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<strong>Sé</strong> <strong>fuerte</strong>, <strong>Lucía</strong><br />

3


Marie José Basurco<br />

sé <strong>fuerte</strong>, lucía<br />

5


6<br />

título original<br />

Sois forte, Lucia<br />

Gatuzain, Larresoro, 2007<br />

traducción<br />

Elena Barberena<br />

primera edición de <strong>Txalaparta</strong><br />

Mayo de 2009<br />

© de la edición: <strong>Txalaparta</strong><br />

© del texto: Marie Jose Basurco<br />

© de la traducción: Elena Barberena<br />

editorial txalaparta s.l.l.<br />

Navaz y Vides 1-2<br />

Apartado 78<br />

31300 Tafalla nafarroa<br />

Tfno. 948 703 934<br />

Fax 948 704 072<br />

txalaparta@txalaparta.<strong>com</strong><br />

www.txalaparta.<strong>com</strong><br />

diseño de colección y cubierta<br />

Esteban Montorio<br />

maquetación<br />

Monti<br />

impresión<br />

Gráficas Lizarra S.L.<br />

Carretera a Tafalla, km. 1<br />

31132 Villatuerta - Navarra<br />

isbn<br />

978-84-8136-546-7<br />

depósito legal<br />

na. 1.689-09<br />

txalaparta


prólogo<br />

estamos ante una historia de un doble amor. Por un lado el amor<br />

de <strong>Lucía</strong> por un hombre, el agraciado Mikel, que la adora; y por<br />

otro el amor al pueblo vasco, al que ambos pertenecen y cuyo sombrío<br />

destino va a marcar la relación de esta pareja con el sello de<br />

la tragedia.<br />

L’Exilée nos reveló el gran y singular talento de Marie José<br />

Basurco. Mientras la novela francesa zozobra en las tibias aguas<br />

del «ombliguismo», ella arroja sus personajes al oleaje oceánico<br />

de la Historia. Sabe entrelazar lo íntimo y lo público, la tenaz búsqueda<br />

de la felicidad y el estruendo del acontecimiento desgarrador.<br />

Al finalizar la guerra de España, Mikel escribe en su diario:<br />

«<strong>Lucía</strong> se ha construido unas defensas infranqueables, con una<br />

maestría superior a la de un viejo militar experimentado, para protegerse<br />

del infortunio. Poseída por una sed que yo no puedo saciar,<br />

vive buscando únicamente la felicidad del momento». Por desgracia,<br />

la palabra «infranqueable» es demasiado optimista, pues<br />

el infortunio a<strong>com</strong>paña y enluta la vida de los vascos desde el alzamiento<br />

franquista hasta nuestros días. ¿A todos los vascos? Al<br />

menos a todos aquellos, innumerables, que sintiéndose vascos, pretenden<br />

ser reconocidos <strong>com</strong>o tales, hablar su lengua, hacer perdurar<br />

su ancestral cultura, decidir sobre su presente y su futuro,<br />

disfrutar en definitiva de ese derecho reconocido a todos los pueblos<br />

a decidir por sí mismos. Lo mínimo que se puede decir sobre<br />

los vascos es que su existencia nunca fue un camino de rosas.<br />

¿Estamos ante una novela política? Sin duda. ¿Cómo podría<br />

dejar de serlo si los dos héroes se ven, en la flor de su juventud,<br />

precipitados en un torbellino político que nunca se ha apacigua-<br />

7


do, ni siquiera tras la muerte de Franco? Pero reducir la obra de<br />

Marie José Basurco a esa dimensión política sería mutilarla. Su hilo<br />

conductor es la obstinada búsqueda de la felicidad que no cesa de<br />

animar a <strong>Lucía</strong>. Una felicidad a la que parece predestinada cuando,<br />

siendo una joven y bella estudiante, conoce en Burdeos a un<br />

Mikel muy seductor, por lo demás vástago de una familia tan rica<br />

<strong>com</strong>o poderosa, propietaria en Bilbao de una acería y de prósperos<br />

astilleros. Traen al mundo dos hijos, en 1934 y 1935. Todo les va<br />

bien, hasta que la rebelión de Asturias, cruelmente reprimida por<br />

Franco, anuncia el <strong>com</strong>ienzo de una catástrofe que ya no tendrá<br />

fin. <strong>Lucía</strong> –y en eso radica su grandeza– no abdica ante ese acontecimiento.<br />

Sus ganas de vivir resisten el lento e irresistible ascenso<br />

de las fuerzas de la muerte. Al hablar de Marie José Basurco, ya<br />

fue evocada anteriormente la gran Colette. Vemos en ambas la<br />

misma sensualidad, el insaciable apetito por los alimentos terrenales<br />

y por el cuerpo del hombre amado, la misma facultad de<br />

encontrar, en medio de la noche más oscura, motivos para la esperanza.<br />

Amante apasionada y madre protectora de sus hijos con<br />

una energía leonina, esta <strong>Lucía</strong> –que su creadora inspira demasiado<br />

bien para no semejársele mucho–, nos hace pensar en más<br />

de una ocasión en Scarlett O’Hara, la inolvidable heroína de Lo<br />

que el viento se llevó, al igual que ella superior al caos histórico en<br />

el que está sumergida, sin renunciar nunca, ni siquiera en los<br />

momentos más negros, a su derecho a la felicidad.<br />

El segundo personaje del libro es el propio pueblo vasco, del<br />

que Mikel encarna todas las vicisitudes. No vamos a desgranar aquí<br />

las violentas peripecias que vive el héroe: los lectores y lectoras las<br />

irán descubriendo al hilo de las excitantes páginas. ¡Cuánto estruendo<br />

y cuánta pasión! Y qué martirologio...<br />

Encontramos la traición en el origen de ese río de sangre y<br />

lágrimas que no cesa de atravesar el País Vasco. ¿Por qué las democracias<br />

se abstuvieron de apoyar a la República española, mientras<br />

Franco recibía el apoyo militar de la Alemania nazi y de la<br />

Italia fascista? ¿Y por qué, una vez derribadas las dictaduras de<br />

Hitler y de Mussolini, esas mismas democracias se a<strong>com</strong>odaron<br />

tan bien con la de Franco? ¿Por qué el papa Pío XI ni siquiera parpadeó<br />

cuando las bombas alemanas destruyeron Gernika? ¿Por<br />

qué de Gaulle no mantuvo la promesa que hizo al jefe del batallón<br />

Gernika, que acababa de hacerse ilustre en la Punta de Grave:<br />

«Comandante, Francia no olvidará jamás los esfuerzos y los<br />

sacrificios realizados por los vascos por la liberación de nuestro<br />

8


territorio»? ¿Por qué esa Francia, a la que tanto le gusta presumir<br />

de ser la campeona de los derechos del hombre, consiente desde<br />

hace décadas que se entregue a la tortura a los militantes vascos<br />

refugiados en su suelo? Siniestra letanía...<br />

Nadie pone en duda que la bella novela de Marie José Basurco<br />

vaya a ser muy leída en el País Vasco, pero esperamos que su<br />

audiencia se extienda mucho más allá de sus fronteras. Escrita en<br />

un estilo que confirma, si quedaba alguna duda, el gran talento<br />

de su autora, con personajes de rico colorido, a menudo punzante,<br />

siempre apasionante, susceptible de cautivar incluso a los lectores<br />

no interesados en la Historia, es asimismo un testimonio<br />

inolvidable de la tragedia de un pueblo.<br />

gilles perrault<br />

9


Gracias a la vida que me ha dado tanto.<br />

violeta parra<br />

Si l’écho de leurs voix faiblit, nous périrons.<br />

(Si el eco de sus voces se debilitara, pereceríamos)<br />

paul eluard<br />

11


A Joseba, a mi padre, mis dos ausentes.<br />

13


primera parte<br />

15


i<br />

¡así son las cosas! –acabo de decir, para resumir mejor mi situación.<br />

—¡Así son las cosas! Así va la vida –es todo lo que tengo que<br />

decir.<br />

Y además, no tengo ganas de decir nada más. Las palabras se<br />

me quedan atascadas entre mi corazón y mi garganta.<br />

No estoy resentida con nadie por el silencio que ahora me<br />

embarga.<br />

No estoy resentida con nadie por la bruma espesa y húmeda<br />

que asfixia la ciudad desde hace cinco días, según parece, y nos<br />

ha obligado a permanecer un día de más frente a la costa.<br />

Mi futuro ya no me pertenece, está en las manos del hombre<br />

que me a<strong>com</strong>paña, Xabier de Urresti. Es quien toma las decisiones<br />

por mí, una vez que me ha explicado con una paciencia infinita<br />

el rédito producido por mis acciones colocadas, descolocadas,<br />

vueltas a colocar.<br />

«¡Me importa un <strong>com</strong>ino!», me entran ganas de gritarle al oído,<br />

cuando inclinado sobre los documentos, me enseña las líneas<br />

que el sentido <strong>com</strong>ún me dicta que debiera leer antes de firmarlas<br />

y que no leo. Me siento protegida por las re<strong>com</strong>endaciones de<br />

Anastasio, con su mirada gris y fría.<br />

No tengo por qué quejarme, estoy al abrigo, tengo quien me<br />

ampare.<br />

17


Pienso en las demás mujeres que se encuentran en mi misma<br />

situación y no tienen nada. No dejo de pensar en ellas, las veo<br />

en las calles, las cruzo. Son lo único que veo, ellas y la lobreguez<br />

que las rodea. Voy a ir a poner velas en todas las iglesias de la ciudad<br />

para no cruzarme más con ellas, para no verlas más; aunque<br />

ya no creo en nada. No voy a ir a poner velas.<br />

—¡Bien! –concluye Gracieuse Lasserre mirándome–. Si le parece<br />

bien podríamos ir allí ahora mismo.<br />

Y Xabier y yo la seguimos por las calles de la ciudad, con sus<br />

aceras resbaladizas a causa de la humedad.<br />

—Cuidado, no se vayan a resbalar –re<strong>com</strong>ienda Gracieuse con<br />

su bella sonrisa, abrigada con un bonito abrigo.<br />

Sonrío, ausente. La bruma, por suerte, es espesa. No quiero<br />

ver nada.<br />

Desde que el barco se quedó al pairo frente a la costa y el miedo<br />

nos hizo pegarnos los unos a los otros en un silencio de plomo,<br />

la clemencia me ha abandonado. Me había, me he vuelto<br />

–creo– ausente de mi propia vida y ni siquiera la tierna piel de<br />

mis hijos me colma de más placidez. Todos los «Jesús» reprimidos<br />

esa noche, cuando el miedo llevaba a mis labios unas palabras<br />

rápidamente reprimidas –«Jesús», «Jesús»–me han vuelto<br />

sorda a las plegarias, sorda a todo.<br />

—Ya hemos llegado –nos dice Gracieuse Lasserre mientras<br />

abre una bella puerta cochera, pintada de verde oscuro.<br />

Entramos en un patio, del que emerge hacia las alturas una<br />

majestuosa escalera de piedra con una suntuosa barandilla de hierro<br />

forjado.<br />

—El ascensor –también magnífico– no llega hasta el cuarto y<br />

último piso, al que nos dirigimos –sonríe Madame Lasserre.<br />

—No importa –se ve obligado a responder Xabier.<br />

Tomamos primero el ascensor, y luego la escalera. Una única<br />

puerta da acceso a un amplio descansillo.<br />

—¡Ya hemos llegado! Entren, por favor –nos dice sin dejar de<br />

sonreír Gracieuse Lasserre, mujer satisfecha y feliz con su vida,<br />

aparentemente.<br />

Entro por delante de Xabier, un hombre exquisito, educado<br />

a ultranza, que sabe quitarse los guantes para estrechar su mano.<br />

18


El aire es gélido y siento el olor a cerrado de los apartamentos<br />

deshabitados desde hace siglos, por mucho que Gracieuse Lasserre<br />

acabe de decirnos que permanece cerrado desde hace «solamente»<br />

dos años.<br />

El apartamento es bonito, espacioso, tiene un baño de verdad<br />

–en otros momentos hubiera dicho que divino–, una inmensa cocina<br />

con una chimenea francesa en la que es posible sentarse bajo<br />

su campana.<br />

Mi vista lo registra todo: las cuatro bellas habitaciones a ambos<br />

lados del enorme pasillo, la doble sala y las chimeneas de piedra<br />

blanca.<br />

—¿Le gusta? –me interroga Gracieuse Lasserre.<br />

Le contesto que por supuesto que sí con una débil sonrisa,<br />

forzada, en la <strong>com</strong>isura de los labios.<br />

—¡Oh! Mejor que mejor, porque hay una sorpresa.<br />

¡Y qué sorpresa! Una terraza entre los tejados, grande <strong>com</strong>o<br />

el puente de un navío en medio de la bruma. Una terraza concebida<br />

para hacer el amor bajo las estrellas en las noches de verano,<br />

con mis manos aferradas a sus bellos hombros.<br />

—La bruma es persistente, no deja ver el horizonte –dice Madame<br />

Lasserre–. Desde aquí se ve el Nive y las agujas de la catedral,<br />

de ahí... de aquí...<br />

Ya no escucho. Para mí el horizonte tiene un solo perfil, el del<br />

Cinturón de Hierro 1 . Mi corazón se ha quedado allí, en su cemento,<br />

y yo aquí, en este bello apartamento desde ahora mío. Voy a<br />

esperar a que se deshaga de su envoltorio de piedra y <strong>com</strong>ience<br />

nuevamente a latir, a vivir.<br />

—No tenga ningún temor –añade Xabier–, es una muy buena<br />

inversión. Anastasio se va a tranquilizar.<br />

Salimos a la bruma exterior.<br />

—Esta noche va a helar –nos ha dicho Gracieuse Lasserre al<br />

dejarnos, un poco antes, mientras nos entregaba las llaves del apartamento,<br />

