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Cuentos, microcuentos y anticuentos - Biblioteca Virtual Universal

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Mario Halley Mora<br />

<strong>Cuentos</strong>, <strong>microcuentos</strong> y <strong>anticuentos</strong><br />

2003 - Reservados todos los derechos<br />

Permitido el uso sin fines comerciales


Prólogo<br />

Mario Halley Mora<br />

<strong>Cuentos</strong>, <strong>microcuentos</strong> y <strong>anticuentos</strong><br />

Halley Mora como narrador<br />

Mario Halley Mora es un escritor fecundo dentro de nuestro ambiente. Ha cultivado el<br />

género teatral, y la larga serie de piezas que ha escrito constituye un capítulo aparte en la<br />

historia del teatro paraguayo. Pero sus inquietudes han hecho que también se lanzara al<br />

campo de la narrativa donde ha llegado a obtener similar suceso, tanto por sus relatos<br />

breves como por sus novelas, una de las cuales, Los hombres de Celina, obtuviera el<br />

Premio La República en 1981.<br />

En esta nueva edición de sus cuentos y de sus <strong>microcuentos</strong> es dable encontrar bien<br />

marcada una de las características de este escritor, cual es la del profundo conocimiento que<br />

tiene del corazón humano, conocimiento que le ha sido muy valioso para la creación de sus<br />

personajes, cada uno de los cuales, a pesar de alguna aparente intrascendencia, es todo un<br />

carácter muy bien definido.<br />

Las situaciones creadas por el escritor constituyen el resultado de una cabal síntesis<br />

entre la observación de la realidad y la propia imaginación. Con esta fórmula logra dar<br />

realismo a sus relatos, pero también ese casi imperceptible toque de magia y de suspenso. Y<br />

así, por citar un ejemplo casi al azar, puede apreciarse en un cuento breve titulado «El<br />

perro», donde están dadas tales características que atraen la atención del lector. En ese<br />

relato se encierra todo un drama hasta su culminación, todo es verosímil pero, a la vez,<br />

fantástico. La linde entre la realidad y la fantasía casi desaparece dentro de un esfuminado<br />

juego que contribuye a dar mayor realce a la situación dentro de la cual se debate uno de los<br />

personajes -el humano-, ya que el otro, el perro, adquiere un papel casi protagónico.<br />

Otro tanto puede decirse de muchos de los cuentos que integran este libro. No son de<br />

mero entretenimiento, no son simple diversión, sino que cada uno de ellos contiene su<br />

propia moraleja no escrita, pero tan latente que es el propio lector quien le da forma.<br />

En lo que se refiere a la <strong>microcuentos</strong>, éstos constituyen una variante dentro del género<br />

narrativo y son una suerte de juego que se asemeja en mucho a las miniaturas a las que son<br />

tan adictos los pueblos orientales y también a esos poemas del mismo origen que deben<br />

encerrar todo un mundo con la máxima economía verbal. Halley Mora se muestra un<br />

artífice de estas breves narraciones en las cuales se dan sólo los elementos esenciales, el<br />

esqueleto del relato para que sea el lector el encargado de cubrirlo con la carne necesaria y<br />

hábilmente insinuada por el autor. Estos <strong>microcuentos</strong> constituyen, en su mayor parte,


eves biografías con los hitos principales de una existencia y, a veces, son tan pocos que<br />

uno no puede menos que sentirse dolido ante la futilidad de algunas vidas que pasan por el<br />

mundo sin dejar huellas ni recuerdos. El juego sutil y bien logrado del escritor consigue<br />

esos efectos y son ellos, precisamente, los que marcan los perfiles de los <strong>microcuentos</strong> y los<br />

hacen profundamente complejos dentro de su inicial simplicidad.<br />

El hecho de que estos relatos conozcan de una nueva edición es suficiente prueba de la<br />

recepción que le ha otorgado el público cuando fueron presentados por primera vez y hace<br />

que puedan omitirse más comentarios sobre el valor de los mismos.<br />

José-Luis Appleyard<br />

<strong>Cuentos</strong><br />

Perrito<br />

Sus grandes ojos dorados miraban a través de los barrotes de la jaula con desconcertada<br />

tristeza. Perrito no comprendía, no podía comprender aquello.<br />

La rudeza del hombre de la cuerda que casi lo ahoga, a él, que se sabía pequeñito y<br />

bueno. La jaula rodante y la baraúnda de perros cautivos. Nunca Perrito había visto tantos<br />

perros juntos. Perros furiosos que mordían, perros tristes que gemían dulcemente asomando<br />

el hocico entre los barrotes, como si el único aire respirable fuera el aire viejo y amigo de la<br />

calle. Y ahora, esto, la jaula de alambre bajo los árboles y más perros que llegaban en la<br />

jaula rodante, y otros que eran metidos a la fuerza en aquel obscuro cajón del fondo, cuyas<br />

puertas, cuando se abrían, dejaban escapar un aliento agrio, y tras el aliento, una mansa<br />

procesión de perros dormidos, tan dormidos, que no despertaban ni con el traqueteo de la<br />

carretilla que los llevaba lejos, más allá del barranco.<br />

Definitivamente, Perrito no comprendía aquello. Sólo existía la presencia de una gran<br />

tristeza. ¿Dónde estaría el «Amo Chico»? Los «Amos Grandes» podían haberlo olvidado,<br />

pero el «Amo Chico» no. No tenía hambre, ni sed, pero quería sol, espacios abiertos, pasto<br />

húmedo y vientos viejos, cosas compartidas con el «Amo Chico».<br />

¿Dónde estaría el «Amo Chico»?...<br />

-Papá... ¡míralo! ¡Lo encontré en la calle!<br />

En los brazos del niño palpitaba una pelotita de lana blanca y suave. La tenía apretada<br />

contra su corazón, tan apretada que la lana blanca soltó un gemido.<br />

-¿Lo ves, papá...? ¡Es un perrito...! ¡Es mi perrito...!


El niño esperaba, tembloroso de miedo y de felicidad. Miraba a su padre, y la felicidad<br />

se apagaba y el miedo crecía. Papá se estaba volviendo alto, cada vez más alto, como<br />

cuando se preparaba a hacer algo que él intuía desagradable.<br />

-No. No podemos tener un perro. La casa es pequeña.<br />

La pelotita blanca era suave y caliente sobre la piel de su pecho. El perrito era suyo. Él<br />

lo había encontrado en la calle, había corrido con él hasta caerse de cansancio, mirando<br />

atrás, mirando atrás, huyendo de la calle, de la gente, de una voz que reclamara su perrito.<br />

-¡Papá...! -lloriqueó.<br />

-No.<br />

Nunca su padre había sido tan alto, tan invencible. Nunca el «no» tan rotundo. Venía<br />

rodando desde una montaña como una piedra redonda que lo aplastaba y exprimía de su<br />

cuerpo toda la lágrima que cabía adentro.<br />

-¡Es inútil que llores, hijo! ¡Hay que ser hombre!<br />

Él no quería ser hombre. Quería ser un niño y tener un tesoro de vida blanca y tibia<br />

sobre su pecho. La piedra redonda pesaba sobre su garganta, y el arroyito de lágrimas fluía<br />

y fluía.<br />

-¿Por qué llora el nene...?<br />

A través de las lágrimas vio la imagen borrosa de su madre que se acercaba. Una<br />

esperanza. La montaña ya no era tan árida. Había sobre ella la presencia de un viento fresco<br />

y un sonido como de agua que corre suavizando piedras.<br />

-Ha traído un sucio perrito de la calle y...<br />

-¿Un perrito? Déjame verlo...<br />

Tendió el animalito a su madre. Ella lo tomó en sus brazos. En su pecho, allí donde<br />

estaba apretado el perrito, se enfriaba un sudor cálido.<br />

-Pero si es tan bonito... querido.<br />

-No.<br />

-No debemos lastimar al nene.<br />

-¡Ni siquiera es de raza!<br />

¿Raza...? ¡Pero si era un perrito completo! ¿No bastaba eso?


Un hocico rosado para husmear alegremente su rastro entre las basuras del baldío,<br />

mientras él se escondía en lo alto del naranjo. Y unos ojos dorados, y una colita peluda que<br />

se agita en frenética bienvenida cuando él regresa de la escuela. ¿No bastaba todo eso...?<br />

-Tómalo, querido. Anda al jardín y espera.<br />

La esperanza crecía. Cuando lo mandaban afuera para discutir algo, el regreso era para<br />

saber que mamá tenía razón. No sabía cómo. Pero mamá siempre tenía razón cuando él<br />

regresaba.<br />

Salió al jardín con el perrito, que se había puesto a chuparle la camisa abierta, en los<br />

brazos. La puerta se cerró tras él, y oyó el canto de grillo del cerrojo al correrse. De adentro<br />

llegaba un apagado rumor de voces. Voces sin palabras. La voz cálida de la madre. El eco<br />

macizo de la voz del padre, en rápida sucesión de marea. Se sentó en el césped y miró su<br />

tesoro vivo con infinito amor. Una pulga veloz cruzaba la sedosa pelusa de la panza rosada.<br />

Trató de atraparla, pero no pudo. Sintió que las voces de adentro ya no se enfrentaban, se<br />

unían, se volvían una sola, arrulladora e íntima. Cerró los ojos y tras la obscuridad roja que<br />

el sol fingía en sus párpados, empezó a ver la imagen de la montaña vencida, el agua clara<br />

que fluía y roía la piedra redonda del «no» invencible, volviéndola pequeñita, inofensiva,<br />

pura mentira. Siguió esperando por mucho tiempo.<br />

A sus espaldas, la puerta se abrió. Se volvió, y vio a su padre que lo contemplaba desde<br />

el umbral.<br />

-Entra, hijo.<br />

Se levantó y se encaminó al encuentro de la puerta y de su padre. Detrás de ambos<br />

estaba la felicidad.<br />

Su padre le quitó el cachorro de los brazos, y colgándolo de la piel del pescuezo, lo miró<br />

arrugando la nariz.<br />

-¿Qué nombre le pondremos...?<br />

-¡Perrito!<br />

-¡Pues anda a bañar a Perrito! ¡Está asqueroso...!<br />

Perrito fue creciendo poquito a poco, mientras el niño asistía con paciencia a ese lento<br />

proceso que se operaba en el cachorro, que pronto no sería cachorro, sino un poderoso<br />

mastín que hasta serviría de caballo, tanta fuerza tendría.<br />

Pero Perrito se detuvo muy pronto. Prefería ser un chiche blanco y peludo. Un cachorro<br />

regalón para toda la vida, un perro de juguete, que ladraba también de juguete.<br />

Y el niño se conformó. Después de todo, era más que un perro. Era su perro. Pequeño,<br />

sí. Pero reventaba de vida y alegría.


-¡Perritoooo! ¡Mírame...! ¡Soy el más valiente vaquero de las praderas...!<br />

El caballito de palo giraba y giraba en la calesita, perseguido y perseguidor en su eterno<br />

galope circular...<br />

Y Perrito se volvía loco. Loco. Siguiendo con alegría desesperada el galope sin saltos<br />

del caballito de palo, temeroso de que el «Amo Chico» se fuera lejos, más lejos que el pan<br />

con manteca que le alcanzaba por debajo de la mesa a la hora del té. El «Amo Chico» no<br />

debía irse, porque el «Amo Chico» era el mundo, la frazada tibia de su lecho, el agua fresca<br />

que llovía sobre la bañadera y la gran toalla suave que envolvía su cuerpo deliciosamente<br />

helado.<br />

Pero el caballito de palo no se detenía. Y Perrito ladraba locamente en torno a su<br />

itinerario de rueda...<br />

-¡Amo Chico! ¡Amo Chico...!<br />

Hasta que el galope sin saltos se detenía, el «Amo Chico» se apeaba, y tendía sus brazos<br />

para que Perrito saltara y se arrebujara como un pedazo de sol contento y gimiente contra el<br />

cuerpo del «Amo Chico» rescatado de aquel galope hasta más lejos del mundo querido por<br />

los dos.<br />

-¡A casa... Perrito...!<br />

Las calles abrían sus bocazas anchas, para que los dos corrieran a lo largo de la sonrisa<br />

del mundo. Hasta la casa donde esperaba el té y el pan con manteca. Hasta la casa, pasando<br />

por el prado de la plaza para mordisquear la hierba y para hundir el hocico sediento en el<br />

agua de la fuente. Corriendo, siempre corriendo, sintiendo que la brisa ponía en las orejas<br />

flotantes campanitas de rumores apagados.<br />

¡Corre...! ¡Perrito...! ¡Eh... eso no se hace...!<br />

Perrito lo sabía. Pero no podía evitarlo. El olor estaba allí, en el tronco, mezclado con<br />

jugos, con savia, y con vida. Mezclado, pero solo, invitante. Y la patita se alzaba, saludando<br />

a la delicia que era más grande porque se iba cantando a través de su cuerpo, y quedaba en<br />

el tronco con su nuevo olor, como el testimonio de su paso, dejado allí para que otros<br />

perros testimoniaran el suyo.<br />

-¡Vamos, Perrito...!<br />

A seguir corriendo. Corriendo. Reconociendo de paso los viejos perfumes del mundo. El<br />

aliento hiriente de la farmacia de la esquina, el tufo caliente y grato de la panadería, el<br />

regusto delicioso que fluía arrollador en el bostezo rojo de la carnicería. Corriendo, siempre<br />

corriendo, hasta la casa, hasta el pan con manteca y el baño frío y la toalla suave.<br />

-¡Cuidado... Perrito...!


Y había en la voz asustada del niño un temblor de miedo. Perrito se empequeñecía ante<br />

el peligro mientras el perrazo miraba a aquel congénere enano con ojos curiosos. Perrito<br />

temblaba de miedo, mientras el enorme hocico frío le olisqueaba concienzudamente el<br />

trasero, y las patas musculosas se alzaba en torno a él como columna de una catedral viva y<br />

terrorífica.<br />

Perrito y el niño quedaban quietos, temblorosos, conscientes de aquel bravo manojo de<br />

músculos, nervios y colmillos. Y después el suspiro de alivio, cuando el perrazo, satisfecho<br />

de su examen, daba paso, y Perrito se alejaba lentamente, con la colita peluda entre las<br />

patas, y rengueando lastimosamente, por lo que pudiera suceder.<br />

Y otra vez a correr, lejos del perro aquel que después de todo era un buen perro, viendo<br />

los dos la sonrisa ancha del mundo, saltando en las aceras sobre la sucesión de sombra y<br />

sol, sobre la sucesión de la frescura y la tibieza, sobre la sucesión urgente de los latidos de<br />

la vida, allá dentro de las venas del perro y el niño.<br />

Hasta irrumpir en la casa, con la divina suciedad del ancho mundo en las patas y en el<br />

calzado, aterrorizando la virginidad de pisos y alfombras, para cruzar hasta la cocina,<br />

santuario cálido donde el perfume vivo de los alimentos simulaba un incienso grato. El<br />

tintineo de la vajilla, leche, té, pan blando nimbado de oro, y caricia cuidadosa del cuchillo<br />

pulido que va dejando una costra de manteca sobre las migas de nieve.<br />

La lengua golosa resbalaba sobre la manteca. La miga blanca se deshacía bajo los<br />

colmillos de juguete. El crujido delicioso de la costra tostada, entregando su jugo salado,<br />

mientras la panza se enfriaba dulcemente sobre las baldosas del piso. Y cuando ya no<br />

quedaba más, la lengua avarienta de sensaciones arrancaba de su escondite entre los pelitos<br />

del hocico hasta el último resto de sabor travieso.<br />

Modorra. Paz. Allá en el patio, donde la piedra loza guardaba un poco de sol que se<br />

había ido, el sueño tranquilo. El sueño despierto de los perritos buenos, mientras los<br />

gorriones, desde el otro lado del sueño, derramaban su trino líquido, y el aire se poblaba de<br />

olores amigos, de voces que se hacen música para arrullar.<br />

-¡Perrito...! ¡Perrito...!<br />

Pero él prefería dormir. Estaba cansado.<br />

-¡Perrito! ¡Perrito!<br />

Perrito dormía en el centro de un mundo grande y feliz.<br />

Aquel día, cuando el rayo de sol de todas las mañanas entró por la ventana a dar los<br />

buenos días a los dos, sólo le respondió Perrito, arrebujado al pie de su amo, sobre la cama<br />

ancha y blanda. Perrito saltó al suelo y bajó velozmente a la cocina. Pero esperó en vano.<br />

La rutina se había roto, y empezó otra rutina nueva y extraña. El «Amo Grande» no fue al<br />

trabajo, con su portafolios oloroso de cuero y sudor bajo el brazo. Hablaba por teléfono,


discutía en voz baja, y miraba arriba, donde el «Amo Chico» seguía durmiendo su sueño<br />

extraño de la noche, su sueño inquieto, su sueño enfermo.<br />

Cerraron la puerta para Perrito. Y pasaron noches y más noches. Noches solas, y días<br />

olvidados, con hombres grandes que subían y bajaban las escaleras, mientras el «Ama<br />

Grande» y el «Amo Grande», en un juego extraño, se escondían una de otro para llorar.<br />

Después, el «Amo Chico» se fue. Se fue dormido en aquella caja blanca y llena de<br />

flores, en aquellos automóviles negros. Los «Amos Grandes» volvieron pero el «Amo<br />

Chico» no. Los «Amos Grandes» traían de la mano una gran tristeza, que se quedó en la<br />

casa.<br />

Perrito no pudo soportar la presencia de aquella tristeza intrusa en la casa. Y salió a<br />

buscar al niño. Olisqueando rastros por calles y plazas, y a lo largo del galope circular de<br />

los caballitos de palo, donde descubrió el olor del «Amo Chico» pero no al chico. Perrito<br />

siguió buscando y buscando por las calles, hasta que lo atrapó el hombre de la cuerda.<br />

Perrito sintió que la gran tristeza de la casa había venido tras él, prendida a su cola. Por<br />

eso estaba triste, en su jaula de alambres. Hombres enormes venían y se llevaban a los otros<br />

perros hacia el cajón de olor agrio del fondo. La jaula quedaba vacía, sólo quedaba él, y un<br />

perro viejo que dormía dulcemente. Volvieron los hombres enormes y uno de ellos se llevó<br />

a tirones al perro viejo. El otro miró a Perrito. Lo alzó en sus brazos robustos, y teniéndolo<br />

contra su pecho ancho, con ternura infinita y agradable, se lo llevó también hacia el feo<br />

cajón del fondo.<br />

Perrito despertó. Ya no quedaba pegado a su hocico aquel insoportable olor agrio que<br />

fluía de las paredes como un humo burlón. Estaba en una pradera verde, donde había hierba<br />

mojada y fuentes de agua fresca.<br />

-¡Perrito...! ¡Aquí...!<br />

¡El Amo Chico...! Perrito salió disparado, hasta encontrarlo. Y lo encontró. Y le<br />

humedeció toda la cara con su lengua cariñosa.<br />

Después, los dos, amo y perro, se fueron corriendo juntos, a través de aquel prado verde<br />

y grande, tan grande como el cielo.<br />

Muerte administrativa<br />

Estaba sumergido en un dolorido golfo de silencio. Pero la voz del médico se abría paso<br />

hasta mí, como un lejano susurro de olas, con la diferencia de que aquel sonido tenía para<br />

mí un sentido claro, que llenaba mi pasiva indiferencia de enfermo con una información<br />

redonda, total, en cuyo perímetro apenas se agitaban mis ganas de seguir viviendo. «El<br />

hombre está muy grave» decía el susurro de olas lejanas, pasando sobre las aburridas


escolleras de mi mínima resistencia. Y seguían otros conceptos: «Infección», «contagioso»<br />

y «necesidad de aislamiento».<br />

Después en mi camilla sostenida por jadeos resignados, fui navegando a lo largo de un<br />

corredor triste como un río sin peces ni pájaros, con la vista clavada en un cambiante cielo<br />

de tejuelas y maderas, hasta desembocar en el portal amplio, donde una ambulancia me<br />

esperaba, toda blanca en su presunción tonta de figurar en el otro extremo del luto.<br />

El vehículo se puso en marcha. Y agradecí que no sonara la sirena, pues siempre pensé<br />

que en su ulular insolente había una vacía ostentación de la angustia del que sufre, o de la<br />

caridad asalariada del que la conduce. Miles de sonidos callejeros penetraban en ese<br />

submundo sin matices ni aristas en que yacía. Y nada me decían hasta que un sonido<br />

especial se abrió paso, distinto y renovador, como un salvavidas que cae al agua y finge una<br />

islita de esperanza en la irreversible soledad del mar. Era nada más que un grito de niño<br />

pregonando un diario. Todos los dolores del planeta bajo las sudadas axilas de un niño, y en<br />

su grito, la vida, la realidad de la lucha vibrando en los tímpanos del mundo. Me aferré al<br />

salvavidas y deseé vivir con tantas ganas que sentí que una lágrima se abría paso entre los<br />

pelos de mis barbas y caía en mis oídos.<br />

Llegamos al sitio destinado a los infecciosos graves, y cuando otra camilla me conducía<br />

hacia el edificio, pensé que era tan raro que aún allí fuesen tan verdes los árboles y tan<br />

puros los cantos de los gorriones. Después, un nuevo lecho, nueva enfermera, nuevos<br />

médicos, y yo tratando de darles ánimo, mostrándoles mis manos engarfiadas a la larga<br />

cuerda del salvavidas.<br />

El lecho que esa mañana abandoné para ser trasladado aún estaba caliente cuando fue<br />

ocupado por otro enfermo. Al pie de él, una enfermera había hecho un pulcro paquete con<br />

mis pocas pertenencias. Mi madre entró silenciosamente en la sala, con su cara vieja<br />

pintada de angustia, alzó el paquetito que olía a mí, y se lo llevó en sus brazos, con el<br />

mismo gesto con que me llevaba acunado cuando yo era bebé.<br />

-Creo haber dejado aquí las pertenencias del enfermo N.º 124 -decía la enfermera, que<br />

acababa de tomar el turno.<br />

-Acaba de llevárselas su madre -respondía otra y añadía-. Se fue llorando, la pobre.<br />

-¡Era tan joven el 124! -suspiraba la enfermera.<br />

En una polvorienta oficina de los fondos del Hospital existe un fichero metálico. Dentro<br />

de sus cajones que chirrían con aspereza de herrumbre al ser abiertos hay ordenadas fichas<br />

que guardan la historia de cada enfermo. Son, dentro del fichero, tres cajones superpuestos.<br />

En el medio, están las fichas de los que luchan por vivir. Si alguien muere, allí se anota<br />

el hecho, la ficha va a la junta semanal de médicos, donde «el caso» se discute y analiza, y<br />

la ficha vuelve... al cajón de abajo. Pero si uno sale curado, o por lo menos con capacidad<br />

de prolongarse un poco más, en la cartulina se anota «alta», es objeto de la consabida<br />

discusión en la junta semanal, presumiblemente en tono más alegre, y vuelve, pero al cajón


de arriba. Nunca conocí síntesis más gráfica y más breve de la vida y de la muerte que ese<br />

bendito fichero de tres cajones.<br />

La joven enfermera que tanto se dolió de la mala suerte del enfermo 124, que era yo, y<br />

que del llanto de mi madre, de mi abandono de la cama y del rescate de mis pobres cosas,<br />

dedujo que durante su ausencia me había muerto, abrió el cajón del medio, buscó la ficha<br />

N.º 124 y estampó en la última columna: «Fallecido». Con un femenino suspiro de pena<br />

como último homenaje al 124, colocó la ficha en la carpeta marcada «Junta de médicos»,<br />

cerró la gaveta y se fue.<br />

Mientras tanto, yo volvía a vivir. Al menos de tal milagro me di cuenta al despertar una<br />

mañana, y recibir en el alma como un torrente de agradecimiento, cuando sentí que el olor<br />

de café que venía de la cocina, y el dolor de mis nalgas acribilladas de inyecciones, y el<br />

cuadro de San Cristóbal cruzando un río con el Niño en brazos, tenía nuevamente<br />

significado y presencia. Vivir, después de todo, era hermoso, pero no por contraposición a<br />

la fealdad de la muerte, sino por sí mismo, por el acto de oler café, sentir la carne dolida y<br />

pensar que como San Cristóbal, aún tendremos oportunidad de vadear el río una vez por<br />

jornada, llevando en hombros nuestra esperanza, hasta depositarla en la otra orilla del día.<br />

Y no me amargaba ni aterrorizaba la experiencia pasada. Si aquel agradable golfo de<br />

silencio tocaba las playas de la muerte, resultaba que la imagen que de ella teníamos<br />

estereotipada era falsa. Estaba desprovista de horror y de angustia, y aunque no había<br />

alegría en ese navegar cansino hacia la playa arrebujada de sombras, había, empapando los<br />

últimos jirones de la conciencia, una suerte de complacencia, la misma que en escala mayor<br />

se siente al regresar de un viaje, y arribar a la estación donde nos espera el flaco incentivo<br />

de nuestra rutina cotidiana, tal vez lo más parecido al «misterio de la muerte» que pueda<br />

ofrecer la vida.<br />

Siempre he mirado a los médicos con absoluto respeto. Desde niño los vi con el aire<br />

sabio de hermanos menores de un Dios que, si es capaz de darnos la vida, se ha cuidado de<br />

otorgar a los médicos el poder de devolvérnosla cuando amenaza acabarse. Por eso,<br />

agradecí con lánguida sumisión de enfermo la buena nueva que me dio mi médico, cuando<br />

me declaró fuera de infección y listo para seguir el tratamiento de recuperación en el<br />

Hospital de donde me habían traído. Me ayudó a dar mis primeros pasos hasta el automóvil<br />

de alquiler que me esperaba, y Dios sabe la vergüenza que tuve cuando me di cuenta que lo<br />

único que podía darle en cambio de mi vida era un apretón de manos. Pero él al menos<br />

parecía satisfecho.<br />

Durante el viaje al Hospital no me sentía tan débil, pero mi madre estaba a mi lado,<br />

jugando silenciosa su papel de heroína callada. Adivinaba su euforia de vencedora, que<br />

hasta teñía de un inesperado tono rosa sus mejillas y su frente. Entonces, recliné mi cabeza<br />

en el hueco de su hombro. Mas repito, no me sentía débil, pero deseé hacer total su<br />

sensación de victoria, y según creo, ninguna medalla enorgullece más a una mamá vieja que<br />

la cabeza del hijo posada en su pecho, regresado aquél del peligro, en viaje tan jubiloso y<br />

alado, que se arrastraba a sí mismo a través de los años, y desembarcaba en una niñez<br />

refugiada hasta siempre en el regazo materno.


