Dónde estabas el día en que se cayó la ceniza

Dónde estabas el día
en que se cayó la
ceniza
GranoUrbano

Dónde estabas el día en que se cayó la ceniza GranoUrbano
Muchacha de diecisiete años busca desesperadamente desconocer el poder de su mente
liberando su cuerpo. Casa amurallada presenta distintos obstáculos a evitar. El control
sanitario de los perros – caza ratas, palomas, iguanas -, la oscuridad, las llaves de las
puertas internas, el pasar frente al cuarto de la madre sin que ésta se dé cuenta, vestirse sin
hacer ruido.
Hombre Casado busca desesperadamente meterse en el problema de su vida por pensar con
el pene. Indaga con los ojos la presa más vistosa y encuentra, sin intercambio de palabras,
la más suelta, que no es sinónimo de liberación, no señor: precisamente la muchacha de
diecisiete años.
Muchacha de diecisiete años recibe llamadas y mensajes de hombres casados, hombres con
harén sin registrar. Ella considera como la más fidedigna imposición, el hacerse notar con
las nalgas. Hay gente que la mira, son pocos, y conocen el final de su historia. Nadie sabe
cómo ponerle el cascabel al gato.
-Señor. Relájese – dice el santero como si relajarse frente a semejante panorama fuera tan
fácil -. Relájese – suelta el tabaco su humo – que anda como tieso y eso le puede devolver
la vaina que le echaron y así no estamos haciendo nada.
Aquí estoy. Dicen que uno está siempre donde debería estar, y en vez de eso
uno siempre duda. Uno es así. Uno cree en cosas y esas cosas lo buscan a uno.
Pero a veces esas cosas que uno busca no son las que se deberían buscar. Un
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-Trajo la pólvora.
-Sí señor.
-Trajo la tiza.
-Sí señor.
-Trajo la borra de café.
-Sí señor.
-Trajo un cabello de la mujer.
-Aquí está.
sitio, vale. Un sitio en el que uno se sienta tranquilo de tanto azore. Espero
-¿Velas? ¿Tabaco? – el brujo va quitándose la camisa.
-Aquí.
encontrar el sitio correcto para que Dios me perdone.
La fe, en sus crisis. La fe en los rincones tirada, puesta encima del viejo banco de patas
gruesas de la abuela. La fe cuando no basta con decir Yo creo.
-Hola.
-Hola.
-Te estuve llamando el otro día – ella pretende escuchar mientras escribe un mensaje.
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-¿Si? ¿Y eso?
-Coño – se altera un poco el policía -. Cómo que “entonces”. Que te estuve llamando y no
me contestaste el teléfono.
-Mijo – manda el mensaje, esconde el teléfono. Sonríe burlona -. Te recuerdo que me fui de
viaje. El teléfono lo dejé aquí.
-¿Y esa vaina?
-Se me olvidó.
Contenido del mensaje: (tracto abusivo, confianza tal y vayan las nalgas adelante. Hombre
Casado tratando de formar hogar siente el riesgo de todo en un pitico) Papi. Tú si estás
bueno. Se nota que debes hacer el amor rico. Cómo hacemos… ;-)
Y aquel, como está tomándose una taza de café en la casa de la mamá, hablando del trabajo,
de lo sucio de la política cuando se mete en asuntos que no debe, del país, de la luz, de
Mirta hablando paja de la cuñada que no quiere parto normal, que quiere cesárea por puro
cobarde, y le llega este mensaje. El temblor comienza por el estómago. Algo se retuerce y
cruje, pero pasa rápido hacia la zona genital. Aquello que empieza a jalar, revolver. Se
imagina la vena del miembro latir cual tambor lejano. La de la frente igual. Hace
movimientos nerviosos cuando escucha la poceta y sale su esposa del baño. Lo primero que
se le ocurre es – como por casualidad – aludir repentinas ganas de mear. Sentado en el
trono suda. Suda por presión, por recordar cuando en el viaje llegara la niña y lo mirara, y
él nervioso. Cuando en el baño se le tropezara con la toalla. Aquel cuerpo, aquella
cadencia. Aquella forma de chuparse los dedos llenos de mantequilla derretida en la arepa.
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La burla y la sorna de su risa retumbante y el corazón que late y late, y aquel animal
entrepiernudo obnubilado en medio del todo. Es él y nada más, tan independiente, tan
lúcido. Claro como bola de cristal.
