colocado las puertas. Pero para el<br />
empresario era el instante más placentero aquél en el que el trapecista apoyaba el pie en la<br />
cuerda de subida y en un santiamén se encaramaba de nuevo sobre su trapecio.<br />
A pesar de todas estas precauciones, los viajes perturbaban gravemente los nervios del<br />
trapecista, de modo que por muy afortunados que fueran económicamente para el<br />
empresario, siempre le resultaban penosos.<br />
Una vez que viajaban, el artista en la redecilla, como soñando, y el empresario recostado<br />
en el en el rincón de la ventana, leyendo un libro, el hombre del trapecio lo apostrofó<br />
suavemente. Y le dijo, mordiéndose los labios, que en lo sucesivo necesitaba para su vivir<br />
no un trapecio, como hasta entonces, sino dos, dos trapecios, uno frente a otro.<br />
<strong>El</strong> empresario accedió en seguida. Pero el trapecista, como si quisiera mostrar que la<br />
aceptación del empresario no tenía más importancia que su oposición, añadió que nunca<br />
más, en ninguna ocasión, trabajaría únicamente sobre un trapecio. Parecía horrorizarse ante<br />
la idea de que pudiera acontecerle alguna vez. <strong>El</strong> empresario, deteniéndose y observando a<br />
su artista, declaró nuevamente su absoluta conformidad. Dos trapecios son mejor que uno<br />
solo. Además, los nuevos ejercicios serían más variados y vistosos.<br />
Pero el artista se echó a llorar de pronto. <strong>El</strong> empresario, profundamente conmovido, se<br />
levantó de un salto y le preguntó qué le<br />
ocurría, y como no recibiera ninguna<br />
respuesta, se subió al asiento, le acarició<br />
y abrazó y estrechó su rostro contra el<br />
suyos, hasta sentir las lágrimas en su<br />
piel. Después de muchas preguntas y<br />
palabras cariñosas, el trapecista exclamó,<br />
sollozando:<br />
– Sólo con una barra en las manos,<br />
¡cómo podría yo vivir!<br />
Entonces, ya fue muy fácil al<br />
empresario consolarle. Le prometió que<br />
en la primera estación, en la primera<br />
parada y fonda, telegrafiaría para que<br />
instalasen el segundo trapecio, y se<br />
reprochó a sí mismo duramente la<br />
crueldad de haber dejado al artista<br />
trabajar tanto tiempo en un solo<br />
trapecio.<br />
En fin, le dio las gracias por<br />
haberle hecho observar al cabo aquella<br />
omisión imperdonable. De esta suerte,<br />
pudo el empresario tranquilizar al artista y volverse a su rincón.<br />
En cambio, él no estaba tranquilo; con grave preocupación espiaba, a hurtadillas, por<br />
encima del libro, al trapecista. Si semejantes pensamientos habían empezado a<br />
atormentarle, ¿podrían ya cesar por completo? ¿No seguirían aumentando día por día? ¿No<br />
amenazarían su existencia? Y el empresario, alarmado, creyó ver en aquel sueño<br />
aparentemente tranquilo, en que habían terminado los lloros, comenzar a dibujarse la<br />
primera arruga en la lisa frente infantil del artista del trapecio.<br />
20
La muerte y la brújula 15<br />
Jorge Luis Borges<br />
A Mandie Molina Vedia<br />
De los muchos problemas que ejercitaron la temeraria perspicacia de Lönnrot, ninguno<br />
tan extraño –tan rigurosamente extraño, diremos– como la periódica serie de hechos de<br />
sangre que culminaron en la quinta 16 de Triste–le–Roy, entre el interminable olor de los<br />
eucaliptos. Es verdad que Erik Lönnrot no logró impedir el último crimen, pero es<br />
indiscutible que lo previó. Tampoco adivinó la identidad del infausto asesino de<br />
Yarmolinsky, pero sí la secreta morfología de la malvada serie y la participación de Red<br />
Scharlach, cuyo segundo apodo es Scharlach el Dandy. Ese criminal (como tantos) había<br />