Llegamos al Hospital, descendí del automóvil y ayudado por mi madre me apersoné en<br />

la administración, para solicitar de nuevo mi ingreso. Expliqué al ceñudo funcionario,<br />

ayudado por rítmicos y grandes gestos de asentimiento de mi madre, que yo era el enfermo<br />

de la cama 124, que había sido trasladado a Infecciosos, y que volvía para seguir mi<br />

tratamiento. El funcionario, que se daba mucha importancia a sí mismo, partiendo de la<br />

premisa de que en cierto modo tenía poder de vida y muerte sobre las esperanzas de los<br />

enfermos, consultó un libro, me miró, volvió a consultar el libro mientras mi madre<br />

contenía la respiración y me dijo tranquilamente:<br />

-Usted no puede volver a ocupar la cama 124.<br />

-Entonces, deme otra -pedí.<br />

-Imposible, usted no puede ocupar ninguna cama.<br />

-¡Pero usted ve que estoy vivo! -protesté.<br />

-Bueno, eso es indudable -concedió graciosamente-, pero administrativamente usted está<br />

muerto. Y de acuerdo al reglamento, no puedo enviarle a usted a una cama, sino al<br />

Depósito, para la correspondiente autopsia.<br />

-Me niego a ir al Depósito -afirmé enfáticamente-. Necesito una cama, y si sus papeles<br />

dicen que estoy muerto, sostienen un error.<br />

-Es posible... -me dijo.<br />

-Entonces, corríjalo -supliqué.<br />

-¡No es de mi competencia! -exclamó con aire ofendido-. El error, si lo hay, proviene de<br />

otro Departamento, forma parte de un expediente completo, y yo no tengo atribuciones para<br />

enmendar errores de otras dependencias, ni usted tiene derecho a exigirme que me<br />

extralimite en mis funciones -golpeó la carpeta con la palma de las manos-. Si aquí dice que<br />

usted está muerto, es que está muerto...<br />

-¡Pero si estoy vivo! -repetí-. ¡Míreme, respiro, hablo!<br />

-Sí, sí, lo veo...<br />

-¡Entonces, reabra la carpeta y deme una cama!<br />

-Imposible -sentenció-. Por dos razones: primera, no me está permitido reabrir carpetas<br />

ya cerradas. Segunda: ¿Qué providencia voy a poner...? «Certifico que el fallecido enfermo<br />

N.º 124 se ha presentado reclamando una cama, y en abono de su solicitud respira y habla».<br />

Sería una negación de todo el expediente, joven, y un expediente es cosa respetable. Mire -<br />

lo abrió ante la respetuosa mirada de mi madre-. Está lleno de firmas y de sellos. Además,<br />

la última providencia dice: «Archívese»... y eso significa... eso, ¡archívese!


Comprendí que era inútil discutir, y me marché apoyado como siempre en el brazo de<br />

mi madre, que había perdido su rubor de victoria. Ya en la calle, tuve una súbita<br />

inspiración.<br />

-Volvamos -le dije a mi madre, y regresamos a la oficina.<br />

-¿Otra vez usted? -me dijo el Administrador.<br />

-No -respondí-. Yo ya no soy yo, sino otro. El enfermo 124 realmente ya murió.<br />

-Ya sabía yo, los papeles no se equivocan -afirmó complacido.<br />

-Está bien, pero estoy enfermo y necesito una cama -solicité.<br />

-Perfecto -contestó-, pero sigamos el trámite de rutina, llene esta ficha.<br />

Llené la ficha, mientras él empezaba a borronear una virginal carpeta nueva.<br />

-Y ahora vaya y entréguela a la enfermera de la Sala 6 -me ordenó.<br />

Fui y le entregué la ficha y la carpeta a la enfermera de la Sala 6, que me hizo esperar<br />

media hora, después volvió y me dijo:<br />

-Pase, el doctor Fernández le va a inspeccionar.<br />

Expliqué al doctor Fernández lo de mi muerte. La cosa se aclaró, la sentimental y<br />

apresurada enfermera que me mató administrativamente fue objeto de una reprimenda y fui<br />

conducido de nuevo a la bendita cama N.º 124, que, a Dios gracias, estaba libre.<br />

Y ahora, sí me recupero de veras. Todo es alegría a mi alrededor, la cara de mi madre,<br />

las manzanas que me envían mis amigos. Todo menos la rencorosa mirada que me dirige el<br />

Administrador, cuando va al baño y pasa frente a mi puerta. Por mi culpa ha tenido que<br />

reabrir un expediente que ya tenía al final un sacrosanto «Archívese». No me perdona el<br />

haber puesto una piedrecita en la aceitada máquina de su adorada rutina administrativa.<br />

Paciencia.<br />

La libreta de almacén<br />

Cuando me mudé a aquella casa que por mucho tiempo estuvo en venta, y para la cual<br />

no apareció comprador (yo) sino cuando rellenaron una zanja carcomida por la erosión que<br />

amenazaba tragarse el patio, descubrí que en el inevitable trascuarto, los últimos habitantes<br />

habían dejado los también inevitables trastos inservibles. Una silla rota, un retrato con los<br />

marcos comidos y los vidrios rotos de un personaje bigotudo y de mirada triste, un montón<br />

de libros deshojados e incompletos, etc., etc.


Revisaba aquellos libros con la esperanza de hallar alguno valioso, o por lo menos útil,<br />

cuando encontré el cuaderno, vulgar, de «una raya» y de 20 hojas. Y bastante manoseado.<br />

Con primitiva letra de almacenero, tenía escrito en la tapa: Libreta de Almacén.<br />

Después de hojear rápidamente el cuaderno, pensando que aún tendría hojas útiles -soy<br />

bastante avaro, lo confieso-, y cuando iba a tirarlo, porque no las encontré, se me ocurrió<br />

una idea, vaga e imprecisa al principio. ¿No estaba escrita acaso en esa monótona lista de<br />

compras a créditos vulgares la historia de una familia? Al fin de cuentas, uno está hecho de<br />

lo que come.<br />

Volví a estudiar el cuaderno, o la «libreta», en la primera página, que llevaba fecha del<br />

20 de setiembre de 1945, en cuyo día se iniciaron las relaciones comerciales entre los<br />

antiguos habitantes de la casa y el almacenero. Prueba de ello es que, antes del azúcar, el<br />

arroz y el aceite, la columna correspondiente al 20 de setiembre, empezaba con esta<br />

anotación: «Un cuaderno de 20 oja de una raya - 50 céntimos», es decir, que las compras a<br />

crédito empezaban con la adquisición del cuaderno mismo. Las anotaciones del 20 al 30 de<br />

setiembre, eran una monótona sucesión de lo mismo, las rutinarias compras de una ama de<br />

casa bastante ahorrativa (compraba por cuartos de kilo), por lo que se me ocurrió que había<br />

sido demasiado fantasioso al querer adivinar a través de esa libreta cómo eran y qué hacían<br />

los desconocidos habitantes de la casa. Sin embargo, volví a repasar la lista de esos diez<br />

días, y me fijé en un detalle: el 21 de setiembre estaba anotada una compra: «crema de<br />

lustrar negra: 30 céntimos»; y otro: cada día, religiosamente, se anotaba: «Un Alfonso XIII:<br />

10». Empezaba a tomar forma la imagen de ÉL. Era cuidadoso de su aspecto personal, pero<br />

ahorrativo, pues prefería lustrarse él mismo los zapatos antes que pagar a un lustrabotas.<br />

Además no era viejo, como lo demostraba el hecho de fumar un paquete por día de Alfonso<br />

XIII, de poderoso tabaco negro. Posiblemente era un empleado, pues si hubiera sido obrero<br />

no necesitaría lustrarse los zapatos, o simplemente no los tendría; y ese fumar mucho<br />

hablaba de un trabajo monótono, de oficina. ¿Y ELLA? Me desconsolé pensando que la<br />

libreta no traía una sola anotación que diera la clave de su presencia. Posiblemente -pensé-<br />

ni siquiera existiese, que ÉL fuera un solterón. Sin embargo, el 4 de octubre de 1945<br />

aparecía una compra reveladora: «Hilo N.º 16 y 3 pliegue de papel de color: 50».<br />

Un barrilete, claro. Entonces, allí había un niño. Y si había un niño, y un hombre que<br />

fumaba un paquete por día y se lustraba los zapatos, también debería aparecer una mujer,<br />

esposa, madre. Pero nada aparecía que se refiriera a ella. ¿No existía... o se resignaba a no<br />

existir? Suele suceder, la mujer que se casa, que se anula, que no pide nada para sí, que vive<br />

para el marido y para el hijo, sumisa, doméstica, ama de casa de cucharón y plumero. Di<br />

por sentada la presencia de esta mujercita que hacía del amor un camino de sacrificio y<br />

renuncia, y tuve a la familia reconstruida. Pero no tanto, debería conocer primero la edad<br />

del hijo para deducir la de los padres. El 14 de octubre encontré una anotación: «Un<br />

cuaderno de doble raya: 50». Para las tareas escolares del hijo, desde luego, y de «doble<br />

raya», es decir, de un tipo que sólo se usa en primero o segundo grados. Entonces, el chico<br />

estaría entre los 6 y 7 años. Partiendo de allí, hice una imagen mental de la familia: ÉL, no<br />

más de treinta, flaco (compraban por cuartos de kilo), serio y formal (nunca se anotó ni<br />

siquiera una botella de cerveza) y amante de su hijo (le hacía barriletes...). ELLA,


menudita, desdibujada, humilde, joven de cuerpo, vieja de corazón. EL NIÑO, de seis o<br />

siete años. En fin, un trío común y corriente.<br />

Pensé que ya debería darme por satisfecho. Que ya nada me diría de aquellas vidas<br />

antiguas la sucia libreta de almacén. Hasta que el 12 de noviembre encontré dos<br />

anotaciones que salían de la rutina: «2 cafiaspirina - medio litro de alcol retificado: 1.80».<br />

Uno de los tres había enfermado. Pero ¿quién? La respuesta estaba en las anotaciones del<br />

día siguiente, 13 de noviembre: «Un trompo, metro y medio de liña de pescar: 25». El<br />

enfermo era el chico. Lo estaban sobornando para tomarse el jarabe. No podía ser de otra<br />

manera, pues si uno de los padres estuviera en cama, no sería el momento de comprarle un<br />

chiche al nene. ¿Se habría repuesto? Examiné las compras de los días siguientes, 14, 15, 16,<br />

17 de noviembre, y eran las de rutina. Pero el 18, a éste se sumaba un artículo que nunca<br />

apareció: «Un jabón Palmolive: 1.50». Volví atrás, y comprobé que todas las compras<br />

anteriores de jabón se referían al vulgar jabón de coco, de 20 céntimos. ¿Por qué de repente<br />

un jabón de lujo? Quedé desconcertado y examiné la hoja del 18 de noviembre, más<br />

cafiaspirina. El chico seguía enfermo. Entonces, surgió la respuesta: visitas. Visitas que<br />

iban al baño a lavarse las manos. Visitas a quienes se tenía vergüenza de mostrar miseria;<br />

un médico, tal vez un médico amigo y generoso, a quien por lo menos se le debía el<br />

homenaje de un jabón perfumado para las manos. Entre el 18 y el 30 de noviembre, a<br />

primera vista, la libreta no ofrecía nada sobre el curso de la enfermedad del chico. Sin<br />

embargo, un detalle surgió, sutil y peligroso. El padre ya no compraba un paquete diario de<br />

Alfonso XIII, sino cada dos días. Además, sumando las compras, se notaba que se habían<br />

reducido. Se estaban limitando a lo esencial. Ahorraban. Lo del chico debió ser grave. Y<br />

más adelante, esto pareció confirmarse. Estaba anotado el 6 de diciembre, con la letra<br />

primitiva, pero tan plena de vitalidad de aquel obscuro almacenero que, por lo visto, tenía<br />

corazón: «Efectibo: 50.00 guaraní». Habían tenido que recurrir a un préstamo.<br />

Del 7 al 15 de diciembre no aparecía absolutamente nada, ni siquiera la sacrosanta<br />

compra de cigarrillos, ni lo más elemental para comer. ¿Habrían llevado al chico al<br />

Hospital?<br />

Con ansiedad, miré la página siguiente, que era la última que fuera utilizada. Llevaba<br />

fecha del 22 de diciembre, y la letra del almacenero aparecía un poco más temblorosa:<br />

«2 paquete vela esperma, larga. Medio metro cinta negra. Efectibo: 50.00 (obsequio de<br />

la casa)».<br />

El Luisón<br />

En aquel suburbio asunceno de hace mucho tiempo, vivía el vecindario humilde sobre la<br />

calle arenosa, con sus «lotes» divididos por setos vivos de feroces e infranqueables<br />

amapolas. En la esquina había un almacén, dando frente a la Peluquería «La Elegancia -<br />

Desinfección Formol», con sus dos sillones instalados en un cuartito minúsculo, que en días<br />

de calor se trasladaban afuera, a la sombra de un apretado y siempre verde mango, cuyo<br />

tronco ofrecía apoyo al parduzco espejo.


Todo el vecindario se conocía y charlaba de las cosas de siempre. Existía entre todos<br />

una amistad simple, rutinaria, no tan a flor de piel para ocultar murmuraciones<br />

subterráneas, como la costumbre de ña Carlota de comerse las gallinas ajenas que se metían<br />

en su patio, o los amores de Jacinta, esposa de embarcadizo, con el «turquito caré» que le<br />

surtía de todo a crédito, y nunca cobraba, por lo menos en efectivo.<br />

Pero de esta Sociedad simple estaba radiado Don Félix, el zapatero remendón. Vivía<br />

solo en un rancho enorme y destartalado. Cocinaba su propia comida y mientras la olla<br />

humeaba eternamente sobre el brasero, él parecía pegado a su banquito, a su trincheta y a su<br />

lezna.<br />

Pálido, casi espectral, tenía una fama temerosa. Se murmuraba que era «Luisón», y<br />

nadie, aun el más voluntarioso, podía ocultar cierta aversión cuando tenía delante suyo al<br />

zapatero. Éste, con su mirada triste, de extraños y desteñidos ojos azules, callaba,<br />

remendaba zapatos y vigilaba su olla vaporosa sobre el fuego de carbón.<br />

Nadie sabía nada de su vida. Todo lo que se conocía de él era su soledad y su triste<br />

fama. Era, sí, el tolerado culpable de muchos terrores nocturnos, de aquellos que recorren el<br />

espinazo con el frío reptar del miedo, cuando un aullido rasga la noche y los oídos, y puebla<br />

la imaginación de horrendos banquetes fúnebres.<br />

Lo dicho. Don Félix era temido, y tolerado. Hasta que llegaron aquellos días fríos de<br />

agosto. Lo que era el rutinario miedo de todas las noches creció en forma alarmante.<br />

«Algo» innombrable, aponchado en sombras, salía cada noche de la casa de Don Félix y se<br />

alejaba por la calle arenosa. A su paso, las decenas de perros del vecindario armaban una<br />

tremenda, aullante baraúnda infernal. En cada animal empavorecido podía adivinarse las<br />

distintas tonalidades del miedo, del pavor, del misterio, de la voluntad sometida a un par de<br />

ojos feroces, brillantes como brasas.<br />

Aquello duró casi quince días. El vecindario trajo a un cura, solicitándole que exorcizara<br />

al zapatero. El cura se negó -por miedo, dijeron los vecinos- y entonces empezó la<br />

represalia, tímida, cobarde, pero atormentadora. Desde todos los ángulos de los patios<br />

desiertos, por la mañana temprano, por la siesta, y al anochecer, llovían piedras sobre la<br />

casa del zapatero. Éste, inmutable y callado, vigilaba su comida pero no trabajaba, pues<br />

nadie se acercaba ya a solicitar sus servicios de remendón. Hasta que cierto día un proyectil<br />

fue más certero y le ocasionó una mala herida en la cabeza.<br />

La noticia cundió. Don Félix, el Luisón, se había herido, pero de la herida no manaba<br />

sangre. Don Félix era seco como un cadáver.<br />

Hay en el corazón de toda mujer una extraña mezcla de curiosidad y vocación maternal.<br />

Y así se sintió Narcisa cuando supo lo de la herida del zapatero. Joven y linda, asediada por<br />

los muchachos del barrio, hizo a un lado los apasionados torrentes de amor que abrumaban<br />

su juventud, y dejó que su corazón sintiera lástima. Conocía a Don Félix. Le dolía<br />

oscuramente su soledad, y participaba de la vaciedad de cielo brumoso que había en la<br />

mirada del zapatero. Se sintió llamada, y fue. Llevó la botellita de tintura de yodo, y


comprobó que de aquella cabeza lastimada sí manaba sangre, roja, común y dolorida. Curó<br />

y vendó la herida, encendió el fuego apagado y dio alimento al herido.<br />

Y se hizo el milagro. Desde aquella noche no hubo más terrores ni aullidos. Narcisa<br />

había hecho el milagro. La maldición se había disipado por la fuerza del amor y la ternura.<br />

Pero ésta es una historia real, no un cuento. Si hubiera sido tal, Narcisa se habría casado<br />

con Don Félix. Pero no, se casó con otro, y nadie sabe si fue feliz o no. Tampoco Don Félix<br />

fue del todo dichoso, pero fue menos huraño, se hizo de amigos, emergió un poco más de<br />

su abismo de soledad, y hasta aprendió a sonreír, pero claro, con cierta tristeza...<br />

La cita<br />

Roberto creyó haber discado bien, pero salió un número equivocado. Y allí empezó<br />

todo.<br />

Aquella voz que amablemente le dijo: «Equivocado, señor», una voz sin rostro, anónima<br />

hasta la exasperación, puro sonido, le trajo misteriosas sensaciones. Y trató de seguir la<br />

conversación.<br />

-Disculpe, señorita. No quise molestar. Creo haber discado bien...<br />

-Suele suceder, señor -replicaba la voz.<br />

-La línea suele estar recargada a esta hora...<br />

-Bueno, razón para que no se culpe, señor -detrás de la voz amable, Roberto adivinaba<br />

un atisbo de sonrisa buena, paciente, femenina.<br />

Y del tema de la línea recargada pasaron a otros, con cautela, probándose, como dos<br />

desconocidos, hombre y mujer, que van a salir a bailar su primera pieza, y los pies no se<br />

acomodan al ritmo que surge y vibra en la orquesta.<br />

A los 20 minutos Roberto ya había declarado que era soltero (cierto), que tenía 32 años<br />

(mentira, tenía 38) y había averiguado que ella tenía 25 años (?), que era morena, y también<br />

soltera.<br />

A la media hora...<br />

-Sería para mí tanta satisfacción conocerla...<br />

-¿Después del primer llamado...? Oh...<br />

-Es que... se vive hoy tan de prisa...


-Sí. Pero qué pensará de mí...<br />

-...que es una chica moderna...<br />

Y consiguió la cita.<br />

-Estaré allí a las cinco. Llevaré un traje ambo, pantalones grises y saco obscuro... y ah...<br />

corbata verde.<br />

-Lo reconoceré, Roberto (ya se habían intercambiado los nombres). Yo llevaré minifalda<br />

azul a motitas blancas. Y botitas blancas.<br />

Fijaron la concurrida esquina céntrica, la hora, y se despidieron. Ya al colgar, Roberto se<br />

dio cuenta que no había preguntado con qué número estaba hablando.<br />

* * * * * *<br />

Cuando colgó el tubo telefónico, Roberto sintió una sensación de alegría. Solterón, un<br />

poco triste y gastado, prisionero de su solitaria vida de pensión familiar, muchas veces<br />

había soñado con una compañía permanente, una casita suya y una mujer, también suya.<br />

Aquella voz, un poco arrastrada pero suave, a la manera de un sonoro dulce de leche,<br />

había creado en su mente una imagen de mujer sencilla, sensata, complaciente, hacendosa,<br />

de manos hábiles para coser primorosas cortinas para las ventanas y para podar los rosales<br />

del jardín... Y esperó con impaciencia la cita.<br />

* * * * * *<br />

Perla, cuando colgó el tubo, sintió una cálida sensación de alegría. Todavía era joven,<br />

pero la vida no le había tratado bien.<br />

Roberto, el de la llamada equivocada, le gustó. Ya no andaba detrás de príncipes azules,<br />

sino de un marido bueno, de grandes pies bien posados en tierra, que viviera en soledad<br />

para apreciar mejor la compañía, y que tuviera gustos sencillos, como una casita propia,<br />

con un jardín y muchas cortinas vaporosas en las ventanas...<br />

A ese hombre ella le podía ofrecer aún mucho. Se sabía bastante linda, sensata,<br />

complaciente, hacendosa, y loca por tener un hogar donde dedicarse a los quehaceres<br />

domésticos...<br />

* * * * * *<br />

Pero a la vera de las ilusiones, siempre camina la duda, como una sombra pegajosa y<br />

molesta. Y Roberto se decía:


-¿Y si fuera un loro la Perla esa...? ¿Una solterona anteojuda y flaca...? Al final de<br />

cuentas, la voz no es todo...<br />

Por su parte, Perla también razonaba cautamente:<br />

-¿Y si no fuera más que un don Juan...? ¿Algún vejete aventurero y con compromisos...?<br />

* * * * * *<br />

Nunca se encontraron. Para verla primero, Roberto llevó un traje azul con corbata gris.<br />

Pero Perla también pensó lo mismo. No llevó la minifalda a motitas, sino traje sastre<br />

color salmón.<br />

Hoy, de vez en cuando, en la soledad de su cuarto de pensión, Roberto trata de<br />

memorizar un número telefónico. Y Perla se sobresalta cada vez que suena el teléfono,<br />

esperando que sea una llamada equivocada.<br />

La trampa<br />

«Ruego al padre del alumno Raúl Ortiz (h), se sirva presentarse el día de mañana en<br />

horas de clase, por motivos que guardan relación con la conducta del niño. La maestra». La<br />

seca citación estaba escrita con prolija letra pedagógica, en el bastante sucio cuaderno de<br />

deber de Raulito (hijo).<br />

Raúl (padre) requirió a Raulito (hijo) el motivo de esta llamada. Y por toda respuesta, el<br />

chico se echó a llorar desconsoladamente.<br />

Un poco temeroso de encontrarse con una maestra como la que le había tocado a él<br />

mismo en el quinto grado, bigotuda, solterona y malhumorada, Raúl (padre) se encaminó a<br />

la Escuela, y solicitó una entrevista con la maestra de Raulito (hijo) y cuando ella, durante<br />

el primer recreo, lo recibió en la antesala de la Dirección, tuvo una agradable sorpresa. La<br />

maestra ni era solterona, ni bigotuda, aunque sí malhumorada, cosa que no podía ocultar ni<br />

siquiera detrás de sus ojos celestes y la inocencia juvenil de su boca.<br />

-Señor Ortiz -dijo la joven maestra, sin preámbulo alguno-. Su hijo es una calamidad.<br />

Viene con los cabellos largos y despeinados. Trae siempre las uñas sucias y el<br />

guardapolvos imposible. En el barro de sus zapatos se puede estudiar la historia de la<br />

Tierra...<br />

Avergonzado, Raúl (padre) bajó la cabeza. Y la maestra prosiguió implacable:


-Y sus deberes, señor, parecería que escribe con una mano y con la otra se come una<br />

empanada y se me ocurre que a veces se confunde y se come el lápiz y escribe con la<br />

empanada, tan grasientas están las hojas... Dígame, señor... ¿No puede venir más limpio,<br />

más aseado a la Escuela...? ¿No podrían ayudarle a hacer mejor sus deberes...? ¿No le<br />

obligan en su casa a estudiar sus lecciones? ¡Ciertamente, su hijo es una calamidad, señor!<br />

Raúl (padre), humillado, atinó una explicación.<br />

-Señorita, usted tiene toda la razón del mundo -dijo-, trataré de remediarlo. Es que nos<br />

vemos tan poco con Raulito. Soy contador público en dos empresas. Regreso recién por la<br />

noche, y si no lo encuentro dormido, está en la calle, vaya a saber con quién. Pero le<br />

prometo que me ocuparé...<br />

-Si usted no tiene tiempo... ¿Qué hay de la madre? -preguntó la maestra.<br />

Raúl (padre) la miró tristemente.<br />

-Soy viudo, señorita -aclaró-. Estamos solos, o casi. Nos atiende una cocinera vieja, que<br />

sólo ve con un ojo y cojea de la derecha.<br />

Los ojos celestes y límpidos de la maestra se llenaron de lágrimas. La boquita, antes<br />

severa, pareció torcerse en un puchero infantil.<br />

-Oh, lo siento tanto, señor -dijo la maestrita, con voz temblorosa, mientras recogía con<br />

un dedito rosado una lágrima que le corría por las mejillas-... He sido tan injusta con usted<br />

y con Raulito. Me he estado burlando del dolor de mi prójimo... -giró la cabeza con un<br />

airoso revoloteo de sus cabellos rubios y se puso a llorar quedamente.<br />

A esta altura, el corazón de Raúl (padre) ya estaba reducido a maleable arcilla. Trató de<br />

hablar con voz de muy hombre, pero le salían gallitos enternecidos.<br />

-No se angustie así, señorita -pidió-. Nadie le culpa. Usted no lo sabía...<br />

-Me duele tanto ese pobre niño... -suspiró ella desde atrás de la cristalina cortina de sus<br />

lágrimas, y prosiguió- ¿Me deja ocuparme de él...? Conozco su casa. Vendré por las<br />

mañanas. Por supuesto, cuando usted no está...<br />

-Pero señorita...<br />

-No. No. Soy su maestra. Su educación es de mi competencia. Lo quiero como una<br />

cuestión personal... y para corregir una injusticia...<br />

Con la lengua absolutamente enredada, Raúl (padre) intentó dar las gracias, y se marchó.<br />

Dos meses después, la dulce maestrita escribía una esquela a su mamá:


«Querida mamá. El truco de la maestra enojada resultó. Anoche Raúl solicitó mi mano.<br />

Se la di, desde luego. Nos casamos el mes que viene. Si piensas regalarme algo, que sea<br />

una docena de jabones de baño. Son para Raulito, Marta».<br />

Cinta grabada<br />

-Yo no soy güeno para contar caso y sucedido, don...<br />

-Y má toavía, cuando hablo castellano me parece que voy arrastrando la palabra, medio<br />

a remolque del guaraní que tengo en mi cabeza.<br />

-...Sí, es cierto que hace mucho yo era maestro de Escuela, pero eso era ante, cuando<br />

para ser maestro no se necesitaba ser má leído, sino meno ignorante que el prójimo...<br />

-...por lo demá, ese su aparatito me pone un poco nervioso don, porque parece cosa de<br />

payé.<br />

-Sí, ya tengo sabido que vino por acá un gringo loco que andaba por el monte apuntando<br />

la cosa esa hacia el canto de lo pajarito. Y el canto se quedaba enrollado allí en esa cinta.<br />

Igualito que el verdadero. Me parece nomás, don, que lo gringo andan tan encimado por<br />

allá por su tierra, que ya no hay lugar para lo pájaro. Y entonce enlatan y llevan en esa cinta<br />

lo ruido del monte, como la leche que traía el gringo que te digo que era una cosa seca, pero<br />

le ponía agua y salía leche de vera, y le repartía a lo mita-í que venían de la Escuela...<br />

-...medio me da miedo nomá que lo que sale de mi boca se quede enriedado allí, don.<br />

Parece una payesería, le digo. Se me hace que el buen Ñandeyara quiere que lo que el<br />

prójimo dice má bien se quede en el corazón ajeno, y si se queda ajuera un restito, que se<br />

lleve el viento. Pero en ese su carretel se queda todo, hasta un pedazo de yo mismo porque<br />

yo es cierto que soy un viejo ya bien arrugado, don, pero yo también soy mi recuerdo y mi<br />

ahora.<br />

-...Soy del 904. Bastante viejo ya, o sea que vine cuando el Partido Colorado se cayó del<br />

poder. Allá por el 22, ya me peleaba en Ca-í Puente, con mi pañuelo por mi cuello. Mucha<br />

gente se murió allí caraí. Me jui en el Chaco en el 32, con uniforme y sin pañuelo. No le<br />

quiero ni contar eso.<br />

-Lo hombre moruno y bajito venían y se metían en el monte, a pelear con nosotro, pero<br />

era gente que venía de la montaña de pura piedra, y no conocía el monte que siempre es<br />

traicionero. Alguno de ellos se moría de sé, porque nosotro no aposicionábamo en lo pozo<br />

de agua y defendíamos tal como si era la teta de nuestra tierra. Suelo soñar que estoy otra<br />

vé allí, en la trinchera, haciendo centinela de retén, oyendo toda la noche la lamentación de<br />

algún boliviano perdido por el monte:<br />

-«¡Agüita, paraguayito!» gritaba, pero no había nada que hacer y era mejor dejarle que<br />

se muera, y que no pase lo que le pasó al Cabo Lesme, que se puso cristiano y le dio agua a


un boliviano que ya estaba seco como una raja, y el hombre tomó su agua y encima le<br />

metió una bala en la barriga a Lesme, en puro descuido nomá. Después, en la Revolución<br />

del 47 yo ya no estaba má para pelea, y sabía que en la guerra hay má sujrimiento que<br />

ventaja. Entonce dije que no nomá cuando vinieron para reclutarme. Me pegaron con<br />

arreador hasta que mi carne dijo basta, pero no era yo, sino mi carne, y me caí medio<br />

muerto y sin sentir má nada. Me jugaron mucho, pero igual no me jui. Sabía lo que era la<br />

