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y de fango, lo que le causó de nuevo la más viva
tristeza.
—¡Oh fortuna —se quejó con un tono de voz
lamentable—, cesa de estar tan enojada conmigo y
no la tomes con un desgraciado que te suplica le
perdones! Yo he salido de mi casa para venir aquí
a buscar mi sustento y tú me anuncias la muerte; ya
ves que no tengo otro oficio que este para subsistir,
y a pesar de todo el empeño que pongo en él, apenas
puedo cubrir las más elementales necesidades
de mi familia. Ya sé que hago mal en quejarme de
ti, pues tú te recreas en maltratar a la gente honrada
y dejar en la oscuridad a los grandes hombres,
mientras favoreces a los pícaros y elevas al éxito a
los que no poseen virtud alguna.
Al finalizar estas quejas, arrojó bruscamente la
cesta y, después de haber lavado bien las redes que
el fango había ensuciado, volvió a lanzarlas por
tercera vez, pero no sacó más que piedras, conchas
y basura. No es fácil explicar cual fue esta vez su
desesperación; faltó poco para que no perdiese el
juicio. Sin embargo, como ya empezaba a amanecer,
no olvidó el hacer su oración como buen musulmán,
y en ella invocó a Dios:
—Señor, vos sabéis que no echo mis redes más
que cuatro veces cada día; las he echado ya tres sin
haber sacado fruto alguno de mi trabajo, así que no
me falta más que una, por ello os suplico me hagáis
el mar propicio, como se lo hicisteis a Moisés.