un macizo manojo que pesa en el bolsillo de mi abrigo.<br />

Mientras caminamos por el boulevard, Xabier me explica lo<br />

que podré llevar a cabo a partir de mañana. Me da carta blanca<br />

1.- En español en el original (N.T.).<br />

19


para el acondicionamiento del apartamento y toda esa libertad<br />

de acción para mí, que nunca me ha gustado contar, lastra un<br />

poco más el bolsillo de mi abrigo y me da un porte inclinado a la<br />

izquierda, hacia Xabier y hacia el vaho blanco que sale de su boca<br />

al aire gélido.<br />

Mañana mismo, si quiero, dejaré de formar parte de la significativa<br />

tribu que ocupa una espléndida e inmensa villa del barrio<br />

de las Arenas –<strong>com</strong>prada por Xabier a un príncipe ruso y alcohólico–,<br />

en la que vivo con mis hijos desde hace cinco días.<br />

Al caer la tarde, en torno a la mesa en la que Xabier insiste<br />

en que esté pese a que yo hubiera preferido cenar con los niños<br />

en la antecocina, todos me dan su opinión:<br />

—Tómese todo el tiempo que quiera antes de dejarnos.<br />

O también:<br />

—No tiene que apurarse, acaba de llegar, deje que pasen los<br />

primeros fríos.<br />

En la algarabía de las voces, cada cual protege su propia angustia<br />

de las angustias de los demás.<br />

En esta gran mansión de las Arenas hay tres <strong>com</strong>idas diarias<br />

para la treintena de personas que en ella cohabitan, para lo que<br />

cuentan con una cocinera que duerme en la antecocina en una<br />

cama plegable y con tres jóvenes criadas, todas ellas también exiliadas.<br />

Más exiliadas que todos nosotros. Sobre todo Encarnación,<br />

que allí se ha quedado sin nada. No ha dejado más que un montón<br />

de ruinas y unos cuerpos sepultados. ¿Cuántas personas?<br />

Ocho –responde con la mirada ausente–, incluida la abuela, que<br />

tenía ochenta y cinco años.<br />

Se dice que Xabier ha colocado en el banco un pequeño peculio<br />

para cada una de ellas, que ni antes tuvieron ni ahora tampoco<br />

tienen nada.<br />

Algún día podrán <strong>com</strong>prarse alguna cosa, aquí o en cualquier<br />

otro lugar. Cuando se está en el exilio, el lugar no tiene mayor<br />

importancia. Encarnación, que ya no tiene abuela, ni padre, ni<br />

madre, ni hermanos, ni hermanas, se ocupa con cariño de los hijos<br />

de los demás. Cuando no está sirviendo la mesa o anda apresurada<br />

en la cocina los toma en sus brazos. Sonríe, canta. Suelo escuchar<br />

<strong>com</strong>o los arrulla con su cálida voz.<br />

20


—¡Avergüénzate, <strong>Lucía</strong>! –me digo a mí misma–. ¡Toma ejemplo!<br />

Las nanas se apagan en mis labios y apenas murmuro una<br />

nota grave, siempre la misma, cuando arrullo a Flora por la noche.<br />

Y acaricio su cabecita hasta que el sueño me vence.<br />

Desde que vivo en casa de Xabier, me despierto por las mañanas<br />

<strong>com</strong>pletamente atónita en otra habitación, en otra casa, con<br />

otras voces, otros ruidos. Luego mi mirada se dirige hacia el diván<br />

bajo, en el que duermen pegados el uno al otro, con idénticos<br />

bucles enmarañados y con sus manos cerradas también de la misma<br />

forma sobre la almohada, Julián y Manuela, mis hijos, tan dulces,<br />

arrastrados pese a su voluntad por un mar de fondo y encallados<br />

en esta enorme mansión en la que no conocen a nadie.<br />

Me avergüenzo por las miradas inquietas que dirigen al mundo<br />

en el que se ven obligados a vivir.<br />

También me avergüenzo de ser tan poco maternal y me prometo<br />

a mí misma volver a ser de nuevo la joven madre vital capaz<br />

de provocar sus risas traviesas. Estoy esperando a que se despierten<br />

para decirles, mientras los visto, que muy, muy pronto<br />

nos iremos a vivir juntos los cuatro, solos los cuatro.<br />

—¿Sin nadie más? –Me pregunta Julián con su vocecita aflautada.<br />

—Sin nadie más –le confirmo.<br />

—¿Y entonces aita?<br />

—Aita está lejos.<br />

¡No llores <strong>Lucía</strong>, por favor, sé <strong>fuerte</strong>! Piensa en los niños.<br />

Y ante sus miradas, con una voz que pretendo ser firme,<br />

añado:<br />

—Aita está luchando.<br />

Me doy cuenta de que hay palabras que no quieren decir nada,<br />

cuando Julián se encoge de hombros y concluye con un pequeño<br />

mohín:<br />

—¡Ah, bueno!<br />

Esta mañana el desayuno está en su apogeo, entre el olor del<br />

café y del pan fresco, en el hermosísimo <strong>com</strong>edor en el que un<br />

aparato de radio da noticias cada hora, durante todo el día. Las<br />

caras están sombrías.<br />

Al lado de Xabier se encuentra un hombre elegante. Este hombre<br />

apuesto, ministro del Gobierno Vasco, acaba de regresar de<br />

21


Barcelona, a donde había ido a buscar ayudas. Ay abuelita 2 , consigo<br />

trae, agarradas en sus trémulas manos, las listas de los fusilados<br />

de Donosti.<br />

Saludo al ministro con el debido respeto y este me propone<br />

que lea yo las listas, de las que tiene varias copias.<br />

Me apoyo contra la pared de la sala y <strong>com</strong>ienzo a leer:<br />

El 13 de septiembre han sido fusilados: Dominika Artola Echeverría,<br />

José Manuel Arregui, Modesto Arizcuren Murillo, José Mari<br />

Larrañaga, Manuel Artola Iraola, José Arrizabalaga Pildain, Ángel<br />

Balzola Ituarte, Ignacio Picabea, Anastasio Arbella Aguirre, Josefa<br />

Echeverria Imaz, Petra Landa Zubiaga, Antonio Arzac Echave, Buenaventura<br />

Emaldi Osa, Rogelio Esparza Esparza, María Gastezi Garciandía,<br />

Juan Imaz Borda, José Isasa Azcue, Teresa Tellechea Lagie,<br />

Eloísa Varga Lomera, Jerónimo Zubeldia Aranburu...<br />

No dejo traslucir el más mínimo asomo de mi propia turbación,<br />

a pesar de que mi mirada se haya cruzado con la de Xabier,<br />

fija en mí.<br />

Devuelvo la lista de los fusilados al ministro y salgo en busca<br />

de Encarnación.<br />

—Tengo que salir –le digo– ¿Puedo dejarte a los niños?<br />

—Sí, claro. Yo me ocupo de ellos, no te preocupes. Haz lo que<br />

tengas que hacer.<br />

Finjo no ver las lágrimas que corren por sus mejillas.<br />

Después de beber un té ardiente que me abrasa, me dirijo<br />

hacia la puerta de entrada sintiéndome ruin, egoísta.<br />

Durante la noche ha helado con fuerza y la bruma ha desaparecido.<br />

El cielo está despejado, de un azul metálico; los árboles,<br />

blancos de escarcha, gotean sobre las aceras. Tengo que correr y<br />

llego sofocada a mi cita.<br />

Gracieuse Lasserre ha llegado puntual, envuelta en su abrigo<br />

de piel. Me recibe con su bella sonrisa y, sin saber por qué, sé que<br />

acaba de entrar en mi vida para siempre.<br />

2.- En español en el original (N.T.).<br />

22


Hemos vuelto a visitar el apartamento, que estaba gélido.<br />

—Las chimeneas funcionan, pero habrá que deshollinarlas si<br />

quiere encender el fuego en ellas.<br />

—Claro, claro. Por supuesto.<br />

—Quizás prefiera las paredes de otro color, que no sea este<br />

gris azulado.<br />

—Sí, me gustaría más un blanco o un beige pálido.<br />

—Los balcones que dan a la avenida se encuentran en muy<br />

buen estado.<br />

Mientras conversamos en el apartamento llego a pensar que<br />

no lo voy a habitar de inmediato, pero Gracieuse tiene soluciones<br />

para todo, y tengo que confesar que me he dejado convencer.<br />

Xabier me había confiado a ella, parecía conocerla muy bien y<br />

con lo que me dijo me bastaba:<br />

—Es una mujer de confianza.<br />

Propietaria de un bonito hotel y del mejor restaurante de la<br />

ciudad, tiene un marido gascón que responde al dulce nombre de<br />

Marcel. Conoce a todo el mundo: al electricista, al fontanero, al<br />

deshollinador, al ebanista. Y también las tiendas de ropa de cama,<br />

definitivamente lo conoce todo.<br />

Voy con ella al <strong>com</strong>ercio de Martín Berdot, el ferretero, para<br />

hacerle un pedido que hace estremecer su grueso vientre del otro<br />

lado del mostrador azul; un pedido que escucha frotándose sus<br />

pequeñas manos rechonchas: una batería de cocina, la mejor; un<br />

juego de café, una vajilla, una cristalería y una cubertería de plata<br />

que está colocada en dos cajones dentro de un estuche de terciopelo<br />

beige. E inmediatamente después me lleva hasta la casa<br />

de Francisco, el electricista.<br />

—Vale su peso en oro –me dice Gracieuse Lasserre–, ya lo verá,<br />

hace cualquier trabajo en un abrir y cerrar de ojos.<br />

El barrio de las Arenas me ve regresar corriendo, con las mejillas<br />

rojas del frío, sintiéndome culpable por haberme ausentado<br />

durante tanto tiempo. Me siento culpable de repente por ser tan<br />

fútil, mientras las listas con los nombres de los fusilados son cada<br />

vez más extensas y la población, huyendo bajo una lluvia de bombas,<br />

se va acercando cada vez más a Bilbao.<br />

—No hay más que ruinas por todas partes –escucho <strong>com</strong>o<br />

dicen.<br />

23


Xabier está preocupado por Anastasio y por la bella Arantxa.<br />

—No entiendo, no puedo entender que no hayan abandonado<br />

ya el barco para dejárselo a las ratas. Está equivocado, no van<br />

a respetar su estatus parlamentario. ¿Eh, está usted ahí? –dice volviéndose<br />

hacia mí.<br />

—Sí, pero tengo que volver a salir a...<br />

El resto queda ahogado por un «Calla» brutal.<br />

—¡Calla! ¡Las informaciones!<br />

Y todos se apiñan alrededor del enorme aparato de radio en<br />

medio de un silencio religioso, en tanto yo me dirijo al otro lado<br />

de la casa, a las cocinas, en busca de mis hijos, a los que Encarnación<br />

ha puesto a echar la siesta en la lavandería. Otro aparato<br />

de radio está encendido en la cocina para Encarnación, Ramonita,<br />

Lourdes y para los más jóvenes de la casa.<br />

—Bilbao no puede caer. El Cinturón de Hierro 3 es infranqueable.<br />

Los fascistas se van a romper los dientes en él...<br />

—Los dientes y todo lo demás...<br />

—Llevan estancados frente a él desde hace más de un mes.<br />

—¿Un mes? ¡También dos meses! ¡Y eso pese a todos sus aviones!<br />

—Puñetas 4 , si tuviéramos sus armas, hace tiempo que Mola,<br />

Franco y toda su pandilla...<br />

—¡Y estos franceses embargando las armas!<br />

Todo el mundo habla a la vez; el ambiente en la cocina no es el<br />

mismo que el de la sala, aquí hay un ambiente de rebelión. Encarnación<br />

ya me ha visto. Su mirada no es la de esta mañana, la cólera<br />

fulgura en sus ojos.<br />

—Perdóname, llego tarde –le digo.<br />

—¡Y eso que importa! Ahora mismo están bombardeando Vizcaya.<br />

Todo lo demás poco importa.<br />

—Tienes razón, pero tengo que salir de nuevo. No he terminado<br />

con...<br />

3.- En español en el original (N.T.).<br />

4.- Ídem.<br />

24


No me deja terminar la frase:<br />

—Pues vuelve a salir, qué quieres que te diga.<br />

Siento a mis espaldas las miradas clavadas en mí y lo único<br />

que deseo es volver a encontrarme con Gracieuse Lasserre y sumirme<br />

en la futilidad.<br />

Y es eso lo que hago durante todo el mes de marzo de 1937.<br />

Me reencontraba a diario con François y con los pintores, que cantaban<br />

a grito pelado C’était un musicien, de Tino Rossi, otra que<br />

me gustaba mucho y que acabé por cantar con frecuencia con<br />

ellos, Il pleut sur la route, y otra más, Guitarre d’amour, que escuchaba<br />

a mi pesar y que me embargaba de una emoción que hacía<br />

exclamar a Cyprien, cuando me sorprendía entre brochazo y brochazo:<br />

«¿Esta canción es triste, verdad, bella señora?».<br />

Yo asentía con la cabeza, con mirada afligida.<br />

La pintura secó más rápido de lo que ellos pensaban y los pintores<br />

se fueron, por lo que me quedé sola con François, el artífice<br />

de que tengamos electricidad y capaz de hacer que un gancho<br />

se mantenga en una gruesa pared. François era feo, de una fealdad<br />

afable. Calvo, con el pelo echado hacia atrás con gomina, con<br />

las orejas <strong>com</strong>pletamente separadas, una cara sanguínea y alargada,<br />

una frente ancha sobre una nariz triste y una enorme boca<br />

abierta que dejaba al descubierto unos dientes amarillentos. Era<br />

tan feo que se ganó toda mi confianza y le llegué a confiar las llaves<br />

del apartamento.<br />

François no sabía nada de la guerra de España. O muy poco.<br />

A veces, cuando me sorprendía escuchando una radio que había<br />

<strong>com</strong>prado para ponerla en la cocina, me hablaba de ella con palabras<br />

confusas.<br />

Adoptaba un aire religioso para decir:<br />

—Pobre gente...<br />

¡Pobre gente! Nunca supe si hablaba de los republicanos, de<br />

los franquistas, de los carlistas, de los miqueletes o de los milicianos.<br />

De los muertos o de los vivos.<br />

—¡Pobres niños! –Decía con el mismo aire religioso, cuando<br />

Encarnación amenazaba a los niños en el apartamento en obras.<br />

¡Pobres niños!<br />

25


Encarnación arrugaba el entrecejo agitando la cabeza, François<br />

sonreía con una sonrisa que inspiraba <strong>com</strong>pasión y volvía hacia<br />

las estanterías de la biblioteca que estaba colocando en el largo<br />

pasillo; una biblioteca inmensa en la que no tenía nada que colocar.<br />

Pese a mis títulos y mis acciones en el banco, no me quedaba<br />

nada de mi vida anterior. O muy poca cosa: algunos planos de<br />

buques, un grueso cuaderno de dibujos, un gorro de miliciana<br />

con su estrella roja, dos retratos al crayón, un paisaje, una espléndida<br />

manta de lana roja y algunas fotos. Pero todavía era demasiado<br />

pronto para sacarlas de los voluminosos paquetes en que<br />

los había resguardado.<br />

Abril se anuncia frío. Todavía quedan algunos copos de nieve que<br />

se aferran a las cimas de las montañas en la lejanía.<br />

François me deja mañana y esta mañana, mientras camino a la<br />

altura de la catedral cargando unos marcos viejos y el Mystère Frontenac<br />

de François Mauriac abulta en el bolsillo de mi abrigo, no sé<br />

por qué pienso en François . Sin duda porque ayer, más empalagoso<br />

que nunca, me habló de Dios <strong>com</strong>o si Dios fuera su primo. El Buen<br />

