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Cuentos, microcuentos y anticuentos - Biblioteca Virtual Universal

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una cadera generosa. «Toda una hembra a quien me gustaría ver parir a la luz de la luna<br />

sobre el arenal del arroyo», pensé. Pero era estéril, castrada. ¿Castrada? También ella. Y<br />

con su desgracia silenciosa insultada a diario por la fecundidad de tres jovencitas que<br />

llenaban sus narices con el olor fértil del sexo, íntegro y sano; y sus oídos en la noche, con<br />

el rumor denso de la fecundación. «Una de ellas ya está de siete mese de encargue», había<br />

dicho uno de los detenidos.<br />

Miré sus manos color azúcar quemada. Fuertes, de dedos largos, fáciles de convertirse<br />

en garras. «La castración no es cosa de macho», había dicho mi ahijado, y se puso a medio<br />

camino de la verdad.<br />

En aquel momento las nervudas manos de Anselma tomaban un terrón de tierra y lo<br />

dejaban caer sobre el ataúd. Miré a Casiano y vi que tenía los ojos fijos en aquellas manos.<br />

Empezaba a caminar por la otra mitad. Ya llegará a destino sin mi ayuda, me dije, y me<br />

alejé sintiendo en los oídos el desagradable rumor de las paletadas de tierra cayendo sobre<br />

el féretro.<br />

La cajita de música<br />

Esta historia sucedió hace mucho tiempo. Y forma parte de nuestro folklore íntimo, que<br />

guarda un caudal rosado de hechos tristes o hermosos que conservamos desde nuestra<br />

niñez.<br />

Niñez pueblerina. Con hombres de a caballo, troperos de fuerte olor a sol y a polvo<br />

salado. Y de carretones con techos de cuero tenso, repletos de mercancías, tirados por<br />

superpuestas yuntas unidas a la impaciencia del carrero por larga picana aguzada, que como<br />

un dedo cruel iba apuntando el norte verde de las picadas abiertas de la selva.<br />

Don Zenón era uno de los más prósperos comerciantes del pueblo; tanto, que sólo él y su<br />

competidor, don Elías, podían darse el lujo de viajar a Asunción, una vez al mes, sobre un<br />

itinerario de caballos y tren, de tren y de caballos.<br />

Fue en una de sus últimas visitas del año que don Zenón llevó el obsequio para Fabiana,<br />

su hijita de 12 años. Una cajita de música, o más exactamente, un joyero que al abrirse<br />

dejaba oír el vals «Sobre las Olas», mientras una bailarina minúscula, toda alabastro y seda,<br />

giraba al compás de la musiquita de juguete.<br />

En aquel mundo polvoriento y primitivo, donde el niño sólo conocía la alegría agreste de<br />

la pesca en los esteros, de la caza de pájaros con «mangaisy» o con la cimbra vibrante del<br />

arbolito joven convertido en resorte, el juguete de Fabiana fue como un celaje dorado de<br />

otro mundo, apenas entrevisto entre la polvareda de las tropas de ganado y el follaje espeso,<br />

mural, que rodeaba el pueblo.<br />

Fabiana, caprichosa y mimada, se negó al principio, rotundamente, a mostrar la mágica<br />

cajita a la chiquillada que había acudido corriendo, con polvo en los pies y lumbre en los

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