jurado por su honor la muerte de Lönnrot, pero éste nunca se dejó intimidar. Lönnrot se<br />
creía un puro razonador, un Auguste Dupin 17 , pero algo de aventurero había en él y hasta<br />
de tahur.<br />
<strong>El</strong> primer crimen ocurrió en el Hôtel du Nord –<br />
ese alto prisma que domina el estuario cuyas aguas<br />
tienen el color del desierto. A esa torre (que muy<br />
notoriamente reúne la aborrecida blancura de un<br />
sanatorio, la numerada divisibilidad de una cárcel y la<br />
apariencia general de una casa mala) arribó el día tres<br />
de diciembre el delegado de Podólsk al Tercer<br />
Congreso Talmúdico, doctor Marcelo Yarmolinsky,<br />
hombre de barba gris y ojos grises. Nunca sabremos<br />
si el Hôtel du Nord le agradó: lo aceptó con la<br />
antigua resignación que le había permitido tolerar<br />
tres años de guerra en los Cárpatos y tres mil años de<br />
opresión y de pogroms. Le dieron un dormitorio en<br />
el piso R, frente a la suite que no sin esplendor<br />
ocupaba el Tetrarca de Galilea. Yarmolinsky cenó,<br />
postergó para el día siguiente el examen de la<br />
desconocida ciudad, ordenó en un placard 18 sus<br />
muchos libros y sus muy pocas prendas, y antes de<br />
media noche apagó la luz. (Así lo declaró el chauffeur 19 del Tetrarca, que dormía en la pieza 20<br />
contigua.) <strong>El</strong> cuatro, a las 11 y 3 minutos a.m., lo llamó por teléfono un redactor de la<br />
Yidische Zaitung; el doctor Yarmolinsky no respondió; lo hallaron en su pieza, ya levemente<br />
oscura la cara, casi desnudo, bajo una gran capa anacrónica. Yacía no lejos de la puerta que<br />
daba al corredor; una puñalada profunda le había partido el pecho. Un par de horas<br />
después, en el mismo cuarto, entre periodistas, fotógrafos y gendarmes, el comisario<br />
Treviranus y Lönnrot debatían con serenidad el problema.<br />
– No hay que buscarle tres pies al gato –decía Treviranus, blandiendo un imperioso<br />
cigarro–. Todos sabemos que el Tetrarca de Galilea posee los mejores zafiros del mundo.<br />
15<br />
Borges, Jorge Luis. La muerte y la brújula. (En: Obras completas. T.1. Ficciones. Barcelona, Emecé<br />
editores, 1981.<br />
16<br />
Pequeña extensión de tierra con casa, a las afueras de la ciudad, muchas veces segunda vivienda.<br />
17<br />
Personaje del detective creado por E.A. Poe en Los crímenes de la calle Morgue.<br />
18 Armario.<br />
19 Conductor<br />
20 Habitación<br />
21
Alguien, para robarlos, habrá penetrado aquí por error. Yarmolinsky se ha levantado; el<br />
ladrón ha tenido que matarlo. ¿Qué le parece?<br />
– Posible, pero no interesante– respondió Lönnrot–. Usted replicará que la realidad no<br />
tiene la menor obligación de ser interesante. Yo le replicaré que la realidad puede prescindir<br />
de esa obligación, pero no las hipótesis. En la que usted ha improvisado, interviene<br />
copiosamente el azar. He aquí un rabino muerto; yo preferiría una explicación puramente<br />
rabínica, no los imaginarios percances de un imaginario ladrón.<br />
Treviranus repuso con mal humor:<br />
– No me interesan las explicaciones<br />
rabínicas: me interesa la captura del<br />
hombre que apuñaló a ese desconocido.<br />
– No tan desconocido –corrigió<br />
Lönnrot–. Aquí están sus obras<br />
completas. –Indicó en el placard una fila<br />
de altos volúmenes: una Vindicación de la<br />
cábala; un Exámen de la filosofía de Robert<br />
Flood; una traducción literal del Sepher<br />
Yezirah; una Biografía del Baal Shem; una<br />
Historia de la Secta de los Hasidim, una<br />
monografía (en alemán) sobre el<br />
Tetragrámaton; otra, sobre la<br />
nomenclatura divina del Pentateuco. <strong>El</strong><br />
