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1 NATALIA A. Gómez Rufo PRIMERA PARTE - Antonio Gómez Rufo

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Natalia volvió a pasar el jueves siguiente por aquí y esta vez no se me<br />

podía escapar. Me había acostumbrado a la inquietud de la espera y a la<br />

sorpresa del encuentro, e iba bien protegido para que no me deslumbrara como<br />

en las ocasiones anteriores: cuando la viera –premedité-, no me fijaría en su<br />

belleza, en su perfección, en sus movimientos; sólo miraría sus zapatos e<br />

intentaría saber si estaban limpios o sucios. Con este pequeño truco, mi mente<br />

se distraería del objeto principal que me sobrecogía.<br />

Así lo hice y el resultado fue espléndido: llevaba los zapatos sucios,<br />

recubiertos del polvo del parque que se había pegado a la piel al cruzarlo. Debo<br />

decir que me desagradó, porque no podía imaginar que en ella hubiese algo<br />

sucio, pero la realidad hay que aceptarla tal y como es y yo, un ser pragmático<br />

como pocos, lo acepté para que aquel detalle no menoscabara mi pasión. Había<br />

conseguido, pues, no quedarme colgado de su aparición y, decidido y<br />

arrogante, como los hombres españoles sabemos y lo hemos demostrado en<br />

tantos hechos heroicos de la historia de nuestra patria, me levanté, me ajusté<br />

los pantalones, que se me habían deslizado levemente por efecto de la postura,<br />

y la seguí a una distancia prudencial para conocer sus pasos, su dirección y su<br />

destino. Todo por cariño.<br />

En efecto: entró en la alameda y casi inmediatamente giró a la derecha,<br />

enfiló el estanquillo de los dos patos y salió por la puerta de la calle de Ibiza.<br />

Crucé junto a ella por el paso de cebra y me retrasé unos metros para que no<br />

reparara en mí y, al verme, mi rostro se le hiciera inolvidable. Había que dar<br />

tiempo al tiempo.<br />

Instantes después, en el segundo portal, entró y se perdió entre sus<br />

sombras. Pasé por delante disimulando, como sin mirar, y ya no la vi: el portal<br />

semioscuro estaba desierto.<br />

¿Viviría allí? ¿Iría a visitar a alguna amiga? ¿Tal vez a algún pariente? De<br />

repente, como si una tormenta de cipreses revolotearan ante mí haciendo<br />

aspavientos con sus ramas acostumbradas a mancillar tumbas y panteones, se<br />

me nublaron los ojos de rabia y el cerebro se me bloqueó unos instantes: ¿a su<br />

amante?<br />

No, no podía ser. Sólo un hombre en el mundo podía poseer semejante<br />

maravilla; sólo uno podría hacer feliz a aquel ángel nacido de las brumas del<br />

parque; sólo uno tenía derecho a ser mirado por ella, a disfrutar su amor, a<br />

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