Revolución, peor que con los bolivianos, porque uno le puede matar a su pariente sin saber<br />

nada, y cuando uno sabe eso, el corazón se descolorea, igualito que mi pañuelo viejo del 22.<br />

Y no me jui nomá...<br />

-...qué quiere que le diga, caraí. Usted me paga para que diga casos y sucedidos. Yo soy<br />

un caso. Un caso largo. Y no tengo la culpa de que mi vida venga caminando por encima de<br />

pelea y sujrimiento. Uno vive asegún dispone Nuestro Señor o la política, y quién soy yo<br />

para ponerme a hacer un camión para mí solo. La cosa son como son y hay que aguantarse<br />

y acomodarse y andar como lo lo otro quieren, con la esperanza de salir vivo o con el<br />

miedo de quedarse muerto. Así es, señor...<br />

-...me recuerdo de mucha cosa, pero me cuesta un poco sacar todo ajuera. Y encima, me<br />

parece un poco forzado andar diciendo lo que le sucedió a la gente que ya no está má. Es<br />

como usar la palabra para desenterrar a lo finado.<br />

-...eso dice Usté, que viene de la Capital, y porque no tiene lo año que yo tengo. La<br />

muerte es el fin natural, dice Usté. Eso sé bien, pero acá es otra cosa. Mire un poco el valle,<br />

parece poca cosa. Mire, el camino de tierra, que viene de no sé de adónde, parece que<br />

quiere agarrarse un ratito a nuestro poblado, pero se va siguiendo hasta lejo, cortando<br />

monte que ya no me acuerdo y bañado que ya no sé má. Parece poca cosa el valle, don,<br />

pero tiene gente que no piensa como Usté, con el debido respeto. Nosotro sabemo aquí que<br />

la muerte no es el fin natural, sino que es parte de la vida. Así es. Se acuesta con las<br />

mujeres y anda escondida abajo de lo poncho de los arribeño. La muerte, como el camino,<br />

se aposenta de noche en el poblado, y de día sigue hacia adelante, para venir otra vé de<br />

noche. Se va y viene, y para que no se pierde puntea el borde del camino con la crucita de<br />

alguno que se descuidó demasiado, y se quedó finado allí mismo para su mal...<br />

-...es como si la muerte vive con nosotro. Y de tanta costumbre se hace amiga, un poco<br />

que se le mira de reojo, pero amiga. Y si le digo que alguna vece se siente madre, no me va<br />

a creer. Sí, señor se siente madre y lleva un mita-í, liado en su rebozo negro. Un angelito<br />

para el cielo, don. Por eso en lo velorio de lo angelito la mujere lloran y lo hombre traen su<br />

arpa y su guitarra y aperitan toda la noche. Así es el valle, caraí guazú... Buscamo en<br />

nuestro sujrimiento un motivo de guitarra para lo hombre y de alegría para el cielo. Al<br />

meno...<br />

-...y ya que hablamo de eso, caraí, ahora me recuerda de la Aparicia Peña, que era la má<br />

linda cuñataí del valle. Era linda y decente hasta má no poder, y eso amerito yo mismo<br />

porque en aquel tiempo yo era mozo como ella, y me entreveraba un poco también con lo<br />

embobado que salían de siesta a buscar la huella de su pie en la arena, para recoger un<br />

puñadito y hacer un escapulario que mientra se tiene abajo de la camisa, le obliga a la moza<br />

a pensar por uno.


-Vivía con su mamá, solita, lado en un rancho que toavía se ve por allá por el borde de la<br />

Isla Guazú. De su papá no había noticia que se tenga que creer, aunque me recuerdo que la<br />

vieja del valle decían que el hombre era uno de eso de despué de la Guerra grande recorrían<br />

la campaña sembrando hijo.<br />

-...y no me ponga esa cara, don. Así era, de seguro te digo.<br />

-La guerra terminó con lo hombre, y lo pueblo y poblado como éste eran todo de mujere.<br />

Entonce venía el hombre, venía de lejo y se iba lejo, pero se quedaba un día apena, dejaba<br />

un hijo y llevaba para su bastimento y ya se iba. De eso ahora no se habla mucho, tal como<br />

si el silencio puede borrar el pecado, pero a mí se me hace nomás que pecado por pecado,<br />

má grande pecado hacía la mujere que no encargaba, ma que sea para tener alguien para<br />

ponerle el nombre de tanto de la familia que se murió en la Guerra. Así nació la Aparicia<br />

Peña. Peña por parte de su mamá, y nada má...<br />

-¿La cuñataí? Güeno, era cosa para no terminar de ponderar. Ya no me recuerdo cómo<br />

era su cara, pero cuando pienso por ella, todavía se me despereza aquí en mi corazón la<br />

brasita que todavía me queda de mi año de mitä-ruzú...<br />

-Lo domingo, cuando se iba ella en la misa del pueblo, sabía llevar como nadie su<br />

rosario de coral y filigrana encima de su typoi almidonado, y su zarcillo de tre pendiete y su<br />

anillo de ramale como sólo la gente de ante sabía hacer allá por Luque. Ella mostraba con<br />

orgullo esa su prenda, que hasta ahora no sé cómo su mamá salvó de lo cambá de don<br />

Pedro II, que padeciendo ha de estar en el Purgatorio como decía mi mamá, y se hacía la<br />

señal de la crú para sacarse la suciedá de la boca y de la cabeza.<br />

-Ella ya andaba por la época de ayuntarse, y má toavía asegún lo linda que era. Y se<br />

puso de novio por ella el hijo de don Calaíto Florentín, o sea Celso, que era un muchacho<br />

guapo y trabajador, sin má vicio que su gallo de riña, que él sabía manejar para que siempre<br />

gane honradamente, o sea sin veneno en la espuela.<br />

-...por aquel tiempo, llegó recién un curita italiano, pa-í Yobani, que por su propia mano<br />

arregló la Iglesia del pueblo que se caía y andaba loco procurando aprender un poco de<br />

guaraní, seguro que para entenderse con la gente, el pobrecito. Pa-í Yobani, aparte de ser<br />

pa-í, asegún se decía escribía libros. No tengo sabido de qué clase, pero preguntaba mucho<br />

de todo, y siempre estaba apuntando alguna cosa en su libretita que sabía tener siempre en<br />

la borsiquera de su sotana. Así andando el pa-í Yobani, le conoció a la mamá de Aparicia<br />

Peña, que según se sabía, era hija de una familia de categoría de Ybytimí, que se quedó sola<br />

y desamparada por la guerra, y el pa-í le visitaba y no terminaban de hablar y recordar y de<br />

apuntar en la libreta, sino cuando empezaba a ser de noche, y el pa-í Yobani se iba...<br />

-Güeno. Así la cosa, la Aparicia que ya estaba anoviada del todo con Celso, empezó a<br />

tener barriga grande. Como usté oye, don, se le abultaba la barriga tal como si encargaba un<br />

mita-í. Celso, con el cuchillo en la cintura, andaba loco preguntando por el nombre del<br />

desgraciado que le hizo el hijo a su novia. Pero nadie sabía dar noticia, ni ella misma, que<br />

juraba por todo lo santo que era Mita-cuña toavía. Pero nadie podía creer eso, mirando su


arriga. Ni su mamá, que le mandó salir de su casa, a la vista de todo el vecindario de<br />

nuestro poblado...<br />

-Me recuerdo bien de ese día. Ella gritaba que era inocente, y su mamá que le rempujaba<br />

ajuera, llorando ella también, seguro que de penar por su hija y también por su orgullo<br />

herido. La Aparicia agarró entonce el camino. Y la vecindá decía: «ahora que no tiene casa,<br />

de seguro tiene que ir a pedirle protección al hombre que le perjudicó», y le siguieron en<br />

bandada por el camino, como perro que siguen al güey que llevan a la carneada. Ella se jue<br />

derecho a la Iglesia. Y entonce la gente se miraba, se hacía la señal de la cruz y decía:<br />

«Había sido el pa-í Yobani». Y encima, todo empezaban a calcular la barbaridá de tiempo<br />

en tiempo que el pa-í sabía estar en la casa de la Aparicia.<br />

-...no faltó el güey corneta que se jue corriendo para llevarle la noticia a Celso. Y<br />

cuando era ya tardecita, se le vio a Celso que se iba cruzando por la plazoleta de la Iglesia,<br />

arrastrando a su mamá vieja que se colgaba de su ropa y le lloraba que no haga eso que iba<br />

a hacer. Entonce él le rempujó a su mamá y siguió su camino. Y la vieja se quedó allí tirada<br />

y arrancando a puñado su cabello y gritando que el que le mata a un pa-í está condenado a<br />

siete eternidade en el infierno del Demonio. Celso llegó a la iglesia y llamó al pa-í, y con el<br />

cuchillo en la mano tal parecía a uno de su gallo tan mentado, todo temblando de gana de<br />

matar. Pa-í Yobani salió y caminó hacia Celso, con lo brazo abierto, no sé si para mostrar<br />

que estaba desarmado, o para ser una crú viva para apagar la maldá de Celso. Pero de nada<br />

le valió al pa-í Yobani su brazo abierto en crú a no ser para acomodar mejor su corazón<br />

para recibir la puñalada. El pa-í se cayó en el suelo, y Celso, gritando como loco que era ya,<br />

corrió y se metió por el monte. Le encontraron un mé despué. Pero nunca se ha de saber si<br />

se murió por su propia mano, o de arrepentido, porque cuando le encontraron estaba casi<br />

todo comido por la hormiga.<br />

-Pa-í Yobani no se murió enseguida, y siete día pasó en agonía. Vino el Obispo de<br />

Villarrica para verle, y trajo un doctor suizo que andaba por la Cordillera del Ybytu-ruzú<br />

apuntando lo nombre de la planta del monte. Pero pa-í Yobani se murió nomás del todo<br />

luego.<br />

-La noche que se murió el pa-í Yobani, le encontraron a la Aparicia muerta por su propia<br />

mano colgada de la viga mayor de la sacristía.<br />

-Mucho tiempo se quedó má el Obispo y el doctor. Le llamaba a la gente en la Iglesia y<br />

preguntaba y apuntaba todo. Siempre así, don, y despué, un domingo hizo misa, y le habló<br />

a la gente. El pa-í Yobani era inocente -dijo el Obispo-. Y lo mismo Aparicia, porque el<br />

doctor revisó su cuerpo que ya estaba finado y allí no encontró un mita-í, sino una<br />

enfermedá que yo no me recuerdo su nombre, y es un tumor con una bolsa de agua que<br />

crece en la barriga, y tal parece un cosa de mujer que está encargando...<br />

-Como le digo, cara-í, la muerte y la vida son tan juntita que parece que camina sobre lo<br />

mismo pieces.<br />

-Así es desde siempre. Usté dice que la muerte es el fin. Cierto es eso, pero también la<br />

muerte es el comienzo y el medio, todo junto de una vé. Nadie no quiere nacer para


morirse, pero desde que uno es parido el ángel de la guarda ya viene de luto, por si acaso<br />

nomás. La muerte está en todo, don. En la espuela del gallo y en el corazón inocente que<br />

guarda su amor bajo el typoi. Galopea encima del pingo del caudillo y forma fila entre la<br />

gente en lo día de votación. Nunca se duerme, porque siempre está alerta y manotea y<br />

agarra apena la caña se sube en la cabeza, o el pie retobado pisa el fleco del poncho del<br />

semejante. La muerte siempre ronda cerquita de la gente, como perro que espera una sobra<br />

de la vianda de la vida, o sino como arribeño pendenciero que llega a un baile y pide para<br />

bailar una polka partidaria, que es la polka de la muerte, porque pone miedo en el corazón<br />

de lo músico y afila el cuchillo de lo contrario...<br />

-Y así es, caraí. Yo sé otro sucedido de este valle, si me quiere oír.<br />

-Pero si ya está bien nomás, me voy a mi rancho, y si usté es generoso como me dijo, me<br />

da lo que me corresponde, que me está haciendo falta un poco de yerba para el mate y<br />

alguna fariña para el pirón-kyrá...<br />

El arribeño<br />

-Me da risa ese su aparato, don. Sí, oí lo que dije ante. Es medio como mirarse en el<br />

espejo. En el espejo está otro que es uno mimo. Diferente pero igual. Y así sale lo que dije<br />

de ese rollo de su grabador. Cosa que parecen salir de la garganta de un desconocido, que<br />

soy yo, y que estoy ahí adentro.<br />

-Es como si usté me carneó el alma y guardó un pedazo adentro de su valijita que habla.<br />

-Es poderosa la cencia, carajo digo. Ahora todo se hace de la cencia, hay que fijarse.<br />

-Entonce, me parece que el hombre es la mitá él y la mitá cencia, como el que se sienta<br />

en su auto, y hace andar el motor y viajar. Se ve má el auto que el hombre. Y el tipo má<br />

parece un prisionero que un dueño.<br />

-Alguna vece, suelo pensar que la cencia es una cosa viva que se alimenta de uno,<br />

chupando lo que tenemo de naturaleza. Y entonce la cencia engorda y uno se pone flaco, y<br />

el fin del mundo ha de venir cuando sea todo cencia, y del hombre quede solamente lo<br />

güeso.<br />

-Usté pregunta difícil, señor. ¿Qué necesita má el hombre? Vaya uno a saber eso. Cada<br />

uno sabemo dónde nos pica má. Le puedo decir una sola palabra. Por ejemplo pan.<br />

-¿Projundidá?<br />

-Cuando no hay pan, la única projundidá es el hambre. Te apreta la barriga de necesidá y<br />

te apreta tu corazón de coraje y te apreta tu cabeza de rabia. Nadie no es cobarde cuando<br />

tiene hambre, ni es justo tamién.


-¿Qué quiero ser yo? No sé. Ya soy demasiado viejo para querer ser alguna cosa. Hay<br />

momento que uno se da cuenta de que su camino ya se terminó, y entonce no se pide má<br />

camino, sino una sombra para descansar, y para mirar hacia atrá, esperando que de a uno<br />

venga llegando lo recuerdo, para darle una manito de pintura, con lo colore que salen de<br />

aquí del corazón, ate de que entren en nuestra cabeza y se reciban allí de nostalgia.<br />

-Sí. Le entiendo don. La libertá tamién es un camino. Pero el único que conoce ese<br />

camino de punta a punta es el arribeño. Todo lo demá en su debido tiempo procuramo<br />

tamién caminar hasta siempre, pero apena nos quedamo un ratito, de nuestro pie salieron<br />

raíse, y allí nomá nos quedamo.<br />

-Pero el arribeño no. Siguió caminando. Caminando siempre. Porque no tiene casa. Y no<br />

teniendo casa, uno es má libre.<br />

-No señor, usté erra. El arribeño no es el hombre rempujado por la miseria, como dice<br />

usté. En la miseria uno se cae cuando no hay remedio, y el arribeño es arribeño por su<br />

propia voluntá.<br />

-Claro que yo hablé con mucho arribeño...<br />

-No, señor, no habla de libertá, porque se me hace que no tiene alcance para entender de<br />

todo eso.<br />

-Pero tamién no habla del aire que respira, porque uno no se anda preocupando tanto e<br />

las cosa que forma parte de uno.<br />

-¿Desprecio...? Y a lo mejor un poquito, don. Pero el arribeño no se hace caso, y si te<br />

descuidá se ríe. Yo conocí la risa del arribeño. Es como la risa del sabio, que llega hasta<br />

uno galopeando sobre el redomón caprichoso de la burla. Así se ríe él, como se ríe el «pa-í»<br />

cuando le hablamo del Señor de la Buena Muerte, o como se ríe el doctor cuando le<br />

hablamo del payé o del cólico cerrado.<br />

-Para mí que el arribeño nace así como es, igual que uno que nace rengo de su pierna.<br />

Una vieja guayaquí que allá por Villarrica se domesticó en casa de familia, cuando yo era<br />

mita-í, me solía decir que cuando la mujer se ayunta con el hombre, cuando la luna le<br />

alumbra, el hijo que va a tener no es el hijo del hombre, sino el hijo de la luna, o sea el<br />

arribeño, que siente la llamada de una mamá muy linda y muy lejo de él, y sale por los<br />

camino a buscar y buscar hasta que se muere. Entonce la luna lleva su cuerpo muerto. Por<br />

eso nunca nadie no vio a un arribeño muerto. Al meno, eso decía la vieja.<br />

-¿...una historia...? No me recuerdo de nada. Los arribeño no tienen má historia que el<br />

camino, y encima del camino, él y su guitarra.<br />

-Tamién el viento no tiene historia. Llega, refresca y se va. Nadie no le pregunta de<br />

dónde viene ni adónde se va, porque eso es su naturaleza. Así tamién es el arribeño, un<br />

viento con alma y con garganta para cantar. Su querencia es el camino, y si te descuidá él es<br />

el camino mimo.


-...ahora que decí, algo me recuerdo, y no crea que le boleo para que me pague lo que<br />

me dijo. Mi mamá me contaba que allá por el valle de Altos, donde el monte parece venir<br />

cayendo despacito hacia el Lago Ypacaraí, vivía una mujer extraña que había venido de la<br />

Rusia blanca, parece que perseguida de alguna revolución. Ella mandó hacer para su casa<br />

en un lugar alto de la cordillera esa. Y la casa no miraba hacia el camino como<br />

corresponde, sino hacia la bajada del valle, hacia el lago que allá lejo brillaba de día con el<br />

sol y de noche con la luna. La casa daba su espalda al camino, tal como si su dueña tamién<br />

andaba queriendo dar su espalda a la gente, y vaya uno a saber a qué recuerdo.<br />

-La casa era toda de piedra, y tamién toda de piedra era la cerca que puso a su<br />

enrededor, y de hierro su portón. Nadie no entraba allí, a no ser mi mamá, pero solamente<br />

hasta el otro lado del portón donde le daba la ropa para lavar.<br />

-Por eso mi mamá sabía má que todo. Y me contaba que la rusa blanca no vivía allí sola,<br />

sino con un sirviente, que se notaba que era sirviente porque cuando ella le hablaba él tenía<br />

que mirar por el suelo, y no hablaba nunca. Decía que sí y hacía lo que se le mandaba.<br />

-Yo le vi tamién. Era un hombre grande, barbudo y feo. No le miraba ni le saludaba a<br />

ningún vecino cuando cada ocho día bajaba a San Bernardino, con su bolsa en el hombro.<br />

La gente tamién no se le arrimaba mucho, porque mi mamá ya había andao contando por<br />

ahí que la rusa esa tenía una pieza llena de santo que no eran cristiano, y la crú que usaba<br />

tenía un brazo má de lo debido, y cuando hacía la señal de la crú hacía al revé, como<br />

queriendo ofender al verdadero Jesucristo.<br />

-El sirviente ese bajaba a San Bernardino y se iba derecho hasta el almacén de don<br />

Güilen, que era almacenero alemán. Llega nomá, entregaba un papelito y don Güilen le<br />

cargaba su bolsa de bastimento. Cuando el sirviente se iba, don Güilen guardaba el papelito<br />

adentro de un libro grande y negro que tenía en su escritorio, y hacía todo eso con mucho<br />

respeto, igual que si el papelito era una reliquia y no lo que era, simplemente una lista de<br />

galleta y azúcar.<br />

-La rusa esa salía poco de su casa, le digo, y cuando salía era sobre un caballo tordillo<br />

fino y arisco como un parejero. Mi mamá solía decir que a la mujer esa le gustaba má salir<br />

de siesta, para que nadie le vea, digo yo, especialmente cuando agarraba el camino arenoso<br />

que bajaba al lago, y metía espuela lo mismo que si estaba loca, y el tordillo volaba más<br />

que galopeaba, y echaba espuma por la boca y se manchaba de sangre adonde la espuela le<br />

castigaba su costado.<br />

-Los vecinos murmuraban cuando le oían pasar, y uno decía que la rusa se iba<br />

perseguida por un espíritu y otro decía que no, que era ella la que corría persiguiendo<br />

alguna cosa que ella sólo veía.<br />

-En una de esa salida se cruzó con el arribeño. Y ella, la que nunca hablaba con nadie, le<br />

habló al arribeño, seguramente porque le vio con su guitarra y le gustaba la música, digo<br />

yo.


-A su pedido seguramente, él, sentado sobre una piedra, se puso a cantar. Y ella<br />

escuchaba, sentada ahí arriba de su montado, que se quedaba quieto como si era de piedra.<br />

-Yo no sé qué pasó después. Mi mamá jura que ella no continuó su paseo, sino que se<br />

bajó del caballo y volvió a su casa, acompañada por el arribeño. Y dice que entraron en la<br />

casa, y que alguna gente que pasaba en eso día por el camino, de noche, oían que adentro<br />

cantaba el arribeño, y má hacia afuera, entre el matorral, al sirviente ese que te dije, aullaba<br />

como un perro.<br />

-Seguro que alguna cosa terrible pasó en eso día, y le podemo ir a preguntar y poner<br />

tamién ahí en su valijita que habla lo que puede contar mi compadre, Mártire Acosta, que<br />

en ese tiempo era Alcalde policial en Altos. De la rusa no se llegó a saber má nada, pero mi<br />

compadre está convencido que ella nadó y nadó hasta la mitá del lago, y allí se entregó a<br />

esa boca del infierno por donde el diablo chupa el agua y también a los que se acercan. Al<br />

arribeño le encontraron muerto, con el espinazo quebrado y al lado de él su guitarra todo<br />

pisoteada. Y un poco má lejo, tamién el sirviente estaba muerto, con un agujero de bala en<br />

su frente. Pero no era suicidio, porque el revólver no había cerca del finado. Y se pensó que<br />

fue su patrona, la rusa.<br />

Castración<br />

Sábado al atardecer. El sol se había ido llevándose el insoportable viento norte que traía<br />

las vaharadas de calor del Chaco, empujando arena que se metía entre la ropa, en las narices<br />

y en los ojos.<br />

El pueblo de Posta Acuña entraba casi abruptamente a su calma crepuscular de todos los<br />

días. Las campanas de la Iglesia habían llamado a oración y en medio de la penumbra se<br />

veían a las últimas rezadoras apresuradas y arrebujadas que cruzaban la Plaza -una<br />

manzana de pasto reseco- rumbo al cumplimiento de sus deberes religiosos. Alrededor de la<br />

Plaza, y de la Iglesia que era su centro, se alzaban los caserones viejos como el tiempo, con<br />

sus recovas ya obscurecidas. Sólo había una mortecina luz en el edificio nuevo de la<br />

Alcaldía policial, que rompía la simétrica monotonía de pilares y corredores. Al lado, el<br />

«Palacete Municipal», con recovas y pilarones pero remozado, y donde también tenía su<br />

despacho el Juez de Paz, ya había cancelado sus actividades del día.<br />

En la esquina norte, donde funcionaba el depósito de la Acopiadora, cerrado desde el<br />

mediodía, el ir y venir de innumerables carretas que estuvieron trayendo toda la semana su<br />

carga de algodón, tabaco, maíz y soja, había dejado en la calle de tierra una mezcla de barro<br />

removido, orina, bosta y derrame de semillas, que una silenciosa y paciente pareja de<br />

japoneses paleaba a un remolque plano tirado por un tractorcito que parecía de juguete.<br />

«Abono», decía el vecindario con asco, y se negaba a consumir los enormes melones y<br />

sandías fertilizadas de tal manera, lo que por otra parte ponía contento en el corazón del<br />

japonés que, mientras embarcaba sus productos en el camión que los llevaría a la Capital,<br />

sentenciaba: «palaguayo no gusta melón, no gusta sandía; palaguayo no loba melón ni loba<br />

sandía». Aquello, por cierto, había llegado a oídos del Alcalde policial, mi ahijado, que


hizo detener al japonés «por ofender a la raza» y de paso le confiscó una radio a<br />

transistores.<br />

El tractorcito se alejó arrastrando su fétida carga, y poco después la gente empezó a salir<br />

de la Iglesia. Eran ya apenas sombras que se deslizaban en las sombras. La noche parecía<br />

cerrarse sobre sí misma, tendiendo una gruesa colcha de silencio sobre el pueblo. Pero era<br />

sábado. No habría ese precioso silencio, espeso y tonificante que yo había venido a buscar<br />

de la Capital. Primero fueron los altavoces de la Casa Parroquial, rotundos como puños que<br />

aplastaban mi deseado silencio pastoral. El locutor, a voz de cuello, invitaba «a la juventud<br />

sana del pueblo» a un «Cóctel dansant» y anticipaba gazmoñamente que la cantina sólo<br />

serviría Coca Cola. Poco después, apoyaba esta invitación al «sano esparcimiento» con<br />

música rock. Casi de inmediato, los altavoces de la Seccional entraron en la competencia<br />

enfrentando a la polka partidaria, como un gallo de pelea sonoro, con la música rock. Poco<br />

después, el locutor lanzaría un respetuoso saludo a las dignas autoridades del pueblo, para<br />

empezar luego con las dedicatorias de polkas y guaranías a los notables de Posta Acuña, a<br />

sus gentiles hijas y a las distinguidas matronas. Por último, un poco más lejos, otro juego de<br />

rechinantes bocinas empezaba a funcionar desde el «Local Social» del «23 de Agosto F. B.<br />

C.», invitando al vecindario «sin distinción de clases» -decía- a acompañar el día siguiente<br />

domingo a «los once leones del pueblo» que irían a competir en Posta Irala llevando sobre<br />

sus espaldas el lema de «vencer o morir».<br />

Desconsolado, me iba a dormir o a tratar de hacerlo, cuando observé que de la alcaldía<br />

policial salía Casiano, mi ahijado, para su primera ronda nocturna, seguido por los dos<br />

soldaditos que llevaban al hombro sus larguísimos fusiles cuyos caños se alzaban al cielo<br />

como antenas. Como era sábado, Casiano se había puesto el uniforme de reglamento y las<br />

botas altas que yo le había regalado, de las que tan orgulloso estaba. El revólver bajo el<br />

cinturón, cruzado sobre el ombligo, y la fusta en la mano derecha. Su aspecto era bastante<br />

marcial, considerando que en los días de semana su atuendo consistía en un desteñido<br />

pantalón de faena, un saco pijama y zuecos con plantilla de madera. Y el revólver, claro<br />

está.<br />

Como todos los sábados se dirigió a la Casa Parroquial donde empezaba a reunirse la<br />

juventud sana. Jamás entraba al local. Entraban sí los dos gendarmes con la orden de<br />

«controlar todo», mientras él se quedaba afuera, en las sombras, pero no tanto, erguido, con<br />

las piernas abiertas y golpeando una y otra vez las botas con la fusta, como un tigre irritado<br />

que menea la cola. Después saldrían los soldaditos a murmurar: «Parte Sin Novedad», lo<br />

que significaba que no habían escuchado hablar de política, y el trío se marchaba a<br />

continuar su ronda. Por esta vez adiviné que Casiano pasaría por la casa de Prudencio<br />

Genes, Presidente del «23 de Agosto», para arengar a los once leones que allí estaban<br />

concentrados. Después, los soldaditos continuarían solos su ronda, lo que es un decir,<br />

porque generalmente iban a sentarse a «cuatrerear» en algún matorral obscuro y a darse un<br />

banquete con las galletas que en abundante provisión llevaban en los bolsillos. Por su parte,<br />

Casiano recalaría en el Callejón del arroyo, en el rancho de Marcela-í, la ciega que había<br />

perdido los ojos un Domingo de Gloria cuando le estalló en la cara un «petardo brasilero»,<br />

y a quien Casiano había tomado «bajo la protección de la autoridad», lo que también es un<br />

decir.