-Compadre. Aquí la estoy viendo. Es una mujer bonita. Culona ella – pausa para acentuar la
facción -. Y quiere con usted llueva, truene, o tiemble o lo que sea.
-¿Y entonces? – el brujo lo mira de reojo, pero la experiencia le dicta que hable como
piensa.
-Entonces qué pendejo. Mira – señala los surcos del tabaco, líneas irregulares, blancas,
negras, grises, rojas encendidas, formas que se apagan y se encienden, humo que dibuja el
paisaje del pelo de la muchacha de diecisiete años que voltea y lo mira de lejos en la
parada. El Escondido intentó en el momento hacerse el loco, pintarse un momento del color
de la pared. Ya es demasiado tarde. Piensa, y perdura el concepto erróneo de la fe en su
extraña visión del mundo. Va permeando así, desde lejos, aquella vez en que la vio caerse y
sintió un frío. Ese vacío rancio, color de tierra, olor de humo, del dolor profundo de ver
crecer a una niña, dentro de sus muros de bloques desnudos. Aquella muchacha que vería
mil veces en las escaleras, con el uniforme de la escuela alborotado, con las trenzas del pelo
castaño en alboroto, con los zapatos desamarrados.
Respuesta del mensaje: (las tentaciones, la explosión y las esquirlas sueltan la mano, se
prensan en el aire, crean calor y sonidos veloces mientras penetran) Yo tengo que viajar en
estos días para allá. Cuando llegue te llamo y nos vamos a pasear por ahí.
Ella jadea. Jadea porque el policía la prensa, la aprieta, la esculca, en la cama de la
habitación del motel con olor a fritanga. Una gran frase de bienvenida, colocada por
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sinceros sentimientos de otra gente o simple confusión de telenovela: Te Amo, decía la
pared en marcador indeleble a la cabecera. Allí, donde corren las horas, piensa el policía
mientras muerde la oreja de la muchacha de diecisiete años, y piensa muy profundo, en el
silencio después de la brisa del gozo, que Soy un Hombre Casado, tengo dos hijos, y ya la
hembra ni me importa. Ayer maté – continúa el pensamiento – a dos malandros hijos de
una comadre mía, y los maté porque me echaron la vaina pa`trás con los repuestos de los
carros que está dando el gobierno. Me vieron feo – terminando de pensar – y empezaron a
curucutear más de la cuenta. Tenía visto ya unos motores que están llegando por el puerto
y…
-Cuidao echas esa vaina adentro que tengo días que no me tomo la pastilla…
Se levanta de la cama brusco. Suda a pesar del frío, tiembla a pesar de la explosión
relajante. La mira con cara de demasiado tarde. Conversan sobre la magia de lo posible y
las consideraciones propias de la edad. Analizan sabiamente los escenarios, y cotejan, entre
murmullos que traspasan las paredes de otros sanguinolentos hervores, los cuentos de las
casas alrededor de la vida de esta muchachita. Aparecen frente a la pantalla del mundo que
viven y del que no se dan cuenta, miles de fetos con la carne cruda y la sangre, todos en una
ola bajando el cerro entre las risas de abuelas, madres, hijas y nietas que burlaron los
caminos, la responsabilidad de los actos en rincones arañados por ideas absurdas sobre la
pureza enteriza, la realidad sin adaptación, el chisme y la piquiña entrepierna jugando
pesado en la cabeza, que sin conocimientos extraídos de una educación completa, se
desmarca de la razón y zozobra a la tentación de dejarse llevar. Toda la vida va por una
poceta.
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-Ya va chico. Pa que me dejes cerca de la casa – se limpia y le da al bajante.
-¿En la moto? ¡Tás loca! Será pa que me vea la cuaima de la mujer mía y se arme el peo –
ella se asoma a la puerta abotonándose el pantalón -. Tranquila que yo te doy pal taxi.