comisario los miró con temor, casi con<br />
repulsión. Luego, se echó a reir.<br />
– Soy un pobre cristiano –repuso–.<br />
Llévese todos esos mamotretos, si<br />
quiere; no tengo tiempo que perder en<br />
supersticiones judías.<br />
– Quizá este crimen pertenece a la<br />
historia de las supersticiones judías –<br />
murmuró Lönnrot.<br />
– Como el cristianismo –se atrevió a completar el redactor de la Yidische Zaitung. Era miope,<br />
ateo y muy tímido.<br />
Nadie le contestó. Uno de los agentes había encontrado en la pequeña máquina de<br />
escribir una hoja de papel con esta sentencia inconclusa:<br />
La primera letra del nombre ha sido articulada<br />
Lönnrot se abstuvo de sonreir. Bruscamente bibliófilo o hebraísta, ordenó que le<br />
hicieran un paquete con los libros del muerto y los llevó a su departamento. Indiferente a<br />
la investigación policial, se dedicó a estudiarlos. Un libro en octavo mayor le reveló las<br />
enseñanzas de Israel Baal Shem Tobh, fundador de la secta de los Piadosos; otro, las<br />
virtudes y terrores del Tetragrámaton, que es el inefable Nombre de Dios; otro, la tesis de<br />
que Dios tiene un nombre secreto, en el cual está compendiado (como en la esfera de<br />
cristal que los persas atribuyen a Alejandro de Macedonia). Su noveno atributo, la eternidad<br />
–es decir, el conocimiento inmediato– de todas las cosas que serán, que son y que han sido<br />
en el universo. La tradición enumera noventa y nueve nombres de Dios; los hebraístas<br />
atribuyen ese imperfecto número al mágico temor a las cifras pares; los Hasidim razonan<br />
que ese hiato señala un centésimo nombre –el Nombre Absoluto.<br />
De esa erudición lo distrajo, a los pocos días, la aparción del redactor de la Yidische<br />
Zaitung. Éste quería hablar del asesinato; Lönnrot prefirió hablar de los diversos nombres<br />
22
de Dios; el periodista declaró en tres columnas que el investigador Erik Lönnrot se había<br />
dedicado a estudiar los nombres de Dios para dar con el nombre del asesino. Lönnrot,<br />
habituado a las simplificaciones del periodismo, no se indignó. Uno de esos tenderos que<br />
han descubierto que cualquier hombre se resigna a comprar cualquier libro, publicó una<br />
edición popular de la Historia de la secta de los Hasidim.<br />
<strong>El</strong> segundo crimen ocurrió la noche del tres de enero, en el más desamparado y vacío de<br />
los huecos suburbios occidentales de la capital. Hacia el amanecer, uno de los gendarmes<br />
que vigilan a caballo esas soledades vio en el umbral de una antigua pinturería un hombre<br />
emponchado, yacente. <strong>El</strong> duro rostro estaba como enmascarado de sangre; una puñalada<br />
profunda le había rajado el pecho. En la pared, sobre los rombos amarillos y rojos, había<br />
unas palabras en tiza. <strong>El</strong> gendarme las deletreó... Esa tarde Treviranus y Lonnröt se<br />
dirigieron a la remota escena del crimen. A izquierda y derecha del automóvil, la ciudad se<br />
deisntegraba; crecía el firmamento y ya importaban poco las casas y mucho un horno de<br />
ladrillos o un álamo. Llegaron a su pobre destino: un callejón final de tapias rosadas que<br />
parecían reflejar de algún modo la desaforada puesta de sol. <strong>El</strong> muerto ya había sido<br />
identificado. Era Daniel Simón Azevedo, hombre de alguna fama en los antiguos arrabales<br />
del Norte, que había ascendido de carrero a guapo electoral, para degenerar después en<br />
ladrón y hasta en delator. (<strong>El</strong> singular estilo de su muerte les pareció adecuado: Azevedo<br />
era el último representante de una generación de bandidos que sabía el manejo del puñal,<br />