Milagrosamente logré conciliar el sueño en medio de la baraúnda de los altavoces. En<br />

realidad, me dormí hipnotizado por el entrecruzarse de cháchara y música, tanto que<br />

cuando a la medianoche en punto el ruido cesó de golpe, también yo desperté<br />

repentinamente. El silencio era tan completo y más opresivo que la batahola anterior que no<br />

pude volver a dormir. Cerca de la madrugada, pero aún lejos de la aurora, los gallos<br />

empezaron a cantar en interminable cadena que ora se acercaba, ora se alejaba. «Anuncio<br />

de cambio de tiempo», diría a la mañana ña Pastora, mi ama de casa, mientras me servía el<br />

mate. Tendía el oído para identificar los diferentes cantos de gallo. El canto largo y<br />

quejumbroso del «Purutué» gordo y macizo, «de raza para comer», el corto como un<br />

latigazo del gallo de riña, y el gorgoteante del pollo que ensayaba sus primeros gritos de<br />

desafío. Y de pronto, un sonido distinto, grito, alarido, infinito terror sonoro que terminaba<br />

en una gárgara de sangre. Acaban de matar a alguien, pensé, y con esa idea fija permanecí<br />

con los ojos abiertos hasta el amanecer.<br />

Lo que me dijo ña Pastora al traerme el primer mate fue la noticia de que habían matado<br />

a don Aparicio Leguizamón, el dueño de la Acopiadora, y el hombre más rico del pueblo.<br />

Le habían degollado mientras dormía, me contó, y agregaba el detalle espeluznante de que<br />

el cadáver mostraba claras huellas de que el matador había intentado castrarlo, sin lograr su<br />

objetivo sino a medias.<br />

La primera consecuencia del drama fue que el equipo del «23 de Agosto» casi suspende<br />

su viaje a Posta Irala. Aparicio Leguizamón era el Presidente Honorario del Club, honor<br />

que alcanzó donando el amurallamiento completo de la cancha que, desde luego, ostentaba<br />

el nombre de «Estadio Aparicio Leguizamón». A última hora se decidió que el «23 de<br />

Agosto» se presentara a jugar llevando cada jugador un crespón negro. Además, se<br />

guardaría en la cancha un minuto de silencio.<br />

A media mañana, hora del tereré, apareció por mi casa Casiano. Lucía todavía el<br />

uniforme de la noche anterior, en homenaje a la gravedad del caso, imaginé.<br />

Me informó que ya tenía detenidos a tres sospechosos. Pero se veía a las claras que se<br />

encontraba desconcertado, cosa que me confesó después del segundo tereré. Dijo también<br />

que bien le vendrían algunos consejos. «Mirá, Paíno, vos sos leído y tenés tu 'desarrollo'<br />

por lo bien leído que sos y todo eso. Sé que tengo que proceder, pero no quiero ser<br />

arbitrario», me dijo. Por «desarrollo», palabra que se había quedado pegada a su<br />

vocabulario, él entendía todo lo susceptible de crecer por el esfuerzo, desde la estructura de<br />

un puente hasta la inteligencia humana. Y el «no quiero ser arbitrario» era su latiguillo<br />

permanente. Lo oí la última vez cuando ordenó a uno de los agentes a que fuera a detener a<br />

los dos primeros borrachos que encontrara en la calle. «No quiero ser arbitrario pero la<br />

Alcaldía necesita una manito de pintura», me dijo, y el día siguiente los dos detenidos<br />

estaban dándole a la brocha.<br />

A mí me interesó antes que nada el muerto. Era un «hijo del pueblo de primera<br />

generación». Su padre, un poco después de terminar la Guerra del Chaco, había venido a<br />

instalarse a Posta Acuña con un diploma de «Idóneo Dental de Primera» y un torno a pedal.<br />

No le fue muy bien en ese pueblo, donde el dolor de muelas se curaba con buches de<br />

poderosa caña blanca, hasta que realizó la primera empastadura de oro. Su paciente, que


había empezado el tratamiento con los dientes feamente cariados, lo terminó luciendo una<br />

resplandeciente sonrisa dorada. Pronto, tener oro en los dientes fue señal de elegancia y<br />

poderío económico entre los hombres y de distinción entre las mujeres. El dentista hizo<br />

dinero, compró el local y anexo al Consultorio, fundó la Acopiadora. Cuando murió, el<br />

Consultorio había desaparecido y Aparicio, su hijo, heredó la Acopiadora.<br />

Mejor comerciante que el padre, prosperó y amasó una fortuna. A sus grandes depósitos<br />

convergían, se pesaba, tasaba y pagaba toda la producción de diez leguas a la redonda. A su<br />

manera, trataba de ser justo en el peso y en el pago, y le gustaba poner acento sobre esa<br />

justicia suya, cuando sentenciaba a quien quisiera oírle que «en mi zona de acopio jamás se<br />

murió de hambre ningún campesino».<br />

Le requerí a mi ahijado alguna información sobre sus sospechosos detenidos.<br />

-El que agarré primero -me dijo- es Pánfilo Sosa. Hay ciudadano que van a dar<br />

testimoño que amenazó de muerte al Aparicio. No le recibió su carga de tabaco porque se<br />

enfardó mojado. Su maíz también se quedó en la carreta porque estaba picado. Pánfilo se<br />

puso loco de rabia. Si no entregaba su carga no iba a poder pagar la Fianza Agrícola. Yo le<br />

pregunté al Pánfilo si era cierto que él profirió amenaza de muerte, y no negó. Pero niega<br />

que él sea el matador. Pensaba matarle -me dijo-, pero a lo hombre, en algún caminito sin<br />

desvío, mano a mano lo dó, para darle ocasión de morirse a lo macho, o sea haciéndole un<br />

favor especial al Aparicio, que no era macho, porque no e de macho acogotar al pobre, y a<br />

él particularmente, porque no quería que su hija venga a servir de criada en casa de<br />

Aparicio, que ya tenía tre muchachita de servicio, una ya de siete mese de encargue, seguro<br />

que del patrón, que todo saben que anda loco por tener familia, porque Anselma su esposa e<br />

amachorrada sin remedio, asegún sabe todo el pueblo.<br />

-También está bajo sospecha Mártires Parede -continuó mi ahijado-. Vos sabés, Paíno,<br />

que el anticomunismo del Aparicio tenía un gran «desarrollo» y cumplió con su deber de<br />

cristiano cuando vino a denunciarme que Mártires escuchaba de noche Radio Moscú.<br />

Hicimo un allanamiento en su rancho y le pillamo con la mano en la masa o sea con el oído<br />

en su radio. Mártires se defendió diciendo que él no buscaba Radio Moscú sino Radio<br />

Moscú le buscaba a él porque aunque movía la abuja de la radio lo mismo salía Radio<br />

Moscú y que él no tenía la culpa si los rusos ponían arriba un satélite que servía para que<br />

salga Radio Moscú en todo lo numerito de su radio. Malicié que quería joderme y le traje<br />

detenido a él y su radio. Mártires salió en libertad a pedido del Pa-í Jacinto pero su radio se<br />

quedó en custodia como cuerpo del delito, y para salir de un compromiso aproveché y le<br />

nombré depositaria a Marcela-í porque yo ya tengo el aparato que le secuestré al japonés<br />

boca sucia. Mártires es sospechoso porque el pa-í Jacinto me comentó que él no estaba<br />

enojado conmigo, porque la autoridá es la autoridá y tiene su derecho, pero que Aparicio<br />

iba a pagarle alguna vez la yaguareada y lo 25 yagatanazo de plano que le aplicamo antes<br />

que aparezca el Pa-í Jacinto.<br />

-También le tengo en remojo para que se ablande en el calabozo a Calaíto Insfrán -<br />

siguió informando Casiano-, era jugador del «23», el mejor número 9 de todo el<br />

Departamento, pero hizo la disparatada de entrarle de noche a lo yacaré a una criada del<br />

Aparicio. Le pillaron y allí terminó su carrera. Le echaron del cuadro y él se fue a Asunción


a probarse en Cerro Porteño, pero no pudo ficharse porque don Aparicio ya compró su pase<br />

y el pobre se rabiaba de balde porque tiene que esperar dó año para ser declarado jugador<br />

libre, y últimamente le andaba preguntando al Juez de Paz si era legal que un muerto sea<br />

dueño de un jugador.<br />

Pidiéndome que «pensara un poco sobre el desarrollo de este delito», se levantó para<br />

marcharse, agradeciendo el tereré.<br />

-Le tengo que esperar al Juez de Paz para iniciar junto el interrogatorio de rigor -me dijo<br />

y se despidió, pero no se fue. Se quedó pensando, con la mirada perdida en la lejanía, dando<br />

golpecitos a las botas con la fusta. Luego se volvió a mí.<br />

-Lo que no «encuadra» en este «desarrollo» -me dijo refiriéndose a los acontecimientos-<br />

es una cosa. La castración. Castrar a un tipo, sí, y después matarle, es legítimo. Pero matar<br />

y después castrar parece cosa de individuo sin juicio en su cabeza.<br />

Luego continuó reflexivamente, como hablando para sí mismo.<br />

-Lo más peor que se le puede hacer a un sujeto es eso, porque es quitarle lo hombre que<br />

tiene. Es igual de insulto que quitarle el revólver cuando gallea o pisarle su pie cuando<br />

baila. Sí, Paíno, castrar al prójimo es lo último que hay. Pero para que sienta su castigo, el<br />

castrado tiene que estar vivo y seguir vivo pero monflórito. Es castigo de hombre a hombre,<br />

y para hombre vivo no para hombre muerto. Porque allá a la final el buen cristiano mata<br />

cuando hay necesidá o obligación pero no se ceba en el muerto. Y eso es lo que pienso de<br />

mis tré detenido, que son bastante macho para castigar un perjuicio, pero no así.<br />

Cuando se fue mi ahijado, fui a la cocina a buscar a ña Pastora.<br />

-Aparicio era un caraí bastante renegado en su casa -me informó-. Cuando Anselma, que<br />

era Reina coronada del «23», afilaba con él, él le puso un hijo. Ella se asustó y dejó que el<br />

Aparicio le lleve a ña Froilana que le hizo el aborto y le mató mal mal, y entonces se pilló<br />

todo. Aparicio no quería casarse pero el Delegado de Gobierno es Paíno de Confirmación<br />

de Anselma, y le obligó nomá acumplir su compromiso de hombre. Pero todo se quedó por<br />

ahí nomá, porque el aborto le dejó güera a la Anselma, y como el hombre no es completo si<br />

no pone familia, puso de lado a la Anselma y trajo para criada tré muchacha biensana y en<br />

estado de merecer y concebir. Así e la cosa y Anselma no quería má ni salir con vergüenza<br />

de mostrar su cara ni para irse a la Iglesia.<br />

Más tarde, fui al entierro de Aparicio. Habían depositado el ataúd a la vera de una fosa<br />

abierta, sobre dos sillas que algún alma previsora había arrastrado a lo largo del<br />

«acompañamiento». Se iniciaron los discursos. El Juez de Paz, el Presidente de la<br />

Honorable Junta Municipal, el Presidente del «23 de Agosto» y finalmente el cura que<br />

ensalzó la generosidad del difunto, donador del edificio de la Escuela Parroquial.<br />

Mientras el torneo oratorio se desarrollaba miré la Viuda. Alta, morena, garbosa.<br />

Grandes pechos bajo el ropaje negro de enlutada. Cintura estrecha que se ensanchaba en


una cadera generosa. «Toda una hembra a quien me gustaría ver parir a la luz de la luna<br />

sobre el arenal del arroyo», pensé. Pero era estéril, castrada. ¿Castrada? También ella. Y<br />

con su desgracia silenciosa insultada a diario por la fecundidad de tres jovencitas que<br />

llenaban sus narices con el olor fértil del sexo, íntegro y sano; y sus oídos en la noche, con<br />

el rumor denso de la fecundación. «Una de ellas ya está de siete mese de encargue», había<br />

dicho uno de los detenidos.<br />

Miré sus manos color azúcar quemada. Fuertes, de dedos largos, fáciles de convertirse<br />

en garras. «La castración no es cosa de macho», había dicho mi ahijado, y se puso a medio<br />

camino de la verdad.<br />

En aquel momento las nervudas manos de Anselma tomaban un terrón de tierra y lo<br />

dejaban caer sobre el ataúd. Miré a Casiano y vi que tenía los ojos fijos en aquellas manos.<br />

Empezaba a caminar por la otra mitad. Ya llegará a destino sin mi ayuda, me dije, y me<br />

alejé sintiendo en los oídos el desagradable rumor de las paletadas de tierra cayendo sobre<br />

el féretro.<br />

La cajita de música<br />

Esta historia sucedió hace mucho tiempo. Y forma parte de nuestro folklore íntimo, que<br />

guarda un caudal rosado de hechos tristes o hermosos que conservamos desde nuestra<br />

niñez.<br />

Niñez pueblerina. Con hombres de a caballo, troperos de fuerte olor a sol y a polvo<br />

salado. Y de carretones con techos de cuero tenso, repletos de mercancías, tirados por<br />

superpuestas yuntas unidas a la impaciencia del carrero por larga picana aguzada, que como<br />

un dedo cruel iba apuntando el norte verde de las picadas abiertas de la selva.<br />

Don Zenón era uno de los más prósperos comerciantes del pueblo; tanto, que sólo él y su<br />

competidor, don Elías, podían darse el lujo de viajar a Asunción, una vez al mes, sobre un<br />

itinerario de caballos y tren, de tren y de caballos.<br />

Fue en una de sus últimas visitas del año que don Zenón llevó el obsequio para Fabiana,<br />

su hijita de 12 años. Una cajita de música, o más exactamente, un joyero que al abrirse<br />

dejaba oír el vals «Sobre las Olas», mientras una bailarina minúscula, toda alabastro y seda,<br />

giraba al compás de la musiquita de juguete.<br />

En aquel mundo polvoriento y primitivo, donde el niño sólo conocía la alegría agreste de<br />

la pesca en los esteros, de la caza de pájaros con «mangaisy» o con la cimbra vibrante del<br />

arbolito joven convertido en resorte, el juguete de Fabiana fue como un celaje dorado de<br />

otro mundo, apenas entrevisto entre la polvareda de las tropas de ganado y el follaje espeso,<br />

mural, que rodeaba el pueblo.<br />

Fabiana, caprichosa y mimada, se negó al principio, rotundamente, a mostrar la mágica<br />

cajita a la chiquillada que había acudido corriendo, con polvo en los pies y lumbre en los


ojos, a contemplar y a oír aquella maravilla. Finalmente, la intervención de su madre, la<br />

buena de doña Ramona, logró un resultado a medias. Fabiana consintió en hacer escuchar la<br />

música. Hizo que la caterva de niños se asomara a su ventana, la cerró y dejó oír la música.<br />

Jamás el pálido Juventino Rosas habrá imaginado auditorio tan emocionado por su vals.<br />

Detrás de la ventana cerrada, llegaba el golpeteo del bronce cantarín marcando el romántico<br />

compás de aquel vals mejicano que recorrió el mundo.<br />

Cuando terminó, más que aplausos, hubo ese silencio respetuoso que en nuestro país y<br />

en nuestra gente dice mucho más que la más cerrada ovación.<br />

Pero la música no bastaba para aquella curiosidad insaciable. El vals sólo había<br />

entreabierto las cortinas de un universo indescriptible y bello. Además, alguien había dicho:<br />

-Dicen que se ve a una señorita que baila, así como mi dedo de grande...<br />

Entonces, reclamaron a gritos, y golpeaban la ventana, y empezaron a tirar piedras sobre<br />

el techo de tejas, tratando de rendir la férrea fortaleza de la caprichosa y egoísta Fabiana.<br />

Hasta que nuevamente intervino doña Ramona, más temerosa de la integridad de sus<br />

tejas que deseosa de complacer a la turba infantil.<br />

Y la ventana se abrió. Y el antepecho se convirtió en escenario. Allí danzó la pequeña<br />

bailarina de alabastro y seda, exhalando su impronta de salón, de perfume, de elegancia<br />

refinada, de mármol y muebles lustrosos, de damas perfumadas y caballeros galantes, ante<br />

ese auditorio cerril y llevado hasta la cima más alta del éxtasis y el embobamiento.<br />

Concluyó la música y todos se alejaron con los ojos empapados de fantasía y con el<br />

corazón colgando de mil hilos de bronce cantarino. Pero Lepachí no se fue, y nadie se<br />

ocupó de llamarlo, porque era el bobito del pueblo.<br />

Quedó allí, clavado frente a la ventana cerrada, con su gran cabezota oscilando al<br />

compás del vals ya callado, y sus ojos rasgados, de mongol, no ya apagados, sino enfocados<br />

con apasionada fijeza en los maderos de la ventana cerrada.<br />

El pobrecito se había enamorado de la bailarina. Algo de la seda y el perfume, algún<br />

sentimiento hermoso cabalgando sobre la nota más brillante del vals, había galopado airoso<br />

sobre la vacía llanura de su mente, y había arribado a su corazón, que él sentía lleno de<br />

música, y lleno de la bailarina pequeña como su dedo índice.<br />

Nunca deseó nada, porque estaba adiestrado a que todo le fuera negado. Pero ahora<br />

deseaba a su amada y a su música. Y llegó la noche, y él seguía con la vista clavada en la<br />

ventana. Las lámparas se apagaron en las casas, y sólo algún caminante retrasado cruzaba<br />

los senderos haciendo oscilar su farol en la obscuridad. Lepachí esperaba, esperaba<br />

siempre. Entonces, como la ventana no se abría, caminó en silencio hasta la puerta, la<br />

empujó y la abrió. Todos dormían. La cajita maravillosa reposaba sobre el gran carameguá<br />

de la sala.


Fue el grito de doña Ramona lo que despertó a don Zenón. En aquel tiempo y en aquel<br />

pueblo se dormía con el revólver en la mano. Don Zenón se levantó de un salto, con una<br />

mano empuñando el revólver y con la otra sosteniendo los calzoncillos. Se asomó a la<br />

ventana, dio una voz de alto a la figura borrosa que corría. Ésta atravesó la tranquera, y don<br />

Zenón disparó.<br />

Así murió Lepachí. Murió antes de llegar a tierra. Pero aun muerto sostenía contra su<br />

pecho la cajita, que se había abierto, y sonaba un valsecito hermoso y una bailarina de<br />

alabastro y seda despedía su almita confusa, con lo único que sabía hacer, bailando...<br />

Cosme Mendoza<br />

Desde niño, Cosme Mendoza soportó el signo triste de ser el inútil del montón.<br />

-¿Cosme Mendoza? ¡Es mujerín! -decían sus amiguitos, y también los adultos, y hasta<br />

sus padres.<br />

Especialmente estos últimos veían con consternación la flojedad de carácter de Cosme<br />

Mendoza. Le rompían la ropa y él nunca se quejaba, le dibujaban groserías en sus<br />

cuadernos o le robaban los lápices, y él lo soportaba todo en silencio.<br />

Alumno de la Escuela de Valle Potrero, nunca tuvo el corazón suficiente para integrar<br />

las emboscadas que montaban sus compañeros, a hondita y bodoques, contra los alumnos<br />

de la Escuela de la Compañía Alfonso. Cuando había peligro, se apartaba, se escondía,<br />

intimidado y con una enorme carga de desprecio encima.<br />

Su padre, especialmente, lo miraba con cierto rencor. Solía exhibir con orgullo sus<br />

antecedentes de Guerras y Revoluciones, pero, como la otra cara de la moneda, mordía en<br />

silencio la vergüenza que le producía aquel retoño sin sangre y sin fibra. A veces perdía la<br />

paciencia.<br />

-Ayapó ne caria'y co mita-í tecaca güi -decía masticando las palabras.<br />

Y lo obligaba a montar el caballo más arisco. Y Cosme Mendoza se venía al suelo una y<br />

otra vez, acobardado por el animal y el padre al mismo tiempo.<br />

-Ayapó ne caria'y...<br />

Y le ponía en la mano su enorme Smith Wesson 44, obligándolo a disparar los seis tiros<br />

de tambor, que quedaba al fin vacío de proyectiles, como lleno de pánico quedaba el alma<br />

de Cosme Mendoza.<br />

Su madre, desde lejos, miraba todo en silencio. En su corazón había piedad por el hijo<br />

apocado, pero daba la razón al padre. En una tierra de hombres, se es hombre, o se muere, o<br />

no se vive.


Cosme Mendoza llegó a la adolescencia, y nada cambió. Murieron sus padres, llegó a<br />

hombre, se hizo cargo de la capuera paterna y se encerró en su soledad de tímido. Trabajaba<br />

hasta los domingos, menos por necesidad que por no pensar que a tres kilómetros escasos el<br />

pueblo vivía una fiesta de fútbol, calesita y toro candil.<br />

Durante un tiempo, una mujer vino a compartir su rancho. Llegó, nadie supo de dónde ni<br />

perseguida por qué historia, y decidió quedarse. Por aquella época Cosme Mendoza mostró<br />

un poco más de alegría, se atrevió a llegar de vez en vez al pueblo, y hasta se hizo de<br />

algunos amigos, que lo aceptaron más para la chanza que para la amistad. Pero todo volvió<br />

a su antigua soledad y a su aislamiento cuando la mujer se marchó detrás de un arribeño<br />

descalzo que trajinaba los caminos con su arpa al hombro.<br />

Cosme Mendoza encaneció, llegó a viejo. Y cierta mañana, un caminante que pasaba,<br />

sintió que del rancho salía un hedor insoportable. Entró a investigar y encontró muerto a<br />

Cosme Mendoza. Había muerto como vivió, solo.<br />

Niceto González<br />

Niceto González sabía lo que el pueblo decía de él. Y lo aceptaba con resignación.<br />

-¿Niceto González? -solían decir-. E sambo para el trabajo, pero...<br />

Le fueron dando una mala fama de cobarde. Él no protestaba, ni trató de mostrar lo<br />

contrario. Cuando amanecía se ponía de pie con la clarinada del primer gallo, tomaba su<br />

azada.<br />

-La bendición mamita...<br />

Y la madre le hacía la señal de la cruz, y Niceto González iba a su capuera. Limpiando<br />

de malezas su mandiocal, los mismos recuerdos volvían siempre a su mente. Él era un niño<br />

de 5 a 6 años. Su padre, moreno alto y gallardo, le sentaba en sus rodillas y le hacía galopar<br />

sobre el potro de acero de sus muslos. Y era domingo.<br />

-En el pueblo hay calesita. ¿Te que ir? -le decía.<br />

Y él, aquel día domingo, se había prendido de la mano de su padre, y por los caminos<br />

rojos que llevan al pueblo había ido a gozar del milagro del galope circular de los caballitos<br />

de madera.<br />

Lo recorrieron todo, bebieron mosto oloroso al mismo pie del trapiche de madera.<br />

Trepado sobre sus hombros anchos vio el galope anheloso de los clavadores de sortija, y<br />

agarrado con hondo pavor a las piernas del padre, se escondió del ataque filoso y quemante<br />

del toro candil.


Era ya de noche cuando volvían al rancho. Aquel bello domingo le había fatigado de<br />

emociones hasta la saturación, y se durmió en los brazos del padre fuerte y gallardo, con la<br />

cabecita sobre la almohada dura de sus hombros fuertes, y sintiendo entre sueños, como el<br />

vaivén de una cuna mecida por el amor vivo, el paso elástico del hombre que regresaba a<br />

casa con el hijo dormido en brazos.<br />

Despertó en medio de la obscuridad del camino, ante el reclamo de su padre.<br />

-Despertate, mi hijo...<br />

Abrió los ojos mientras su padre le depositaba en el suelo, y miró alrededor. Cuatro<br />

sombras obscuras cerraban el camino, como si les hubieran estado esperando. Sombras<br />

amenazadoras, hostiles. La voz de su padre no temblaba.<br />

-¿Vas a poder llegar solo? -le preguntaba, y respondió que sí-. Entonce andate numá -y<br />

se le quebraba un poco la voz cuando añadía-. Y cuidale bien a tu mamá.<br />

Cruzó entre las sombras enemigas. Y reconoció a uno de aquellos hombres: Amadeo<br />

Ramírez, hermano del finado Rosendo Ramírez, que llegó una siesta al rancho y agarró de<br />

los cabellos a su madre, que gritaba despavorida, hasta que vino su padre desde el momento<br />

cercano a la carrera y con el machete en la mano y...<br />

Se fue alejando en la obscuridad, dejando la noche punteada de jadeos reprimidos y de<br />

un grito de dolor, dejando a su padre en el sitio donde al día siguiente él y su madre<br />

vinieron a clavar una cruz a la vera del camino.<br />

-Cuidale bien a tu mamá...<br />

El pedido tierno y desesperado le fue acompañando siempre, a lo largo de ese tiempo en<br />

que él se iba haciendo hombre y su madre se fue consumiendo en la soledad y en la vejez.<br />

Y había cumplido bien. Vivió siempre para cumplir aquel último pedido. Enterró su valor<br />

cuando le provocaron, porque tenía la obligación de vivir. De vivir cuidando a su madre y<br />

madurando su esperada venganza.<br />

Pagaba con gusto el precio de una cobardía asignada como una sanción sobre toda su<br />

vida.<br />

Pero él sabía que no era así. Su madre vivía, y vivirá así, tranquila y feliz hasta el último<br />

día de su vida. Ya no tendría su corazón otro baño de sangre, aunque el mundo le tratara de<br />

cobarde.<br />

Después... llegaría el tiempo del encuentro. Su madre se marcharía por los caminos del<br />

cielo para encontrarse con el compañero amado.<br />

Y él quedaría liberado de su deuda.


