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oscura bruma se iba extendiendo sobre los árboles
y sus formas producían un efecto lúgubre y extraño.
Estábamos llegando al desfiladero del Borgo. El
cochero azotaba a los caballos con un látigo para
que fuesen más rápido y los viajeros estaban cada
vez más nerviosos. Se asomaban a uno y otro lado
del coche como esperando o temiendo que algo sucediera.
Yo preguntaba, pero no querían contarme
nada. Esta inquietud continuó un buen rato, hasta
que al final se abrió ante nosotros el desfiladero.
Busqué con la mirada el vehículo que me conduciría
hasta el conde, pero no había rastro de él. El
cochero dijo en voz baja a los demás viajeros: «Una
hora antes de lo previsto». Y volviéndose hacia mí
dijo:
—Aquí no hay ningún carruaje. Nadie le espera.
Tendrá que venir a Bucovina y regresar mañana. O
pasado mañana mejor.
Sin embargo, mientras hablaba, llegó una calesa
tirada por cuatro caballos negros como el carbón y
guiada por un hombre alto, con una larga barba y
un gran sombrero negro que le ocultaba el rostro.
Sus ojos brillantes parecían rojos a la luz del farol.
—Esta noche ha llegado pronto, amigo —dijo al
cochero.
—El pasajero inglés tenía prisa —respondió el
cochero tartamudeando.
—Ya. Por eso pretendía que siguiera hasta Bucovina.
No puede engañarme —contestó el recién
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