pero no del revólver.) Las palabras de tiza eran las siguientes:<br />
La segunda letra del Nombre ha sido articulada<br />
<strong>El</strong> tercer crimen ocurrió la noche del tres de febrero. Poco antes de la una, el teléfono<br />
sonó en la oficina del comisario Treviranus. Con ávido sigilo, habló un hombre de voz<br />
gutural; dijo que se llamaba Ginzberg (o Ginsburg) y que estaba dispuesto a comunicar, por<br />
una remuneración razonable, los hechos de los dos sacrificios de Azevedo y Yarmolinsky.<br />
Una discordia de silbidos y de cornetas ahogó la voz del delator. Después, la comunicación<br />
se cortó. Sin rechazar aún la posibilidad de una broma (al fin, estaban en carnaval)<br />
Treviranus indagó que le habían hablado desde Liverpool House, taberna de la Rue de Toulon<br />
–esa calle salobre en la que conviven el cosmorama y la lechería, el burdel y los vendedores<br />
de biblias. Treviranus habló con el patrón. Éste (Black Finnegan, antiguo criminal irlandés,<br />
abrumado y casi anulado por la decencia) le dijo que la última persona que había empleado<br />
el teléfono de la casa era un inquilino, un tal Gryphius, que acababa de salir con unos<br />
amigos. Treviranus fue en seguida a Liverpool House. <strong>El</strong> patrón le comunicó lo siguiente:<br />
Hace ocho días Gryphius había tomado una pieza en los altos del bar. Era un hombre de<br />
rasgos afilados, de nebulosa barba gris, trajeado pobremente de negro; Finnegan (que<br />
destinaba esa habitación a un empleo que Treviranus adivinó) le pidió un alquiler sin duda<br />
excesivo; Gryphius inmediatamente pagó la suma estipulada. No salía casi nunca; cenaba y<br />
almorzaba en su cuarto; apenas si le conocían la cara en el bar. Esa noche bajó a telefonear<br />
al despacho de Finnegan. Un cupé cerrado se detuvo ante la taberna. <strong>El</strong> cochero no se<br />
movió del pescante; algunos parroquianos recordaron que tenía máscara de oso. Del cupé<br />
bajaron dos arlequines, eran de reducida estatura y nadie pudo no observar que estaban<br />
muy borrachos. Entre balidos de cornetas irrumpieron en el escritorio de Finnegan;<br />
abrazaron a Gryphius, que pareció reconocerlos, pero que les respondió con frialdad;<br />
cambiaron unas palabras en yiddish –él en voz baja, gutural, ellos con voces falsas, agudas–<br />
y subieron a la pieza del fondo. Al cuarto de hora bajaron los tres, muy felices; Gryphius,<br />
tambaleante, parecía tan borracho como los otros. Iba, alto y vertiginoso en el medio, entre<br />
los arlequines enmascarados. (Una de las mujeres del bar recordó los losanges amarillos,<br />
rojos y verdes.) Dos veces tropezó; dos veces lo sujetaron los arlequines. Rumbo a la<br />
dársena inmediata, de agua rectangular, los tres subieron al cupé y desaparecieron. Ya en el<br />
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estribo del cupé, el último arlequín garabateó una figura obscena y una sentencia en una de<br />
las pizarras de la recova.<br />
Treviranus vio la sentencia. Era casi previsible, decia:<br />
La última de las letras del Nombre ha sido articulada<br />
Examinó, después, la piecita de Gryphius–Ginzberg. Había en el suelo una brusca<br />
estrella de sangre; en los rincones, restos de<br />
cigarrillos de marca húngara; en un armario, un<br />
libro en latín –el Philologus hebraeograecus (1739) de<br />
Leusden– con varias notas manuscritas.<br />
Treviranus lo miró con indignación e hizo buscar<br />
a Lönnrot. Éste, sin sacarse el sombrero, se puso<br />
a leer, mientras el comisario interrogaba a los<br />
contradictorios testigos del secuestro posible. A<br />
las cuatro salieron. En la torcida Rue de Toulon,<br />