Los medios de transporte. Cerrar los ojos, aspirar profundo, dejar que el viento te pegue en
la cara. Volar. Ver el verde de los cerros. Sus puntos marrones de derrumbes. Los puntos
negros, quemados. Ese olor a ron y a orín sellado. Fumar mientras ella observa las rayas de
la carretera que pasa por el filo del autobús. El dinero que le alcanza para comprar una
tarjeta para el teléfono. El brujo extiende los brazos y se arrodilla. El Escondido siente un
picor en el cuerpo. Ella recuerda otra picazón y le repica al Hombre Casado a ver si le
contesta. Siente un vacío hondo en el alma. Quiere llenarlo con algo. No ha leído mucho en
su vida. No ha tenido opciones ciertas para resolver su vacuidad y busca en el error la
sensación hormonal y mentirosa de llenura. El Escondido se persigna. El brujo lo mira de
reojo y escupe la lluvia de aguardiente. El tabaco descansa al borde de la ventana. Hay un
temblor. Lo siente El Escondido en los pies. Lo siente la muchacha en el pantalón. Y es que
preguntarse en los tonos de la vida cuál es el color correcto, la fe dispuesta pero inútil por
ignorar la sustancia que la mueve. ¿Qué es un rito? Dios no contesta. Contesta ella el
teléfono cuando la llama el Hombre Casado para decirle que este fin de semana está
ocupado, pero que está ardiendo por dentro. Ella se resiente en el fondo. Llora por allá, en
el fondo, como mandan las telenovelas. Se siente traicionada.
-¿Cuál es el nombre de la muchacha? – el brujo en su pose transigente. ¿Es él un puente
entre El Escondido y una fuerza sideral?
-El nombre de la muchacha…
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-Sí, coño. El nombre de la muchacha – abre los ojos. Están más rodeados de blanco que de
costumbre. El temblor se acelera.
-El nombre de la muchacha – hay viajes que son, como decirlo, inoportunos.
-¡Mira pana! ¡Despierta! – señala el brujo el tabaco con la boca -. ¡Se va a caer la ceniza y
tú allí pensando pendejadas!
El nombre de la muchacha es una condena. La vi caerse un día por las
escaleras. Estaba yo en la esquina de mi balcón, en la pequeña habitación del
segundo piso de la casota grandota que está por la vereda quince. Estaba allí y
la vi caerse. En ese tiempo yo fumaba. Estaba pelando bola y por Dios que
cuando la vi caerse pensé en apagar el cigarro. Nunca me gustó fumar a
medias. No me gustaba guardar colillas. Igual con el cigarro prendido traté de
incorporarme. Hasta un golpe me di con un helecho que me había traído mi tía
de Guayana. Al final – pequeña risa en el viaje – se me cayó el bendito cigarro.
Entonces me puse a ver el sitio donde se cayó la niña. Hay muchos escalones
que se fueron haciendo a medida de las necesidades. Así fue creciendo el cerro.
Ella cayó y se perdió de mi vista por alguna de tantas paredes. Pero no
escuchaba el llanto. No estaba el ruido de los niños que hacen cuando algo les
pasa. Por eso esperé unos segundos. Pero nada. Esperé hasta ver si alguien
bajaba casualmente. Y tampoco. Me puse una franela rapidito, las cholas y
bajé para subir al sitio. Al principio fui como caminado rápido, y después a
medida que me iba acercando sentía como aumentaba la velocidad de mis
piernas. Uno no piensa en eso cuando camina, pero yo tengo esa mala
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costumbre de pensar en las cosas en las que las demás personas no piensan y
de no pensar en las cosas por las que la gente debería pensar. Cuando llegué
al sitio allí estaba la niña sentada en el escalón. Tenía como unos cuatro años.
Le salía sangre de la frente pero no lloraba. Se quedó allí sentada, tranquilita,
como mirándose los zapatos. Estaba vestida con una batica de tela y unas
sandalias remendadas con mecatillo. Cuando me le acerco me sonríe. Algo en
ella me pareció tan familiar que me aturdió en un instante. Me quedé allí, como
ahora frente al brujo este. Paralizado. Fue entonces cuando bajó la mamá y lo
entendí todo. Me vio con miedo. Claro que la reacción de las mujeres en esos
momentos incómodos parece rabia. Pero ella reacomodó el miedo a la visión
mía en franela, con la cara sudada y la niña con la frente rota. Y la sonrisa de
la muchachita que se me pareció tanto a la de mi hermana.
Ella le manda al Hombre Casado un mensaje con carita triste. Antes de llegar a su casa, da
una vuelta por la peluquería. La manicurista desocupada es arrastrada al baño.
-Chama. No me funcionó la vaina.
-¿Qué vaina?
-Lo que me dijiste.
-De tantas vainas que te digo…
-Lo de escupir el esperma del tipo en un algodoncito y tirarlo hacia atrás – la interrumpe.
-Ya, ya – arruga la cara -. Pero qué raro porque esa vaina no falla. Con el marío mío
funcionó hasta el sol de hoy.