Entonces, Amadeo Ramírez, que regresaba por la noche de su «trabajado» en el monte,<br />

se encontraría en el camino, no con cuatro hombres, sino con uno, él, dispuesto a cobrarse<br />

hasta el último gemido, hasta la última gota de sangre de su padre acribillado a puñaladas.<br />

Mientras tanto...<br />

Los recuerdos fluían, y la filosa azada que tronchaba sin piedad la yerba mala, parecía<br />

una anticipación de la tragedia que le esperaba en un recodo del tiempo...<br />

Calaíto Sosa<br />

El amor que los unió fue largo como el tiempo. Había florecido en la infancia, en<br />

dorados días en que la inocencia de los dos tejía una canastilla de ramas que se llenaba de<br />

los frutos del bosque, el guaviramí perfumado, el yba jhai ácido y cosquilleante o el aguai<br />

rescatado de la voracidad de los chovys.<br />

Fueron creciendo y haciendo planes. Planes humildes para un amor humilde, y un<br />

destino también humilde. Calaíto había conseguido, al salir de bajo banderas, un lote<br />

agrícola de 20 hectáreas. Ya tenía la tierra, pero faltaba aún mucho. Para el rancho, para<br />

semilla.<br />

Se separaron sin tristezas. Ella se marchó a Asunción, a emplearse de muchacha. Y él al<br />

Chaco, en una cuadrilla de obreros camineros. La consigna era ahorrar. Ahogar en el<br />

corazón la pena de la ausencia, e ir juntando, de a uno, las monedas de la esperanza hasta<br />

completar la tarifa del reencuentro.<br />

Cuando trabajaba en la ruta polvorienta, él conoció a Marcela, morena, pequeña y viva<br />

como un «apere'á» huidizo. Su madre cocinaba para la cuadrilla, y ella ayudaba,<br />

moviéndose con gracia esquiva, con alegría casi infantil, entre las miradas que exploraban<br />

todo bajo su transparente vestido, y entre las manos que querían llevar más lejos la<br />

exploración.<br />

Calaíto se sintió halagado cuando Marcela lo prefirió a él. Y alabó su buena suerte. Ya<br />

tenía en qué matar el tiempo hasta que llegara el día del encuentro con la otra, la soñada<br />

que estaba en Asunción. Cuando se despidió por fin de la cuadrilla, con el tesoro de seis<br />

meses de jornales en los bolsillos, se sintió un poco molesto al ver que Marcela lo seguía.<br />

Su madre la había despedido con una tristeza antigua y sin ninguna lágrima:<br />

-Para andar detrá de lo hombre nacimo nosotra la mujere...<br />

Y con esa sentencia fatalista por equipaje se echó a caminar detrás de Calaíto, con<br />

humildad de perro seguidor. El hombre trató de hacerla regresar, pero no lo consiguió. Ella<br />

había elegido a su hombre. En cuanto a él, pensó que si manejaba las cosas con un poco de<br />

tino, no sólo tendría el rancho para cuando ella volviera, sino también semillas... y<br />

sirvienta.


Terminó de edificar la casa. Pared fresca y «culata yobai» con el amplio corredor central<br />

orientado como para beber todo el viento fresco que pudiera escapar del horno del verano.<br />

Lo último que vio cuando el micro lo alejaba de su pueblo, rumbo a Asunción, fue la<br />

figurita humilde de Marcela, perdida en la distancia y el polvo. Y llegó a Asunción un<br />

domingo. Buscó a su novia en la casa donde servía. No estaba. Era su día de salida.<br />

Resignado, se sentó a esperar, y caía la noche cuando su novia regresó... acompañada por<br />

un altísimo y flaco sub-oficial de marina. Vio a la pareja detenerse en la obscuridad del<br />

portón de servicio, y al hombre apretar a la mujer contra la muralla, y oyó las risas de ella<br />

cuando devolvía los besos, y cuando trataba sin mucha convicción de que las manos de él<br />

no le levantaran el vestido. Se fue.<br />

Nadie supo jamás cómo logró llegar a su pueblo, tan borracho estaba, pero llegó,<br />

descendiendo tambaleante del último micro que parecía una solitaria luciérnaga en la<br />

inmensa obscuridad de la medianoche. Se encaminó a su lote y a su rancho, caminando a lo<br />

largo de la carretera que se iba punteando con el coraje inútil de sus gritos de desafío.<br />

Llegó, encendió un fósforo y aceró la llama. La paja del techo empezó a arder de a poco,<br />

creciendo, devorando, devorando, crepitando con el acompañamiento de sus gritos de<br />

desafío.<br />

Y entonces, se vio una sombra pequeña, eléctrica y corajuda, empuñar un poncho y<br />

ponerse a combatir las llamas con desesperación y arrojo, sin retroceder ante la amenaza de<br />

las chispas que chisporroteaban entre sus cabellos y requemaban su vestido.<br />

Calaíto miró a aquella mujercita que sabía amar hasta el heroísmo. Vio su arrojo y oyó<br />

su sollozo impotente ante la llamarada que crecía y crecía. Y se sintió contagiado de algo<br />

hermoso, vital, como de una fiebre de esperanza... y se lanzó, él también, a combatir el<br />

incendio.<br />

Salvaron muy poco de la destrucción. Pero quedó un resto de techo, lo suficiente para<br />

cobijar a dos personas, en el inicio del tiempo nuevo. Y así fue.<br />

Rosalía<br />

La cosa había sucedido mucho tiempo atrás, cuando don Genaro era joven, tenía los<br />

músculos fuertes y no tenía los cabellos blancos de ahora. Había sido el mozo más gallardo,<br />

cantor y pendenciero del pueblo. Las mujeres suspiraban al paso airoso de su tordillo de<br />

larga cola peinada. Y fue una de ellas Rosalía González, quien una tarde le dio la noticia:<br />

-Genaro, viá tené un hijo...<br />

Se le rió en la cara.<br />

-Ese é tu problema mi hija...


Y se fue alejando, pensando que la mujer haría lo que hacían todas las que concebían un<br />

hijo sin padre.<br />

Pero Rosalía fue distinta. Sorbió sus lágrimas y aguantó su vergüenza, con esa callada y<br />

heroica resignación de la mujer del campo que le debe todo, hasta su desgracia, al hombre.<br />

Y Rosalía trajo al mundo un varón. Cuando el «mita-í» tenía dos meses, ella se lo trajo,<br />

para mostrárselo. Pero él se negó a verlo. Y Rosalía ya no volvió sino una sola vez, para<br />

decirle que...<br />

-Patrocinio Colmán se quiere casar por mí. Y va a reconocer mi hijo.<br />

-Iporaité aipóramo, mi hija.<br />

Ella esperaba en vano. Él, Genaro Servián, no quería aquella carga. Si otro se<br />

responsabilizaba, en buena hora.<br />

Pero allá en el fondo de su corazón, un celo obscuro empezó a tomar forma, y le<br />

acompañó siempre, a lo largo de sus años.<br />

Y más aún cuando le vino la desgracia. Había atado, en aquel diciembre ardiente, a su<br />

tordillo en el sombreado pajonal que bordeaba el estero. Y fue hacia la siesta cuando<br />

escuchó el relincho desesperado del animal. Salió corriendo, el pajonal ardía y el animal no<br />

podía zafarse. No pudo dejar morir al compañero de tantas horas y se metió entre las<br />

llamas.<br />

Cuando volvió del Hospital, el fuego le había devorado en cicatrices la cara, y la mano<br />

izquierda se le quedó para siempre agarrotada.<br />

Se aisló en su rancho y vio pasar los años tristes de su pobreza. Por el camino veía pasar<br />

a veces a Patrocinio Colmán, con su hijo, con el hijo que él no quiso, convertido en un<br />

robusto «mita-í» que se iba haciendo hombre. En esos días, la soledad le pesaba más, y en<br />

medio de ese sentimiento triste se deslizaba un hilillo luminoso de orgullo.<br />

-Jhoo che ra'y -murmuraba, y cerraba los ojos, y soñaba que cabalgaban juntos, o que se<br />

iban al monte a tumbar árboles, para que él le enseñara a manejar el hacha a ese manojo de<br />

alegría y músculo joven que era su hijo.<br />

Y ahora, el mozo tenía 20 años y una herencia de pendencia y desprecio hacia los<br />

demás. La historia se repetía. Era otra Rosalía que esperaba un hijo. El hijo de su hijo. La<br />

ofensa era imperdonable. El muchacho no aceptaba su responsabilidad y los hermanos de la<br />

mujer ofendida lo buscaron por los caminos.<br />

El hijo que no quiso caminaba quizá hacia su muerte. Le salió al encuentro.<br />

-¿Adónde te vas, che ra'y? -le preguntó.


-Dicen que me buscan. Me voy adonde me encuentren... -le respondió el mozo con aire<br />

soberbio.<br />

Quiso rogarle, contarle su historia de soledad. Gritarle a la cara que un hijo no se<br />

rechaza. Pero no pudo, porque se sintió orgulloso de aquella hombría que era la suya. Su<br />

razón o su muerte, y nada más.<br />

Los hermanos de la muchacha eran tres. Pues bien, ellos serían dos.<br />

-Me parece numá que podemo ir junto...<br />

-Podemo, caraí -le respondió.<br />

Entonces, padre e hijo, reencontrados en una encrucijada de sangre, se fueron<br />

caminando juntos, a la búsqueda de un destino que si no les unió en la vida, podría unirlos<br />

en la muerte.<br />

El licenciado<br />

Toda su vida fue un niño bien. Hijo único de una familia acomodada, creció -como<br />

quien dice- envuelto en seda. Cuando terminó el curso secundario, siguió una licenciatura<br />

en Filosofía, y todas las tardes se le veía ir a la Facultad con su figura delicada luciendo el<br />

traje de buen corte, y el cuello impecable, y los zapatos lustrosos, y las uñas cuidadas.<br />

Sus padres anticipaban para él un destino de prestigio, la captura de un brillo de salón, la<br />

autoridad profesoral para hablar de Marcuse, o del dadaísmo, o de la pintura surrealista, o<br />

de la música electrónica.<br />

Y se recibió.<br />

Pero no se lanzó a conquistar la gloria que los padres soñaban. Ordenó cuidadosamente<br />

sus libros, y anunció:<br />

-Me voy a la frontera.<br />

Y fue a la frontera selvática, donde la punta del camino tocaba el nervio sensible del<br />

trabajo y del progreso, de la aventura y el peligro, de la ambición, el riesgo, la epopeya del<br />

hombre contra la naturaleza.<br />

De eso hace cinco años. Y hace unos días lo encontramos por casualidad en Asunción.<br />

El figurín espigado había desaparecido. La cara tostada por el sol, las manos callosas, la<br />

mirada clara y limpia, de ojos abiertos, del hombre acostumbrado a aceptar los crueles<br />

desafíos del miedo. Aquel estudiantillo delicado se había convertido en un recio pionero,<br />

que nos contó su historia. Había empezado con un aserradero, y a la fecha estaba montando


una fábrica de pisos de parquet. Realizaba algunas gestiones bancarias y se marchaba.<br />

Tenía prisa por irse. Asunción no le atraía. La selva le había ganado.<br />

Y cuando se marchaba, tras un corto adiós, le miramos con envidia. En todo horizonte<br />

humano hay una frontera que conquistar, invitante y peligrosa. Un medio hostil y pródigo al<br />

mismo tiempo, que da mucho de sí, pero exige todo del hombre, de su abnegación, de su<br />

espíritu de sacrificio.<br />

Él era un privilegiado, porque había entrevisto en su futuro esa invitación y ese desafío.<br />

Y había aceptado ambos, marchándose a la frontera, sin más requisito ni pasaporte que un<br />

certificado de coraje impreso en la mirada.<br />

Recuerdo de Reyes<br />

Pasó hace mucho tiempo. Cuando mis noches de Reyes eran noches de insomnio.<br />

Cuando toda la felicidad humana se centraba en la respuesta que recibiría la blanca<br />

interrogación de mis zapatos, mojados de luna y rocío, que velaban sobre la ventana.<br />

Cuando yo era niño, y sabía que bastaba serlo para creer.<br />

Yo creía en los Reyes. Pero en el barrio éramos muchos. Y otros no creían. Como<br />

Robertí.<br />

Cuando hablábamos, aquella noche del 4 de Enero de un año lejano, de la próxima<br />

venida de los Reyes, surgía Robertí como un pequeño demonio de la negación, y riéndose<br />

con su boca fea y sus ojos bizcos, atropellaba:<br />

-¡Pero qué zonzos son! Lo Reye no hay. Lo Reye son tu papá que te pone en tu zapato<br />

mientra vó dormí.<br />

Le pedíamos una prueba. Y él nos replicaba que su papá «le había contado todo». Entre<br />

otras cosas, que «lo Reye son una macana inventada por lo juguetero para vender».<br />

Entonces, yo dudaba un poco, porque lo había dicho un papá, es decir, un ejemplar semidivino<br />

(pero no tanto como el mío) que generalmente tiene una respuesta sabia para todas<br />

las preguntas.<br />

Claro es que en aquella edad no sabía que el amor de los padres, de la misma manera<br />

que ponía en sus bocas mentiras dulces, también sabía poner verdades amargas. Que era el<br />

caso, hoy lo comprendo, del papá de Robertí, a quien, en el recuerdo, vuelvo a ver<br />

desmedrado y flaco, trabajando mucho y ganando poco, sin darse tregua en el trabajo, tanto<br />

como lo exigía el pan para sus seis o siete chiquillos enfermizos.<br />

Felizmente para mí, formaba parte de aquella «barra» infantil Juan Carlos, que tenía mi<br />

misma edad, pero un millón de años de experiencia. Juan Carlos era impecable en todo. Era<br />

el mejor jugando al fútbol, pero nunca destrozaba su ropa. En la Escuela cada año se<br />

llevaba, con sonrisa señorial, el premio en «aplicación y conducta». Su padre era un


illante abogado. Y su madre había muerto precisamente un 5 de enero. Sobre esa<br />

casualidad triste él solía darme la explicación que a él le había dado su padre:<br />

Por eso, la negación que Robertí nos lanzaba al rostro como una pedrada cruel hería con<br />

mucha más intensidad a Juan Carlos. Y aquel 4 de Enero, Robertí colmó la medida y tuvo<br />

lo suyo. Juan Carlos, para nuestro asombro, perdió su invulnerable compostura, y, como el<br />

mejor «moquetero» del barrio, propinó a Robertí la más grande paliza que yo había visto en<br />

mi vida. Lo golpeó concienzudamente, casi con saña.<br />

Recién ahora comprendo a Juan Carlos, porque comprendo hasta qué punto necesitamos<br />

volvernos guerreros para defender lo que creemos, o por lo menos lo que necesitamos creer.<br />

El epílogo de aquella pelea fue extraño. Robertí lloró, pero Juan Carlos, un poco ídolo<br />

caído ese día, lloró más. Entonces creía yo que por sí mismo. Hoy creo que por Robertí.<br />

Hubo después una explicación entre los respectivos padres. Y cuando Juan Carlos tuvo<br />

que rendir cuentas al suyo, acudí de testigo. Conté todo al padre de Juan Carlos, y salí<br />

pensando después que el papá de mi amigo era bastante raro, porque en vez de «retarle», le<br />

abrazó y le dijo:<br />

-Mirá, mi hijo. A los que no creen no se les pega. Se les enseña o se les perdona.<br />

Y había cuatro lagrimones. Dos en los ojos del hijo, dos en los ojos del padre.<br />

Llegó la noche soñada del cinco de enero. Yo había pedido un trencito «con vía y todo»,<br />

pero recibí, como todos los años, una bolsita de caramelos, que eran dulces, pero me sabían<br />

amargos.<br />

Salimos después a la calle a intercambiar noticias. Y aquello fue la sensación. A Juan<br />

Carlos, el hijo del abogado próspero, los Reyes no le trajeron nada. A Robertí, el hijo del<br />

empleaducho en crisis, le trajeron lo que es la suma de todos los sueños, una bicicleta.<br />

Y Juan Carlos no estaba triste. Miraba a su papá, y sonreía. Y su papá lo miraba a él, y<br />

sonreía también.<br />

Irradiaban felicidad.<br />

Hoy comprendo la razón. Robertí creía.<br />

La mamá de Juan Carlos seguía caminando por los caminos del cielo, detrás de los<br />

Reyes Magos.<br />

El perro


Cuando Germán afirmó que se le escapó accidentalmente el tiro, la Policía no tuvo más<br />

remedio que creerle. Carlos, el muerto, era su amigo, y nada había en el pasado de los dos<br />

capaz de provocar el odio de Germán hasta el punto de dispararle deliberadamente. No<br />

amaban a la misma mujer, ni habían hecho testamento mutuo. Las motivaciones clásicas:<br />

Venganza, Odio, Interés, Celos, no tenían aplicación en el caso. Se pensó en un disparo<br />

accidental y Germán fue absuelto.<br />

Era lo que Germán esperaba. Pero no aclaraba sus propias dudas. No odiaba a Carlos<br />

como podría odiarse a quien nos hace daño, aunque sí con ese odio doméstico, íntimo,<br />

oculto, de quien nos hace sentirnos pequeños y deslucidos, segundones y retraídos en la<br />

sombra. La culpa de Carlos fue ser demasiado brillante, y la de Germán la de ser demasiado<br />

opaco. Desde niño hasta la edad adulta.<br />

Pero eso no genera el propósito de matar -se decía Germán-, sino apenas el deseo de<br />

matar, que es inofensivo e irrealizable, como el deseo de ser actor de cine, o de vivir en el<br />

siglo XXV, o de tener Estancia en Australia.<br />

Ése es un tipo de deseo que, aunque tímidamente, suele asomarse a los bordes de la<br />

realidad. Como sucedió con la pistola, la noche aquella en que Carlos vino a mostrársela (la<br />

había ganado en una rifa de la Oficina) y Germán se puso a manosearla.<br />

«Cuidado, che, que está cargada», le había dicho Carlos, mientras Germán simulaba<br />

apuntar a la lámpara, al lomo del diccionario Larousse, al ojo de la cerradura... y al pecho<br />

de Carlos, sintiendo que el deseo estaba allí, inocente, e irrealizable, picándole la yema de<br />

los dedos sobre el gatillo, tratando de llegar hasta el límite mismo de la realidad, de<br />

presionar el metal hasta la anteúltima resistencia del resorte, jugando nada más, con la<br />

alegría peligrosa e íntima de acercarse al abismo, de tocar con dedos de niño los calientes<br />

bordes del drama.<br />

Pero algo pasó. Un gatillo más sensible que los corrientes, cualquier cosa. El tiro salió.<br />

Carlos murió instantáneamente. Y absolvieron a Germán.<br />

El vecindario dio a Germán la primera noticia sobre el caso de Lobo.<br />

El hermoso perro de Carlos había seguido sin ser notado al cortejo fúnebre. Y se había<br />

quedado allí, negándose a abandonar los despojos del amo. Llevaba ya treinta días haciendo<br />

esa triste guardia, y vivía no se sabía de qué.<br />

Germán trató de no dar importancia a aquel último capítulo del drama. Trataba de<br />

olvidar poniendo en práctica su teoría de que la voluntad sostenida es capaz de borrar<br />

ciertas cosas de la memoria. Y lograba, en cierta forma, cubrir la imagen de Carlos con un<br />

velo de intereses inmediatos, trabajando, haciendo más deporte, oyendo música más<br />

violenta. Pero no conseguía desplazar la imagen del perro, porque era algo vivo y presente,<br />

violando la quietud de una historia que debiera ser de muertos.<br />

Una noche casi se sentía satisfecho. También Lobo, flaco y sucio en su guardia sin<br />

sentido, se iba esfumando, medio borrado por la esperanza de que se lo habría llevado la


perrera. Con ese sentimiento se asomó a la ventana para contemplar la calle obscura, y en la<br />

otra acera la silenciosa casa de Carlos. Un escalofrío recorrió su espinazo. Lobo no estaba<br />

en el cementerio, estaba allí, en su propio jardín, acostado, con la gran cabezota triste entre<br />

las patas, y mirando directamente SU VENTANA. Cerró la ventana de golpe, y temblando<br />

fue a sentarse en la cama. Hubiera querido tomar un trago de alcohol, pero no lo tenía en<br />

casa. Se levantó, volvió a asomarse, y ciertamente Lobo no se había movido.<br />

Encendió todas las luces de la casa, incluso el farolillo eléctrico del jardín, que iluminó<br />

todo, hasta la pelambre reseca de Lobo, y sus costillas asomando bajo la piel, y el brillo<br />

impersonal de sus ojos dorados y fijos.<br />

Salió al jardín. Lobo no se movió. Recogió una piedra, y al solo ademán de arrojarla<br />

Lobo huyó hacia las sombras.<br />

No se atrevió a apagar las luces. Las dejó encendidas, y se acostó. Pero no pudo dormir.<br />

La ventana estaba cerrada, pero a través de la cortina se destacaba el resplandor del farolito<br />

del jardín (¿o de la mirada de Lobo?) y se levantó de nuevo, con temor y con ansia.<br />

Descorrió la cortina y miró afuera. Lobo había vuelto, estaba en el mismo sitio, en la misma<br />

actitud, con su piel reseca por el barro y el hambre.<br />

El torneo entre el hombre y el perro duró días, luego semanas. La historia se repetía<br />

como al carbónico. El hombre que trataba de ahuyentar al animal. El animal que se iba, con<br />

el rabo entre las piernas. El hombre que volvía a su casa, y Lobo que regresaba a su mansa<br />

vigilancia. Sólo un detalle cambiaba. Un detalle que enfermaba de pavor a Germán. Cada<br />

noche Lobo cambiaba de emplazamiento. Se acercaba unos centímetros más a la casa, o<br />

mejor, a la puerta de entrada.<br />

«Ataque cardíaco», certificó el médico cuando la sirvienta que venía todas las mañanas<br />

a hacer la limpieza encontró al hombre tirado en el piso, muerto.<br />

La policía hizo una investigación de rutina, e interrogó a la vieja señora. No, ella no<br />

había notado nada raro.<br />

Pero más tarde recordó que, cuando ella entraba, un perro enorme y flaco se escapaba<br />

por la ventana. No se reprochó por no haberlo dicho a la Policía. ¿Qué importancia tiene un<br />

perro vagabundo que entra a hurtar alimento?<br />

El entierro<br />

El acompañamiento fue espectacular. Al frente, la carroza fúnebre, barroca y negra,<br />

montada sobre un viejo Buick. Detrás, otra carroza, con esa carga triste de flores que no<br />

cantan a la vida, como debe ser, sino acompañan a la muerte, como no habrían querido ser,<br />

si las flores pensaran.


El servicio religioso fue largo, punteado por los sollozos de la viuda. Y después<br />

condujeron en hombros el catafalco hasta el Panteón familiar.<br />

Se iniciaron los discursos. El primero que habló lo hizo en nombre del Partido. Fue<br />

íntegro, intransigente con los principios, dio todo y no pidió nada. Podía haber escalado<br />

posiciones, pero prefirió la responsabilidad del combatiente...<br />

Después, el orador siguiente lo hizo en nombre del gremio. Y fue un ejemplo de<br />

conducta y honestidad. Con su talento podía haber acumulado riquezas y fortunas, pero<br />

prefirió servir al pobre, de quien sólo aceptaba el honorario de una sonrisa de gratitud...<br />

El tercer orador habló en nombre del Club. Quien se iba para siempre era uno de los<br />

últimos pioneros del Deporte auténtico, del deporte por el deporte mismo. El Club perdía<br />

un hombre irreemplazable, un dirigente de selección, tal vez uno de los últimos idealistas<br />

en esta época de materialismo...<br />

El siguiente orador representaba a la Academia, a la que el compañero que partía había<br />

enriquecido con las luces de su talento, habiendo dejado la herencia inmortal de dos<br />

ensayos, un libro de poemas, y una novela aún inédita, que la Academia se aprestaba a<br />

editar, como un homenaje al compañero caído, y para honra de la literatura nacional...<br />

Otro más agregó que fue esposo amante y padre de familia ejemplar. Y otro que fue un<br />

auténtico patriota. Y el último dijo que dejaba con su vida un ejemplo para las generaciones<br />

del porvenir...<br />

Después, unos sepultureros forzudos incrustaron el ataúd en el nicho. La puerta de hierro<br />

chirrió al cerrarse, y también el pobre corazón de la viuda, que lanzó un lamento dolorido y<br />

final. Y la gente empezó a alejarse, de a poco, fatigada, leyendo de paso los nombres<br />

grabados en las viejas sepulturas.<br />

Pero yo no me fui. Quedé solo, acompañando al viento que arrancaba pétalos de las<br />

flores marchitas de las coronas, mirando aquella puerta de hierro que se había cerrado, para<br />

decirle a mi amigo el discurso que no se dijo, o simplemente la frase que se perdió en aquel<br />

matorral de lisonjas vacías, que creció abonada por aquella obscura competencia oratoria.<br />

-Fuiste un hombre, Francisco, sencillamente, un hombre. Todos los que hoy estuvieron<br />

aquí olvidarán mañana los discursos floridos. Pero yo no olvidaré tu vida claroscuro.<br />

Mentira todo. No fuiste un prócer, fuiste mucho más, un hombre. Francisco, un hombre de<br />

vida claroscura. Descansa en paz, hermano.<br />

El maniquí<br />

La tienda estaba ubicada en una esquina, y su gran portal haciendo ochava. En pie en ese<br />

portal estaba ella, menudita, de rostro terso y ojos claros, la boca pequeña, entreabierta en<br />

la perenne invitación de un beso... y luciendo cada día sobre su perfecta contextura de yeso


no un vestido, sino una tela distinta, que el arte del decorador hacía caer en elegantes<br />

pliegues que no ocultaban la perfección del busto, ni la suave curva del vientre, ni las<br />

hermosas piernas.<br />

Cuando Marcial pasó por la acera y vio por primera vez el maniquí, casi no le prestó<br />

atención. Sin embargo, llevó consigo el brillo suave de aquellos ojos pintados, de mirada<br />

fija, pero sin embargo con algo de vida, que le trajeron recuerdos que no estaban en hechos<br />

que sucedieron, sino en hechos que alguna vez soñó que sucedieran, y dejaran a su soledad<br />

una carga amable de felicidad.<br />

Y volvió a pasar al día siguiente. Y esta vez se detuvo, por el imperio de aquellos ojos<br />

que tenían un extraño color de azúcar quemada. Comprobó entonces que también aquella<br />

frente blanca y suave expresaba algo, y que en la nariz había una gracia soñada, y que la<br />

invitación sensual de la boca iba a clavarse profundamente en su ancha nostalgia de<br />

solitario, que le llenaba la boca de un sabor agridulce, como si acabara de besar ese cuello<br />

perfecto, y en vez de la tibieza vital de la carne hubiera encontrado sólo la fría respuesta del<br />

yeso pintado.<br />

Durante meses vivió su idilio silencioso. No estaba loco, ni preso de ninguna manía<br />

enfermiza. Pero sucedía que el maniquí le había dado un rostro, un cuerpo y hasta una<br />

mirada a sus más antiguos sueños. En sus poesías y en sus fantasías solitarias el maniquí<br />

vivía, venía a él, viva, palpitante, tímida de amor, tratando de ocultar una pasión que le<br />

salía por los ojos brillantes y se encendía en su piel cálida. Y fue feliz de esta manera, con<br />

una felicidad oculta, no compartida, apretada siempre contra el pecho, como si fuera una<br />

cosa viva y delicada que necesitara en todo momento, para no morir, el calor de su propio<br />

corazón.<br />

Pero llegó un día de agosto, ventoso y frío. La imaginación del decorador había<br />

concebido para ese día una vestimenta blanca, sedosa, que envolvía el cuerpo gracioso<br />

como un vestido de novia, y dejaba deslizarse por detrás una larga cola.<br />

Marcial se detuvo a contemplarla, con embeleso en la mirada. Esa noche su insomnio se<br />

poblaría de imposibles marchas nupciales y de blancas coronas de azahares. Y cuando iba a<br />

agradecer mentalmente al decorador su inspiración, llegó la ráfaga de viento, fría, violenta,<br />

y totalmente indiferente a todo lo que es ese ancho mundo de doradas verdades que el<br />

hombre guarda en su corazón.<br />

El viento envolvió al maniquí, pareció tironear del vestido de novia, con furia, con celos<br />

amargos, hasta que la figurita amable, rosada y blanca, cayó estrepitosamente... y se<br />

rompió.<br />

Frente a Marcial se esparcieron las entrañas de su amada. Aserrín reseco y mohoso.<br />

Yeso frío. Alambres oxidados. Y vacío, hueco absoluto por debajo de la estructura graciosa<br />

y amada.<br />

Y se fue tristemente. El viento le había robado un sueño. La vida, auténtica, sin miradas<br />

pintadas ni invitaciones engañosas, le había mostrado su verdad.


