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ROLAND BAINTON - LUTERO - Escritura y Verdad

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impedirle aprovechar las excepcionales oportunidades que se le presentaban para salvar su alma.<br />

El estado de ánimo de Lutero era el de un peregrino que a la primera mirada a la Ciudad Eterna<br />

exclamaba: "¡Salve, Roma santa!" Trataría de apropiarse, para sí y sus parientes, de todos los<br />

enormes beneficios espirituales accesibles solamente allí. Sólo tenía un mes para hacerlo, y trató<br />

de aprovecharlo al máximo. Debía realizar, por supuesto, las diarias devociones del claustro<br />

agustino en que estaba alojado, pero le quedaban suficientes horas para permitirle decir la confesión<br />

general, celebrar misa en altares sagrados, visitar las catacumbas y las basílicas, venerar<br />

los huesos, los santuarios y todas las santas reliquias. Toda clase de desilusiones surgieron de<br />

inmediato. Algunas de ellas no estaban relacionadas con su problema inmediato, pero eran<br />

concomitantes con su angustia total. Al hacer su confesión general se sintió desanimado por la<br />

incompetencia del confesor. Se pasmaba ante la abismal ignorancia, frivolidad y superficialidad<br />

de los sacerdotes italianos que podían decir seis o siete misas a la carrera, mientras él decía una, y<br />

cuando él se hallaba apenas en el Evangelio ellos habían terminado y le decían: "Passaf Passa!"<br />

"¡Apúrate!" La misma cosa hubiera podido descubrir en Alemania si hubiera salido del claustro<br />

para visitar sacerdotes de misa, cuya tarea era repetir un número especificado de misas por día,<br />

no para los comulgantes, sino en favor de los muertos. Esta práctica llevó a la irreverencia.<br />

Algunos de los clérigos italianos, sin embargo, eran impertinentemente incrédulos y se dirigían al<br />

sacramento diciendo: "Tú eres pan y pan seguirás siendo, y tú eres vino y vino seguirás siendo."<br />

Para un devoto creyente de las ingenuas tierras del norte, tales revelaciones eran realmente<br />

chocantes. Aunque no por eso debió desanimarse en cuanto a la validez de su propia búsqueda,<br />

puesto que la Iglesia enseñaba desde hacía tiempo que la eficacia de los sacramentos no dependía<br />

del carácter de los ministros.<br />

Asimismo, las historias que llegaron a oídos de Lutero sobre la inmoralidad del clero<br />

romano lógicamente no deben de haber minado su fe en la capacidad de la Ciudad Santa para<br />

conceder beneficios espirituales. Al mismo tiempo, se horrorizaba de oír que si había un infierno,<br />

Roma estaba construida sobre él. No era necesario ser un chismoso para saber que el distrito de<br />

mala fama era frecuentado por eclesiásticos. Oyó que había quienes se consideraban virtuosos<br />

porque se limitaban a las mujeres. La fétida memoria del papa Alejandro VI todavía podía olerse.<br />

Los historiadores católicos reconocen honestamente el escándalo de los papas del Renacimiento,<br />

y la Reforma católica se preocupó tanto como la protestante por extirpar tales abusos.<br />

Sin embargo, todas estas tristes revelaciones no sacudieron la confianza de Lutero en la<br />

bondad genuina de los fieles. La cuestión era si ellos tenían o no méritos superfluos que pudieran<br />

ser transferidos a él o a su familia, y si el mérito estaba tan adherido a los lugares sagrados que<br />

las visitas a ellos proporcionaran algún beneficio. Fue en este punto que le asaltó la duda. Estaba<br />

ascendiendo la escalera de Pilaros sobre manos y rodillas repitiendo un Pater Noster por cada uno<br />

y besando cada escalón con la esperanza de liberar un alma del purgatorio. Lutero lamentaba que<br />

su padre y su madre no estuvieran ya muertos y en el purgatorio a fin de poder concederles tan<br />

señalado favor. No pudiendo hacerlo, resolvió liberar al abuelo Heine. Trepó la escalera, repitió<br />

los Pater Noster, besó los escalones. En la cima, Lutero se levantó y exclamó, no como dice la<br />

leyenda: "El justo vivirá por la fe" —no había adelantado tanto todavía; dijo—: "¿Quién sabe si<br />

será así?"<br />

Esta era la duda realmente desconcertante. Los sacerdotes podían ser culpables de<br />

liviandad y los papas de lascivia, pero todo esto no importaría mientras la Iglesia contara con<br />

medios válidos para obtener la gracia. Pero si el trepar la misma escalera por donde Cristo había<br />

pasado y el repetir oraciones no servía de nada, entonces otro de los grandes fundamentos de la<br />

esperanza había resultado ilusorio. Lutero comentaba que había ido a Roma con cebollas y había<br />

vuelto con ajos.<br />

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