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de borboteaba una fuente. Ya instalada en <strong>mi</strong> nueva vida independiente<br />
me pregunté más de una vez por qué <strong>mi</strong> experiencia<br />
de joven casada no se parecía a las palabras de <strong>mi</strong><br />
madre. Algo no estaba bien, pensaba. En <strong>mi</strong> relación de pareja<br />
no lograba, ni la unión de titanes, ni la <strong>com</strong>unión e inti<strong>mi</strong>dad<br />
que la convivencia con un hombre estaba supuesta a<br />
producir. Mis sueños románticos empezaron a resquebrajarse<br />
desde la luna de <strong>mi</strong>el en la cabaña de <strong>mi</strong>s padres a la orilla<br />
del Pacífico. La melancolía de <strong>mi</strong> esposo resistía <strong>mi</strong>s<br />
embates sostenidos. Se cerraba <strong>com</strong>o una ostra en nostalgias<br />
tercas, con un pesi<strong>mi</strong>smo y una pasividad que yo no conseguía<br />
alterar. La vitalidad de la que hizo acopio para cortejarme<br />
se extinguió demasiado pronto. De nada servía que le<br />
tomara la mano y me lo llevara a la playa por la noche pensando<br />
en danzas paganas a la luz de la luna. A él no le gustaban<br />
esas aventuras. Era arriesgado. No se sabía quién podía<br />
andar por allí, en aquella playa inmensamente desierta, donde<br />
la arena plo<strong>mi</strong>za reverberaba <strong>com</strong>o acero incrustado de<br />
plata. Mejor regresarnos a la casa. Una semana encerrados los<br />
dos solos suponía para mí vivir el romanticismo cinematográfico<br />
de las parejas que cuelgan en la puerta de la habitación<br />
del hotel el letrero de «No molestar» y emergen cinco días<br />
después con los rostros ilu<strong>mi</strong>nados y música de Henry Mancini.<br />
Pero la vida real no ad<strong>mi</strong>tía semejantes excesos. De aburridos<br />
que estábamos tomamos el automóvil y fuimos a León<br />
a <strong>com</strong>prar novelitas de vaqueros y paquines de tiras có<strong>mi</strong>cas.<br />
De regreso en Managua, se encerraba en largos silencios hipnotizado<br />
frente al televisor. No le interesaba salir con<strong>mi</strong>go, ni<br />
con a<strong>mi</strong>gos, ni siquiera ir al cine. Saber que yo estaba cerca<br />
era suficiente para él. Ni siquiera necesitábamos hablar, me<br />
decía. Yo iba al baño a llorar. Mis fantasías de cambiarlo y alegrarlo<br />
se desvanecían. Rabiaba por la trampa en que por ingenua<br />
y romántica me encontraba. En <strong>mi</strong>s prisas por salir<br />
hacia la vida, me había aferrado de la mano de un hombre<br />
cuyo único deseo era que lo a<strong>com</strong>pañara a la cueva donde se<br />
escondía de ella.<br />
Cuando me propuso que me quedara en casa y dejara <strong>mi</strong><br />
empleo <strong>com</strong>o acostumbraban hacer las mujeres casadas<br />
armé tal escándalo que tuvo que resignarse a <strong>mi</strong> independencia.<br />
Quizás porque desde niña consideraba <strong>mi</strong> sexo una<br />
ventaja, me concebía libre, soberana de mí <strong>mi</strong>sma. No se me<br />
ocurría que un hombre tuviera el derecho de impedirme ser<br />
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