Dios (B mayúscula, D mayúscula) está en cada uno de nosotros, me<br />

confesó con severidad. Basta con quererlo para poderlo escuchar.<br />

—¿Ah sí, y a usted le habla a menudo? –le interrogo mirándole<br />

bruscamente con malos ojos, sin dejar de mantener ceñida<br />

la pesada estantería que él está fijando al muro.<br />

—No sé si a menudo, aunque pensándolo bien, podría decir<br />

que hasta muy a menudo.<br />

Y me sonríe.<br />

Oh Dios, con esa mansedumbre podrías haber evitado afligirlo<br />

con esa triste sonrisa, pienso con malicia.<br />

—¿Al menos cree usted en el Buen Dios?<br />

—No, no creo en el Buen Dios. Estaría más inclinada a creer<br />

en el Cristo revolucionario.<br />

La estantería descansa perfectamente paralela a la horizontal<br />

del muro, estoy satisfecha.<br />

Sin responderme, François <strong>com</strong>ienza a colocar el destornillador<br />

en la caja de herramientas, con el Buen Dios recostado sobre<br />

su cabeza calva.<br />

26


No se por qué, de golpe y porrazo me entra un deseo asesino<br />

de cercenarle una rebanada con una cuchilla de afeitar.<br />

Aparto ese pensamiento impío en el mismo instante en que<br />

Gracieuse Lasserre, con las manos atiborradas de recipientes de<br />

flores, jacintos, junquillos, narcisos de aromas embriagadores,<br />

empuja de una patada la entreabierta puerta de entrada. Los colores<br />

entran con Gracieuse en el vasto apartamento vacío. Esos colores<br />

que tanto me gustaron antes y con los que pinté las paredes<br />

de nuestro apartamento de Donosti. Ahora allí ya no quedan paredes,<br />

tan solo un pedazo de pared carbonizada.<br />

—Las flores le traerán felicidad, ya lo verá –me dice Gracieuse<br />

mientras las deposita sobre la mesa de la cocina.<br />

Me besa apresuradamente y a continuación me dice, cerrando<br />

ya la puerta del vestíbulo:<br />

—Enseguida vuelvo, no me voy a demorar.<br />

François, que está engrasando meticulosamente las bisagras<br />

de los armarios, no puede reprimir un mohín.<br />

Los tacones de Gracieuse Lasserre, que trae un voluminoso<br />

paquete, resuenan de nuevo sobre las piedras romas de la entrada.<br />

—¡Abra! –me dice con los ojos encendidos de juvenil impaciencia.<br />

Una vez retirados los cordeles del pesado paquete, al abrirlo<br />

quedan al descubierto unas sábanas y unas fundas de almohada<br />

bordadas.<br />

Yo digo:<br />

—No, es demasiado, no lo puedo aceptar.<br />

—Claro que sí, hay que saber aceptar. Tiene que saber, Lucie,<br />

que saber aceptar es una cualidad. De esa manera mañana por la<br />

noche usted dormirá dentro de ellas y pensará en mí. Ya ve, cuando<br />

ofrecemos algo siempre somos un poco egoístas.<br />

Sonrío. Estoy emocionada pero no quiero reflejarlo en lo más<br />

mínimo.<br />

—Buenas tardes, señora Lasserre, buenas tardes, señora Lucie<br />

–saluda François, con la cabeza sobresaliendo del marco de la puerta<br />

doble de la sala y la imponente caja de herramientas entre sus<br />

brazos– ¡Hasta mañana!<br />

—Hasta mañana –sonríe Gracieuse Lasserre.<br />

27


François está ya aquí al alba, engominado de nuevo, perfumado<br />

con una loción de afeitar que revuelve mi estómago en ayunas.<br />

Ha venido a dar los últimos retoques, es minucioso.<br />

Yo también soy minuciosa con los últimos arreglos. Amontono<br />

una pirámide de papeles arrugados y briznas de leña en la chimenea<br />

de la cocina y coloco un espléndido leño de roble resquebrajado<br />

en el medio para el fuego que voy a encender mañana.<br />

Preparo asimismo el fuego en la chimenea de la sala y coloco los<br />

recipientes de las flores –he <strong>com</strong>prado más, pues Gracieuse ha despertado<br />

en mí cierto gusto por los colores– delante de las ventanas<br />

y unas palmatorias en las chimeneas (hay seis). Hago las camas,<br />

la mía con las sábanas bordadas y las de los niños con las que he<br />

<strong>com</strong>prado yo. Dejo el jabón, redondo y rosado, en una esquina de<br />

la bañera sin quitarle el envoltorio. Me invade una dulce placidez,<br />

voy de una habitación a otra, observo: mañana estaré aquí con mis<br />

hijos y les mostraré el bello limonero que está en la terraza, en una<br />

vasija de barro cocido que, a pedido de Gracieuse Lasserre, acaban<br />

de enviar hace un instante. Mis dos pesadas maletas están en mi<br />

habitación, una encima de la otra. No las abro, pese a que acaricio<br />

con la mano su cuero flexible. No quiero recordar.<br />

De la sala me llegan fragmentos de una canción... Qu’est-ce<br />

qu’on attend pour être heureux... Comienzo a soñar.<br />

Una mano acaricia mi cadera, la ase y una boca sube desde<br />

mi cuello hasta mis labios y los estruja en un beso húmedo; el<br />

rostro de François se me aparece impreciso, pegado al mío. Me<br />

atrae hacia él con sus manazas. Yo grito, o al menos creo gritar.<br />

Lo rechazo con todas mis fuerzas, que corren más que mis<br />

pensamientos.<br />

—¿Qué le pasa a usted? ¿Está loco o qué? ¡Ya basta! ¿Qué le<br />

pasa a usted?<br />

Agarrándome un seno con una mano intenta un segundo beso.<br />

Muerdo sus labios y retrocede con la tez muy pálida. Dios ya no<br />

aparece en su mirada, coge una bombilla de una estantería, la estrella<br />

en el piso con una violencia extraña y se dirige a toda prisa hacia<br />

la puerta de entrada. Le grito que se olvida de la caja de herramientas,<br />

y por más pesada que sea la lanzo a sus espaldas por las escaleras.<br />

En todo el inmueble se escucha un estridente ruido metálico, semejante<br />

al de una vagoneta que se desequilibra y descarrila.<br />

28


Cierro la puerta, las llaves descansan encima de una butaca.<br />

¡Uf, gracias a Dios! Y sin saber por qué, siento brotar en lo más<br />

profundo de mi ser una potente risa que me invade por <strong>com</strong>pleto,<br />

para dar paso luego a las lágrimas, que vierto sin poderme<br />

calmar.<br />

Ya mucho más tarde, vuelvo a remontar la avenida hacia el barrio<br />

de las Arenas. El aire vespertino es agradable. Decididamente estamos<br />

en primavera. Mañana <strong>com</strong>enzaré una nueva vida, a solas<br />

con mis hijos.<br />

Mi última noche está al llegar.<br />

Xabier me espera en la sala, me sonríe:<br />

—Solo se alejan a unas pocas calles y dos avenidas y, usted ya<br />

lo sabe, esta casa sigue abierta para ustedes.<br />

Y ajustándose las gafas añade:<br />

—Las noticias del frente no son buenas, hemos podido mantener<br />

un contacto telefónico con Anastasio y Arantxa. Siguen<br />

vivos. Mikel ha sido ascendido a <strong>com</strong>andante de su batallón, supongo<br />

que eso le hará sentirse orgullosa.<br />

—Muy orgullosa.<br />

Y no añado nada más.<br />

Más tarde me entran ganas de irme a dormir a la cama que<br />

ocupo en la mansión.<br />

Así que Mikel estaba vivo; vivía y era <strong>com</strong>andante. Ocupaba<br />

una posición en el Cinturón de Hierro. Una posición avanzada e<br />

inexpugnable, según parece, con seiscientos hombres bajo su mando.<br />

O cuatrocientos, no lo sé. Estaba lejos de sentirme orgullosa<br />

de eso. Sudaba de miedo bajo las sábanas. Su uniforme de <strong>com</strong>andante<br />

no le iba a proteger de las bombas ni del pelotón de fusilamiento.<br />

Reprochaba a mi joven <strong>com</strong>andante por haberme abandonado,<br />

por haberse ido de noche, apurado por el tiempo, tras<br />

haberme confiado a los buenos cuidados de sus padres, después<br />

de un viaje caótico en una camioneta del Ejército por caminos<br />

solo por él conocidos, en los que no dejaba de recordarme:<br />

—No es preciso que te quedes. Tienes que marcharte lo antes<br />

posible con los niños. Prométemelo. Lo antes posible.<br />

29


Y yo, idiota por partida triple, con la cabeza apoyada en su<br />

hombro y sus brazos rodeando mi vientre le dije: va a nacer muy<br />

pronto.<br />

Hizo rechinar sus dientes, con la vista fija en la carretera que<br />

se abría delante de nosotros entre prados y campos en los que<br />

acampaban, en acuartelamientos improvisados a la salida de los<br />

pueblos, las tropas de milicianos y los batallones de gudaris.<br />

—Ven con nosotros, por favor. No me abandones, no puedo<br />

vivir sin ti. No podré vivir sin ti.<br />

Hizo <strong>com</strong>o si no hubiera oído.<br />

—Prométemelo, <strong>Lucía</strong>. Tienes que irte cuanto antes. Prométemelo.<br />

—Te lo prometo.<br />

—Te amo <strong>Lucía</strong>, os quiero a todos, a él también lo quiero –murmuró<br />

con su mano posada sobre mi vientre–. Ya lo verás, vamos<br />

a ganar la guerra.<br />

—Sí –le respondí.<br />

Y lloré con la cabeza posada sobre su hombro y una mano<br />

sobre su nalga, durante la hora escasa que nos quedaba para estar<br />

juntos antes de abandonarme. Abrazó a los pequeños diez veces<br />

y yo –cobarde de mí– lloraba tanto que no veía sus bellos cabellos<br />

negros ni su mirada nítida buscando la mía; sentí sus labios<br />

recorrer mi frente, mis cabellos, mis manos. Y su voz dulce susurrando:<br />

—No llores, <strong>Lucía</strong>. Pronto volveré a reunirme contigo de nuevo.<br />

No llores. <strong>Sé</strong> <strong>fuerte</strong>.<br />

Luego corrió hasta la camioneta, la puso en marcha y una<br />

nube de polvo lo engulló, hace ahora siete meses. Un siglo.<br />

Desde entonces hago lo que me dicen que haga, estoy en esta<br />

cama en la que no duermo, en esta bella villa, invadida por todos<br />

los que han huido de la guerra, por todos los que han podido coger<br />

un barco, por todos los que han tenido suerte en medio de la desgracia.<br />

Y miento cuando hablo de la mirada fría y gris de Anastasio,<br />

pues no era fría cuando en el muelle del puerto nos confió<br />

al capitán del buque de Ramón de la Sota.<br />

Miento si sigo pensando que la bella Arantxa permaneció de<br />

hielo mientras observaba detrás del ventanal de la sala cómo nos<br />

30


alejábamos de ella, y nos mandaba todos los besos que se iba dando<br />

en la mano, para protegernos de la desgracia.<br />

Miento para no acordarme de la loca felicidad que me unía a<br />

Mikel. Y de nuestra vida anterior <strong>com</strong>o amantes, en Burdeos y<br />

en Donosti, antes de la guerra.<br />

Esta noche no voy a dormir, lo sé. No es verdad que mi corazón,<br />

que he querido enterrar en un receptáculo de piedra, haya<br />

dejado de latir. Por supuesto que late.<br />

31


ii<br />

late <strong>com</strong>o en burdeos, cuando lo vi por primera vez en la escuela<br />