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Mirta, la mujer del Hombre Casado, le agarra la rodilla en la sala de espera de la clínica. La
familia entera se reparte los cuentos de nacimientos varios. Esperan que la operación
termine. Hay quien los ve y les pregunta que pa cuándo. Ella responde por los dos que
Estamos en eso. Él pone sonrisa forzada. Le llega el mensaje de la carita triste y sueña con
la muchacha, detrás del monte del caney del papá, usando su boca. La parranda detrás.
Mirta hablando de la casa nueva donde se mudó y su marido disfrutando del felatio. La
muchacha cerrando los ojos le pica en la frente la apenas perceptible cicatriz mientras
tantea debajo de la pierna flexionada la pequeña mota de algodón. Ahora, en este instante,
cuando anuncian la feliz noticia, el Hombre Casado está más emocionado que de
costumbre. Saca cuentas de la aventura del próximo fin en su cabeza mientras Mirta lo mira
cómplice en sus intenciones de acrecentar la familia.
-La luna parece de algodón esta noche – sigue distraído El Escondido, y el brujo que pierde
la pose, levantándose airadamente.
-¿Y qué es lo que te pasa a ti?
-El nombre de la muchacha.
-¿Cuál nombre de la muchacha? ¡Ya pa qué! Mira – señala la ceniza en el piso. Una “Y”
resplandeciente, iluminada por alguna extraña intención con una luz perfectamente ovalada
que sale de un huequito en la pared –. Tú de pana crees que esta vaina es un juego.
-¿Qué fue lo que pasó?
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-Qué voy a saber yo – se devuelve. Toma de la silla la camisa. Poco a poco se la pone -. Te
fuiste pal carajo. Te pregunté varias veces el nombre de la carajita y te hiciste como el loco.
Dejé esa vaina así.
-Así como.
-Así. Así – encorva los hombros, señala el tabaco.
-¿Y entonces?
-Entonces nada compadre. Hay una fuerza muy arrecha interfiriendo entre usted y la
muchacha…
Antes de que cargara a la niña yo le pregunté a su madre si estaba bien. Pero
no me hizo caso y se la llevó sin decirme nada. Eso y lo otro fue lo que me puso
a pensar más en la sospecha. Yo la había conocido – a la madre- años atrás
cuando me dio por huir de la casa de mi papá. Me la presentó un primo que a
la final terminó viviendo en mi casa y hasta durmiendo en el cuarto donde viví
toda la vida. Era una reunioncita en una zona que llaman El Plan, que no era
tan peligrosa como ahorita. Lo que pasa es que cuando uno es chamo no se
pone a pararle mucho a las horas. Y una rumbita buena como esa, justo en un
momento en que lo que estaba era loco por disfrutar de la libertad de un adulto
sin tener que darle explicación a nadie. Ella estaba sentada en la escalera de la
entrada de la casa medio hecha a la que entramos. Él me la presentó
diciéndome que esa chama era echada pa`lante, que no se paraba en artículo,
como casi todas, pero que con ella era más fácil controlar el asunto porque
moría callada. Esa misma noche me la llevé para la habitación donde estaba
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quedándome en la casa de mi tía, la mamá de mi primo. Recuerdo que lo
hicimos como cuatro veces. Me estuvo hablando entre uno y otro de que quería
salir de La Guaira, que quería tener una casa en Sabana Grande, cerca del
Metro. Me estaba diciendo otros detalles que ahora no recuerdo. Lo cierto es
que le pregunté, como era muy específica en todo, que cómo iba a hacer para
conseguirse un tipo que la montara, digo, con todas esas características locas
que estaba diciendo y tal. Recuerdo que me miró y me dio un beso, se paró y se
fue. A los meses regresó pa la casa de la mamá con una tremenda barriga y
una maleta. La vi de reojo en la parada de autobús. Yo bajando pal trabajo y
ella subiendo. Cuando la vi me asusté. A los días fue un tipo a buscarla, pero
creo que no se quiso ir con él porque la seguí viendo bajar con la barrigota.
Siempre me dieron ganas de acercarme y ayudarla, pero siempre pasaba algo
que me distraía y entonces se me olvidaba. Ella se consiguió otro tipo, pero
este no se la llevó pa Sabana Grande como el otro, sino que se vino a vivir con
ella pa la casa de la mamá. Era un tipo normal. Varias veces me lo encontré en
la bodega del señor Aquilino comprando harina Pan.