Dicen que el tendero reconstruyó el maniquí, pero ya no fue el mismo.<br />

Marcial tampoco.<br />

El Ángel de la Guarda<br />

Su madre se lo había repetido cientos de veces, y él, pobrecito, creyó en él, en el Ángel<br />

de la Guarda, como aprendió a creer en Caperucita, Pulgarcito, los Reyes y la Cigüeña que<br />

trae a los nenes de París. El Ángel de la Guarda, el suyo, fue una silueta más, dorada y<br />

hermosa, flotando en el mundo multicolor de la fantasía.<br />

Pero cierto día llegó a la casa un vendedor de cuadros. Y su mamá compró uno para<br />

colocarlo en el dormitorio del nene. Representaba justamente el Ángel de la Guarda, alado,<br />

sonrosado, de bucles rubios, con larga túnica y rostro perfecto, tan lindo que sólo era eso:<br />

ángel. Ni hombre ni mujer, pero ángel y hermoso. En el cuadro había otro niño como él, de<br />

cinco años, que corría detrás de una pelota que rodaba al abismo, y el niñito también se<br />

encaminaba a él, pero allí estaba el personaje celestial, bello y guardián, que lo detenía al<br />

borde de la caída.<br />

Contemplando el cuadro, empezó a preguntarse si el suyo, su Ángel de la Guarda, sería<br />

tan hermoso como el del cuadro. Preguntó a su madre, y su madre le dijo que sí, que todos<br />

los Ángeles de la Guarda eran bellos y puros como aquel otro. Pero quiso comprobarlo, y<br />

de su madre se desplazó hacia la fuente de sabiduría mayor que era su padre, el-que-nuncase-equivoca,<br />

que estaba leyendo el diario cuando él le preguntó:<br />

-Papito... ¿yo puedo ver a mi Ángel de la Guarda?<br />

De detrás del diario, rescatado por un momento de las noticias sobre bombardeos en<br />

Vietnam, surgió la voz indiferente del padre.<br />

-Supongo que sí.<br />

-Pero... ¿cómo?<br />

El padre dejó de lado el diario. Se había acercado también su madre. Una mirada de<br />

auxilio fue de aquél a ésta.<br />

-Dice el nene si cómo se hace para ver el Ángel de la Guarda.<br />

El nene se mantenía silencioso, esperando la información de la fórmula maravillosa.<br />

Pero vio que su mamá se reía solamente, con risa tonta, desconcertada, como cuando se ha<br />

guardado el vuelto de las compras y papá se lo reclamaba. Entonces, el papá asumió la<br />

responsabilidad.


-Bueno, hijo, es cuestión de tener fe, supongo. Sí, eso, tener fe... digo yo.<br />

La madre había encontrado un punto de partida, y agregó:<br />

-Y rezarle todas las noches, supongo...<br />

-¿Y aparecerá?<br />

-Bien... como te dijo papá... si tenés fe...<br />

Desde esa noche, por muchas semanas, no se durmió sin antes lanzar una fervorosa<br />

oración que él mismo había inventado, y que la decía todo de corrido, aguantando la<br />

respiración, porque tenía entendido que la fe era eso, llenarse por dentro de aflicción, de<br />

aire de la noche y de esperanza:<br />

-Ángel de la Guarda quiero verte y tocar las plumas de tus alas y contarme cómo se<br />

siente volando por el cielo y quién enciende las estrellas y de dónde viene el agua de la<br />

lluvia y dónde está sentado Dios y cómo hace para ver todo lo que hacemos, y también<br />

quiero ver tu cara para ver si sos más lindo que el ángel del cuadro y que me digas que me<br />

vas a salvar si me caigo en la piscina en la parte honda donde se bañan los grandes y si yo<br />

voy a sentir que es tu mano la que me saca del agua y todo eso para poder verte aunque sea<br />

una sola vez. Amén. Y se dormía.<br />

Transcurrieron semanas y semanas, y el Ángel soñado no aparecía.<br />

-Papito... ¿qué es tener fe?<br />

-Este... Mirá, es creer siempre. Eso.<br />

Satisfecho de la respuesta, el padre volvió a ocuparse de cortar las uñas de los pies.<br />

El nene volvió a la carga con renovados bríos. Creer siempre, había dicho su papá. Y<br />

creyó apasionadamente, y rezó con más angustia que nunca.<br />

Y aquello sucedió. Despertó en medio de la noche. La alta ventana que daba al remate<br />

copudo del mango del patio estaba abierta, y las cortinas se hinchaban suavemente. Lo<br />

primero que pensó fue que su madre había olvidado cerrarla después de darle las buenas<br />

noches. Pero de pronto adivinó como un resplandor dorado al pie de su cama. Fijó la vista,<br />

y allí estaba él, o ella. El Ángel de la Guarda, el suyo, las grandes alas como de plata<br />

lustrada, plegadas detrás de los hombros, como una capa de cielo líquido. Los cabellos<br />

rubios, caídos sobre los hombros, la mirada azul y una sonrisa tan buena como sólo se la<br />

puede ver en el cielo.<br />

-Aquí estoy...<br />

Quedó mudo de asombro y de susto. Entonces, el Ángel le acarició la frente, y ya no<br />

sintió miedo. E hizo todas las preguntas, y el Ángel le contó cómo era el cielo, y qué era la


lluvia, y que Dios era medio cascarrabias, como un abuelo, pero como un abuelo de gran<br />

corazón. Entonces él le pidió que volviera todas las noches, pero el Ángel le dijo que no<br />

podía, que había venido por él como una excepción singular, pero de todos modos siempre<br />

estaría con él, para cuidarlo de todos los males, de rescatarle de todas las tristezas.<br />

Finalmente, le dijo dulcemente:<br />

-Y ahora, a dormir.<br />

Cerró los ojos. Sintió que dedos como pétalos tibios de vida se posaban sobre sus<br />

párpados. Iba durmiendo dulcemente, pero aún revoloteó en la mejilla un contacto como de<br />

miel destilada en los jardines del Arco Iris, un beso realmente venido del cielo.<br />

A la mañana siguiente, en la mesa del desayuno, lanzó la noticia:<br />

-Papá, anoche vino mi Ángel de la Guarda, y conversamos.<br />

La madre, que batía el tazón de Toddy, detuvo bruscamente el movimiento circular. El<br />

padre, que bebía su café con leche mientras leía el diario apoyado en la cafetera, levantó la<br />

cabeza.<br />

-¿Qué dijiste, hijo?<br />

-Que anoche vino mi Ángel de la Guarda y conversamos.<br />

Miró a papá y mamá esperando la explosión de alegría, al fin de cuentas habían tenido<br />

razón. Ellos habían dicho: tener fe y rezar. Pues bien había dado resultado. Pero se<br />

desconcertó. En las miradas de aquellos seres superiores no había felicidad, sino otra cosa,<br />

debajo de ceños arrugados.<br />

-Querrás decir... que lo viste en sueños, hijo.<br />

-No, desperté y estaba ahí. Había entrado por la ventana. Conversamos.<br />

-Pero si yo cerré la ventana...<br />

-Él la abrió, mamá. Estaba sentado en mi cama. Y cuando se fue, me besó. Aquí -y<br />

señalaba la mejilla que aún conservaba un breve rastro de miel celeste.<br />

-Mirá, hijo, esas cosas no pueden su...<br />

Una rápida mirada de la madre cortó aquella frase paterna. Y sorprendió una seña<br />

imperceptible, como cuando se llaman aparte para decir cosas misteriosas que él no podía<br />

oír. Y se fueron a cuchichear a la sala, dejándole a él, de paso, una sensación de tristeza y<br />

de fracaso. Le habían dado ayuda para llamar al Ángel. Aquello resultó, pero algo andaba<br />

mal. ¿Qué?


Por la noche, después de regresar del trabajo, el padre le llamó aparte. Y lo sentó en sus<br />

rodillas, y empezó con el «vamos a hablar de hombre a hombre» que usaba cuando él se<br />

había portado mal.<br />

-Mirá, hijo, vos sabes que en tu cabecita hay eso que se llama cerebro. Sirve para pensar,<br />

y para ver, y para oír. Es... como una máquina que no falla nunca, ¿sabés? Bueno, a veces<br />

falla también, no porque seamos malos, sino porque queremos que las cosas sucedan a<br />

nuestro gusto. Entonces el pobre cerebro se confunde. Y vemos lo que no existe y oímos<br />

sonidos que no vienen de ninguna parte, sino de nuestras ganas. Eso es lo que se llama<br />

fantasía. Eso fue lo que pasó anoche, hijo. No viste nada, creíste ver.<br />

-Pero papá, yo le vi, estaba allí.<br />

-No. Es fantasía, como soñar despierto.<br />

-Pero vos y mamá me dijeron que si tenía fe...<br />

-Sí, es cierto, pero... ¡era fantasía!<br />

-Papá, estaba allí. Entró por la ventana abierta. Y conversamos, y me dijo que me iba a<br />

proteger, como al nene del cuadro, ese que va a caer en la zanja obscura...<br />

-Mirá que la mentira es pecado, ¿eh?<br />

-No es mentira, papá, estaba allí. Entró por la ventana. Y me dijo que Dios era como un<br />

abuelo...<br />

Se interrumpió en su explicación. No se había dado cuenta que su mamá estaba<br />

escuchando. Reveló su presencia con un sollozo, y con su rápida carrera hacia la cocina.<br />

A la mañana siguiente papá no fue al trabajo. Lo bañaron y lo vistieron y lo llevaron al<br />

centro, a un edificio blanco, rodeado de jardines. Una enfermera los atendió, y les dijo que<br />

esperaran. El nene pensó que aquello era un Hospital, y que tal vez abuelita estaba enferma,<br />

y venían a visitarla, como el año anterior cuando él se comió todas las manzanas que<br />

estaban sobre la mesita de luz.<br />

Después siguieron a la enfermera, y entraron a un gabinete lleno de libros, y con un<br />

escritorio y un diván. Abuelita no estaba allí, sino un señor de ojos cansados y cabeza<br />

calva, con un guardapolvos blanco, y en el bolsillo superior media docena de lápices de<br />

colores. El hombre conversó a media voz con su padre, y después les pidió a ambos que<br />

esperaran afuera, y él se quedó solo con aquel señor con cara de pájaro.<br />

-Siéntate ahí...<br />

Se sentó en el borde del diván.<br />

-Y ahora, caballerito, contame eso del Ángel de la Guarda.


Tenía un cuaderno de apuntes sobre las rodillas, y un lápiz. Le contó todo. Y el señor<br />

escribía todo. Después de la historia, le hizo infinidad de preguntas tontas. Si cuantos dedos<br />

tenía en la mano, o si odiaba a su papá porque se encerraba con mamá para acostarse. Si<br />

cuando mamá le bañaba, no tenía vergüenza de que ella le viera el pajarito, o si se lo tocaba<br />

cuando nadie miraba. Si le gustaba más jugar con las nenas o con los nenes. Y finalmente,<br />

si el Ángel de la Guarda que vino a verlo no tenía grandes pechos, como si estuvieran<br />

llenos de leche. Sintió miedo y vergüenza, a pesar del falso tono de juego que usaba al<br />

hablar aquel hombre con cara de pájaro. Y se dolió por el Ángel, que debería estar por allí<br />

cerca, y estaría oyendo aquella grosería de los pechos con leche. Se puso a llorar y llamó a<br />

su padre. El hombre abrió la puerta y dio paso a los dos. Susurró algo y su padre se lo llevó<br />

afuera, donde le hizo sentar en un banco, y su padre y su madre se encerraron con aquel<br />

desagradable personaje. Pero la puerta quedó entreabierta, y él escuchó palabras<br />

incomprensibles... paranoia precoz... cierta forma de mentalidad esquizoide... alucinaciones<br />

visuales y auditivas... medio ambiente familiar, alimentación involuntaria de potencias<br />

míticas deformantes de la personalidad... palabras desconocidas, como el ruido<br />

amedrentador del viento tormentoso arañando la ventana...<br />

Volvieron a casa. Vio subir a mamá al dormitorio, y volver con el cuadro aquel del<br />

Ángel de la Guarda. ¿Por qué se lo quitaban? También dejó de ir al Kindergarten, y en vez<br />

de eso iba tres veces por semana a visitar al hombre con cara de pájaro, que le revolvía la<br />

mente y los recuerdos una y otra vez, siempre sobre lo mismo, hasta que fue capitulando de<br />

a poco, como si aquella cabeza de pájaro se le metiera adentro, y fuera picoteando su<br />

recuerdo, pero no se defendía, porque estaba adormecido por aquellas pastillas blancas que<br />

le daba su mamá antes de ir al Hospital, y fue cediendo más y más, hasta admitir con el<br />

corazón vacío de confianza que papá y mamá no eran infalibles, que aquello de la fe era...<br />

¿cómo había dicho su padre? Fantasía. Y finalmente, el Ángel de la Guarda fue aquella otra<br />

palabra difícil, pero que le provocaba un respetuoso temor. ¿Alucinación? Eso. Cosas que<br />

no son, pero parecen ser.<br />

Vio que en su casa reinaba la alegría, y que él debía compartirla, pero no podía. Está<br />

bien, los grandes siempre tienen razón. Pero adentro, allí donde su cuerpo se llenaba de aire<br />

de la noche para tener fe, sentía ahora un vacío.<br />

Papá y mamá<br />

Eduardo, el hijo mayor, se había casado un año antes. Y quedó Rubí, la hermanita<br />

menor. Aun ausente Eduardo, que había ido a trabajar a Curitiba, la casa no parecía tan<br />

vacía, porque la juventud de Rubí y las cartas de Eduardo, mantenían a flote la vieja alegría<br />

familiar.<br />

Hasta que Rubí tuvo festejante. Un joven estudiante de Ciencias Contables que al<br />

principio se detuvo cauteloso en las fronteras del zaguán. Y tres meses después había<br />

avanzado hasta la sala, de la cual Rubí, con infinita sabiduría femenina, desterró al


Televisor, el enemigo número uno de la charla... y de los proyectos que surgen de las<br />

charlas.<br />

Finalmente, el muchacho «pidió la casa», colocándose voluntariamente en la cúspide del<br />

tobogán que lleva hasta el matrimonio. Y dos años después se casaron.<br />

Y Rubí también se fue.<br />

Y la casa, que fue casa de voces y de movimiento, de repente se convirtió en una casa de<br />

retratos silenciosos y sonrientes. Pero la sonrisa de los retratos no cura la soledad de los<br />

viejos, sino la alimenta de nostalgias, porque son risas sin sonidos, alegrías fijas en la<br />

cartulina que no se traducen en pasos que corren presurosos, en espera de una llamada<br />

telefónica, en la locura del tocadiscos que vibra de angustia con los aullidos de los Rolling<br />

Stones.<br />

De repente la casa fue demasiado grande. El televisor volvió a la sala, pero para quedar<br />

mudo y ciego. El fantasma de la soledad caminaba por los cuartos arrastrando suaves<br />

zapatillas de felpa que producían una música de tristeza.<br />

Mamá, como queriendo retener el tiempo, limpiaba todos los días el cuarto de Eduardo y<br />

el cuarto de la nena. Los libros en orden, los banderines desempolvados, las copas<br />

relucientes como recién ganadas, la cama hecha, como esperando que en cualquier<br />

momento él o ella vinieran a arrojarse sobre la frescura sedante de las sábanas almidonadas,<br />

como antes.<br />

La mesa del comedor resultó demasiado grande, pero no la cambiaron. Ni quitaban las<br />

sillas, porque papá y mamá concebían obscuramente que la nostalgia era otro comensal<br />

más, y no era cortés quitarle el sitio.<br />

El padre, que solía ir con Eduardo al fútbol, perdió las ganas, y se convirtió en «hincha<br />

por radio». Engordó y no le importaba, pensando que si ya no estaba Eduardo no había<br />

razón para mantener la línea, y demostrarle que era el papá, también en la pulseada. Los<br />

cabellos de mamá empezaron a ser grises y secos. Ya lo habían sido cuando Rubí era<br />

soltera, pero entonces iban juntas a la peluquería, y Rubí volvía más rozagante y linda, y<br />

mamá menos madura y «conservada». Pero ya no estaba Rubí, los números de «Burda»,<br />

que en un tiempo fueron la Biblia de mamá y Rubí, murieron de viejos en estantes<br />

olvidados. Mamá también engordó. Y murió su coquetería de esposa para ser reemplazada<br />

por la dejadez de la madre y el desgarbo de la suegra. Papá ya no tuvo el hijo mozo con<br />

quien competir en virilidad. Mamá ya no tenía la hija sofisticada a quien imitar en juventud.<br />

La casa vio a mamá andar en viejas zapatillas. Papá tiró por la borda el pudor de cuando<br />

estaba Rubí, y sustituyó el pijama por los calzoncillos como ropa de entrecasa.<br />

Y sucedió una noche cualquiera. Papá y mamá estaban ya acostados. Hacía calor, pero<br />

por la ventana abierta entraba un trozo de luz de luna, como empujada por una brisa fresca.<br />

Los dedos de papá jugueteaban con los cabellos de mamá, haciendo y deshaciendo rulitos<br />

inacabables. Después los dedos bajaron a revolver la pelusa suave de la nuca. Ella se


encogió, riendo a medias, acusando la cosquilla. Entonces, como desde el tiempo<br />

inmemorial de la primera noche, él la besó en el lóbulo de la oreja. Mamá se estremeció,<br />

riendo, y él la hizo girar, y la besó en la comisura de la boca, y en los párpados y lanzó la<br />

mil veces repetida pregunta:<br />

-¿Quieres...?<br />

-No, viejo, estoy tan... tan cansada.<br />

Giró de nuevo, le dio la espalda, y se durmió. Papá suspiró sin rebeldías, giró, le dio la<br />

espalda y durmió.<br />

Algo como una sombra enturbió la luz de la luna. Algo como un suspiro agonizante<br />

entró por la ventana y desplazó el aire fresco. Sobre la sábana almidonada de la cama, un<br />

blanco mar de algodón por donde había navegado el barquito resplandeciente del amor, se<br />

produjo una arruga como una ola enorme, y el barquito naufragó sin pena ni gloria. Desde<br />

entonces, en aquella casa fueron tres, mamá, papá... y la vejez.<br />

El fantasma<br />

Cuando me mudé a este viejo caserón «...de añejos tiempos y de sólidos sillares...», me<br />

dijeron que tenía un fantasma. Lo que no me preocupó mucho, pues, aunque soy<br />

imaginativo, siempre pensé que algo incorpóreo no puede hacer mucho daño, abstracción<br />

hecha del susto. Pero ya veremos qué pasa.<br />

Hace tres noches que duermo en el dormitorio más grande. Y no he sentido la presencia<br />

del fantasma, cuya historia conozco. Dicen que es el alma en pena de una joven. En 1865 el<br />

novio partía al frente. Ella prometió esperarlo, EN ESTA CASA, y el novio nunca volvió.<br />

Asunción fue ocupada por tropas brasileñas, y al parecer, una noche, ella se suicidó antes<br />

de ser ultrajada. Así de simple y dulzona, la historia de «mi» fantasma que...<br />

Debí dejar de escribir. Oí un ruido, como de pies muy leves cruzando la sala. Acabo de<br />

entreabrir la puerta... y la vi. Cruzó la gran habitación, y fue a sentarse en el sillón de cuero<br />

negro, de recto respaldo eclesiástico, que está cerca de la ventana. Miraba hacia afuera,<br />

hacia ese esbozo de paisaje que tal vez hace un siglo fuera un camino abierto en el jardín,<br />

pero ahora no es más que un callejón mal adoquinado. Todo en su actitud revelaba blanda,<br />

mansa espera. Ninguna impaciencia. Así debe sentirse uno luego de esperar un siglo.<br />

Sigo escribiendo. Debe estar todavía allí. Que espere en paz. Yo me voy a dormir.<br />

Sucedió anoche. «Mi fantasma» lloraba. O al menos eso pensé cuando desperté con una<br />

inquietud rara en el corazón. Me despertó su llanto, o el gemido del viento en los<br />

corredores. Pero tuve que levantarme y salir a la sala.


No estaba allí. Pero su llanto sí, un sonido triste que se iba alejando, como si ella fuera<br />

caminando a lo largo de la calle, al encuentro imposible de ese amor esperado, pero<br />

sabiendo de antemano que iba al encuentro de una ausencia.<br />

Leo el párrafo anterior. Estaba buscando una frase poética para rematarlo, cuando<br />

golpearon mi puerta. Delicadamente, con infinita educación, con timidez femenina.<br />

Nunca pensé que los fantasmas golpearan las puertas con tan fina discreción. Se deslizan<br />

en los corredores desiertos, vaporosos y huidizos, se pierden bajo la sombra de tinta china<br />

de la arboleda obscura. Pero no golpean las puertas. Así que no me asusté cuando esos<br />

nudillos delicados hicieron sonar tímidamente la madera. Pensé en una visita y la abrí, y se<br />

me erizaron los cabellos desde la raíz hasta la punta. Allí estaba ella, luciendo un vestido<br />

sencillo, largo hasta los pies, con su actitud humilde y señorial al mismo tiempo, con las<br />

manos unidas, y los ojos bajos, tal como corresponde a una doncella en presencia de un<br />

caballero mayor que ella, y soltero por añadiduría.<br />

No estuve a la altura de las circunstancias. Y me condeno por lo que hice, pues, como el<br />

más vulgar y tosco de los hombres, le cerré las puertas en las narices, tan asustado estaba.<br />

No aparece desde hace tres días. Estará ofendida. Le debo una disculpa. Hecha de<br />

vapores tristes, de esperanzas y de sufrimiento, o de carne y hueso, es una dama. Le debo<br />

una reparación. Ojalá reaparezca. Me he prometido a mí mismo, si no no asustarme, por lo<br />

menos, no demostrarlo.<br />

Ha pasado una semana. Es cerca de medianoche. Y no aparece. Salgo a buscarla. Padre<br />

nuestro que estás en lo cielos...<br />

La vi. Estaba en el jardín, sentada sobre un banco de hierro oxidado y maderas<br />

deshechas. Tal vez en ese mismo banco se despidieron hace mucho tiempo.<br />

Me fui acercando sobre estas dos piernas que alguna vez fueron de un pasable futbolista,<br />

pero que entonces temblaban como dos retoños de caña. Giró la cabeza y me miró. Que el<br />

lector me perdone por este absurdo, pero jamás vi tanta vida contenida en dos ojos que<br />

deberían estar muertos. Llamada, súplica ansiosa, una desesperada ansiedad de expresar<br />

algo brillaban en esos ojos, dejándome con la garganta seca. Se levantó, y me tendió la<br />

mano, como si me quisiera conducir a alguna parte. Lo confieso con profunda vergüenza:<br />

salí disparado y me encerré en mi dormitorio.<br />

Estuve leyendo todo lo escrito. Y me detuve en este párrafo: «...como si me quisiera<br />

conducir a alguna parte». Soy un cínico, lo confieso. Estoy empezando a concebir ese<br />

«alguna parte» con el emplazamiento de un tesoro enterrado. Al menos eso es lo que la<br />

tradición dice. Que los fantasmas no reposan hasta legar a manos vivas sus viejos caudales.<br />

Debería tener más vergüenza, pero la realidad es que la codicia excita mis sentidos. Lo que<br />

no está del todo mal. Será un intercambio: un ánfora llena de útiles monedas de oro, a<br />

cambio de la paz eterna. Será un buen negocio para «mi fantasma». Y para mí, claro está.


La busqué y la encontré. Eso sucedió hace quince días. Estaba en el mismo sitio. En el<br />

mismo banco. Esa vez tuve más coraje, o menos miedo, o más codicia.<br />

Cuando me tendió la mano, hice lo mismo con la mía y caminé hacia ella, rezando<br />

mentalmente sin auto-vergüenza alguna. Y me tomó de la mano. Y no era una mano con la<br />

frialdad de la muerte, sino viva, tibia, mano de novia que esperó cien años y durante cien<br />

años acumuló caricias en cada uno de sus poros. Tiró suavemente de mí y me llevó a los<br />

fondos. Bajamos por una escalera que llevaba a los sótanos, cuya existencia yo no conocía,<br />

recorrimos un estrecho corredor hasta llegar a una pared que lo limitaba, y cuando pensé<br />

que iba a atravesar la pared dejándome solo, se detuvo, y señaló el piso. Una gran losa se<br />

dibujaba nítidamente, y en el centro, una herrumbrada argolla de hierro. Comprendí, allí<br />

estaba el entierro.<br />

Durante dos horas trabajé como un loco, tironeando con uno y otro sentido la pesada<br />

piedra. Ella sentada cerca, con el rostro hermoso graciosamente apoyado en las manos, en<br />

actitud de damita fina que ve trabajar a un esclavo, me contemplaba.<br />

Por fin, la piedra salió de su emplazamiento. Hice un esfuerzo supremo, y quedó al<br />

descubierto la abertura. Pero no había allí un cántaro añoso, sino una larga cadenilla de oro,<br />

con un medallón. Levanté aquello, abrí el medallón, desde la profundidad de su heroísmo<br />

me sonrió el retrato del barbudo y gallardo Oficial del Mariscal López. Se lo ofrecí a ella.<br />

También las manos de los fantasmas tiemblan de emoción. Lo juro. Apretó el retrato contra<br />

su pecho, y se fue despacito, flotando en actitud de rezo, y esta vez sí atravesó la pared, con<br />

su medallón acunado en la tibieza del encuentro.<br />

Se habían reunido por fin. Dondequiera que estén son felices. Pero yo no. No aparece<br />

más, se fue definitivamente. Y no puedo evitar el sentirme un poco celoso.<br />

Además, aunque cavé tres metros en aquel sitio no había nada. Parece que los brasileros<br />

se me adelantaron. En Fin.<br />

Microcuentos<br />

Genealogía<br />

Una raza más agresiva de monos expulsó de los árboles a otra raza más pacífica y<br />

conformista. La Tribu vencida se exilió de la arboleda y fue a instalarse en la llana tierra.<br />

Pero allí el pastizal era alto y tupido, y para verse unos a otros y para observar el peligro,<br />

los monos derrotados tuvieron que aprender a andar erguidos, sobre dos patas. Y fue así<br />

que sin proponérselo, los conquistadores de los árboles, partiendo del pariente más infeliz,<br />

inventaron al Hombre, que se vengaría conquistando al Mundo.