de Bellas Artes.<br />

—¿Disculpe, el despacho del señor Duprat?<br />

—Justo detrás de usted, la última puerta a la izquierda.<br />

Sonrió –¡Dios, qué sonrisa!–, reculó un poco y después, cambiando<br />

de opinión, retrocedió hasta donde yo estaba.<br />

—¿Yo a usted la conozco, verdad?<br />

—No.<br />

—Lástima.<br />

Lo vi alejarse entre los pórticos de mármol blanco que soportan<br />

dos estatuas falsamente antiguas y horribles, y me dirigí a mi<br />

clase. Tenía veinte años, la cabeza en las nubes, quería vivir de<br />

mi talento y, cubierta de gloria, confeccionar la encuadernación<br />

de L’Illustration. Pero todas las noches regresaba formalmente a<br />

casa de Victoire, una prima de mi madre que era directora de una<br />

escuela en la calle Fieffé. Y Victoire me vigilaba y rendía su informe<br />

a Hortense, que le llamaba por teléfono semanalmente. Por<br />

la noche dormía siempre en el despacho-dormitorio, en una cama<br />

turca. Y soñaba, nunca dejaba de soñar. Al único que podía ver<br />

de vez en cuando era a Paul, un joven médico y futuro cirujano.<br />

—Un médico –se pavoneaba mi madre extasiada–. ¿No sueñas<br />

nunca con eso, Lucie? ¿No te imaginas <strong>com</strong>o la mujer de un<br />

cirujano en Bayona? ¿Me escuchas, Lucie? Y además Paul es guapo,<br />

lo que no perjudica en nada, todo lo contrario.<br />

33


—Es rubio. No me gustan los rubios.<br />

Me enfrenté con suavidad. No quería enfadarme con mi madre.<br />

—¿Acaso no sabes que Paul te ama? –se irritó Hortense, que<br />

nunca tiene miedo de armar un escándalo.<br />

—Lo sé.<br />

—A fuerza de jugar con fuego, algún día te vas a encontrar<br />

sola, Lucie.<br />

—Paul es un amigo.<br />

—Paul está locamente enamorado de ti.<br />

—¡Peor para él!<br />

—¡Egoísta! ¡No tienes corazón! –y prosiguió, aunque sin ardor–<br />

¿Y entonces, que es lo que tú necesitas, Lucie?<br />

—El amor –le contesté, con los ojos clavados en los techos de<br />

los talleres en los que mi padre había conseguido crear su pequeño<br />

imperio, entre el ruido de las máquinas y los olores intensos del<br />

fueloil, que cuando hace calor invaden por la noche la terraza.<br />

—Insolente –concluyó Hortense.<br />

Paul era mi salvaguardia. Con él podía salir dos noches por<br />

semana, encontrarme con otros estudiantes, y, gracias a este amparo<br />

condescendiente, me podía reunir con mi primo Joseba, el anarquista<br />

de gran corazón, <strong>com</strong>o le decía a menudo. Un primo mitad<br />

periodista y mitad trotamundos, que había regresado hacía poco<br />

de la Unión Soviética, donde se lió con una joven trotskista, a la<br />

que abandonó después de haberle hecho un hijo.<br />

Esto lo aprendí directamente de Hortense, que me advirtió:<br />

—Como evidentemente imaginarás, te prohíbo verte con Joseba<br />

en Burdeos.<br />

Joseba y su camarada Jon Azpiazu estaban instalados provisionalmente<br />

en la calle Tiffonet, en la casa de Félix Egaña, un<br />

«rojo» de Donosti:<br />

Joseba, con sus gafas de montura de carey, su pelo rizado peinado<br />

hacia atrás, ese aspecto de conocerlo todo del mundo con<br />

apenas veinticinco años y que no temía a nada ni a nadie, me<br />

venía a ver a la salida de clases, a menudo a<strong>com</strong>pañado por Jon,<br />

un inveterado mujeriego, hijo de un burgués guipuzcoano, destinado<br />

a tener un brillante porvenir en el periodismo.<br />

—Pero él –<strong>com</strong>entó Joseba– no es un periodista improvisado<br />

<strong>com</strong>o tu adorado primo. No, él es ya un enviado especial. Uno<br />

34


ueno, de verdad. Uno <strong>com</strong>o los que se necesitan en un periódico<br />

actual de gran tirada. Vino conmigo a Moscú y le hizo una<br />

entrevista a Lenin, para El Liberal y el Heraldo de Madrid. Y yo,<br />

en cambio, lo único que pude obtener en Moscú fue una vigilancia<br />

policial en toda regla.<br />

—¿Y la joven trotskista?<br />

—Nada. Hubiera querido tenerla en mis brazos, pero era más<br />

bien el GPU 5 el que estaba entre mis piernas.<br />

—¿Y entonces el niño?<br />

—¿El niño? Chismes de santurronas. Mi madre inventa existencias,<br />

mientras desgrana las cuentas de su rosario.<br />

Nos reímos. Era primavera. Nos sentábamos en las mesas de<br />

las terrazas de los cafés. Jon era tan guapo que las jóvenes bordelesas<br />

se daban la vuelta para mirarlo.<br />

—Uno se acostumbra a que te miren –decía Joseba.<br />

Algunas veces, los sábados por la noche iba con Paul a un minúsculo<br />

cabaret abovedado, al que se llegaba bajando dos empinadas<br />

escaleras de piedra amarilla y porosa. Allí actuaban un saxofonista<br />

portentoso y un contrabajo con un talento delirante, muy<br />

aficionado al alcohol y a los hombres jóvenes.<br />

Era un lugar exiguo en el que había que buscar sitio muy temprano<br />

para poder sentarse en las banquetas situadas a lo largo de<br />

las paredes, pues en caso contrario había que permanecer de pie<br />

contra el mostrador.<br />

Paul siempre encontraba un sitio, casi siempre el mismo, con<br />

los olores del hospital flotando aún sobre su pelo y en su camisa.<br />

Y yo me sentaba en el suelo entre sus piernas, con los hombros<br />

apretados entre sus rodillas.<br />

Aquella noche el azar –el azar no, el destino– quiso que por<br />

la doble escalera descendieran Joseba y Jon, seguidos por la persona<br />

con la que me había encontrado en la escuela de Bellas Artes.<br />

Mi corazón <strong>com</strong>enzó a latir tan <strong>fuerte</strong>, que tenía miedo de<br />

que Paul lo oyese.<br />

5.- Policía Política Soviética entre 1922 y 1934 (N.T.).<br />

35


—Vaya –exclamó alguien a mi derecha–, los Soviet.<br />

—Tú, camarada –le respondió con voz varonil Joseba–, todavía<br />

tienes mucho que aprender.<br />

No sé <strong>com</strong>o, mi vestido de seda florido, corto y osado, se adhirió<br />

a mi cuerpo cuando me levanté.<br />

—¡Ostras! –Silbó Joseba–. Condenarías a un arzobispo.<br />

Sonreí.<br />

—Mira Mikel, te presento a mi prima <strong>Lucía</strong> y a Paul, su galán.<br />

Mikel me estuvo observando fríamente, mientras bebía dos<br />

gin-fizzes. Y también mientras bailaba, con la mirada fija en las<br />

flores de mi vestido.<br />

Paul, que en ocasiones era mi reloj, decidió de repente:<br />

— Bueno Lucie, vamos a marcharnos, que se hace tarde. Ya<br />

has bebido bastante.<br />

Por encima de las aceras por las que andábamos en la noche,<br />

nubes de murciélagos revoloteaban alrededor de los faroles. No<br />

susurré ni una palabra durante el trayecto hasta la casa de Victoire,<br />

donde se inclinó hacia mí para el beso habitual, de soslayo,<br />

en la <strong>com</strong>isura de mis labios.<br />

—Yo no te quiero, Paul. Tú lo sabes.<br />

—Sí, lo sé. Buenas noches, Lucie. ¡Que duermas bien!<br />

No dormí. A Victoire le pareció que tenía una cara de papel<br />

maché y me tuvo a caldo todo ese triste domingo en el que me<br />

quedé mirando el cielo, apoyada en el bordillo de la ventana, con<br />

las piernas llenas de picazones.<br />

El lunes por la mañana fui corriendo a clase, sin arrugas, con<br />

un aspecto excelente. Caminaba con paso alegre. Conté los gatos<br />

negros con los que me cruzaba y que según me afirmaba Honorine,<br />

cuando siendo niña yo me tapaba los ojos con una mano si<br />

me encontraba con alguno, no traen mala suerte.<br />

—Tengo miedo, tengo miedo. He visto al diablo –decía horrorizada.<br />

—No mi niña, el diablo no existe. Es un invento de los curas<br />

para asustar a los niños. El único diablo es el cura, ya has visto lo<br />

feo que es, ese animal.<br />

Yo me reía por un instante.<br />

—¿Es verdad eso? –interrogaba a mi abuela.<br />

—Por supuesto que es verdad, yo no te miento nunca.<br />

36


Bajo la protección de Honorine yo me volvía más ligera, menos<br />

triste, y cuando observaba al padre Aramendi durante el catecismo,<br />

lo encontraba tan feo <strong>com</strong>o la gárgola que había encima del<br />

porche de la sacristía.<br />

Fueron tres los gatos negros que vi hasta llegar a la calle Étables.<br />

Mikel, en camisa blanca y con las mangas arremangadas hasta<br />

los codos, me esperaba al pie de la escalinata de la escuela de<br />

Bellas Artes. Sólo podía estar allí por mí, y no por el señor Duprat,<br />

aún cuando por un segundo la duda pasó por mi cabeza.<br />

—Buenos días, ¿terminó usted bien la noche del sábado? –me<br />

asestó Mikel, <strong>com</strong>o un directo en medio de la frente, por si hubiera<br />

olvidado que los había dejado a todos en el mostrador del bar,<br />

sin despedirme, para seguir a Paul.<br />

—Sí, muy bien. Paul me a<strong>com</strong>pañó hasta la casa de mi patrona,<br />

eso fue todo.<br />

—¿Tiene tiempo ahora para tomar un café?<br />

—¡No! Ahora tengo dos clases. Pero a mediodía estoy libre.<br />

Hay una taberna en el muelle, se llama Chez Raoul.<br />

Me estaba esperando en el Chez Raoul.<br />

—Aquí estoy – le dije traviesa, con el cuaderno de dibujo entre<br />

mis brazos, que llevaba cruzados sobre el pecho.<br />

—Ya veo.<br />

Y prosiguió, con su mirada franca alzada hacia mí:<br />

—¿No <strong>com</strong>e nada al mediodía?<br />

Yo lo miré de arriba abajo mientras me sentaba.<br />

—¿Va a seguir interrogándome así mucho tiempo?<br />

Él me sonrió.<br />

—Porque se lo voy a decir ahora mismo, para mí Paul es un<br />

amigo, tengo veinte años y soy virgen.<br />

No me reconocía, nunca había revelado una parte de mi intimidad<br />

a nadie, ni siquiera a mi hermana Elise, a la que todo el<br />

mundo, desde que nació, llama Lili.<br />

—Perdóneme –dijo sinceramente–, perdóneme.<br />

En ese momento Raoul preguntó desde el mostrador:<br />

—¿Un té para ti, mi cielo?<br />

37


—¡Un té, sí! –Para mis piernas, que flaquearon cuando se<br />

encontraron debajo de la mesa con las largas piernas de Mikel.<br />

—<strong>Sé</strong> muchas cosas de usted gracias a Joseba. En fin, de usted<br />

y de su familia.<br />

—Y en revancha yo no sé nada sobre usted.<br />

Posó su hermosa mano sobre la mesa, con la palma abierta.<br />

—Soy de Bilbao, mi padre tiene allí una acería –mucho más<br />

importante de lo que pretende, tengo el mismo informante que<br />

él–. He seguido mis estudios de ingeniero en Construcción Naval<br />

en Madrid –olvidó decirme que su familia posee tres Astilleros,<br />

dos en Bilbao y otro en Pasajes de San Pedro; que es más rico de<br />

lo que aparenta, que está adherido a las ideas de la República Española<br />

y su padre es diputado en las Cortes por el Partido Nacionalista<br />

Vasco–. Y por eso estoy en Burdeos, en La Bastide –prosiguió–,<br />

trabajando en un astillero –más bien en las oficinas,<br />

aunque me callé y le seguí escuchando.<br />

Su mano se apoderó de mi muñeca.<br />

—Ahora ya lo sabes todo.<br />

Sonreí.<br />

—¿Todo? Nunca se sabe todo.<br />

—Es una manera de hablar, porque lo esencial no lo digo.<br />

—¿Y qué es lo esencial?<br />

—Lo esencial te lo puedo confiar si de verdad quieres saberlo,<br />

pero no aquí.<br />

Nos quedamos callados, con su mano asida aún a mi muñeca.<br />

Me surgió una racha de pánico –¿Qué tengo que hacer ahora,<br />

separada de él por una mesa de hierro, cuando quisiera estar en<br />

sus brazos, con la cara pegada a su torso? Y que los pesados adoquines<br />

de las avenidas se pusieran a bailar por su cuenta en medio<br />

de la polvareda de este día primaveral y abrasador, y que el mostrador<br />

de Chez Raoul se rizara <strong>com</strong>o la marea que remonta el<br />

Garona.<br />

Nos levantamos. Mikel pagó el té y una cerveza, y Raoul se<br />

desgañitó mientras salía:<br />

—¡Hasta pronto, hermosura!<br />

Fui buscando la sombra pegada a las paredes. Esa sombra era<br />

difícil de encontrar, pero no la boca de Mikel cuando se inclinó<br />

hacia mí, aceptándola <strong>com</strong>o si fuera mía desde siempre.<br />

38


Sobre lo que nos ocurrió después, sólo las calles de Burdeos<br />

lo recuerdan. Erramos <strong>com</strong>o dos bienaventurados embelesados.<br />