El policía distiende sus actividades diarias. Se baña y afeita. Se esculca la nariz. Se mira en
el espejo. Se toma la vida con soda y sale a buscar el descanso en la azotea. Desde allí
observa palomas errantes, kilómetros de zinc que en el horizonte dibujan un cuadro
abstracto de miseria -¿Cuál miseria? ¿La de fórmulas económicas, o la que se desbarata en
la ética?-. Al sentarse dilata su mente. Enciende un cigarro y piensa en la muchacha de
diecisiete años, mojada de rumba, hedionda a licor. La conoció en una fiesta. La parranda
continua en los años siguientes. Ha sido una constante en su desempeño de macho. Sus
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dedos pasados por el bigote que todavía huele a jabón barato de avena. Ella reía. Reía
mucho. Echaba su cabeza hacia atrás riendo y su pelo tocaba la base de su espalda. Ella,
que lo hacía falsamente, la pobre, entendiendo los malos chistes. Que si le voló la cara al
malandro. Que si el comandante lo invitó a la casa de las putas. Y los etcéteras. Su vida
llena de etcéteras por dejar las cosas pasar. No hablar mucho de lo que hace, a ver si tiene
suerte y después de un buen sueño – raros como cometas – se le olvidaba todo. Aún allí,
sentado en la silla de mimbre, observando el Mar Caribe y su panorama de vértigo al filo
del pequeño muro de bloques grises, con pequeños brotes de cabilla haciéndole marco al
grandísimo plano general frente a sus ojos, no encontraría ni el bostezo del cansancio. Ni
las distancias recorridas, a esa hora muerta, ya bien entrada la tarde. Ni con la fogosidad
domada. Ni con la mujer jodiéndole el momento. Ni los hijos – en especial la hembrita –
viéndolo con el resquemor de la mala sangre. Ni con tres cervezas encima. Así, pensativo,
consumía su cigarro replegando el espaldar de la pared roja ladrillo. Y en el acto de
contemplación lo sorprendieron sus verdugos. Entraron por la puerta y subieron las
escaleras en cholas. Pareciera que algo ensoñó dubitativo, sin darse cuenta. Le dejaron la
cabeza destrozada con un bate. Muchas ventanas a su alrededor vieron la saña. Nadie dijo
nada. Cuando la muchacha se enteró de lo ocurrido, después de la conversa en la
peluquería, bien entrada la noche, se dejó caer en el regazo de su madre, mientras ésta
trataba de recogerse la bata para que las lágrimas no le mojaran las piernas, recordando el
momento en que su hija dejó de ser normal con un golpe en la cabeza mientras bajaba las
escaleras del barrio. En su cuarto, la muchacha le mandó un mensaje al Hombre Casado
diciendo que estaba triste. No recibió respuesta.
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-Ay chama – pañuelo en mano. Cabeza baja. Camisa negra. Funeral lleno de gente -. Esos
malandros del coño.
-No sé. Yo te digo algo, pero no es para que te pongas brava conmigo – la amiga de la
muchacha parece tragar grueso -. Pero ya todo el mundo está comentando que fueron los
hijos de la comadre. Los hermanos de los otros y que porque él fue el que los mató.
-Eso es mentira de la gente que le gusta hablar pura paja – y recuerda, entre tantos
momentos, que fue verdad lo que hizo. Pero ya no importa. La esposa del policía la ve raro
desde lejos. Mira a muchas raro desde lejos. Sus hijos – en especial la niña – lloran al padre
con lastimera naturalidad, como si todo formara parte de un amargo y natural protocolo. De
cerca la madre permanece incólume. Como si no le importara el ataúd cerrado, los hombres
uniformados y la parafernalia de la gente. Una foto grande del policía con cara sonriente,
sin bigote oliéndole a avena, o a esencia de muchas muchachas de diecisiete años.
En el funeral El Escondido decide no esconderse más, pero continúa bajando la cabeza.
Mira a la muchacha tratando de esquivar el estorbo de las muchas cabezas aglutinadas.
Sueña con ella, con esa sonrisa particular. Con las nalgas firmes gracias al blue jean, las
uñas pintadas de azul petróleo, las manos pequeñas a pesar de su tamaño. Ella lo mira de
reojo y saca su teléfono. Manda un mensaje sin respuesta. El Hombre Casado no está para
responder. No le importa más consuelo que su consuelo. Ella lo presiente y se lo niega sí
misma, como le negó la verdad a la estúpida de la amiga que la dejó sola un momento. Y el
Hombre Escondido que le toca el hombro.
-Hola – la mira, y el peso de sus ojos la cubren completa. Ella enciende un cigarro.
-Hola – la acentuada respuesta de la muchacha con humo saliendo disparado de su boca.