Fúnebre<br />

Cuando nacía, murió su madre de parto. Fue hijo huérfano de padre viudo. Se casó y<br />

enviudó a su vez, pero antes de morir, su esposa le dio un hijo que resultó ser el hijo<br />

huérfano de un padre viudo que era hijo huérfano de un padre viudo. Viven los tres en la<br />

misma casa, y cuando paso frente a ella, camino con solemnidad, como si pasara frente a un<br />

panteón.<br />

Comienzo<br />

De pronto cayó en la cuenta de que era inteligente. Hizo de la caverna un hogar. Fabricó<br />

herramientas, aprendió a encender y conservar el fuego e inventó las armas. Se sintió<br />

orgullosamente superior a toda criatura viviente sobre la faz de la tierra, y necesitó una<br />

medida de su propia importancia. Entonces, creó a Dios a su imagen y semejanza.<br />

Mestizaje<br />

El conquistador español tomó para sí a una joven india y tuvieron un hijo. Otros<br />

conquistadores lo imitaron y hubo muchos españoles con muchas mujeres indias. El<br />

mestizaje perfecto, con el varón de una estirpe y la mujer de otra. La dama española veía<br />

pasar al indio gallardo, desnudo y elástico, y suspiraba. Lo demasiado perfecto, deja de<br />

serlo.<br />

En el origen<br />

El fruto que había arrancado tenía sabroso aspecto, pero la cáscara era dura. Entonces,<br />

en la mente elemental surgió una idea: podía golpear el fruto con una piedra y romper la<br />

envoltura. Así lo hizo con éxito, e inventó de esta manera la primera herramienta: el<br />

martillo. Contento, fue a buscar otro fruto. Lo halló y al repetir la operación se aplastó el<br />

dedo. Entonces, inventó la primera palabrota.<br />

Dentro de 20 años<br />

El muchachito de aspecto saludable y vigoroso montaba una bruñida bicicleta. Pasó<br />

pedaleando raudamente junto a un lustrabotas descalzo y flaco que inopinadamente arrojó<br />

un palo entre los rayos de las ruedas que produjeron un ominoso ruido de metales rotos. El<br />

ciclista se detuvo y con enojo se dispuso a castigar al malhechor. El lustrabotas esgrimió<br />

amenazante su cajón, como porra y escudo al mismo tiempo. Un señor que pasaba los<br />

separó. La pelea no empezó, pero tampoco terminó. Simplemente estaba postergada.


La diferencia<br />

El perro lustroso y bien comido contempló a través de las rejas de la mansión al perrillo<br />

sin nombre y con pulgas que pasaba trotando con sus costillas a flor de piel. El perro de la<br />

mansión era de raza seleccionada. El perrillo era de todas y de ninguna. Y entre los dos<br />

perros había una gran diferencia: las rejas.<br />

El vencedor<br />

El poderoso Doberman atacó al raquítico perrito callejero y lo dejó maltrecho y<br />

sangrante. No lo mató porque apareció el dueño, le colocó el dogal y la cadena, y se lo<br />

llevó para atarlo al poste de siempre. Allí cautivo, el Doberman sentía en la boca el gusto<br />

de la sangre, y era amargo. El perrito se arrastró hasta el arroyo, dejó que el agua lavara sus<br />

heridas, y bebió. Y el agua era dulce, porque tenía el gusto de la libertad.<br />

La pandorga<br />

La pandorga quedó preciosa. Los «palitos» de tacuara pulidos y rectos. El armazón<br />

redondo y equilibrado. Las «tajaditas cortadas» azules y rojas, perfectas y minuciosamente<br />

pegadas. Las largas «piriritas» amarillas rodeaban a la pandorga como una cabellera<br />

rumorosa de viento y rubia de sol. Y finalmente, los «barbijos» simétricos, milimétricos,<br />

matemáticos. Era toda una pandorga hecha para conquistar todos los cielos y las alturas<br />

más azules. Una obra de arte volandera que el padre fabricaba para la admiración del hijo.<br />

Salieron a la calle llenos de gozo para asistir al vuelo inaugural de ese nuevo astro de<br />

tacuaras y papel de seda. El padre esperó viento, que sopló, tironeó de la pandorga y el<br />

padre dio hilo permitiendo que se elevara con un rumor de alegría sedosa. Vino otra ráfaga,<br />

y la pandorga la escaló victoriosa, sacudiendo su melena dorada. Ya se hacía pequeña en la<br />

altura, cuando de pronto sobrevino el fin del mundo. Aflojó el empuje del viento, que<br />

quedó calmo, y luego sopló en ángulo distinto. La armonía se rompió, los barbijos<br />

enloquecieron, la larga cola se agitaba buscando apoyo en el viento que había dado la<br />

espalda, y de pronto, una ráfaga inesperada, impetuosa, salvaje, y la pandorga cabeza abajo<br />

que cae trazando un itinerario de meteoro que se estrella estrepitosamente, con un rasguido<br />

de palitos y seda rotos, en los hilos eléctricos. Y allí queda, irremediablemente prisionera.<br />

El niño mira al padre, pensando que aquel hacedor de estrellas no es tal genio ni tan<br />

infalible como creía.<br />

El patito feo


El patito feo, después de tanto sufrir, se miró en el espejo de las aguas y se vio<br />

convertido en un bello cisne. El hijo del granjero gritaba alborozado que tenían el más<br />

hermoso cisne de los contornos. Orgulloso, el expatito feo pensó que sus problemas<br />

terminaban. Pero no era así, pues vino el granjero, lo miró ceñudo, murmuró que los cisnes<br />

no se comen, y lo echó a patadas del estanque.<br />

Círculo vicioso<br />

Ella era rica. Él era pobre. Se enamoraron. El padre de ella, oligarca y plutócrata, dijo<br />

que no. La mamá de él, humilde y ambiciosa, dijo que sí. Por ambos lados opinaron los<br />

parientes, aconsejaron los amigos, sentenciaron los viejos y tomaron banderas los jóvenes.<br />

Por dos años permanecieron firmes en su amor, y sucedieron cosas. El padre de ella perdió<br />

su fortuna y la madre de él ganó la lotería. Ellos siguen amándose, pero la madre de él dice<br />

que no, y el padre de ella que sí, y los parientes opinan y los amigos aconsejan, los viejos<br />

sentencian y los jóvenes toman banderas.<br />

El círculo<br />

Cuando tenía 6 años, fue preso, denunciado por hurtar caramelos. A lo largo de su vida<br />

volvió a ir preso por distintas razones. Llevó serenatas sin permiso, conspiró, hizo una que<br />

otra estafa, pegó a su mujer y peleó con el vecino. También estuvo preso por «escándalo en<br />

la vía pública» y por insultar a la autoridad. La última vez que estuvo preso, era ya un<br />

anciano de 85 años, denunciado por hurtar caramelos.<br />

Policial<br />

La hija del ladrón se enamoró del policía, y fue correspondida. Pero el policía tuvo que<br />

arrestar al ladrón. Entonces la hija fue a suplicar a su amado por la libertad de su padre,<br />

pero el policía tenía en su despacho un cartelito que decía: «El Deber Ante Todo». Al final,<br />

todo resultó bien, porque como era su deber, dejó preso al ladrón, y como era su deber, se<br />

casó con la hija para no dejarla desamparada.<br />

Secreto<br />

Tenía 18 años y los lucía como si fueran kilates. Vestía con elegancia y distinción,<br />

siempre lo de última moda y lo más caro, a pesar de no ser rica. Sus amigas le preguntaban<br />

su método, pero ella callaba, porque sencillamente había descubierto que para vestir bien, el<br />

secreto era desvestirse bien.


El hijo<br />

Pecaron. Vino un hijo que ella quiso y él no. «Es tu problema», le dijo, y desapareció. El<br />

chico creció, y al aprender a hablar aprendió a preguntar. «¿Dónde está mi papá?» Ella le<br />

contestaba que se había ido a un largo viaje, y al decirlo, se preguntaba a sí misma a qué<br />

distancia queda el desprecio.<br />

Mujer...<br />

Él amaba a su gato y ella adoraba a su canario. Un día, el gato se comió al canario y ella<br />

estuvo inconsolable. Él fue a la tienda de animales y le trajo un nuevo canario, más<br />

hermoso y más cantor que el anterior. Ella devolvió a la tienda de animales el canario y lo<br />

cambió por un perro.<br />

Tragedia<br />

Su esposa salió de compras con el auto y tuvo un accidente, del cual le informó<br />

telefónicamente un amigo. Al escuchar la noticia sintió un desfallecimiento de pánico, una<br />

sensación de pérdida, una predestinación de tragedia irreparable, y con voz temblorosa, le<br />

preguntó al amigo: «¿Qué le paso al auto?»...<br />

El jardinero<br />

Él tenía 55 años y ella 20. Ella quiso diseñar un nuevo jardín y el esposo consintió. Se<br />

dividieron el trabajo y mientras él compraba las semillas, ella contrató al jardinero. Las<br />

rosas florecen y resplandecen. Y ella, más.<br />

Defensa<br />

La viuda joven y la divorciada hermosa iban siempre juntas, pero no eran amigas, sino<br />

aliadas, como soldados de infantería que se ponen espalda contra espalda para combatir<br />

mejor.<br />

Sexo y H. P.


Él manejaba un traqueteante 2 CV. Ella lo pasó como una centella al volante del Alfa<br />

Romeo Super Sport. Él no tuvo más remedio que sentirse menos masculino, pero se<br />

consoló en lo menos femenina que era la chica al volante de aquella bestia mecánica. Y al<br />

final, dedujo filosóficamente que la igualdad de sexos también puede ser una cuestión de H.<br />

P.<br />

Amor y celos<br />

Fue el primer amor, y como siempre sucede, ella se casó con otro, y él permaneció<br />

soltero, un poco por desengaño y otro poco por comodidad. Ella tuvo una hija que era su<br />

vivo retrato. Él, maduro ya, conoció a la hija de su antiguo amor, y la amó como había<br />

amado a la madre, y la muchacha amó al galán maduro como no lo había amado su madre.<br />

La madre siente unos celos ardientes, pero todavía no está segura de quién.<br />

Locuras<br />

La loca me miró a través de las rejas y sonrió. Era joven y hermosa y soñé con hacer mía<br />

a aquella mujer después de rescatarla de la obscuridad. Volví una y otra vez, pero el médico<br />

me dijo: «Es incurable». La miraba y me dolía su hermosura y su sonrisa de niña confiada.<br />

Mi sueño de curarla y tenerla se hizo trizas, pues ella nunca sería cuerda. Sin embargo,<br />

ahora somos felices. Yo me volví loco, estamos juntos.<br />

¿Vivir...?<br />

Carlos murió a los 76 años. A los 20 había entrado a trabajar de dependiente en un gran<br />

almacén, y se jubiló a los 50. Joven aún, volvió a emplearse en otro almacén, y se jubiló a<br />

los 75, muriendo un año después, casi sin gozar de su doble jubilación. Por su parte, Raúl<br />

murió a los 32 años. A los 15 se había fugado de su hogar y viajó como ayudante de<br />

cocinero en un barco de ultramar. Fue mozo en París, músico en Atenas, soldado en África,<br />

croupier en Montecarlo y gondolero en Venecia. Cuando tenía 32 años, lo mató un<br />

marinero celoso. Carlos vivió mucho, pero vivió poco. Raúl vivió poco, pero vivió mucho.<br />

Ministro<br />

Se pasaba murmurando «Si yo fuera Ministro». Y un buen día lo fue. Le abrumaron los<br />

problemas, tanto que olvidó las fórmulas milagrosas que pensaba cuando quería ser<br />

Ministro. Entonces salió a la calle, y encarándose con un ciudadano con aire de infeliz, le<br />

preguntó: «¿Qué haría usted si fuera Ministro?»


50 años<br />

Cuando cumplió 50 años, decidió celebrarlo con los amigos de cuando tenía 25.<br />

Eduardo, el bailarín incansable; Federico, el seductor; Arsenio, el infatigable contador de<br />

chistes; Juan Carlos, el prodigioso bebedor de cerveza. La idea era rememorar tiempos<br />

felices y vinieron todos, pero los recuerdos habían ido quedando a pedazos en el itinerario<br />

de los años. Además, el bailarín tenía reuma, y el seductor miraba su reloj con angustia,<br />

deseoso de irse a casa, y el contador de chistes se los había olvidado todos, enterrada su<br />

alegría bajo los escombros de una jubilación mísera, y el bebedor de cerveza sólo tomaba<br />

Coca Cola, por su hígado. Cuando se fueron todos, se dijo desconsolado: «Los 50 años no<br />

se cumplen. Se nos vienen encima».<br />

Diferencia<br />

El viejecito estaba sentado en un banco de la plaza. La viejecita en otro. Pasó una<br />

jovencita y el viejecito la miró con lujuria. Pasó un jovencito y la viejecita lo miró con<br />

ternura. El viejecito soñaba con volver a ser joven, para Vivir. La viejecita estaba contenta<br />

de seguir siendo abuela, antes de Morir.<br />

Castigo<br />

Cuando era niño, cazaba pajaritos con un rifle de aire comprimido. La carne casi<br />

inmaterial de los canarios y gorriones se desgarraba al impacto de sus municiones.<br />

Plumajes azules, verdes, amarillos, rojos, se manchaban con el púrpura de la sangre.<br />

Creció, se hizo hombre y ya no mataba pajarillos sino jabalíes asustados, tapires<br />

bonachones, tigres acosados, venados que aun en la muerte tenían en los ojos el pánico y la<br />

angustia. Llegó a viejo y murió. En el Infierno inventaron un castigo nuevo para él: pasear<br />

por un bosque encantado, iluminado de trinos y lleno de piezas de caza. Y él iba<br />

desarmado.<br />

Historia<br />

Cuando él era niño, su madre enviudó y se casó de nuevo. Su padrastro quería tener<br />

familia suya, y lo enviaron a vivir con una tía. Apretó los labios y no se quejó. Se hizo<br />

hombre y castigó a su madre en todas las mujeres. No amó a ninguna y usó a todas. Cuando<br />

necesitaba compañía femenina, la pagaba. Pagaba a sus amantes, a sus enfermeras, a sus<br />

compañeras de excursión, a la que le cuidaba la ropa y a la que limpiaba su departamento.<br />

Murió viejo y solo, y en la soledad del gran dormitorio, cuando sentía que se hundía en


aquella nada sin nombre, tendió las manos y susurró el llamado tierno y desesperado que<br />

postergó desde siempre: ¡Mamá!<br />

Frustración<br />

Su manía eran los velorios. Gustaba del morboso placer de dar las condolencias.<br />

Envidiaba el dolor de los parientes y hasta la triste majestad del cadáver yacente entre<br />

maderos lustrosos y raso. Vivía soñando en su propio velorio como el pobre sueña en su<br />

casita propia, y se pasaba horas de insomnio imaginando su ataúd, la montaña de coronas y<br />

las frases patéticas estampadas en el álbum a la luz de los cirios. Tanto esperó que al fin se<br />

cumplió el sueño de su vida: morir. Pero al único velorio al que no pudo asistir fue al suyo,<br />

porque murió ahogado y se lo llevó el río.<br />

La vida continúa<br />

Llevaba ocho días de enterrado. Al noveno, su viuda se decidió a abrir las ventanas de la<br />

casa y entró el sol con un brillo casi irreverente. Por la tarde ella se miró al espejo, se vio<br />

pálida y se permitió un toquecito de maquillaje. Un poco después su hija regresó del<br />

Colegio, puso un disco en el combinado y la música sacó como a empujones a la tristeza<br />

que había estado fermentando en la obscuridad de la casa cerrada. Más tarde sonó el<br />

teléfono y el hijo atendió la llamada de una chica, y hubo risas. El olvido había empezado.<br />

Suceso<br />

Inmensa pena causó en diversos círculos la muerte de aquel ciudadano de excepción. El<br />

Comercio, la Industria, el Deporte y la Cultura rindieron banderas enlutadas. Los diarios le<br />

dedicaron sentidos artículos necrológicos, y uno de ellos expresó que la Patria inclinaba la<br />

testa, entristecida por la pérdida. Sin embargo, poquísima gente fue al entierro. Llovió.<br />

Encuentro<br />

Volví a ver a mi primer amor. Me regaló la sombra de una sonrisa y se fue del brazo de<br />

su esposo. Le devolví su esbozo de sonrisa y me fui del brazo de mi esposa. Pero las dos<br />

sonrisas quedaron allí, se tomaron de la mano y se fueron caminando por las calles de la<br />

nostalgia.


Extremos<br />

El nieto y el abuelo, sentados en el verde césped, veían pasar el tren, como de juguete,<br />

allá en el fondo del valle. El abuelo, que había venido de muchas partes y estaba llegando a<br />

destino, se preguntaba: «¿De dónde vendrá?» El nieto, que aún tenía que andar todos los<br />

caminos, se preguntaba: «¿Adónde irá?»<br />

Hombre feliz<br />

Volvieron los mensajeros e informaron al Rey que el hombre feliz no tenía camisa.<br />

Entonces el Rey firmó un Decreto prohibiendo a todos los hombres del reino que usaran<br />

camisa. Pero en vez de una epidemia de felicidad hubo otra de pulmonía. Furioso, el Rey<br />

hizo ahorcar a los mensajeros por mentirosos.<br />

El fin del mundo<br />

Todos los observatorios astronómicos del mundo, los científicos y las computadoras,<br />

confirmaron que el fin del mundo ocurriría dentro de cien años. Cada habitante del planeta<br />

suspiró de alivio porque no vería el cataclismo. Y en realidad, ese día, cien años antes,<br />

empezó el fin del mundo.<br />

El río<br />

Cuando iba río arriba, divisé desde el barco el ranchito que se alzaba en la costa. Una<br />

mujer lavaba ropa, dos chiquillos jugaban en la playita, y el hombre pescaba la comida del<br />

día. Tiempo después, regresando río abajo, vi que las aguas habían crecido y del ranchito<br />

apenas se veía el techo pajizo. Los cuatro se habían marchado a empezar de nuevo. Y<br />

entonces pensé que el río es como la vida: nos alimenta de a poco, y nos come de golpe.<br />

49 años<br />

Cuando cumplí cuarenta y nueve años, miré un álbum y encontré un retrato de mi padre,<br />

que murió a los 42. Absurdo y real, allí estaba mi padre, más joven que yo, destruyendo una<br />

relación que creía eterna. Entonces me di cuenta que me acababa de recibir de viejo.<br />

Nicanor


Nicanor no sabía qué hacer. Campesino bueno como era, tenía ideas simples y rectas. Y<br />

se enfrentaba a un problema, común a muchísimos campesinos como él, encarados de<br />

pronto, demasiado rápido para su gusto, a las nuevas exigencias del progreso.<br />

El camino, que ahora pasaba por su rancho y su capuera, lo había trastornado todo.<br />

Desde siempre aquello fue una carretera arenosa y desierta. Ahora era camino, con asfalto,<br />

y con un tránsito veloz y rugiente. Como hombre de trabajo, Nicanor se alegró en cierto<br />

modo. Vendió la carreta cansina y la yunta de bueyes, con alguna tristeza, porque se había<br />

encariñado con «Número» y «Letra», como había bautizado a sus animales de tiro, más que<br />

nada para demostrar que él, el dueño, no era analfabeto. Ahora le bastaba sacar su cosecha<br />

a la vera del camino y el acopiador venía en camión a llevársela.<br />

Hasta ahí todo iba bien. Pero quedaba «Guapo», como un problema vivo. «Guapo» era<br />

su montado, compañero de largas jornadas hasta el pueblo, paciente, sufrido, caminador,<br />

sin caprichos temperamentales aun cuando el peso se sobrecargaba algún domingo de fiesta<br />

patronal, y se hacía triple, con María, su esposa, en las ancas, y Niño, el retoño, sobre la<br />

cruz. «Guapo» no era simplemente el montado, era un compañero, un alivio en la angustia<br />

de la soledad, del aislamiento y la distancia. Pero el camino también había anulado a<br />

«Guapo», que había quedado fuera de época, sobre todo cuando Nicanor compró la moto,<br />

que devoraba alegremente las distancias, y ponía al pueblo allí cerca, a la vuelta de la<br />

primera curva.<br />

«Guapo» pastaba y engordaba en el potrero, con el aire levemente ofendido de<br />

desplazado, ignorante de que varias veces se había detenido frente al rancho el «camión<br />

jaulero», enorme como una cárcel rodante, ofertando la compra de «Guapo». Pero Nicanor<br />

se había negado. Sabía el destino de aquellos caballitos que iban en la gran jaula rodante.<br />

Primero, la humillación de ser despojados de crines y cola, y luego, haciendo figura triste,<br />

irían al matadero.<br />

Semejante destino para «Guapo» no gustaba a Nicanor, aunque en realidad, aquellos<br />

guaraníes ofertados por «Guapo» no podía tasarse en dinero, sino en cariño. «Guapo» no<br />

significaba tantos kilos de carne y unos cuantos billetes, sino mucho más, el sacrificio<br />

callado, la camaradería extraña del hombre con las cosas, vivas o no, que conforman su<br />

mundo, su esperanza y sus raíces. Entregar a «Guapo» para que lo mataran, despedazaran y<br />

enlataran, era como arrancar sus raíces de la tierra y quedar flotando en un mundo nuevo y<br />

más cómodo, pero desconocido. Por tanto decidió conservar a «Guapo», vivo y ágil,<br />

engordando en el potrero, con su estampa buena, que recordaba a Nicanor que el progreso,<br />

con sus muchos cambios, perfecciona al hombre, pero no cambia su naturaleza, hecha de<br />

bondad, de sencillez y de amor.<br />

Sí. «Guapo» quedaría en paz, y de vez en cuando, cuando la estampa del macho debía<br />

lucirse, no sería sobre la maloliente trepidación de la moto, sino en lomos de «Guapo»,<br />

oloroso de cuero vivo a sudor alegre, que iría devorando distancias hacia la fiesta<br />

pueblerina con el júbilo viril de una polka desgranando desafíos, silbada a todo pulmón, y<br />

rompiendo el silencio del atardecer.


Lo grotesco<br />

Mucha gente suele preguntarse qué es lo grotesco. El Diccionario, desde luego, lo<br />

define, pero se queda corto, porque en lo grotesco hay una sutileza de transfondo, un<br />

emerger insidioso de entrelíneas, una sugestión burlona de lo no dicho, pero lo pensado. Lo<br />

grotesco no se define, se lo siente, a veces como el cosquilleo de una pluma suave sobre la<br />

manzana de Adán, donde suponemos nace la risa; y a veces como una punzada de acero en<br />

el corazón, donde nace el llanto.<br />

En cierto modo, lo grotesco es como esa tenue línea divisoria entre la luz y la sombra,<br />

pues está ahí, entre lo que da risa y da pena, las dos cosas al mismo tiempo; y entre lo que<br />

no sabemos si mueve nuestra compasión o nuestra hilaridad. Es el fruto híbrido de la unión<br />

avergonzada de lo cómico y lo trágico.<br />

Indefinible como es, lo grotesco exige, más que la explicación, el cómodo expediente<br />

del ejemplo. Y a tal ejemplo voy, para dar mi propia versión de lo grotesco, versión tan mía<br />

que es mi propia historia. Si el amigo lector se apena por mí, muchas gracias. Si se ríe, no<br />

le culpo.<br />

El caso es que éramos tres hermanos en mi familia. Pero ahí no está lo grotesco, sino en<br />

que me tocó en suerte (!) ser el segundo, es decir, más joven que el mayor, pero más viejo<br />

que el menor, situación «cronológica» que, en cierto modo, ya me convertía como en ese<br />

espacio vacío encerrado entre paréntesis.<br />

Ya de niño, esa incómoda posición del queso en el sandwich se me insinuaba con visos<br />

de tragedia. Mi padre contemplaba orgulloso al mayor, y decía que era el heredero de su<br />

responsabilidad y de sus virtudes. Mi madre mimaba al menorcito por la sencilla razón de<br />

que, como menorcito, era el depositario de toda su ternura. Entre el mayor endiosado por<br />

papá, y el menor idolatrado por mamá, yo flotaba en una especie de limbo sentimental, sin<br />

ubicación en el orgullo de mi padre, y sin cabida en el corazón de mi madre.<br />

La familia, naturalmente, tenía que ahorrar. No éramos ricos. Y se ahorraba en ropa,<br />

especialmente de acuerdo a un sistema fijo: yo heredaba la ropa «que le dejaba» a mi<br />

hermano mayor, con el resultado de que «mis» pantalones eran hasta las rodillas y con<br />

tremendos bolsones por detrás, ahí donde mis escuetas nalgas no tenían capacidad para<br />

llenar los espacios vacíos. Ahora que lo recuerdo, caigo en la cuenta del porqué de aquel<br />

«marcante» (debería decir «mote», pero «mote» no es, es «marcante») que me adjudicaron<br />

y que llevé como Cristo sus espinas: Pandorga.<br />

Nunca tuve la satisfacción de ver cómo unos pantalones «míos», o una camisa, eran<br />

traspasados a mi hermanito menor, en primer lugar, porque mi madre se empeñaba<br />

amorosamente en reproducir todos los figurines en él, y en segundo lugar, porque después<br />

de haber yo usufructuado en herencia unos pantalones, quedaban en tal estado que sólo<br />

servían para lustrar zapatos.


Cuando mi padre iba a la cancha de fútbol, se llevaba al mayor, «porque era el más<br />

entendido». Y cuando mamá iba de visita a casa de algunas de sus amigas, donde<br />

posiblemente se repartían caramelos, se llevaba al menor, «porque viajar en tranvías con<br />

dos niños es peligroso», y desde luego, «no puedo dejar al chiquilín en casa».<br />

Pasó el tiempo. Nos hicimos jóvenes los tres, y me acostumbré a salir con mi hermano<br />

mayor. Al mismo tiempo conocimos a una linda chica, y nos enamoramos los dos de ella.<br />

Como ya el lector supone, ella aceptó a mi hermano porque «yo era demasiado joven». Mi<br />

hermano se casó con ella, y naturalmente serví de testigo. Dos o tres años después, mi<br />

hermanito menor empezó a salir conmigo. Se repitió la historia de la misma chica, y esta<br />

vez fui postergado en beneficio de mi hermano, porque yo era demasiado viejo para ella. El<br />

querubín se casó con ella y yo serví de testigo.<br />

Finalmente, me casé yo también. Tengo tres hijos varones. Verá usted, amigo lector, que<br />

al final soy muy afortunado. Tres hijos no son poca cosa, cuando son fuertes y saludables,<br />

sobre todo el mayorcito, que lleva mi nombre, y es todo un carácter, y revela una madurez<br />

de criterio que me hace mirar feliz el porvenir, porque el chico es todo un hombrecito, lo<br />

que se dice un verdadero sustituto del padre cuando la Parca me lleve, sí señor.<br />

En cuanto al menorcito, es la delicia y el embeleso de mamá, el adorno de la casa, la<br />

sonrisa que atenúa mi cansancio, las manecitas que ahuyentan mis preocupaciones.<br />

Y aquí está la lección, amigo lector. No hay que desesperarse. De lo grotesco uno puede<br />

evadirse, como me evadí yo, creándome una familia, con una mujercita cariñosa y dos,<br />

perdón, tres hijos saludables, en los que hay tema para rato, pero no puedo seguir<br />

escribiendo, pues mi mujer me está llamando para darle la paliza correspondiente al<br />

segundo de mis hijos, que esta tarde rompió los pantalones (casi nuevos) que la semana<br />

pasada empezaron a quedarle chicos al mayorcito.<br />

El puente<br />

Era un viejo puente de ladrillos y piedra, construido en arco sobre el riacho turbio y<br />

maloliente que arrastraba los desperdicios de la curtiembre cercana.<br />

Nadie se acodaba en sus gruesas defensas para contemplar el paisaje, que no existía,<br />

porque a la derecha la perspectiva era interrumpida por el feo murallón de un maloliente<br />

depósito de cueros, y a la izquierda el riacho se precipitaba en una barranca roja y áspera,<br />

como una gran boca desdentada que en los días de lluvia parecía hacer monstruosas<br />

gárgaras con las aguas pluviales que la ciudad descargaba en sus fauces.<br />

Era un puente sin el amable misterio de todos los puentes. La gente no lo cruzaba con<br />

esa curiosa sensación de victoria que se siente el pasar por encima de obstáculos vencidos.<br />

Más que cruzarlo, lo huía. Huía de su hedor, de su fealdad, de su aspereza de piedra. Bajo<br />

su arco corría el agua verdosa, arañada por la roca ribereña, sin dar vida ni al pasto ralo que<br />

entre las junturas toscas moría envenenado a la vera del agua.