La noche nos sorprendió en un banco del Jardín Público y yo exclamé<br />

brutalmente, sumergida de nuevo en la realidad:<br />

—¡Diablos! Me he olvidado de Victoire.<br />

Y corrí a galope a casa de Victoire, que ya debía haber guardado<br />

mis cubiertos, mirando el reloj situado encima del aparador.<br />

—La hora es la hora –porfía a quien quiera oírlo Amedée, su<br />

marido funcionario–, cuando se pasa de la hora ya no es la hora.<br />

—¡Oh, ya basta! –murmura Victoire en las muy raras ocasiones<br />

en que se rebela tímidamente contra la autoridad puntillosa<br />

de su esposo.<br />

—¿Cómo que ya basta? Lo que digo, mal que te pese, es una<br />

verdad fundamental.<br />

—¡Existen otras verdades! –masculla Victoire, con las nariz<br />

hundida en la corrección de los cuadernos de los alumnos adultos<br />

que prepara para el concurso de ingreso en la Administración.<br />

—Vuelves muy tarde, pequeña –me interrogó Victoire, con<br />

las gafas caladas en la nariz–. Espero que al menos no te haya ocurrido<br />

nada grave.<br />

Frente a su mirada, las palabras se atropellaban en mi boca<br />

y le contesté que no con la cabeza.<br />

—¿No me estarás escondiendo nada?– insistió.<br />

Oh Señor, ayúdame ahora, para saber hablar, para saber convencerla,<br />

para poder decirle que un hombre me espera y que moriré<br />

si no me puedo reunir con él.<br />

Detrás de su mesa de correcciones, Victoire esperaba unas<br />

explicaciones que yo disparé al vuelo. Pobre chiquilla ingenua,<br />

que bien supiste expresar las palabras de amor, unas palabras<br />

acordes con tu carácter que surgieron sin haber tenido tiempo ni<br />

para sentarte. Y para terminar lo único que encontraste fue un<br />

–le quiero, me está esperando fuera.<br />

Victoire se quitó las gafas –quizás nunca conoció el fuego que<br />

me consumía–, me miró con su mirada de directora de escuela,<br />

me juzgó <strong>com</strong>o al mal alumno al que se apresta a poner de nuevo<br />

en el buen camino.<br />

—¿Cómo que te espera fuera?<br />

—Me está esperando.<br />

39


Suspiró ante lo que creía ser una divagación histérica.<br />

—¿Lucie, cómo te puedes enamorar de un hombre al que no<br />

conoces de nada, y que has encontrado Dios sabe cómo en la calle?<br />

No entiendo cómo una joven <strong>com</strong>edida <strong>com</strong>o tú, a menos que<br />

seas una hipócrita –lo soy, Victoire, me he vuelto hipócrita, siempre<br />

he tenido miedo– quiera ir a <strong>com</strong>partir su vida, por un capricho,<br />

con un hombre del que no sabe estrictamente nada, salvo lo<br />

que a él le ha parecido bien contar. ¿Estás siquiera segura de que<br />

es ingeniero? No tienes ninguna prueba. Creo que debes reflexionar,<br />

Lucie, y no entusiasmarte de esa manera, por más normal<br />

que sea, confiésalo, con estos calores –sonrió–. Te voy a hacer una<br />

tisana para que te duermas. Piensa en tus exámenes.<br />

Mis defensas se derrumbaron, no me dirigí a la puerta de<br />

entrada ni intenté nada extravagante, y, desde la ventana abierta<br />

del primer piso que da a la calle, le hice señas de que no a Mikel:<br />

—¡No me esperes!<br />

—¡Salta, <strong>Lucía</strong>, salta! ¡Yo estoy aquí, no te vas a lastimar, salta!<br />

Victoire asomó por el patio.<br />

—Por favor, señor, le ruego que la deje tranquila, o en caso<br />

contrario llamaré a la fuerza pública.<br />

Cerré la ventana y corrí las pesadas cortinas, de un naranja descolorido,<br />

en el que se entrelazaban ramajes verdes de acantos marchitos,<br />

que levantaban un polvo de finales del siglo XIX. Había abandonado<br />

cobardemente a Mikel a la ira de Victoire. Oí entre sus voces<br />

entremezcladas, la pausada y queda de Mikel que no cedía.<br />

Por mi cobardía, me había condenado a no volverlo a ver, cuando<br />

unas horas antes le había declarado con énfasis, entre dos besos<br />

frenéticos:<br />

—Te seguiré hasta el fin del mundo.<br />

—¡Hum! ¡Hum! –Murmuró Mikel, volviendo a tomar mi <strong>com</strong>placiente<br />

boca.<br />

Y ni siquiera había sido capaz de seguirle a la esquina de la<br />

calle Fieffé.<br />

De forma brusca me sentí sin fuerzas, me senté en el mismo<br />

parqué encerado, con la mirada fija en la ventana cerrada, prisionera<br />

de mí misma.<br />

Victoire entró con mucho sigilo, con una taza de tisana sobre<br />

un platillo entre las manos.<br />

40


—Ten la tisana, Lucie; tómala y acuéstate. Descansa, que mañana<br />

es un día importante... –Y sin añadir palabra, cerró con suavidad<br />

la puerta.<br />

Al día siguiente, desde muy temprano en la mañana, los pájaros<br />

piaban en las copas de los castaños, <strong>com</strong>o para volver loca a la<br />

gente que <strong>com</strong>o yo no sentía ya placer por nada.<br />

Victoire y Amedée estaban desayunando en la mesa del <strong>com</strong>edor,<br />

entre las pilas de cuadernos corregidos.<br />

—¿Tú no desayunas, Lucie?<br />

—No, no quiero llegar tarde.<br />

—Eso no es razonable, pequeña, tómate un tiempo para <strong>com</strong>er<br />

algo.<br />

—Hay que obligarte –encareció Amedée–, cuando yo pasé mis<br />

exámenes... hace mucho, mucho tiempo, desayunaba copiosamente.<br />

Cuando el espíritu trabaja el cuerpo reclama.<br />

—¿No quieres <strong>com</strong>er nada, Lucie? Esfuérzate un poco... si no<br />

te vas a caer de inanición.<br />

—No tengo hambre.<br />

—¡Buena suerte entonces! –susurró Victoire.<br />

—¡Buena suerte! –repitió Amedée, asiendo con la punta de<br />

sus dedos una galleta que chorreaba café con leche, por encima<br />

de su taza.<br />

Los días transcurrieron, mis dedos se encogieron sobre los<br />

lapiceros y los carboncillos, mi espíritu se rodeó de reglas, al chocar<br />

mis perspectivas con obstáculos infranqueables.<br />

Victoire me rodeaba de atenciones con una vigilancia acrecentada<br />

y ni siquiera Paul pudo obtener un salvoconducto:<br />

—Los exámenes la han fatigado mucho. Ahora descansa esperando<br />

los resultados, que ya no tardarán –le explicaba en voz alta<br />

para que yo pudiese oírlo. Y con falsa alegría añadía:<br />

—Baja Lucie, Paul está aquí.<br />

Yo no bajaba.<br />

Una semana más tarde Victoire y yo leímos juntas los resultados,<br />

ella con su maternal ojo avizor, recorriendo la lista de nombres<br />

colocada en el vestíbulo de entrada de la escuela.<br />

—¡Estás aprobada! –exclamó.<br />

41


Hortense, que había elegido el momento y el tren para llegar<br />

la víspera y precipitar mi vuelta al hogar antes de la fecha prevista,<br />

nos esperaba a la sombra de un enorme plátano de la plaza<br />

Renaudel.<br />

—¡Ha aprobado! –vociferó Victoire–, ¡ha aprobado!<br />

Hortense levantó el velo de su hermoso sombrero azul para<br />

abrazarme.<br />

—¿Estás contenta, Lucie?<br />

Y con la inquietud oculta en su mirada añadió:<br />

—Entonces el año que viene en París, ¿no?<br />

Yo me encogí de hombros.<br />

—Quizás.<br />

—Tendremos que hablar de eso con tu padre en cuanto regresemos.<br />

Él va a sentirse orgulloso... sin él...<br />

—No remuevas el pasado Hortense, no es el momento –intervino<br />

Victoire–. Tenemos que apresurarnos, hay una botella de<br />

Monbazillac esperando... ¡El que no va a esperar es vuestro tren!<br />

Las demás palabras se perdieron en el aire suspendido en la<br />

calle. Esperé a que el portal se abriera sobre el gran patio de entrada<br />

para susurrar, casi agonizante:<br />

—Mamá, no voy a irme contigo. Me quedo en Burdeos.<br />

—¡No quiero un escándalo, Lucie! –refunfuñó Hortense, atravesando<br />

el patio a paso ligero.<br />

En la penumbra del <strong>com</strong>edor con las persianas bajadas, dio<br />

media vuelta sobre sí misma para quitarse su chaqueta. Su blusa<br />

de organdí blanco estaba manchada de sudor, y también goteaba<br />

bajo el velo de su sombrero azul, que no se había quitado.<br />

—¿Cómo es eso de que te quedas en Burdeos? ¿Y a cuenta de<br />

qué?<br />

No respondí.<br />

—¡No tienes ninguna razón para quedarte en Burdeos, ninguna!<br />

¡A menos que te hayas vuelto loca de repente!<br />

—Te había prevenido –suspiró Victoire, con el moño moviéndose<br />

arriba de su cabeza y el desconsuelo arrugando su cara.<br />

—No me digas, Lucie, que te quedas en Burdeos por ese... por<br />

ese... por ese...<br />

—Puerco –anda, grítalo mamá–, por ese puerco que ha embrujado<br />

a tu hija.<br />

42


—¡Te prohíbo, Lucie... te prohíbo que atravieses esa puerta!<br />

¡No eres mayor de edad, piensa en ello!<br />

Atravesé la puerta, subí las escaleras y con gestos tranquilos<br />

me apoderé de la maleta en la que desde la víspera había colocado<br />

los pocos objetos de mi vida de estudiante.<br />

Tan pocas cosas para una gran partida.<br />

—¡Lucie –gritó mi madre–, piensa bien lo que vas a hacer!<br />

¡Puedes tener que pagarlo muy caro!<br />

—¡Tanto peor! –respondí bajando las escaleras, mientras la<br />

mano de uñas afiladas de Hortense me cogió del hombro con la<br />

intención de impedirme acceder a la puerta de entrada, que yo<br />

abrí.<br />

—Cierra la puerta, Hortense –suplicó Victoire–, es para morirse<br />

de asco.<br />

Y ya al sol, en el umbral de la casa:<br />

—¡Vete a reunirte con tu español! ¡Vete! Sólo quiero tu felicidad<br />

– exclamó Hortense, mientras cerraba el pórtico.<br />

Ese 8 de junio de 1933, el tranvía me esperaba en el paseo del Marne.<br />

Yo lo tomé, cargada con mi cartapacio de dibujo, mi grueso cuaderno<br />

y mi maleta. Hortense se quedó en mi cabeza, vestida <strong>com</strong>pletamente<br />

de azul, hasta llegar al Garona, que bajo el sol centelleaba<br />

en mil destellos. Después del Garona está La Bastide, ese inmenso<br />

barrio de fábricas, y justo al final se encuentran los Astilleros y el<br />

número 38 de la calle Brazza, en el que él se alojaba.<br />

Allí llamé y allí me abrió la puerta, extrañado.<br />

—¿Qué haces aquí, <strong>Lucía</strong>? ¿Qué haces aquí? ¿Qué te ocurre?<br />

Yo me desplomé en sus brazos, apoyando mi frente contra su<br />

pecho, aunque sin llorar.<br />

—Ven, entremos –me invitó Mikel.<br />

En la vasta habitación en la que vivía había planos, una mesa<br />

de dibujo, dos taburetes, un viejo fregadero de piedra coronado<br />

por una estantería en la que dominaba una cafetera roja y, al fondo<br />

de la habitación, contra una pared de tablas enjalbegada, una<br />

cama grande de hierro colado medio oculta por un armario alto<br />

y ancho. Un olor particular flotaba en la estancia.<br />

43


—Es el olor de las fábricas de vinagre–explicó Mikel sin que<br />

yo le hubiera preguntado nada. Y apuntando con el índice a una<br />

puerta pequeña que no había visto prosiguió:<br />

—El retrete está al final del patio y para lavarse es detrás de<br />

esa cortina, que te debe parecer bien desagradable.<br />

Nos sentamos alrededor de una mesa coja.<br />

—Cuéntame, <strong>Lucía</strong>.<br />

—Tal vez esté loca, pero no me he ido con mi madre.<br />

Mikel se inquietó de repente.<br />

—¿Tus padres te pueden venir a buscar aquí, verdad?<br />

—Nadie sabe donde vives.<br />

—No pienses que no quiero que te quedes, pero temo por ti.<br />

¿Quieres que vaya a ver a tus padres?<br />

—¡No!<br />

Fue un no cerrado, sin concesiones; un no rebelde, provocador.<br />

—¡Si no me quieres dímelo, Mikel! ¡Puedes decírmelo, pero<br />

dímelo ahora!<br />

—<strong>Lucía</strong>, no te obstines.<br />

—No me obstino, pero te encuentro apático.<br />

Dije apático, porque lo había imaginado tomándome en sus brazos,<br />

haciéndome dar volteretas en el aire, celebrar mi loca proeza<br />

conmigo, que me había lanzado hacia él, es cierto que sin reflexionar.<br />

Y al verlo frente a mí tan ponderado y calmando mis ardores<br />

le llamé apático. ¡Claro que sí!<br />

Con un dedo curvado bajo mi mentón me irguió la cara, que<br />

tenía cabizbaja.<br />

—Así que me encuentras apático, <strong>Lucía</strong>. Eso no es muy halagador.<br />

