CONFESIONES DE SAN AGUSTIN DE HIPONA - Escritura y Verdad
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Confesiones de San Agustín de Hipona<br />
Después, con mano blandísima y misericordiosísima, comenzaste, Señor, a tratar y componer<br />
poco a poco mi corazón y me persuadiste-al considerar cuántas cosas creía que no había visto ni a<br />
cuya formación había asistido, como son muchas de las que cuentan los libros de los gentiles;<br />
cuántas relativas a los lugares y ciudades que no había visto; cuántas referentes a los amigos, a<br />
los médicos y a otras clases de hombres que, si no las creyéramos, no podríamos dar un paso en<br />
la vida, y, sobre todo, cuán inconcusamente creía ser hijo de tales padres, cosa que no podría<br />
saber sin dar fe a 1o que me habían dicho -de que más que los que creen en tus libros, que has<br />
revestido de tanta autoridad en casi todos los pueblos del mundo, deberían ser culpados los que<br />
no creyesen en ellos; y que así no debía dar oídos a los que tal vez me dijeren: "¿De dónde sabes<br />
tú que aquellos libros han sido dados a los hombres por el Espíritu de Dios, único y veracísimo?"<br />
Porque precisamente esto era lo que mayormente debía creer, por no haber podido persuadirme<br />
ningún ataque de las opiniones calumniosas, que yo había leído en los muchos escritos<br />
contradictorios de los filósofos, a que no creyera alguna vez que tú no existías -aunque yo<br />
ignorase lo que eras- y que no tienes cuidado de las cosas humanas.<br />
8. Esto lo creía unas veces más fuertemente y otras más débilmente; pero que existías y tenías<br />
cuidado del género humano, siempre creí, si bien ignoraba lo que debía sentir de tu sustancia y<br />
qué vía era la que nos conducía o reducía a ti. Por lo cual, reconociéndonos enfermos para hallar<br />
la verdad por la razón pura y comprendiendo que por esto nos es necesaria la autoridad de las<br />
sagradas letras, comencé a entender que de ningún modo habrías dado tan soberana autoridad a<br />
aquellas <strong>Escritura</strong>s en todo el mundo, si no quisieras que por ellas te creyésemos y buscásemos.<br />
Y en cuanto a los absurdos en que antes solía tropezar, habiendo oído explicar en un sentido<br />
aceptable muchos de sus lugares, atribuíalo ya a la profundidad de sus misterios, pareciéndome la<br />
autoridad de las <strong>Escritura</strong>s tanto más venerable y digna de la fe sacrosanta cuanto que es<br />
accesible a todos los que quieren leerlas, y reserva la dignidad de su secreto bajo un sentido más<br />
profundo, y, prestándose a todos con unas palabras clarísimas y un lenguaje humilde, da en qué<br />
entender aun a los que no son leves de corazón; por lo que, si recibe a todos en su seno popular,<br />
son pocos los que deja pasar hacia ti por sus estrechos agujeros; muchos más, sin embargo, de los<br />
que serían si el prestigio de su autoridad no fuera tan excelso o no admitiera a las turbas en el<br />
gremio de su santa humildad.<br />
Pensaba yo en estas cosas, y tú me asistías; suspiraba, y tú me oías; vacilaba, y tú me gobernabas;<br />
marchaba por la senda ancha del siglo, y tú no me abandonabas.<br />
CAPITULO VI<br />
9. Sentía vivísimos deseos de honores, riquezas y matrimonio , y tú te reías de mí. Y en estos<br />
deseos padecía amarguísimos trabajos, siéndome tú tanto más propicio cuanto menos consentías<br />
que hallase dulzura en lo que no eras tú. Ve, Señor, mi corazón, tú qué quisiste que te recordase y<br />
confesase esto. Adhiérase ahora a ti mi alma, a quien libraste de liga tan tenaz de muerte. ¡Qué<br />
desgraciada era! Y tú la punzabas, Señor, en lo más dolorido de la herida, para que, dejadas todas<br />
las cosas, se convirtiese a ti, que estás sobre todas ellas y sin quien no existiría absolutamente<br />
ninguna; se convirtiese a ti, digo, y fuese curada.<br />
¡Qué miserable era yo entonces y cómo obraste conmigo para que sintiese mi miseria en aquel<br />
día en que -como me preparase a recitar las alabanzas del emperador, en las que había de mentir<br />
mucho, y mintiendo había de ser favorecido de quienes lo sabían- respiraba anheloso mi corazón<br />
con tales preocupaciones y se consumía con fiebres de pensamientos insanos, cuando al pasar por<br />
una de las calles de Milán advertí a un mendigo que ya harto, a lo que creo, se chanceaba y<br />
divertía! Yo gemí entonces y hablé con los amigos que me acompañaban sobre los muchos<br />
dolores que nos acarreaban nuestras locuras, porque con todos nuestros empeños, cuales eran los<br />
que entonces me afligían, no hacía más que arrastrar la carga de mi infelicidad, aguijoneado por<br />
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