cuando pisaban las serpentinas muertas del alba,<br />
Treviranus dijo:<br />
– ¿Y si la historia de esta noche fuera un<br />
simulacro?<br />
Erik Lönnrot sonrió y le leyó con toda<br />
gravedad un pasaje (que estaba subrayado) de la disertación trigésima tercera del Philologus:<br />
Dies Judaeorum incipit a solis occasu usque ad solis ocassum diei sequentis. Esto quiere decir –agregó–<br />
<strong>El</strong> día hebreo empieza al anochecer y dura hasta el siguiente anochecer.<br />
<strong>El</strong> otro ensayó una ironía.<br />
– ¿Ese dato es el más valioso que usted ha recogido esta noche?<br />
– No. Más valiosa es una palabra que dijo Ginzberg.<br />
Los diarios de la tarde no descuidaron esas desapariciones periódicas. La Cruz de la<br />
Espada las contrastó con la admirable disciplina y el orden del último Congreso Eremítico;<br />
Ernst Palast, en <strong>El</strong> Mártir, reprobó “las demoras intolerables de un pogrom clandestino y<br />
frugal, que ha necesitado tres meses para liquidar tres judíos”; la Yidishe Zaitung rechazó la<br />
hipótesis horrorosa de un complot antisemita, “aunque muchos espíritus penetrantes no<br />
admiten otra solución del triple misterio”; el más ilustre de los pistoleros del Sur, Dandy<br />
Red Scharlach, juró que en su distrito nunca se producirían crímenes de esos y acusó de<br />
culpable negligencia al comisario Franz Treviranus.<br />
Éste recibió, la noche del primero de marzo, un imponente sobre sellado. Lo abrió: el<br />
sobre contenía una carta firmada Baruj Spinoza y un minucioso plano de la ciudad,<br />
arrancado notoriamente de un Baedeker. La carta profetizaba que el tres de marzo no<br />
habría un cuarto crimen, pues la pinturería del Oeste, la taberna de la Rue de Toulon y el<br />
Hôtel du Nord eran “los vértices perfectos de un triángulo equilátero y místico”; el plano<br />
demostraba en tinta roja la regularidad de ese triángulo. Treviranus leyó con resignación ese<br />
argumento more geometrico y mandó la carta y el plano a casa de Lönnrot –indiscutible<br />
merecedor de tales locuras.<br />
Erik Lönnrot las estudió. Los tres lugares, en efecto, eran equidistantes. Simetría en el<br />
tiempo (3 de diciembre, 3 de enero, 3 de febrero); simetría en el espacio, también... Sintió,<br />
de pronto, que estaba por descifrar el misterio. Un compás y una brújula completaron esa<br />
brusca intuición. Sonrió, pronunció la palabra Tetragrámaton (de adquisición reciente) y<br />
llamó por teléfono al comisario. Le dijo:<br />
–Gracias por ese triángulo equilátero que usted anoche me mandó. Me ha permitido<br />
resolver el problema. Mañana viernes los criminales estarán en la cárcel; podemos estar<br />
muy tranquilos.<br />
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–Entonces ¿no planean un cuarto crimen?<br />
–Precisamente porque planean un cuarto crimen, podemos estar muy tranquilos. –<br />
Lönnrot colgó el tubo. Una hora después viajaba en un tren de los Ferrocarriles Australes,<br />
rumbo a la quinta abandonada de Triste–le–Roy. Al sur de la ciudad de mi cuento fluye un<br />
ciego riachuelo de aguas barrosas, infamado de curtiembres y de basuras. Del otro lado hay<br />
un suburbio fabril donde, al amparo de un caudillo barcelonés, medran los pistoleros.<br />
Lönnrot sonrió al pensar que el más afamado –Red Scharlach– hubiera dado cualquier cosa<br />
por conocer esa clandestina visita. Azevedo fue compañero de Scharlach; Lönnrot<br />
consideró la remota posibilidad de que la cuarta víctima fuera Scharlach. Después, la<br />
desechó... Virtualmente, había descifrado el problema; las meras circunstancias, la realidad<br />
(nombres, arrestos, caras, trámites judiciales y carcelarios), apenas le interesaban ahora.<br />