Y sonrió.<br />

—No sé lo qué vamos a hacer mañana, más tarde, no tengo<br />

ni idea. Pero sí sé lo qué voy a hacer ahora, sí lo sé. No quisiera<br />

que un día lo lamentaras.<br />

—¿Lamentar qué? ¿Amarte?<br />

Él besó mi boca, desnudó mis hombros, dejó resbalar mi vestido.<br />

Yo no le oculté mi mirada y aferré con mis manos sus hermosos<br />

hombros.<br />

Mikel era bello, sí, a la luz del atardecer que hacía enrojecer<br />

las paredes. Y también era cariñoso.<br />

44


—¿Te hago daño, <strong>Lucía</strong>? Si te hago daño dímelo.<br />

—No me haces daño.<br />

El alba blanqueaba las aguas de la Cuenca cuando nos dormimos<br />

entrelazados.<br />

El verano fue tan espléndido <strong>com</strong>o nuestro amor, y hasta las<br />

tormentas violentas que estallaban a menudo y destrozaban las<br />

viñas de los alrededores nos gustaban.<br />

No tenía miedo, enamorada de todo lo que él era, hambrienta<br />

de su cuerpo, que buscaba sin cesar, de su boca, que saciaba mi<br />

sed, y de su voz dulce con la que me interrogaba:<br />

—¿Seguro que me vas a esperar hasta la noche, <strong>Lucía</strong>? Ya<br />

sabes que voy a volver tarde.<br />

Le esperaba y decoraba la extensa habitación en la que vivíamos,<br />

<strong>com</strong>o si fuéramos a vivir allí toda la vida.<br />

Ese verano ningún gendarme llamó nunca a nuestra puerta.<br />

Cuando en la Góndola que atravesaba el Garona, el chapoteo<br />

del agua que se moría en su cascarón, me hacía viajar a lejanas<br />

regiones que en aquel entonces, descubría en el almacén que Arturo<br />

Katz, anticuario a consignación, tenía en la calle Candale, cruzaba<br />

los dedos hacia el Cielo para agradecerlo. Llevaba a menudo<br />

allí a Mikel, y fue allí donde encontramos la espléndida manta<br />

de lana roja, ligera, bordada en el centro con una trencilla de seda<br />

púrpura. Una manta que todavía conservo y en la que quiero ser<br />

enterrada. Arturo Katz, hombre pequeño y de cabellos blancos,<br />

enérgico y gran melómano, poseía maravillas en su baratillo, en<br />

el que dejé todos mis ahorros y donde detrás de una colgadura<br />

persa vivían su mujer y sus seis hijos. Y fue allí donde una mañana<br />

descubrimos en un estuche de terciopelo negro un anillo sirio<br />

de oro cincelado que tenía incrustadas seis pequeñas ágatas grises,<br />

rojas y negras.<br />

Es el único anillo que llevo encima, nunca quise ningún otro.<br />

Mikel me lo puso en mi dedo justo cuando Arturo Katz decía:<br />

—Pareciera que le estaba esperando.<br />

Y a continuación murmuró:<br />

—Sean felices, hijos míos.<br />

Estaba tan emocionada que me incliné para abrazarlo, y el<br />

pequeño Arturo Katz, en un gesto que nunca olvidaré, nos estrechó<br />

contra él con tanta fuerza que su kipá cayó al suelo.<br />

45


Aquella noche invitamos al Au Chapon fin a él y a Clara, su<br />

mujer.<br />

Las paredes del restaurante, cubiertas de frescos, casaban bien<br />

con el anillo sirio. Bebimos un vino para caerse de espaldas, «cosecha<br />

especial, 1910, Château Latour» murmuró el sumiller, vestido<br />

de blanco y con una corbata de pajarita bajo su cuello roto.<br />

Fue así <strong>com</strong>o nos casamos Mikel y yo, teniendo <strong>com</strong>o testigos<br />

de nuestra felicidad a Arturo, Clara y a Emile Dupuis, el sumiller.<br />

Un día –nunca se lo he confesado a Mikel– que fui al hospital<br />

Saint André, Paul estaba cruzando el patio interior, con la nariz<br />

pegada en sus dossier. Cuando estuvo a mi altura, se detuvo un<br />

instante antes de decirme:<br />

—¿Te atreviste?<br />

—¿No tenía que hacerlo?<br />

—No lo sé. La verdad es que no tengo nada que reprocharte,<br />

estaba advertido.<br />

La tormenta retumbaba, las gruesas gotas de lluvia se estrellaban<br />

en el suelo, formando una inmensa constelación gris; Paul<br />

estaba seductor, en contraste con el cielo ensombrecido, y lo cierto<br />

es que Hortense tenía razón, tenía un brillante porvenir ante<br />

sí. Yo le dije lo mismo.<br />

—Un porvenir muy brillante, es cierto. ¡Pero sin ti!<br />

Me cogió en sus brazos, me estrechó contra él y me besó en<br />

la cabeza.<br />

—Te has cortado el pelo, Lucie, te queda bien, aunque no debiera<br />

decírtelo.<br />

Luego me dio un beso en los labios, que no rechacé:<br />

—Dejemos que el tiempo pase, lo justo para que la pequeña<br />

herida cicatrice.<br />

Y puso un dedo sobre mi corazón.<br />

—¿Estás de acuerdo?<br />

Estaba de acuerdo, salí bajo la tibia lluvia y caminé un buen<br />

rato hasta llegar a La Bastide.<br />

46


iii<br />

a finales del mes de octubre, Mikel y yo cogimos un tren<br />

para irnos a vivir a Donosti. Allí estaba su casa, que, a partir de<br />

entonces, sería también la mía.<br />

Al llegar nos esperaba un viento desmedido, un viento que<br />

levantaba los papeles gruesos, las hojas de los árboles y el polvo<br />

gris de las cunetas.<br />

Las banderas republicanas ondeaban contra los balcones de<br />

la avenida en los que colgaban.<br />

Sonreímos al verlas y bajo el viento cálido estuvimos esperando<br />

a Joseba, que no vino.<br />

La espera fue larga; acurrucada contra Mikel en el banco en<br />

el que terminamos por sentarnos, le dije levantando mi cabeza<br />

despeinada:<br />

—Me siento extraña, creo que estoy embarazada. A menos<br />

que sea el viento.<br />

—¿De veras lo crees? –me interrogó con una mirada súbitamente<br />

inquieta y su hermosa boca contraída.<br />

—Estoy segura.<br />

Se levantó de un brinco.<br />

—¡Dios, pero qué está haciendo Joseba! ¡Qué hace!<br />

—¡No te pongas nervioso y llama a una ambulancia!<br />

—Eres realmente extraña, <strong>Lucía</strong>, te lo aseguro, realmente extraña<br />

–se irritó Mikel.<br />

47


Y chasqueando los dedos:<br />

—¡Taxi, por favor!<br />

Apareció un taxi y un chófer con una amabilidad de perros<br />

(–es un falangista –me susurró Mikel en la oreja, todos los conductores<br />

de taxi lo son) que nos condujo a un barrio donde un<br />

conserje que (¿también falangista?) desde detrás de su cristal ahumado<br />

nos dio, de parte de José Mari Larrañaga, de Talleres de<br />

Construcciones Navales de Pasajes de San Pedro, las llaves del<br />

entresuelo.<br />

Desde la puerta abierta del entresuelo expresé:<br />

—Es oscuro, y apesta a meada de gato.<br />

—Es cierto, es oscuro y huele a meada de gato, pero qué quieres,<br />

es <strong>com</strong>o es. Mañana tengo que estar en el astillero y antes tengo<br />

que pasar por las oficinas del Partido. Aunque si prefieres,<br />

<strong>Lucía</strong>, podemos ir a un hotel –me propuso Mikel con una arruga<br />

nueva en la frente.<br />

—¿A un hotel para qué? Aquí no nos falta de nada, aunque<br />

no me guste el color marrón de las paredes ni esa cama vieja– le<br />

respondí abriendo la doble puerta que daba a la habitación.<br />

—Que es una cama, es una cama– rió Mikel.<br />

Nos quedamos atónitos ante una jamba marrón hecha en cuero<br />

repujado de Córdoba, con Don Quijote cabalgando a Rocinante,<br />

<strong>com</strong>o futuros testigos de las noches locas que nos esperaban.<br />

Pero la cama estaba hecha, impecablemente hecha, con sábanas<br />

blancas bordadas y dos almohadas mullidas bajo una colcha de<br />

damasco, de un gris triste, franjeado con una trencilla dorada.<br />

—¿Y el baño dónde está?– le pregunté, burlona.<br />

Descubrimos en el otro extremo del pasillo un cuarto de aseo<br />

siniestro. Me hice un aseo de gato, lo justo para deslizarme entre<br />

las sábanas frescas, con una mano descansada sobre la pequeña<br />

vida que se abría camino en mi vientre.<br />

—¿No vas a cenar, <strong>Lucía</strong>, no tienes hambre?– me murmuró<br />

Mikel con los labios pegados a mi cuello.<br />

—Tengo sueño.<br />

Me despertó el ruido de la calle, las voces nuevas, los pasos en las<br />

aceras y Mikel:<br />

48


—Tengo que irme, te he dejado una nota sobre la mesa. Sigue<br />

durmiendo. Nos vemos por la tarde.<br />

La nota, depositada sobre un ramo de claveles rojos en la mesa<br />

de la cocina, decía: Te quiero, <strong>Lucía</strong>. Me entristece tener que dejarte<br />

sola en este lugar, que con razón te parece tan feo. Estoy deseando volver<br />

a verte esta tarde. Espero haber <strong>com</strong>prado todo lo que te gusta.<br />

Y en la mesa pude ver, debajo de una servilleta blanca planchada<br />

de manera impecable, una caja de té, unos tarros de mermelada,<br />

pan fresco y una mantequilla de gusto rancio, que había<br />

metido en una fuente con agua.<br />

«En España no hay buena mantequilla, no es <strong>com</strong>o la de aquí,<br />

en Francia», le gustaba repetir a Hortense a mi padre, quien valiéndose<br />

de su nacionalidad española no había ido a parar a las trincheras<br />

de Douaumont ni de Verdún, a la gloria de Francia.<br />

Al mediodía, Joseba abrió apenado la puerta del entresuelo.<br />

—Lo siento muchísimo. Pensaba que llegabais esta mañana.<br />

Tu chico me ha llamado por teléfono, estaba furioso.<br />

Y ya sonriendo prosiguió, mientras limpiaba los cristales de<br />

sus gafas con el jersey:<br />

—Debes tener hambre, <strong>Lucía</strong>. ¡Vamos, te invito! No lejos de<br />

aquí hay muy buenos restaurantes.<br />

En efecto, cerca de allí había uno muy bueno. Joseba estaba<br />

feliz de volver a verme, impaciente por que le contara todo.<br />

—Cuéntame, <strong>Lucía</strong>, a Mikel le conozco desde hace muchísimo,<br />

<strong>com</strong>o te puedes figurar. Y nunca pensé que se iba a enamorar<br />

así.<br />

—¿Y eso por qué?<br />

—Porque nunca tuvo una pizca de locura. Antes de conocerte<br />

solo pensaba en el acero. ¡Mikel no es Jon!<br />

—¿Y Jon dónde está?<br />

—En Madrid. Allí hay manifestaciones a diario. Aquí también,<br />

pero donde más hay es en Asturias. Te podría hablar de Asturias<br />

durante horas, acabo de llegar de allí. Pero quizás no sea de eso<br />

de lo que quieras oír hablar.<br />

—¡Por supuesto que quiero!<br />

Así fue <strong>com</strong>o, por medio de Joseba, Jon Azpiazu, Félix Egaña<br />

y su <strong>com</strong>pañera Isabel, <strong>com</strong>encé a poner los pies en la situación<br />

política de la República española.<br />

49


En realidad puse un solo pie, pues me costaba seguir las evoluciones<br />

en el seno del Gobierno: Azaña un día, Lerroux al otro,<br />

las dimisiones de los gabinetes demasiado izquierdistas, no lo bastante<br />

izquierdistas, demasiado virados al centro. Nunca en el justo<br />

medio.<br />

Y tengo que confesar además, que incluso si los colores de la<br />

bandera republicana pegaban muy bien con mi aspecto, estaba<br />

sobre todo preocupada por los colores de nuestro amplio entresuelo,<br />

a donde Mikel había enviado tres obreros para que lo pintasen<br />

de blanco.<br />

—¿Vas a maquear todo de blanco? ¿Realmente todo?<br />

—Sí.<br />

Pero una tarde en que volvió tardísimo de una reunión del<br />

Partido Nacionalista Vasco descubrió mi gran originalidad.<br />

La pared de la sala en la que dominaba la chimenea se había<br />

vuelto amarilla, la pared de enfrente roja y la que tenía dos puertas,<br />

la de la habitación y la del vestíbulo, violeta. Solo la pared que<br />

daba a la calle, horadada por tres grandes ventanas, seguía siendo<br />

blanca.<br />

—¿Te gusta? –le pregunté, orgullosa de mi obra.<br />

—¿Por qué no? –sonrió Mikel medio convencido, mientras le<br />

llevaba a los dos aposentos en los que había ejercido mi talento:<br />

la cocina con sus tres armarios con los colores de la bandera republicana<br />

y el cuarto de baño en el que una ola tricolor corría por<br />

sus cuatro paredes.<br />

—¿Y que hacía el bebé mientras tú pintabas? –Me preguntó<br />

Mikel.<br />

—Se ha movido.<br />

—¿Estás segura de que no sea peligroso para el bebé?<br />

—Pienso que no.<br />

—No estoy convencido de eso –me replicó Mikel con aire<br />

reprobador.<br />

Alcancé la habitación en la que me esperaban la inmensa<br />

cama y Don Quijote y me dormí sin desvestirme, con manchas<br />

de pintura roja, amarilla y malva en las puntas de los dedos y en<br />

los antebrazos.<br />

Por la mañana, cuando nos juntamos en la cocina para desayunar,<br />

le anuncié triunfalmente a Mikel:<br />

50


—Hoy tengo una cita con Cristóbal Valenciaga. Voy a trabajar<br />

para él.<br />

—Te lo prohíbo –me respondió Mikel–. Lo primero, que no<br />

vas a trabajar en tu estado, y lo segundo, que no nos falta dinero.<br />

—A ti no te falta dinero. Yo no tengo nada.<br />

—<strong>Lucía</strong>, mi dinero <strong>com</strong>o tú dices, es también tu dinero.<br />

