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llegado. Aunque sonreía, tenía una expresión
dura, con labios muy rojos y dientes muy blancos
y afilados.
Pidió mi equipaje, lo metió en la calesa y me ayudó
a subir sujetándome por el brazo con una fuerza
sorprendente.
Sin decir más, tiró de las riendas, los caballos dieron
la vuelta y nos adentramos en las tinieblas del
desfiladero. Miré hacia atrás y pude ver a mis antiguos
compañeros de viaje santiguándose. Luego
siguieron hacia Bucovina.
Cuando los vi desaparecer en la oscuridad, me
sentí solo y un escalofrío recorrió mi cuerpo. El cochero
me abrigó con una capa y me puso una manta
en las rodillas.
El carruaje avanzaba a buen paso, aunque yo tenía
la sensación de que pasábamos una y otra vez
por el mismo sitio. Encendí una cerilla para mirar
mi reloj. Faltaban pocos minutos para la medianoche.
No pude evitar estremecerme.
Un perro empezó a ladrar con un gemido angustiado,
como de terror. Le contestó otro perro, y otro
y otro más. Después se oyeron aullidos más agudos.
Pero ahora no eran perros, eran aullidos de lobo. El
frío era intenso y empezó a caer una nieve fina que
cubrió todo de un manto blanco. Los aullidos estaban
cada vez más cerca, los lobos nos rodeaban. Yo
estaba muy asustado. Y los caballos también. El cochero
paró el coche, se bajó y se acercó a los lobos.
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