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1 NATALIA A. Gómez Rufo PRIMERA PARTE - Antonio Gómez Rufo

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- No, pero quiero aprender –ahora mi voz era convincente.<br />

- Perdóneme, pero... ¿cuántos años tiene usted? –preguntó con<br />

indiscreción.<br />

- Cuarenta –respondí recordando mi aspecto juvenil.<br />

- ¿Y no le parece un poco tarde?<br />

- Nunca es tarde si la dicha es buena.<br />

- ¿Cómo dice?<br />

- Que no, que no es tarde.<br />

- Bueno, como usted quiera. Pero tendré que hacerle una prueba.<br />

- ¿Una prueba de qué? –me pareció que la cosa empezaba a<br />

complicarse.<br />

- Pues de baile. Quiero saber de usted y conocer sus facultades, su<br />

preparación, su historial... ¿Con qué maestros ha tomado lecciones?<br />

- Con ninguno.<br />

- ¿Autodidacta?<br />

- No, me da igual. Cualquier baile me sirve.<br />

- Le preguntaba si es usted autodidacta –ya empezaba con tecnicismos.<br />

- No lo sé, eso dependerá de usted –dije, para ganar tiempo.<br />

- ¿Cómo de mí? ¿Sabe usted qué es ser autodidacta?<br />

- Déjeme pensarlo... Si lo sé..., lo tengo en la punta de la lengua...<br />

- Bueno, es igual. ¿Qué modalidad prefiere?<br />

- Me da igual. La que haya –como era lógico, no iba a ser yo quien<br />

pusiera dificultades.<br />

- ¿Clásico? ¿Contemporáneo? ¿Moderno? Le informo de que mi<br />

academia es de clásico.<br />

- Pues eso, clásico. Muy bien –¿y a mí qué más me daba?<br />

- Le advierto que no soy barato –me dijo para impresionarme.<br />

- Es igual.<br />

- Pues muy bien. Venga por aquí y nos conoceremos.<br />

- ¿Hoy mismo?<br />

- De acuerdo. Le espero a las doce.<br />

- Allí estaré.<br />

Al llegar al portal vi al portero en su tradicional esfuerzo diario, en su<br />

trabajo completo e insustituible, en su incomparable labor a la que con afán,<br />

espíritu de sacrificio y abnegación se entregan estos servidores de la concordia<br />

vecinal, de la seguridad pública del inmueble y de la encomiable vocación de<br />

servicio al prójimo. Es decir, estaba sentado en el chiscón, con los ojos<br />

entornados, se diría que dormitando si no se supiera que en realidad estaba<br />

meditando, y desparramado con tanta esbeltez como si se hubiese caído sobre<br />

la silla desde el tercer piso y hubiese quedado en aquella maltrecha posición.<br />

Me vio al entrar y creo que me reconoció, pues miró al suelo y ahogó una<br />

hormiga de un lapo. Yo no prescindí de mi conocida amabilidad y le sonreí.<br />

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