Quería pasear, quería descansar de tres meses de sedentaria investigación. Reflexionó que la<br />
explicación de los crímenes estaba en un triángulo anónimo y en una polvorienta palabra<br />
griega. <strong>El</strong> misterio casi le pareció cristalino; se abochornó de haberle dedicado cien días.<br />
<strong>El</strong> tren paró en una silenciosa estación de cargas. Lönnrot bajó. Era una de esas tardes<br />
desiertas que parecen amaneceres. <strong>El</strong> aire de la turbia llanura era húmedo y frío. Lönnrot<br />
echó a andar por el campo. Vio perros, vio un furgón en una vía muerta, vio el horizonte,<br />
vio un caballo plateado que bebía el agua crapulosa de un charco. Oscurecía cuando vio el<br />
mirador rectangular de la quinta de Triste–le–Roy, casi tan alto como los negros eucaliptos<br />
que lo rodeaban. Pensó que apenas un amanecer y un ocaso (un viejo resplandor en el<br />
oriente y otro en el occidente) lo separaban de la hora anhelada por los buscadores del<br />
Nombre.<br />
Una herrumbrada verja definía el perímetro irregular de la quinta. <strong>El</strong> portón principal<br />
estaba cerrado. Lönnrot, sin mucha esperanza de entrar, dio toda la vuelta. De nuevo, ante<br />
el portón infranqueable, metió la mano entre los barrotes, casi maquinalmente, y dio con el<br />
pasador. <strong>El</strong> chirrido del hierro lo sorprendió. Con una pasividad laboriosa, el portón entero<br />
cedió.<br />
Lönnrot avanzó entre los eucaliptos, pisando confundidas generaciones de rotas hojas<br />
rígidas. Vista de cerca, la casa de la quinta Triste–le–Roy abundaba en inútiles simetrías y en<br />
repeticiones maniáticas; a una Diana glacial en un nicho lóbrego correspondía en un<br />
segundo nicho otra Diana; un balcón se reflejaba en otro balcón; dobles escalinatas se<br />
abrían en doble balaustrada. Un Hermes de dos caras proyectaba una sombra monstruosa.<br />
Lönnrot rodeó la casa como había rodeado la quinta. Todo lo examinó; bajo el nivel de la<br />
terraza vio una estrecha persiana.<br />
La empujó: unos pocos escalones de mármol descendían a un sótano. Lönnrot, que ya<br />
intuía las preferencias del arquitecto, adivinó que en el opuesto muro del sótano había otros<br />
escalones. Los encontró, subió, alzó las manos y abrió la trampa de salida.<br />
Un resplandor lo guió a una ventana. La abrió: una luna amarilla y circular definía en el<br />
triste jardín dos fuentes cegadas. Lönnrot exploró la casa. Por antecomedores y galerías<br />
salió a patios iguales y repetidas veces al mismo patio. Subió por escaleras polvorientas a<br />
antecámaras circulares; infinitamente se multiplicó en espejos opuestos; se cansó de abrir o<br />
entreabrir ventanas que le revelaban, afuera, el mismo desolado jardín desde varias alturas y<br />
varios ángulos; adentro, muebles con fundas amarillas y arañas embaladas en tarlatán. Un<br />
dormitorio lo detuvo; en ese dormitorio, una sola flor en una copa de porcelana; al primer<br />
roce los pétalos antiguos se deshicieron. En el segundo piso, en el último, la casa le pareció<br />
infinita y creciente. La casa no es tan grande, pensó. La agrandan la penumbra, la simetría, los<br />
espejos, los muchos años, mi desconocimiento, la soledad.<br />
Por una escalera espiral llegó al mirador. La luna de esa tarde atravesaba los losanges de<br />
las ventanas; eran amarillos, rojos y verdes. Lo detuvo un recuerdo asombrado y<br />
vertiginoso.<br />
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Dos hombres de pequeña estatura, feroces y fornidos, se arrojaron sobre él y lo<br />
desarmaron; otro, muy alto, lo saludó con gravedad y le dijo:<br />