—¡No, Mikel! En Burdeos tenía al menos cuatro perras que<br />

eran mías...<br />

—No voy a discutir –concluyó Mikel levantándose–, ya estoy<br />

atrasado.<br />

Mis labios evitaron los suyos.<br />

Fuera soplaba un aire glacial de invierno. Testaruda, me preparé<br />

a conciencia para la jornada que me esperaba, e incluso si el<br />

agua del baño, en la pila de hierro colado descascarillada en la<br />

que podía sentarme, no era de un calor benefactor, me froté tanto<br />

y con tanto ardor que cuando salí con el cartapacio de dibujo<br />

bajo el brazo, abrigada con mi soberbio abrigo –cosido por unas<br />

oficiales de modista que trabajaban cerca del mercado–, que llevaba<br />

por primera vez ese día, tenía muy buen aspecto.<br />

Cristóbal Valenciaga me esperaba en el despacho de su casa<br />

de costura, donde sobre la tela amarilla del toldo del escaparate<br />

se exhibía en letras grandes y negras un nombre tan extraño <strong>com</strong>o<br />

bello: EISA.<br />

El gran maestro, al que no quitaba los ojos de encima con<br />

admiración, no hablaba demasiado. Observó mis dibujos con su<br />

amplia frente sostenida por su hermosa mano blanca, con la mirada<br />

tan inmóvil que parecía dormido y, para asegurarme de que<br />

no dormía sobre mis croquis, emití un ligero, un muy ligero carraspeo<br />

de garganta, al que siguió un vertiginoso ir y venir de mi pie<br />

derecho sobre la gruesa alfombra.<br />

—Sí –dijo Cristóbal Valenciaga sin levantar la cabeza–, tiene<br />

usted un talento evidente, pero bueno, su estilo es mediocre, y sin<br />

estilo –dijo dando golpecitos con su bella mano en las hojas desparramadas<br />

delante de él y prosiguió, tras dudar un instante– no<br />

se puede crear, señorita.<br />

Irguió su cabeza hacia mí y me calibró sin titubear.<br />

51


—Me río de eso, créalo. Querido maestro, yo misma me colocaré<br />

las coronas de laurel en la cabeza, no voy a necesitar de nadie<br />

–pensé para mis adentros.<br />

Él mismo, grande de Getaria, emperador en su salón, con su<br />

toga de terciopelo rojo siguiéndolo con una estela gloriosa, me<br />

condujo personalmente hasta la puerta.<br />

Yo aguantaba con vergüenza mi cabeza de reina decapitada<br />

en mi mano derecha.<br />

—Gracias, señor Valenciaga, gracias por haberme recibido.<br />

—Ha sido un gran placer –sonreía Pompeyo, vejestorio bajo<br />

sus coronas yuxtapuestas. Déjeme su tarjeta, nunca se sabe.<br />

No tenía tarjeta, por lo que escribí de prisa y corriendo mi<br />

nombre y mi dirección en una hoja en blanco.<br />

El aire gélido me revivió. Remonté la avenida hasta La Concha,<br />

defendida por un cordón de guardias civiles. Las calles de los<br />

alrededores estaban desiertas. La arena dorada de la playa era lo<br />

único que se veía en el horizonte.<br />

—Los Astilleros están en huelga –me anunció Mikel al regresar<br />

por la tarde–. Hay un llamamiento a la huelga general para<br />

mañana –y mientras hurgaba en un cajón de la cómoda de la entrada–,<br />

tengo que presentarme en la sede del Partido. Voy a intentar<br />

no demorarme demasiado. Y tú, ¿has visto a Valenciaga?<br />

—No.<br />

La huelga fue general, no hubo pan, ni periódicos, ni electricidad.<br />

Pero sí hubo verborreas durante todo el día en el entresuelo.<br />

—¡Entrad! –decía Mikel a los que llegaban, atrayéndome hacia<br />

él con una mano o empujándome hacia ellos–. Os presento a mi<br />

mujer, <strong>Lucía</strong>.<br />

—Encantado, señora.<br />

Joseba pasó la tarde conmigo en la cocina, en la que me había<br />

refugiado. Al anochecer la puerta de entrada del entresuelo crujió.<br />

—Qué frío hace fuera –vociferó una voz de hombre en el<br />

estruendoso vestíbulo.<br />

—¡Es Jon! –exclamó Joseba precipitándose a la puerta, que<br />

abrió sobre el recién llegado.<br />

Jon, abrigado con una cazadora forrada de pieles, entró en la<br />

cocina.<br />

—<strong>Lucía</strong>, no puede ser, tú aquí.<br />

52


—Aquí y embarazada –le pareció gracioso añadir a mi adorable<br />

primo.<br />

—Estoy realmente feliz de volver a verte, realmente feliz –bisbiseó<br />

estrechándome contra él.<br />

—Yo también lo estoy.<br />

Era verdad.<br />

Abrí una botella de vino joven al resplandor de las primeras<br />

velas que había encendido encima de la mesa.<br />

—Mikel está en la sala –explicó Joseba–, con José Mari Larrañaga,<br />

Félix Egaña, Cipriano Solano el de la UGT...<br />

—¡Ah!... –se extrañó Jon, con las cejas alzadas–, ¿Solano?<br />

—Solano, sí, y Diego García. Isabel también está, pero ha venido<br />

<strong>com</strong>o observadora del Komintern.<br />

—¿Y Mikel? –interrogó Jon mientras yo removía el fuego en<br />

el fogón, pensando: ¿Ay Dios, qué vamos a cenar hoy?<br />

—Mikel trata de detener las huelgas en los Astilleros.<br />

—Sueña –exclamó Jon–, la situación está podrida hasta el tuétano.<br />

Vengo de Gijón, allí va a estallar una revolución e indudablemente<br />

no será la que se cree.<br />

De la sala nos llegaban fragmentos de voces y un espantoso<br />

olor a cigarros que viciaba el aire.<br />

—Los falangistas van a alcanzar el poder más rápido de lo que<br />

se piensa, si Lerroux prosigue con su política de lebrela. La República<br />

promete y no mantiene ninguna de sus promesas. No se ha<br />

puesto en marcha ninguna reforma agraria. Es todo lo que querían<br />

Gil Robles y los demás representantes de la CEDA 6 . Han asesinado<br />

la República aún antes de nacer –prosiguió Jon, sentado<br />

en una silla, con su carísima canadiense encima de los hombros.<br />

—No me dices nada nuevo –dijo Joseba–, yo conozco a los<br />

grandes burgueses, esperan a la hora bendita para hacernos <strong>com</strong>er<br />

las raíces de lo que se ha plantado.<br />

—¿Y ustedes aquí?<br />

Joseba se levantó, dejó sus gafas sobre la mesa y con una mano<br />

en el corazón imitó, con mucho talento por cierto, a José Antonio<br />

6.- CEDA: Confederación Española de Derechas Autónomas, fundada en 1932. Movimiento<br />

fascistizante creado por José María Gil Robles.<br />

53


Aguirre en la declaración de principios del Partido Nacionalista<br />

Vasco, que pronunciara en las Cortes de Madrid en 1931.<br />

—Para nosotros, en esa fraseología a la que hago alusión, si ser<br />

de derechas es oponerse a los progresos legítimos de la democracia<br />

en contra de los poderes absolutos, si ser de derechas es eso, nosotros<br />

somos de izquierda. Y si ser de derechas consiste en defender la<br />

identificación de la religión con cualquier tipo de régimen, y no la<br />

independencia absoluta de los poderes eclesiásticos y civiles en sus<br />

respectivos ámbitos, entonces también nosotros somos de izquierda.<br />

Y si por ser de derechas se entiende, en el terreno social, oponerse<br />

al progreso del proletariado, si es eso lo que se llama ser de derechas,<br />

entonces también nosotros somos de izquierda. Pero por el contrario,<br />

si ser de izquierda es ir contra la familia, contra los principios sagrados<br />

de la Iglesia católica cuyas reglas seguimos, entonces en esa fraseología<br />

que me parece ridícula, nosotros somos de derechas...<br />

—No hay de qué reírse, si es eso lo que pretendes, Joseba. Yo<br />

respeto a José Antonio Aguirre, su papel no es nada fácil y lo<br />

entiendo.<br />

—Estás equivocada, mi querida prima, yo no me burlo. Deja<br />

de hacer una tragedia de todo.<br />

Las puertas de la sala se abrieron, liberando una nube de humo<br />

que invadió el vestíbulo. Las voces se perdieron y Mikel entró en<br />

la cocina con cara cansada, sorprendido de encontrar en ella a Jon<br />

y feliz al verlo sentado en la mesa.<br />

—¿Así que vas a ser padre? –le interrogó Jon, que se había<br />

levantado para darle tres amistosas palmadas en la espalda.<br />

—Sí, en unos meses seré padre –le respondió Mikel, con una<br />

tímida sonrisa cansada.<br />

Yo me alejé bruscamente a causa de una náusea desleal, precipitándome<br />

hacia el cuarto de baño, a donde Mikel me siguió.<br />

—¿Te encuentras mal, <strong>Lucía</strong>? Estás muy pálida.<br />

—Es el olor del tabaco. Está en todas partes.<br />

Me acurruqué en sus brazos, pegada a su cuerpo, y poniendo<br />

una mano sobre mis cabellos <strong>com</strong>enzó a acunarme.<br />

—Voy a abrir las ventanas de par en par, el frío disipará los<br />

olores. Y luego voy a encender el fuego en la sala y cenaremos<br />

solos tú y yo. Esta noche cocino yo.<br />

54


—¿Y Jon? ¿Y Joseba?<br />

Rió<br />

—Los he echado, quería recuperarte, estar a solas contigo.<br />

Cenamos una lata de sardinas, otra de espárragos, una macedonia<br />

de naranjas con azúcar y una gota de ron y tres lonchas viejas<br />

de pan de arroz que crujían al masticarlas.<br />

—¿Y mañana?<br />

—Mañana re<strong>com</strong>ienza el trabajo en los Astilleros. He conseguido<br />

disminuir los ritmos y aumentar los salarios más bajos.<br />

—¿De verdad has hecho eso? ¡Es magnífico, me siento orgullosa<br />

de ti!<br />

Me levanté para abrazarlo, para volver a quedar de inmediato<br />

sentada sobre sus rodillas, con su mano posada sobre mi vientre<br />

y mis labios recorriendo su frente, su nariz, su boca.<br />

—Tú estás orgullosa, <strong>Lucía</strong> –consiguió decir Mikel entre dos<br />

besos–, lo que no sé es si mi padre también lo estará mañana.<br />

El gran patrón llegó al día siguiente, todavía joven, elegante, con<br />

clase, la mirada sombría. Quería conocerme tras finalizar la visita<br />

a sus Astilleros de Pasajes de San Pedro.<br />

En cuanto Mikel abrió la puerta, seguido de Anastasio Lizardi<br />

Olazaguirre, yo me convertí en la niña de mis siete años, con<br />

las nalgas pegadas a mis bragas y el miedo a hacerme pis encima<br />

elevándose hasta llegar a mis labios apretados.<br />

—Buenos días, señora –dijo Anastasio tendiéndome la mano.<br />

—Buenos días, señor –le respondí con voz lánguida y la mirada<br />

temerosa de una perra que sabe que le van a llover los bastonazos.<br />

—Entre, aita –le invitó Mikel con deferencia, indicándole la<br />

butaca cercana a la chimenea– ¿Quiere tomar algo?<br />

¿Qué va a tomar?, pensé de inmediato.<br />

—Un vaso de agua –respondió Anastasio con mirada severa.<br />

—Voy a buscarlo –me apresuré a decir, intentando escapar a<br />

su mirada metálica.<br />

—¡No! ¡No! Mikel lo hará. ¡Usted, siéntese!<br />

Esperé con las nalgas sentadas en el borde de la butaca y las<br />

manos cruzadas sobre las rodillas.<br />

55


Mikel regresó con un vaso de agua colocado encima de un<br />

plato, que posó delante de su padre, en el horrible velador, que<br />

osciló sobre uno de sus tres pies.<br />

—¡Cuidado! ¡El vaso de agua! –exclamé de manera incongruente.<br />

Un pesado silencio se cernió sobre el eco de mi voz, mientras<br />

Anastasio bebía su vaso.<br />

—¡Bien! –espetó con frialdad, mientras Mikel se sentaba en<br />

el brazo de la butaca y me ceñía valientemente con su brazo.<br />

—¡Bien! –repitió Anastasio mirando fijamente a Mikel–, veo<br />

que has escogido ponerme frente a hechos consumados. Paso por<br />

alto, y tú mismo lo has podido constatar esta mañana, lo de la disminución<br />

de los ritmos y el aumento de los salarios, pero lo que<br />

no acepto es lo que ocurre aquí. Tienes una mujer que nunca me<br />

has presentado y que, si no me equivoco, creo <strong>com</strong>prender que<br />

lleva dentro un hijo tuyo.<br />

—No se equivoca, aita.<br />

—Un niño que por lo tanto va a ser mi nieto o nieta, eso no<br />

importa, que llevará tu apellido, mi apellido, y me parece inadmisible<br />

que no hayas tenido el coraje de venir a Bilbao a anunciármelo<br />

personalmente. A mí y a tu madre, por supuesto. ¡Es<br />

inadmisible!<br />

El tono de voz iba creciendo y sacudía las paredes.<br />

—Como muy bien sabes, las ideas políticas pueden separar a<br />

veces a un padre de su hijo, pero esas mismas ideas no pueden<br />

separar a un abuelo del niño que pronto debe nacer. Es todo lo<br />

que tengo que decir.<br />

Se levantó y se dirigió hacia el corredor.<br />

—Aita, no puede irse así, sin haberme escuchado antes.<br />

—Si quieres hablar conmigo ya sabes donde encontrarme.<br />

Hasta la vista, señora –añadió–, lo siento mucho.<br />

Mikel siguió a su padre. No sé lo que se dijeron en el cara a<br />

cara que observé detrás de la cortina de la ventana alta de la sala.<br />

Mikel hacía grandes gestos, con los brazos separados y las manos<br />

tensas; luego vi a Anastasio inclinarse hacia la portezuela del auto<br />

que le esperaba junto a la acera; la alta silueta de su hijo, de espaldas,<br />

siguió al vehículo hasta que este desapareció por el extremo<br />

de la calle. Una vez atravesada la puerta, en cuanto llegó a mi lado<br />

56


nos sonreírnos. Como todas las noches, los gatos gruñían en el<br />

callejón, quizás más que todas las noches. Mikel y yo nos refugiamos<br />

bajo la bella manta roja de nuestra cama y nos amamos,<br />

antes de cenar los restos de la víspera y de beber un buen vino<br />

de la Rioja Alavesa. No hablamos de Anastasio, ni de huelgas, ni<br />

de asesinatos, ni de la confusión en la que vivíamos, y que en ocasiones<br />

me espantaba.<br />

La primavera redondeó mi vientre, que yo escondía bajo un<br />

abrigo amplio y Mikel vigilaba con ojo inquieto.<br />

Una tarde del mes de abril me crucé en la avenida con Cristóbal<br />

Valenciaga, que vestía un abrigo de alpaca sobre los hombros<br />

y lucía una boina negra en la cabeza.<br />

—Ah, buenos días señorita –se acordaba de mí–, hace unos<br />

días estuve a punto de pedirle que me trajera de nuevo sus croquis<br />

–todavía está a tiempo, Maestro–. Durante nuestra entrevista<br />

noté que llevaba usted puesto ese mismo abrigo tan elegante, de<br />

impecable color de plomo, que realmente me gusta. ¿Podría volver<br />

a ver sus croquis?<br />

Mi corazón respondió por mí, emprendiendo un galope infernal<br />

frente a la mirada del maestro, que me interrogaba en medio<br />

del viento fresco y primaveral.<br />

—Por supuesto que puede ver mis croquis... Por supuesto... Sí,<br />

sí... Claro, sí... mañana mismo, si usted quiere.<br />

—Muy bien, mañana. La estaré esperando.<br />

Cristóbal Valenciaga no me esperó. Yo me aposté frente al<br />

escaparate con casi una hora de antelación, bajo una fina lluvia<br />

traída por el viento del oeste en una mañana muy gris. La casa<br />

de costura nunca abría antes de las diez. Yo no lo sabía, pero el<br />

maestro se levantaba tarde, luego leía la prensa de cabo a rabo,<br />

hasta que finalmente aparecía al <strong>com</strong>enzar la tarde en alguno de<br />

