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CONFESIONES DE SAN AGUSTIN DE HIPONA - Escritura y Verdad

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Confesiones de San Agustín de Hipona<br />

aquello, y mi impiedad me había dividido contra mí mismo. Y lo más incurable de mi pecado era<br />

que no me tenía por pecador, deseando más mi execrable iniquidad que tú fueras vencido por mí<br />

en mí para mi perdición, que no serlo yo por ti para mi salvación. Porque todavía no habías<br />

puesto guardia a mi boca ni puerta que cerrase mis labios para que mi corazón no declinase a las<br />

malas palabras ni buscase excusa a mis pecados entre los hombres que obran la iniquidad, y<br />

ésta era la razón por que alternaba con los electos 22 de los maniqueos. Mas, desesperando ya de<br />

poder hacer algún progreso en aquella falsa doctrina, y aun las mismas cosas que había<br />

determinado conservar hasta no hallar algo mejor, profesábalas ya con tibieza y negligencia.<br />

19. Por este tiempo se me vino también a la mente la idea de que los filósofos que llaman<br />

académicos habían sido los más prudentes, por tener como principio que se debe dudar de todas<br />

las cosas y que ninguna verdad puede ser comprendida por el hombre. Así me pareció entonces<br />

que habían claramente sentido, según se cree vulgarmente, por no haber todavía entendido su<br />

intención.<br />

En cuanto a mi huésped, no me recaté de llamarle la atención sobre la excesiva credulidad que vi<br />

tenía en aquellas cosas fabulosas de que estaban llenos los libros maniqueos. Con todo, usaba<br />

más familiarmente de la amistad de los que eran de la secta que de los otros hombres que no<br />

pertenecían a ella. No defendía ya ésta, es verdad, con el entusiasmo primitivo; mas su<br />

familiaridad -en Roma había muchos de ellos ocultos- me hacía extraordinariamente perezoso<br />

para buscar otra cosa, sobre todo desesperando de hallar la verdad en tu Iglesia, ¡oh Señor de<br />

cielos y tierra y creador de todas las cosas visibles e invisibles!, de la cual aquéllos me apartaban,<br />

por parecerme cosa muy torpe creer que tenías figura de carne humana y que estabas limitado por<br />

los contornos corporales de nuestros miembros. Y porque cuando yo quería pensar en mi Dios no<br />

sabía imaginar sino masas corpóreas, pues no me parecía que pudiera existir lo que no fuese tal,<br />

de ahí la causa principal y casi única de mi inevitable error.<br />

20. De aquí nacía también mi creencia de que la sustancia del mal era propiamente tal [corpórea]<br />

y de que era una mole negra y deforme; ya crasa, a la que llamaban tierra; ya tenue y sutil, como<br />

el cuerpo del aire, la cual imaginaban como una mente maligna que reptaba sobre la tierra. Y<br />

como la piedad, por poca que fuese, me obligaba a creer que un Dios bueno no podía crear<br />

naturaleza alguna mala, imaginábalas como dos moles entre sí contrarias, ambas infinitas, aunque<br />

menor la mala y mayor la buena; y de este principio pestilencial se me seguían los otros<br />

sacrilegios. Porque intentando mi alma recurrir a la fe católica, era rechazado, porque no era fe<br />

católica aquella que yo imaginaba. Y parecíame ser más piadoso, ¡oh Dios!, a quien alaban en mí<br />

tus misericordias, en creerte infinito por todas partes, a excepción de aquella por que se te oponía<br />

la masa del mal, que no juzgarte limitado por todas partes por las formas del cuerpo humano.<br />

También me parecía ser mejor creer que no habías creado ningún mal -el cual aparecía a mi<br />

ignorancia no sólo como sustancia, sino como una sustancia corpórea, por no poder imaginar al<br />

espíritu sino como un cuerpo sutil que se difunde por los espacios- que creer que la naturaleza del<br />

mal, tal como yo la imaginaba, procedía de ti.<br />

Al mismo Salvador nuestro, tu Unigénito, de tal modo le juzgaba salido de aquella masa<br />

lucidísima de tu mole para salud nuestra, que no creía de El sino lo que mi vanidad me sugería.<br />

Y así juzgaba que una tal naturaleza como la suya no podía nacer de la Virgen María sin<br />

mezclarse con la carne, ni veía cómo podía mezclarse sin mancharse lo que yo imaginaba tal, y<br />

así temía creerle nacido en la carne, por no verme obligado a creerle manchado con la carne.<br />

Sin duda que tus espirituales se reirán ahora blanda y amorosamente al leer estas mis<br />

Confesiones; pero, realmente, así era yo.<br />

CAPITULO XI<br />

42

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