–Usted es muy amable. Nos ha ahorrado una noche y un día.<br />
Era Red Scharlach. Los hombres maniataron a Lönnrot. Éste, al fin, encontró su voz.<br />
–Scharlach ¿usted busca el Nombre Secreto?<br />
Scharlcah seguía de pie, indiferente. No había participado en la breve lucha, apenas si<br />
alargó la mano para recibir el revólver de Lönnrot. Habló; Lönnrot oyó en su voz una<br />
fatigada victoria, un odio del tamaño del universo, una tristeza no menor que aquel odio.<br />
–No–dijo Scharlach–. Busco algo más efímero y deleznable, busco a Erik Lönnrot. Hace<br />
tres años, en un garito de la Rue de Toulon, usted mismo arrestó, e hizo encarcelar a mi<br />
hermano. En un cupé, mis hombres me sacaron de tiroteo con una bala policial en el<br />
vientre. Nueve días y nueve noches agonicé en esta desolada quinta simétrica; me arrasaba<br />
la fiebre, el odioso Jano bifonte que mira los ocasos y las auroras daba horror a mi ensueño<br />
y a mi vigilia. Llegué a abominar de mi cuerpo, llegué a sentir que dos ojos, dos manos, dos<br />
pulmones, son tan monstruosos como dos caras. Un irlandés trató de convertirme a la fe<br />
de Jesús; me repetía la sentencia de los goim: Todos los caminos llevan a Roma. De noche,<br />
mi delirio se alimentaba de esa metáfora: yo sentía que el mundo es un laberinto, del cual<br />
era imposible huir, pues todos los caminos, aunque fingieran ir al norte o al sur, iban<br />
realmente a Roma, que era también la cárcel cuadrangular donde agonizaba mi hermano y<br />
la quinta de Triste–le–Roy. En esas noches yo juré por el dios que ve con dos caras y por<br />
todos los dioses de la fiebre y de los espejos tejer un laberinto en torno del hombre que<br />
había encarcelado a mi hermano. Lo he tejido y es firme: los materiales son un heresiólogo<br />
muerto, una brújula, una secta del siglo XVIII, una palabra griega, un puñal, los rombos de<br />
una pinturería.<br />
<strong>El</strong> primer término de la serie me fue dado por el azar. Yo había tramado con algunos<br />
colegas –entre ellos Daniel Azevedo– el robo de los zafiros del Tetrarca. Azevedo nos<br />
traicionó: se emborrachó con el dinero que le habíamos adelantado y acometió la empresa<br />
el día antes. En el enorme hotel se perdió. Hacia las dos de la mañana irrumpió en el<br />
dormitorio de Yarmolinsky. Éste, acosado por el insomnio, se había puesto a escribir.<br />
Verosímilmente, redactaba unas notas o un artículo sobre el Nombre de Dios: había escrito<br />
ya las palabras: La primera letra del Nombre ha sido articulada. Azevedo le intimó silencio;<br />
Yarmolinsky alargó la mano hacia el timbre que despertaría todas las fuerzas del hotel;<br />
Azevedo le dio una sola puñalada en el pecho. Fue casi un movimiento reflejo; medio siglo<br />
de violencia le había enseñado que lo más fácil y seguro es matar... a los diez días yo supe<br />
por la Yidische Zaitung que usted buscaba en los escritos de Yarmolinsky la clave de la<br />
muerte de Yarmolinsky. Leí la Historia de la secta de los Hasidim; supe que el miedo reverente<br />
de pronunciar el Nombre de Dios había originado la doctrina de que ese Nombre es<br />
todopoderoso y recóndito. Supe que algunos Hasidim, en busca de ese Nombre secreto,<br />
habían llegado a cometer sacrificios humanos... comprendí que usted conjeturaba que los<br />
Hasidim habían sacrificado al rabino; me dediqué a justificar esa conjetura.<br />
Marcelo Yarmolinsky murió la noche del tres de diciembre; para el segundo “sacrificio”<br />
elegí la del tres de enero. Murió en el Norte; para el segundo “sacrificio” nos convenía un<br />
lugar del Oeste. Daniel Azevedo fue la víctima necesaria: merecía la muerte: era un<br />
