HERNÁNDEZ HUERTA, José Luis; SÁNCHEZ BLANCO ... - AJITHE
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MaNUEL ÁLvaREz TaRDío<br />
franquistas, unos muy pocos socialistas disgustados y una buena parte de los<br />
nacionalistas vascos no ocultaron su desagrado.<br />
Dentro de esas coordenadas, sólo había una manera de gestionar el<br />
pasado para conseguir que la nueva democracia echara a andar con buen pie:<br />
empezar por considerar que el mismo no podía ser utilizado como arma arrojadiza<br />
en el nuevo marco del combate político. El camino de la reforma y,<br />
más tarde, su continuación en una etapa de consenso constitucional muy amplio,<br />
no exigía a los actores que olvidaran el pasado sino que renunciaran a<br />
mentarlo para desacreditar al adversario. El pasado tenía que estar presente<br />
para aleccionar sobre errores que debían evitarse, pero no para ser utilizado<br />
como una fuente de información que sirviera para distribuir credenciales de<br />
buenos y malos entre la ciudadanía. Era una manera de tener presente la historia<br />
que, quizás, no hiciera demasiada justicia para con algunas víctimas de<br />
la dictadura o incluso con las que sufrieron a manos del llamado bando republicano<br />
en la guerra; pero servía para no reabrir heridas que la modernización<br />
económica y el cambio social habían ido cerrando desde finales de<br />
los cincuenta. Era una manera de no dar y quitar razones a unos y a otros;<br />
pues haber dado razones a unos, los vencidos, hubiera abierto la puerta a la<br />
simple restauración de la República, y eso, como bien sabían incluso los que<br />
teóricamente seguían definiéndose como republicanos, no aseguraba la fundación<br />
de una democracia duradera.<br />
La Transición no exigió a los españoles que fueran amnésicos, como a<br />
veces se dice sin fundamento alguno. Les exigió otra cosa, esto es, que hicieran<br />
un esfuerzo para impedir que su visión de los acontecimientos más traumáticos<br />
del pasado no les impidiera competir en democracia con otros que<br />
no la compartían. Lo que primó en la Transición fue una voluntad firme,<br />
aunque no siempre explícita, de aprender dos o tres lecciones capitales del<br />
turbulento pasado español de entreguerras: Primero, que no podía triunfar<br />
la democracia si no era incluyente. Esto ya había quedado claro incluso en la<br />
alemania de posguerra, en un tenso y difícil contexto en el que había que<br />
construir la democracia después de una dictadura tan siniestra como la nazi.<br />
Segundo, que no podía fundarse un régimen nuevo sobre bases sólidas si a<br />
priori se fijaba una separación insalvable entre quienes se habían opuesto al<br />
anterior y quienes lo habían apoyado, negando a estos últimos cualquier posibilidad<br />
de influir en la configuración de las nuevas instituciones. Y tercero,<br />
que la nueva democracia no podía levantar sus cimientos sobre la recuperación<br />
parcial de las víctimas, es decir, que sólo una amplia y generosa amnistía<br />
podía servir para fortalecer la concordia.<br />
Esas lecciones aprendidas del pasado significaban una honesta revisión<br />
crítica de los errores cometidos por muchos protagonistas de la historia reciente,<br />
en las izquierdas y en las derechas. Nadie de los que apoyaron el camino<br />
a la democracia de los años setenta fue obligado a asumir y proclamar<br />
que todos los responsables de la desdichada historia española del siglo XX<br />
24 Historia y Utopía. Estudios y Reflexiones