1 NATALIA A. Gómez Rufo PRIMERA PARTE - Antonio Gómez Rufo
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Di media vuelta y me decidí a salir. El maestro me interrumpió.<br />
- Señor Orejuela: ya sabe que son veinte mil.<br />
- No se preocupe. El jueves le traeré un cheque.<br />
Salía a la calle con el corazón henchido por la emoción. ¡Dos horas junto<br />
a Natalia! Y lo que era más importante: observándola, contemplándola,<br />
deleitándome con su grácil movimiento, sin duda divino, y, como compañero,<br />
pareja de baile, tomándola por la cintura, rozándola como sin darme cuenta, con<br />
la mano tonta... Llegaría a acariciarla y a que me acariciara a mí.<br />
Tuve ciertas dificultades para conseguir prendas adecuadas para mi<br />
nueva ocupación. En dos tiendas especializadas en vestuario de danza me<br />
probé las tallas más grandes de maillot, pero unas las reventaba y las otras ni<br />
siquiera me entraban, sin mencionar los colores que me ofrecían. Todavía el<br />
fucsia podía pasar, pero el malva y el rufo (rojo bermellón) me parecían poco<br />
discretos. En una tercera tienda, una señorita de lo más amable me aconsejó a<br />
las ocho menos cinco de la tarde (había entrado en el establecimiento a las<br />
cinco y veinte, según me recalcaba con insistencia y un poco alterada) que me<br />
comprara un chándal gris y unas zapatillas a juego, que me hacía un descuento<br />
del cincuenta por ciento y que, si quería, me lo llevara y ya se lo pagaría otro día.<br />
No quise entretenerla y me lo llevé, quedando en volver a pagárselo al día<br />
siguiente, en cuanto me sintiera cómodo en él. Por cierto, que ahora recuerdo<br />
que tengo que ir a abonarlo, o mejor a devolverlo, porque ya no lo necesito y<br />
supongo que no les importará que esté un poco usado.<br />
Además me compré una cinta blanca para ponerme en la cabeza, sobre<br />
la frente. La diadema me quedaba preciosa y, aunque no sé para qué sirve, me<br />
miré al espejo y parecía un tenista famoso. Con aquella apariencia tenía que<br />
impresionar a Natalia. Iba a desmayarse de la impresión.<br />
Aunque el que se puso pálido y me pidió que le acercara un vaso de<br />
agua, por favor, fue el maestro, cuando el jueves a las siete menos cuarto abrió<br />
la puerta y me vio de tal guisa. Le dije: “¿Qué tal?”, y se aferró al marco de la<br />
puerta y no había quien le hiciera soltarse si no le traía el vaso de agua. Después<br />
se repuso un poco y se sentó en una silla. Me dijo:<br />
- Hoy va a tener usted suerte. Mi alumna ha llamado para decirme que no<br />
puede venir porque se encuentra algo enferma. Toda la clase será para usted.<br />
Estuve a punto de marcharme, pero no me atreví. Así es que salté, corrí<br />
sin moverme del sitio, hice flexiones, me destrocé las rodillas, las ingles, los<br />
pies y los riñones. A las siete y media, veinte minutos después de iniciar los<br />
ejercicios, pedí clemencia al maestro y me tumbé en el suelo para recobrar el<br />
aliento perdido y recibir una serie de explicaciones de las que no entendí nada y<br />
a las que el maestro calificó de clase teórica. De casi una hora y media sólo<br />
comprendí que con el baile tenía que ver un señor que se llamaba Bolcho y no<br />
sé qué más, que el primer movimiento de Also sparch Zarathustra, opus 30, no<br />
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