impulsivo, un traidor; su captura podía aniquilar todo el plan. Uno de los nuestros lo<br />
apuñaló; para vincular su cadáver al anterior, yo escribí encima de los rombos de la<br />
pinturería La segunda letra del nombre ha sido articulada.<br />
<strong>El</strong> tercer “crimen” se produjo el tres de febrero. Fue como Treviranus adivinó, un mero<br />
simulacro. Gryphius–Ginzberg–Ginsburg soy yo; una semana interminable sobrellevé<br />
(suplementado por una tenue barba postiza) en ese perverso cubículo de la Rue de Toulon,<br />
hasta que los amigos me secuestraron. Desde el estribo del cupé uno de ellos escribió en un<br />
pilar La última de las letras del Nombre ha sido articulada. Esa escritura divulgó que la serie de<br />
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crímenes era triple. Así lo entendió el público; yo, sin embargo, intercalé repetidos indicios<br />
para que usted, el razonador Erik Lönnrot, comprendiera que es cuádruple. Un prodigio en<br />
el Norte, otros en el Este y en Oeste, reclaman un cuarto prodigio en el Sur; el<br />
Tetragrámaton –el Nombre de Dios, JHVH– consta de cuatro letras: los arlequines y la<br />
muestra del pinturero sugieren cuatro términos. Yo subrayé cierto pasaje en el manual de<br />
Leusden; ese pasaje manifiesta que los hebreos computaban el día de ocaso a ocaso; ese<br />
pasaje da a entender que las muertes ocurrieron el cuatro de cada mes. Yo mandé el<br />
triángulo equilátero a Treviranus. Yo presentí que usted agregaría el punto que falta. <strong>El</strong><br />
punto que determina un rombo perfecto, el punto que prefija el lugar donde una exacta<br />
muerte lo espera. Todo lo he premeditado, Erik Lönnrot, para atraerlo a usted a las<br />
soledades de Triste–le–Roy.<br />
Lönnrot evitó los ojos de Scharlach. Miró los árboles y el cielo subdivididos en rombos<br />
turbiamente amarillos, verdes y rojos. Sintió un poco de frío y una tristeza impersonal, casi<br />
anónima. Ya era de noche, desde el polvoriento jardín subió el grito inútil de un pájaro.<br />
Lönnrot consideró por última vez el problema de las muertes simétricas y periódicas.<br />
–En su laberinto sobran tres líneas –dijo por fin–. Yo sé de un laberinto griego que es<br />
una línea única, recta. En esa línea se han perdido tantos filósofos que bien puede perderse<br />
un mero detective. Scharlach, cuando en otro avatar usted me dé caza, finja (o cometa) un<br />
crimen en A, luego un segundo crimen en B, a 8 kilómetros de A, luego un tercer crimen<br />
en C, a cuatro kilómetros de A y de B, a mitad de camino entre los dos. Aguárdeme<br />
después en D, a dos kilómetros de A y de C, de nuevo a mitad de camino. Máteme en D,<br />
como ahora va a matarme en Triste–le–Roy.<br />
–Para la otra vez que lo mate –replicó Scharlach– le prometo ese laberinto, que consta<br />
de una sola línea recta y que es invisible, incesante.<br />
Retrocedió unos pasos. Después, muy cuidadosamente, hizo fuego.<br />
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Siguiendo la tónica de este envío y del próximo, en el que nos centraremos en el <strong>plagio</strong> y el<br />
intertexto, te proponemos escribir “a la manera de”, un ejercicio que los clásicos realizaban<br />
constantemente. Se trata de los autores cuyos textos te hacemos llegar con este envío.<br />
Escribe, pues, “a la manera de”<br />
- Kafka<br />
- Borges<br />
- Hemingway<br />
la historia que más te apetezca. No tiene que ser un ejercicio serio, puedes tomarlo como<br />
una ironía, como la práctica de una escritura que no es la tuya. Escribir copiando es una<br />
forma de comprender y aprehender a un autor.<br />
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