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-Tenía tiempo sin verte.
-¿Sí? – asume la pose altiva. Inclina su cuerpo haciendo descansar su peso en el lado
derecho de su cadera. Apoya el codo del brazo con que sostiene el cigarro. Lo observa fijo.
Lo descubre mientras zapatea -. Pero yo si te he visto por ahí haciéndote el loco.
-Lo que pasa – es buena la discordia. Esas semblanzas familiares, poco diferentes a los
caminos andados una y otra vez – es que he estado burda de ocupado con la oficina. Y
como la última vez me mandaste pal coño.
-¿Y por qué fue?
-No sé ni me importa – le toma la mano. Ella voltea la cara -. Yo no quiero andar peleando
contigo todo el tiempo por pendejadas.
-Discúlpame mi amor, pero lo que soy yo, yo no ando peleando. Lo que pasa es que a mí no
me gusta dejarme someter por los hombres – diálogo generado por conducta modelada de
madre con maridos tres, cuatro, y seis, concebido a su vez por telenovelas y ridículos
clichés que formaron su carácter…
-Ta bien chica – le suelta la mano, le toma el mentón, acerca su cara a la suya -. ¿Cuándo
pasas por la casa pa que hablemos un rato?
-Entonces nada compadre. Hay una fuerza muy arrecha interfiriendo entre usted y la
muchacha. Y es muy jodida – El Escondido lo mira con extrañeza.
-¿Qué hago entonces?
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-Deje que me fume un tabaquito más tarde y le aviso por mensaje o te llamo el celular. Ya
me mamé por culpa tuya.
Hay una silla postrada frente a una ventana. Hay calor en la noche. El brujo se quita la
camisa. Enciende una vela en el altar. Agarra un tobo y en él hace una mezcla de agua con
un poco de creolina. Se limpia el alma con fervor. Es pesado el sabor de un futuro cuando
la mezcla es espesa. La sangre brotó en el humo, en el aire disuelto a dentelladas de brisa
rápida y cálida. Cuando toma el tabaco lo piensa. Mil veces lo calcula en su mente febril y
extraordinaria. La sabiduría del karma de los que le consultan abarca la superficie de su piel
que se eriza.
-A vaina tan rara – siente un recorrido en el cuerpo y abre los ojos para volver a cerrarlos
poco a poco, con la mirada detenida en la íntima candela. Sopla tranquilo la llama. Se
imagina brotando del piso. Aquella placa de concreto quebrándose con facilidad pasmosa,
el techo descubriendo un cielo negro y estrellado, el brujo poco a poco abrazado por un aire
blanco que lo levanta y despega de la saliente junto con pedazos diminutos de pared
rodeándolo como satélites. Abriendo sus brazos se deja ir mientras ve al escondido
mamando temeroso las tetas de una mujer gigantesca, que maternal le acaricia el cabello. Y
pisa el freno en lo alto y grita sin que lo escuche. Ni él mismo entiende lo que dice.
Vocifera como si en verdad el grito pudiera desgarrar las manos que poco a poco consumen
al escondido y lo funden con el pecho deforme de aquella hembra mitológica.
-No sé – voltea la muchacha para rematar la respuesta a la necia pregunta de El Escondido.
Busca en el ambiente el hilo conductor de la huida. Encuentra a la amiga en la puerta del
velatorio, cuando súbitamente los uniformados se alborotan y un escándalo allá afuera, en
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la plaza, se transforma en la excusa. La muchacha y el hombre escondido salen y son
separados por el desorden de la multitud. De una patrulla salen a golpes dos muchachos. La
bulla y los golpes les caen como las olas a la orilla. Son los palos de una indignación sin
cordura. Uno de los policías lleva un bate roto enrojecido en una bolsa transparente.
Alguien comenta que se van a morir poco a poco antes de la noche. La muchacha vocifera,
maldice. Se toca la barriga recordando el desliz. Piensa que sería bonito el retoño, sin
conciencia sobre su desastre. Piensa que sería fácil hacer pensar que es de otro. El hombre
escondido sale del alboroto soñando con la entrada triunfal de la muchacha subiendo la
escalera, de nuevo a su vida, su cama y sus remiendos mezclados con tantas cosas. Porque
cree que sus gozos y rezos echarán tierra en la sospecha y le darán paz antes de llegar al
sepulcro. Horas antes caía el tabaco del brujo al suelo. Extrañado y temeroso se escucha
decir por dentro Palabra cierta.
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