Aun uniendo los dos sectores del pobre río, no era en sí mismo un elemento de unidad.<br />

Centrado en el hedor del riacho, las casitas escuetas de ambas márgenes se alejaban de él,<br />

como un círculo curioso pero asqueado de personas que contemplan un cadáver tirado al<br />

sol.<br />

El vecindario no amaba ni odiaba el puente, con su leyenda o su romance, sino una<br />

manera fácil y un poco molesta de cruzar el riacho.<br />

Pero Tobías era la excepción. Amaba al puente. Y en cierto modo, intuía que el puente y<br />

él constituían una unidad, aglutinada en el común denominador de la indiferencia ajena. En<br />

la barriada de casuchas apretadas, Tobías no tenía casa, ni familia, ni nombre. Alguien le<br />

llamó una vez «Tobías», después de escuchar en la radio un poema sobre un loco que se<br />

llamaba así, y en Tobías quedó.<br />

La de Tobías era una locura extraña, tal vez difícil de ubicar en algún escalón concreto<br />

de ese sombrío descenso al abismo que es la locura. Todo en él era mansedumbre. Una<br />

vivencia fofa y maleable, débil a los empujones, de callada paciencia; y más que eso,<br />

indiferencia ante la crueldad de los niños, y una cerrada, absoluta timidez para aproximarse<br />

a la gente. Sólo el hambre era capaz de vencer su encogida reserva, y entonces, con paso<br />

tardo, como si cada pie diera valor al otro con el ejemplo, se llegaba hasta la cerca más a<br />

mano, se apoyaba en los alambres de púas, y cuando por fin alguien se daba por enterado<br />

de su presencia, modulaba una sola palabra, que parecía salir abollada después de un difícil<br />

viaje a través de una apretujada angustia: «Pan».<br />

Conquistado el mendrugo, volvía presuroso, con velocidad de huida, en dirección al<br />

puente. Se sentaba a su sombra, apoyando la espalda contra el nacimiento robusto del arco,<br />

y consumía su pan.<br />

Tal vez, en su enredada escala de valores, el puente le había ayudado a extraer una<br />

conclusión concreta, específica, una idea completa, elemental y redonda, que no se echaba<br />

a rodar hasta perderse en la sombra inalcanzable de más allá de su corta zona de luz, sino se<br />

quedaba allí, en su cerebro, como un farillo débil, pero ya capaz de hacerle vislumbrar los<br />

perfiles de su condición humana. Entonces el puente era para él el «sitio donde-se-vuelve»,<br />

el hogar, el punto donde coincidían todos los caminos del regreso, la tranquilidad de estar<br />

en un sitio propio, defendido por la posesión ejercida y no discutida.<br />

Tobías amaba el puente con el amor egoísta que da la posesión. Por la mañana, cuando<br />

los hombres iban a sus obscuros trabajos en el Puerto o en las fábricas, y las mujeres lo<br />

cruzaban con sus amplias canastas de recolectores de botellas, Tobías se sentaba en la<br />

colinilla que dominaba el puente, y su mirada se iluminaba con el generoso brillo del<br />

propietario amable que permite el usufructo de su legítima propiedad. Después, cuando la<br />

bronca sirena de la curtiembre sonaba a las 7.30 y el último transeúnte se perdía en la curva<br />

de la calle arenosa, Tobías bajaba a revisar su puente, a tirar al agua colillas de cigarrillos o<br />

cáscaras de banana, y tras dejarlo limpio, a acariciar sus defensas de piedra con el aire de<br />

quien acaricia un caballo bueno y paciente y sudoroso que acaba de soportar sobre su lomo<br />

el peso de todas las miserias del mundo.


Finalmente, ejecutaba el rito de todas las mañanas. Se ubicaba en un extremo del puente,<br />

se erguía con una majestad que sus harapos no amenguaban, y con paso airoso cruzaba SU<br />

puente, la cara barbuda y sucia iluminada por el señorío total sobre aquella estructura de<br />

piedra y ladrillo. Cruzado el puente, volvía a ser él mismo, una máquina de caminar, rumbo<br />

a la Escuela donde la compasión de una maestra reservaba para él un pedazo de pan y un<br />

vaso de desvaída leche en polvo.<br />

Una mañana, con un cortejo espantable de rugir de motores, asomó por la calle arenosa<br />

la chata narizota de una topadora, amarilla como la destrucción. Iniciando la tarea desde el<br />

límite del murallón, empezó a cruzar en vaivén el riacho, empujando en cada regreso, con<br />

el hocico, un enorme terrón que echaba al agua, como un gran perro previsor enterrando un<br />

hueso para peores momentos, mientras más allá, casi en la lejanía, tendía una gruesa tubería<br />

desde la curtiembre, como para aprisionar al riacho viejo en una celda circular.<br />

Tobías, instalado en lo alto de su puente, contemplaba fascinado el trabajo de la<br />

máquina. Al principio parecía divertido e interesado. Pero luego, cuando los terrones<br />

interrumpieron el fluir del agua y bajo el puente sólo quedó la arena verdosa y húmeda<br />

acunando la muerte de miles de latas herrumbrosas, el espanto fue dibujando trazos nuevos<br />

en su cara desde siempre ausente de expresión.<br />

Sepultada el agua... ¿De qué serviría el puente? La intuición de un peligro crecía y<br />

germinaba en su cerebro con una intensidad sincronizada con el movimiento de la máquina,<br />

péndulo que iba aproximando el tiempo de la muerte en cada vaivén que la acercaba un<br />

poco más al puente. Con ese mismo ritmo la intuición maduraba, y se convertía en<br />

certidumbre razonada y doliente. Durante dos días Tobías olvidó salir a buscar su pan, y su<br />

pan, y su leche. Vigilaba el trabajo de la máquina amarilla, y cuando al atardecer paraban<br />

sus motores y el hombre encaramado al asiento se iba, Tobías seguía vigilando, hasta que<br />

caía la noche, y con paso furtivo, dando un gran rodeo para no aproximarse al monstruo<br />

amarillo, se acercaba al murallón donde empezara a morir el riacho, y con un palo a guisa<br />

de herramienta, trataba de cavar de nuevo el cauce borrado por la eficiente máquina,<br />

arañando escombros, y murmurando a solas sus escombros de ideas tristes hasta el<br />

amanecer.<br />

El cuarto día de trabajo el poderoso hocico de acero rozó los costados del puente,<br />

arrancando un lamento a la piedra. El monstruo retrocedió, jadeante y dispuesto al ataque.<br />

Tobías, anhelante, de pie sobre su puente, parecía esperar la embestida. Pero el conductor<br />

descendió de su asiento. De un jeep que se aproximó entre polvaredas bajó un hombre<br />

joven, el Ingeniero de la Empresa. Ambos miraban al puente y discutían tal vez la mejor<br />

forma de matar al enemigo. ¿La topadora o el piquete de demolición?<br />

El Ingeniero se aproximó a la estructura, se introdujo debajo de su arco, palpando,<br />

calculando resistencias y debilidades. Luego salió de allí y lo cruzó en uno y otro sentido,<br />

examinando, midiendo, evaluando el costo de una cuadrilla frente al riesgo de una biela<br />

rota. Pesaba posibilidades cuando una mano sucia y tímida le tiró la manga de la camisa<br />

sudorosa. Se volvió y se enfrentó a una figura triste y a unos ojos implorantes y a una boca<br />

que hacía un desesperado esfuerzo para modular una palabra: -Puente.


Tobías decía «puente» con el mismo tono implorante que decía «pan», pero el joven<br />

Ingeniero no tenía por qué entenderlo. -Sí, sí -dijo riendo-, es un puente. Luego, al<br />

maquinista. -Probemos empujando, pero primero, saquen Paul Belmondo, de ahí arriba.<br />

Un ayudante se aproximó a Tobías, y sin muchos miramientos lo descendió del puente.<br />

El maquinista volvió a trepar a su asiento. Se oyó el chirrido del embrague, y el furioso<br />

morderse de engranajes al colocar la palanca en primera. Luego la máquina aceleró con un<br />

rugido triunfal, y se fue acercando suavemente, con deliberación asesina. Apoyó con<br />

delicadeza su robusta nariz de hierro en la mampostería, y su motor empezó a trepar hasta<br />

agudos tonos de victoria, empujando, empujando siempre, hasta que una ancha rajadura,<br />

como la herida de un machetazo invisible, apareció en el costado del puente. La rajadura<br />

creció, cayeron piedras y ladrillos al lecho seco. El puente pareció combar más aún la curva<br />

de su lomo antiguo, cediendo al empuje, vaciló un poco, y se derrumbó y se deshizo en<br />

grandes trozos.<br />

Y fue en ese mismo momento que se vio a una figura andrajosa y desesperada perderse<br />

en el polvo, convertirse en una silueta frenética que se introducía bajo el arco herido,<br />

tratando de detener la caída, y terminar borrada por los grandes trozos de escombros que le<br />

caían encima.<br />

Los dos diarios<br />

En el diario de Ana - 10-V-69<br />

Acaba de mudarse un muchacho bastante pasable en la casa de enfrente. Le mandé a<br />

Pocholito que le mirara el dedo mientras ayudaba a bajar los muebles. No tiene anillos, es<br />

soltero. Puede ser mi oportunidad. Necesito más datos para trazar mi estrategia.<br />

En el diario de Hugo - 10-V-69<br />

Acabo de mudarme en una casita independiente. No está mal. Es un barrio tranquilo y<br />

bastante alejado de la pensión. Creo que a la vieja le resultará difícil encontrarme para<br />

reclamar el clavo de seis meses que le dejé. Hoy estuve reflexionando. Ya no puedo vivir<br />

así, haciendo del vivo que vive del zonzo. Me miré en el espejo. No estoy mal: 25 años,<br />

pelo negro, tipo amante latino. Un buen casamiento puede ser...<br />

En el diario de Ana - 11-V-69<br />

Empiezo a conocerlo. Hoy se asomó a la ventana, leyendo un libro. Usé el largavista que<br />

suele llevar papá al hipódromo, y pude leer el título del libro: AZUL, de Amado Nervo, es<br />

decir, el tipo es un relamido a la antigua, de los que gustan de convertir a la mujer en


vaporosas apariciones celestiales, y tienen sueños llenos de doncellas de «trigal cabellera»<br />

y de «ojos profundos como el mar» (ja ja). Ya sé con cuánta azúcar toma el hombre este el<br />

café con leche de la vida.<br />

En el diario de Hugo - 11-V-69<br />

Hoy amanecí seco. Lo que se dice sin un céntimo. Pensé llamar a Arsenio, el único que<br />

todavía no ataja mis penales financieros, pero me costó encontrar el número del teléfono.<br />

Menos mal que recordé haberlo anotado en un libro que hice volar de la sala de espera del<br />

dentista. Lo robé por el título: AZUL, pensando que era un manifiesto del Partido Liberal,<br />

pero resultó ser de versos de un tal Amado Nervo. Al final encontré el número en una de<br />

sus páginas. Nota: En la casa de enfrente vive una fulana con cara de necesitada. Vieja no<br />

es. Además, la casa puede valer como 2 millones. Y tiene antena de TV. Parece ser hija<br />

única, y el padre tiene un lindo Mercedes 1965. Vale la pena investigar más. Lo dicho, un<br />

buen casamiento puede terminar con mis angustias de eterno moroso.<br />

En el diario de Ana - 15-V-69<br />

Hoy empecé el ataque. Esta vez no debo fallar. Debo mostrar a Raúl, a Marcelo, a<br />

Antonio, José y Anastasio, que no supieron valorarme en lo que soy y en lo que valgo.<br />

Como decía, empecé el ataque, como buena generala del amor, atacando al adversario en su<br />

punto débil: su romanticismo de naftalina. Por la mañana temprano me puse un juvenil<br />

vestido de percal, corto y acampanado, y salí a regar el jardín, «dejando que el sol<br />

mañanero jugueteara con mi suelta cabellera (ja ja)». Se asomó y me miró desde su<br />

ventana.<br />

En el diario de Hugo - 15-V-69<br />

Averigüé. La casa es propia y ella es hija única de padre viudo. Y empiezo a conocerla.<br />

La fulana es del tipo romántico, de las que gustan vestirse como muñequitas de porcelana y<br />

salir a regar las flores del jardín por la mañana temprano, como en esas películas idiotas de<br />

antes, con cantos de pajaritos y toda esa utilería que gusta a las tilingas destinadas a vestir<br />

santos. La conquista será fácil. Mañana empiezo. Necesito una corbata de lazo. Y ensayar<br />

ante el espejo una lánguida mirada de poeta. Creo que también me voy a dejar un bigote, o<br />

mejor, un bigotazo bien bohemio, como ese no sé cómo se llama de Los Tres Mosqueteros,<br />

la novela esa de Cervantes que leí hace unos años. Nota: la fulana esa debe ser medio ida de<br />

la cabeza. Yo no sé para qué regaba el jardín si anoche llovió a cántaros. En fin...<br />

En el diario de Ana - 19-V-69


Hoy estuve regando el jardín, procurando que la alergia que me dan las rosas no me<br />

haga estornudar, cuando él pasó por la acera de mi casa, con pinta de completo estúpido, tal<br />

como me imaginaba. En vez de corbata, un lazo mal atado. Tiene un proyecto de bigote<br />

que, cuando crezca, le va a hacer parecer un cosaco con hambre. ¡Y la mirada, Señor!,<br />

lánguida, romanticona, exhibiendo, como diría su Amado Nervo, «La tímida virilidad del<br />

enamorado...» (ja ja). Me saludó y yo le contesté «ruborizada». Claro que para ruborizarme<br />

tuve que aguantar la respiración durante un minuto y medio, como recomienda Helene<br />

Curtiss en Para Ti.<br />

En el diario de Hugo - 19-V-69<br />

Cayó la pájara. Debería dedicarme a actor. Pasé por su lado luciendo la delicada y a la<br />

vez varonil estampa del poeta enamorado. La saludé, y me contestó todo ruborosa. ¡Había<br />

que ver lo colorada que se puso! Llevarla al altar es pan comido. Mujeres que ruborizan así,<br />

aunque ya sean mayorcitas, como ésta, no saben decir «no». Mañana me quedo a charlar<br />

dos palabras.<br />

En el diario de Ana - 20-XII-69<br />

Ayer me casé con Hugo. Pero pasa algo raro: ¡Qué cambiado está!<br />

En el diario de Hugo - 20-XII-69<br />

Ayer me casé con Ana. Pero pasa algo raro: ¡Qué cambiada está!<br />

Anticuentos<br />

Del miedo<br />

Me avisaron -no recuerdo cómo- que Valerio me buscaba para matarme. No recuerdo<br />

quién me susurró aquello. Lo entreví apenas, como una sombra, diciendo cosas en mis<br />

oídos, con una voz reptante y pegajosa, como de caracol. Cuando me volví, ya no estaba -<br />

¿estuvo realmente?-. Una duda saludable me ensanchó el pecho y por mi garganta se coló<br />

un intento de risa. Tal vez fuera todo imaginación, y Valerio no quisiera realmente<br />

matarme. Sin embargo -es innegable- entreví la sombra amorfa y sentí cómo aquella voz<br />

soplada por el miedo, retorcida y desagradable, me introducía por los oídos este reptar<br />

tembloroso de gusano herido, que me llena la boca de acidez -será el gusto del pánico,<br />

pienso- y desde entonces vivo así, esperando que Valerio aparezca, echando lumbre por los<br />

ojos y mordiéndose la lengua para no soltar la palabra del perdón. Aparecerá, desde luego.<br />

No hay escondite posible, porque Valerio está en todas partes, es infernal, muere dentro de<br />

una burbuja dorada cuando enciendo una linterna y vuelve a nacer como un borrón vivo de<br />

tinta china al apagarla. Valerio está en todas partes, y en cada minuto es parido, incluso por


las cosas que parecen refugios. Es inútil buscar protección. Valerio rompe el cascarón de la<br />

noche y sale y se levanta y exhibe uñas y sacude su cabellera mojada de sombras que se<br />

desparraman como gotas de alquitrán. Y entonces hay que huir, porque la noche es el nido<br />

abismal donde miles de Valerios patean la envoltura interior de los grandes huevos del<br />

miedo, resquebrajando la cáscara, que hace un ruido -lo oigo nítidamente- como de botas<br />

policiales marchando sobre grava suelta que se acercan rítmicamente, con crujidos de<br />

masticación inexorable, y quiere atraparme, sin darme tiempo a explicar, a gritar a Valerio<br />

que reflexione, y que se duela conmigo. Yo estuve allí, es cierto. Ni siquiera intenté huir,<br />

porque el pavor empapó las suelas de mis zapatos y me dejó clavado al piso. Miles de ojos<br />

me miraban con reproche, y yo sentía la garganta quemada por el llanto comprimido, pues<br />

en todo había una injusticia tremenda con su carga de vergüenza y miedo que me pesaba<br />

sobre la cabeza, y me obligaba a inclinarla sobre el pecho. Odié a la gente que me miraba<br />

con reproche, sin compasión. La odié porque ninguna de esas personas había aprendido que<br />

se debe mirar la culpa del prójimo a través de su miedo, para que la culpa se filtre, se<br />

limpie, y asome al otro lado un poco más humanizada y más comprensible y más<br />

disculpable, porque al final de cuentas uno no mata por gusto, y hay miles de razones<br />

incomprensibles para que la muerte nos ponga en la mano su cuchilla, pues sucedió que las<br />

zapatas del freno se mojaron al cruzar el charco aquel, y que la pizarra húmeda no muerde<br />

el acero pulido, y el coche sigue avanzando aunque toda la pierna, todo el cuerpo, toda el<br />

alma incendiada de espanto empujen con angustia el pedal inútil. Pero Valerio no me<br />

comprenderá jamás. El mundo está saturado de su odio. Lo respiro y reconozco porque<br />

tiene el mismo olor de aquel vestidito celeste y rojo -de sangre- apretado entre la rueda y el<br />

asfalto mojado, donde vi reflejada por primera vez la cara de Valerio, como en un espejo<br />

negro que devuelve las imágenes exactas de la desesperación, del rencor, y del odio que me<br />

condena irremisiblemente a morir no sé cuando, ni cómo. Hecho cierto como la luz del sol,<br />

que da la razón a la voz de caracol y me induce a imaginar a Valerio luciendo en los ojos la<br />

tranquilidad mortal del cazador, mientras retuerce los hilos dorados de una cabellera rubia -<br />

de niña- convirtiéndola en cuerda que me cortará el aliento. La presa soy yo, y mi vida es<br />

cerrar ventanas y puertas y asfixiarme por falta de aire y por exceso de espera. Precaución<br />

inútil, porque Valerio ya está adentro, y siento su respiración que silba y se acerca con lenta<br />

y letal eficacia de serpiente, que va trepando pecho arriba, buscando hacerse nudo en mi<br />

garganta, hasta que el viejo instinto de vivir libera sus resortes aplastados por la resignación<br />

y la espera, y de un salto, enciendo la luz, pero inútilmente, porque Valerio se me ha metido<br />

adentro, en el cerebro, preñándolo con el feto tentacular de la angustia, que se aposenta en<br />

el punto más alto de mi conciencia y grita su mandato de morir, con tanta persistencia, con<br />

tan infernal acoso que mi brazo -o el de Valerio, ya no lo sé- busca la mesita de luz, sus<br />

manos -o las mías tal vez- abren el cajón, empuñan la reluciente pistola y apoyan su caño<br />

azul sobre mi corazón, sobre el que -¿anticipo feliz de lo que está próximo a llegar?- siento<br />

el agradable frío del metal...<br />

De la furia<br />

Siempre que quería decir algo estallaba un infernal ruido de cadenas, y mi voz quedaba<br />

ahogada, y las palabras y las ideas se hundían en un mar de hierro sonoro, denso como<br />

cieno, que gorgoteaba con júbilo grosero cada vez que tragaba una palabra, una frase.


Quería gritar más fuerte que el ruido, pero no podía, porque el ruido tenía un poder de<br />

marejada, capaz de hincharse de pesada furia y reventar en un estruendo que me dejaba<br />

parado, ridículo, moviendo la boca para modular silencios. Pero uno tiene una reserva de<br />

rebeldía, y una dignidad, y un orgullo que me impelía a pelearle a aquella mudez impuesta.<br />

Entonces me ponía a correr como loco a lo largo de los médanos de mi soledad buscando al<br />

enemigo, hasta caer agotado y furioso, arañando la arena que se deslizaba entre mis dedos<br />

con un ruidito que parecía la contenida risa maligna del mundo. Y todo seguía igual,<br />

durante horas y horas, con mi cuerpo convertido en la lisa superficie de un campo donde<br />

bullía el torneo entre mi voz que quería hacerse oír y el ruido de chatarra que la aplastaba<br />

contra el piso, una y otra vez, hasta que la fatiga lo anulaba todo, menos la desesperada<br />

ansiedad de aire. Lo terrible es que todo seguirá así hasta que el Capitán muera, o se canse.<br />

No me persigue, pero me acecha. Y eso es lo peor. En el que nos persigue hay algo<br />

tristemente heroico, pero en el que nos acecha, algo de deliberada maldad de zarpa, el salto<br />

inesperado, la risa cortada en el gorgoteo de una yugular abierta. Tenían que habérmelo<br />

dicho, avisármelo. Uno no tiene la culpa de haber nacido con un millón de ideas vírgenes<br />

en las células, ni de haber escogido unas cuantas para ir puliéndolas a lo largo de los años, y<br />

llevarlas colgadas del pensamiento y exhibirlas, fecundas y poderosas, como testículos del<br />

alma que guardan el secreto de nuestra inmortalidad auténtica, o por lo menos de nuestra<br />

supervivencia. Pero del otro lado está el Capitán, recio como un tronco reseco y duro que<br />

nutre sus raíces en el arenal, y está orgulloso de eso, con un orgullo que integra la frialdad<br />

de su mirada disciplinada y fija, que tiene filo de guadaña, ansioso de castrar.<br />

Recordarle produce un temor enfermizo, pero ya lo dije, uno tiene su orgullo, y amor<br />

propio que substituye al coraje, y una conciencia vaga que parece agarrada al espinazo y<br />

nos induce a pensar y a creer que uno está -aquí- para algo más importante que correr sobre<br />

los médanos calientes y arañar la arena. Entonces, de la misma manera que salía a desafiar<br />

al ruido, salía a desafiar al Capitán. Pero el ruido no estaba en ninguna parte y el Capitán<br />

estaba en todas, de modo que debía soportar la condena de quedarme quieto, incapaz de<br />

someter a mi alma a la indignidad de hacer la figura ridícula del pugilista que pega<br />

puñetazos a su sombra.<br />

Del fuego<br />

La persecución ya dura demasiado. Lo vengo persiguiendo a lo largo de una pesadilla<br />

que empezó cuando alguien, no sé quién, bajó corriendo con sus pies descalzos, con su<br />

crinada y sucia cabellera al viento, con su vestido de pieles podridas tremolando en torno a<br />

su cuerpo flaco, de la cima humeante de la montaña, y trayendo un leño encendido, un<br />

trozo de fuego nuevo robado al fuego viejo del volcán. Y entonces miró la inocencia, que<br />

fue asesinada por el fuego, no por la manzana. Y empezó la pesadilla que dura hasta hoy,<br />

porque el fuego proyectó una sombra en la pared pedregosa de la cueva, y la sombra<br />

danzaba, y nadie podía acercarse a ella, porque desaparecía, chupada por la piedra reseca.<br />

Fue entonces que empecé a entrever el principio de esta persecución sin fin: uno era uno, y<br />

era otro. Uno, íntegro, sólido, real, y otro, huidizo, vago, que el fuego esboza siempre a un<br />

milímetro más lejos del alcance de nuestras manos. Y tiene nuestro contorno, y es como un<br />

mapa en blanco de nuestra geografía personal, donde quisiéramos transferir los ríos y los


mares, los cielos y los vientos que sólo podrán caber en ese gemelo elástico con que el<br />

fuego nos maldice y nos bendice al mismo tiempo. Yo empecé a perseguirlo, porque por la<br />

boca de mi inocencia herida brotaba a borbollones la convicción rebelde de que no se puede<br />

ser dos, sino uno, que en un instante uno no puede ser Abel corriendo tras Caín pidiendo<br />

Venganza, y al siguiente Caín corriendo detrás de Abel pidiendo Perdón. La herida dolía y<br />

urgía, y manaba de los costados por veinte bocas escalonadas y simétricas, como si por la<br />

carne hubiera rodado el círculo dentado de una espuela, doliendo siempre, con un dolor que<br />

se calmaba cuando la persecución era más fatigosa y desesperada, pero el otro siempre<br />

estaba delante, a veces al alcance de la mano, a veces como un puntito perdido en la lejanía,<br />

pero siempre el mismo, el que yo debía capturar para ser realmente yo, es decir, un<br />

continente soleado con ríos cristalinos y mares tranquilos, de cielo amplio y de vientos<br />

mansos, que iría caminando hasta la cima de todas las montañas después de dejar en el<br />

camino la chatarra del otro, que pronto moriría de sed y se volvería ceniza y se esparciría<br />

por el paisaje como una nube de polvo, tenue testimonio de algo que no tuvo por qué<br />

existir. Una vez, sólo una vez, lo alcancé. Se había detenido a esperarme en la sombra<br />

suave de una colina, tersa y comba como un seno lleno de leche. Y fuimos uno. Y por<br />

primera vez desde aquel día perdido en el milenio de la cueva, mi nombre sonaba a noble,<br />

porque ya no era más una atemorizada máquina de perseguir. Pero todo duró poco, porque<br />

el tumulto crecía al pie de la colina, donde una multitud se agitaba y arañaba la tierra y el<br />

cielo con una furia indecible. Y todos me miraban a mí, y tuve miedo, y el miedo corrió por<br />

mis venas y abrió en mi pecho un ancho ventanal hacia la angustia, y por allí escapó el otro,<br />

que fue rodando colina abajo, hasta caer en la vorágine de esa hambre de mil bocas<br />

ansiosas que se agitaba abajo, como cae una abeja entre hormigas voraces. Y la multitud se<br />

lo llevó valle abajo, hasta alcanzar otra colina, donde le clavaron en cruz. Después vinieron<br />

a buscarme, y me acusaron de todos los horrores, y los ancianos que guardan la tradición<br />

me miraban con severidad y con miedo, y Torquemada se lavaba la boca con agua bendita<br />

después de pronunciar mi nombre, y me metían en una celda donde para respirar un poco<br />

de aire tenía que apoyar la boca ansiosa en un agujero del piso, sorbiendo con gratitud<br />

humillante un resto de oxígeno sumergido en el olor agrio de los sudores de los que odian y<br />

temen al mismo tiempo. No sé si merecía aquel sentimiento, pero la magnitud de mi<br />

crimen, que a veces me daba pavor a mí mismo, y a veces me hacía entrever en el fondo de<br />

mi carne un leve resplandor de orgullo rebelde, me aplastaba, porque yo había desatado el<br />

miedo, yo había pecado capturando el secreto del fuego, y por mi culpa la gota de agua<br />

empezó a gotear sobre la testa empalada, rompiendo el hueso gota a gota, hasta perforar el<br />

cerebro, y por mi culpa se alzó la guillotina, y el garrote atornilló sobre el grito rebelde su<br />

cuerda nudosa, y la verdad se despedazó en mil mentiras que se erigieron en mitos por cuya<br />

grandeza vacía morían los hombres y se quemaban ciudades. Finalmente, se olvidaron de<br />

mí, y me condenaron a ser libre sin ser yo mismo.<br />

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