sus dos talleres, nunca en la tienda, salvo para atender a alguna<br />

grande de España o a alguna rica madrileña, a la que debía besar<br />

la mano haciendo una reverencia principesca, que seguro que no<br />

había aprendido en el puerto de Getaria.<br />

Un hambre de lobos me atenazaba el estómago, cuando oí<br />

cómo exclamaba:<br />

—¡Qué descuido! Evidentemente no le dije que nunca recibo<br />

por la mañana.<br />

57


—No tiene importancia –le sonreí.<br />

—¿Y qué ha estado haciendo durante todo este tiempo?<br />

—Le he esperado.<br />

—¿Fuera? ¿Bajo la lluvia? ¿Pilar, no la ha invitado a sentarse,<br />

a tomar un café?<br />

—Por supuesto que sí, ella ha tenido la gentileza de invitarme,<br />

pero no he aceptado.<br />

—Venga, venga. No sabe cuánto lo siento.<br />

La desolación flotaba a mi alrededor: Cristóbal Valenciaga<br />

estaba desolado, Anastasio también lo estaba, los hombres de los<br />

partidos políticos se sentían desolados por la situación. Los diarios<br />

la mostraban en sus páginas. La desolación se leía en todos<br />

los labios, y hasta en el rostro crispado del hombre de la calle,<br />

mucho más desolado que los bailarines del gran ballet español,<br />

extenuados por sus bailes y sus entradas y salidas de escena.<br />

—Es usted muy gentil al confiarme sus croquis. Dibújeme algunos<br />

más. De trajes femeninos, de abrigos. En julio presento mi colección<br />

de invierno a mi gran amiga, la princesa María Elena de Valderrobres<br />

y Montalvana, una prima lejana de Alfonso XIII.<br />

Simulé conocer muy bien a la princesa, que residía en su palacio<br />

de verano situado encima de La Concha, y me juré que podía esperar<br />

sentada para poder vestir un abrigo mío inspirado por el maestro.<br />

Poco después recibí una carta de Cristóbal Valenciaga invitándome<br />

a hacerle una visita, junto a un billete de banco, marrón<br />

y azul.<br />

El billete lo guardé preciosamente en un sobre y todavía lo<br />

saco de vez en cuando, para asegurarme que no fue un sueño.<br />

Algunas tardes en que la impaciencia me atormentaba, Mikel<br />

y yo nos íbamos caminando hasta el puerto, donde nos sentábamos<br />

en las largas mesas de madera entre olores de frituras, que<br />

me abrían el apetito, y los de la subasta, que me lo cerraban.<br />

Jon Azpiazu se reunía a menudo allí con nosotros, a<strong>com</strong>pañado<br />

por una joven y pura belleza –una chica bonita 7 –, escoltado<br />

siempre por Joseba, Félix Egaña, Isabel y algunos otros que según<br />

cual fuera mi estado de ánimo me caían más o menos bien.<br />

7.- En español en el original (N.T.).<br />

58


Joseba escribía mucho en unas revistas trotskistas que nadie<br />

<strong>com</strong>praba, ni siquiera nosotros. En revancha Los Cuadernos Modernos<br />

que acababa de crear, él solo, con el dinero de todo lo que<br />

había vendido, incluida su bicicleta, editaba poemas de talentosos<br />

poetas, desconocidos en su mayor parte, aunque también los<br />

había de Antonio Machado, Federico García Lorca, Rafael Alberti<br />

y se agotaba nada más aparecer a la venta.<br />

Joseba, fiel a sus ideas, vivía con poco y nos hacía morir de<br />

risa cuando imitaba a mi tía implorando durante todo el día a<br />

Dios con sus oraciones por el rescate de nuestras almas, la de su<br />

hijo y la de su sobrina, a la que evitaba ostensiblemente cuando<br />

nos cruzábamos en alguna calle.<br />

Jon Azpiazu cogía aparte a Mikel a menudo.<br />

—Acabo de volver de Oviedo, deberías leer esto –y le tendía<br />

un folleto titulado La Tierra 8 , en el que un joven líder de la CNT,<br />

Valeriano Orobón Fernández, afirmaba que el riesgo del fascismo<br />

en España era sin duda de tal magnitud, que se hacía necesaria<br />

una nueva alianza de la clase obrera.<br />

—¡Nadie dice lo contrario! –asestaba Mikel.<br />

—Sí, pero vosotros, el empresariado, ¿qué hacéis vosotros para<br />

evitar el ascenso del fascismo?<br />

—Mejor que atacarme, Jon, entra en el Partido, nadie está allí<br />

de más. Hay que abrir un frente de izquierda en el Partido, lo<br />

vamos a lograr. Pero no os quedéis fuera con la hoz y el martillo,<br />

eso no sirve de nada ni a nadie.<br />

El tono subía. La joven y pura belleza agitaba las pestañas y<br />

ponía una mano en el antebrazo de Jon, que no la veía y se inflamaba<br />

sin que nadie intentase apaciguar las tensiones –las mismas<br />

que en las Cortes–.<br />

—¿Tú realmente crees que José Antonio Aguirre va a dejar<br />

que metas la hoz y el martillo?...<br />

Y mientras ellos se daban las últimas estocadas, yo me levantaba<br />

cansada y triste.<br />

8.- Ibídem.<br />

59


—Pregúntaselo tú mismo a José Antonio Aguirre. Lo único<br />

que conozco del Partido es lo que avanzamos día tras día, y conozco<br />

gente en el Partido que quizás sea más de izquierda que tú.<br />

El aire tenía resabios de sardinas asadas.<br />

—Ya voy –me decía Mikel, en cuanto me veía de pie pegada<br />

al soporte de piedra, todavía tibio de los rayos del sol poniente.<br />

Las voces de Félix Egaña, de Isabel, de Joseba, llegaban mezcladas<br />

a mis oídos.<br />

—Me voy –decía en voz alta para que me oyera Mikel, aunque<br />

cuando lo oía corriendo por la calzada mucho más tarde, me<br />

daba cuenta de que no me había oído.<br />

—Tendríais que dejar de discutir todas las tardes. ¿No te parece<br />

lamentable? –le pregunté, mientras él, levantándome el pelo<br />

para ponerme la mano en la nuca, decía:<br />

—Quizás tengas razón. Pero la realidad política actual nos obliga<br />

a enfrentarnos.<br />

—¿Y Jon es trotskista?<br />

—Él lo es, yo lo soy, también Joseba, <strong>com</strong>o puedes serlo tú.<br />

Todos tenemos ideas trotskistas, pero los hechos son otra cosa.<br />

Rechazamos el mundo de nuestros padres, ciertamente cerrado,<br />

asfixiante, ampuloso. Queremos cambiar el mundo, y con razón.<br />

El mundo se mueve, las instituciones también <strong>com</strong>ienzan a moverse,<br />

pero los viejos cimientos deben sostener los cambios. Y además,<br />

está muy bien que Jon ataque al empresariado, del que formo<br />

parte, pero nunca le he oído proponer que las clínicas de su<br />

padre y de sus tíos se conviertan en un gran hospital civil que<br />

atienda gratuitamente a los más desfavorecidos.<br />

—Eso no es un argumento político.<br />

—Puede serlo o no. Pero Jon no puede querer cambiar la sociedad<br />

aportando únicamente críticas.<br />

Y apoyando su mano en mi vientre, tan redondo <strong>com</strong>o un<br />

mapamundi, me soltó bruscamente:<br />

—¿Cuándo se va a decidir el señorcito o la señorita?<br />

Yo sonreía, enamorada, colmada de ternura, embelesada con<br />

su beso, bajo el reverbero que acababa de encenderse.<br />

—Nosotros somos la Revolución –decía Mikel levantando la<br />

cabeza, con la sonrisa en los labios, y señalándome con el dedo a<br />

60


la pareja con la que acabábamos de cruzarnos– ¿Has visto la cara<br />

de repugnancia que tenían esos dos al mirarnos?<br />

El señorcito llegó una cálida noche de julio, sin gritar apenas.<br />

Una noche estrellada en que habíamos dejado abiertas las<br />

ventanas que dan al callejón, buscando un poco de aire fresco.<br />

Julián ha nacido esta mañana, dieciocho de julio, telegrafió<br />

Mikel a sus padres.<br />

Al día siguiente nos enviaron un canastillo de flores en una<br />

cesta de mimbre.<br />

—Son las flores más bellas de Donosti –sonrió Mikel abriendo<br />

la carta y mordiéndose los labios.<br />

—Ten, lee. Es mi padre.<br />

—Os esperamos con Julián –escribía Anastasio.<br />

En el bochorno de los primeros días del mes de agosto, que<br />

estremece el aire y borra el contorno de las montañas en la lejanía,<br />

cogimos un tren hasta Bilbao.<br />

En la estación nos esperaba Anastasio, sin su chófer.<br />

—¡Buenos días <strong>Lucía</strong>! ¡Buenos días también a ti! –Le dijo con<br />

un gesto con el mentón a Mikel–. Buenos días, pequeñín – rozando<br />

con el índice el cráneo de Julián–. Subid al auto, hace realmente<br />

mucho calor.<br />

Al pasar Getxo descubrí estupefacta la casa familiar de Mikel:<br />

una morada de puro estilo inglés, aislada en una colina cuya dulce<br />

pendiente moría en el mar. Una morada de piedras grises con<br />

una torreta almenada. En la escalinata, de amplios escalones de<br />

piedra blanca, nos esperaba en semicírculo –¡qué horror!– un grupo<br />

de personas. Crucé mi mirada con la de Mikel, que de inmediato<br />

se alzó de hombros mientras el confortable automóvil se<br />

detenía bajo los escalones, haciendo rechinar la grava.<br />

Una alta y bella mujer, vestida <strong>com</strong>pletamente de beige, avanzó<br />

hacia nosotros.<br />

—Te presento a mi madre –me dijo Mikel mientras ella se<br />

inclinaba con avidez sobre Julián.<br />

—¡Ay Jesús! ¡Jesús! ¡Ene! ¡Qué bonito es!<br />

Y muy mujer de mundo, con la emoción cubriendo de gotas<br />

el borde de sus bellas pestañas y la cabeza erguida:<br />

61


—Buenos días, <strong>Lucía</strong>, acérquese. Le esperábamos.<br />

Toda la familia al <strong>com</strong>pleto, abuelos, tíos y tías, sobrinos y<br />

sobrinas, se inclinaba sobre Julián, al que todo el mundo quería<br />

tocar, y me adoptaba.<br />

¡Jesús! ¡Qué bello es! Repetía el coro de las mujeres mientras<br />

las niñas, con grandes lazos blancos sobre los pasadores que aguantaban<br />

sus cabellos, se reían a carcajadas, tapándose la boca con<br />

sus manos entrelazadas.<br />

—Buenos días, <strong>Lucía</strong>. Soy Itziar, la hermana menor de Mikel<br />

y este es mi marido Juan-Antón. Nuestra hermana mayor, Begoña,<br />

está en la Orden del Carmen. Supongo que Mikel se lo ha debido<br />

decir.<br />

Se equivocaba pero yo sonreía, perdida <strong>com</strong>o nunca en mi<br />

vida, con una mano aferrada a la muñeca de Mikel, que se sumía<br />

con alegría en las sutilidades del vizcaíno, mientras yo navegaba<br />

a contracorriente en mi labortano.<br />

—¿Su padre es de Fuenterrabía, verdad? –Me preguntó un<br />

poco más tarde Anastasio– ¿No es verdad que tiene una empresa<br />

de mecánica naval en Ciboure?<br />

—Sí –le respondí, sorprendida.<br />

La evocación de mi padre me trajo el brusco deseo de tenerlo<br />

allí a mi lado, frente al mar, para participar en estos ágapes, en<br />

los que Julián era el principito que no conocían. Me invadió una<br />

tristeza brutal y oí <strong>com</strong>o Hortense me decía: «Es culpa tuya, Lucie,<br />

tu orgullo es tan grande <strong>com</strong>o el océano Pacífico».<br />

El inmenso océano Pacífico, pacificado, «in pace, in Domine<br />

Pace», pensé. «Perdona y serás perdonado. Váyanse en paz, amaos<br />

los unos a los otros. El bien que hagan en la tierra os será multiplicado<br />

por cien en el cielo». ¿Cuándo?<br />

Algunos cargueros navegaban en la lejanía, y dos torpederos<br />

españoles fondeaban frente a la costa más al sur, hacia Santander.<br />

—¿Esos dos navíos de allá son torpederos?<br />

—Usted tiene una vista sagaz para ser mujer, <strong>Lucía</strong>. Tiene<br />

razón, son dos torpederos españoles.<br />

—¿Y por qué están allí?<br />

—Pregúnteselo mejor a Mikel, él debe saber qué están preparando<br />

sus amigos.<br />

62


Me quedé mirando el horizonte, perpleja, y no le pregunté<br />

nada a Mikel cuando me volví a encontrar con él.<br />

—¿Julián ha sido bautizado? –me preguntó un poco más tarde<br />

Anastasio, que no me soltaba, con su mano agarrada a mi codo<br />

<strong>com</strong>o una vieira, para a<strong>com</strong>pañarme de un grupo a otro.<br />

No flaqueé. Un no resuelto salió de mis labios al mismo tiempo<br />

que mi ojo izquierdo emitía una señal de alarma hacia Mikel.<br />

Anastasio se detuvo, llevó una mano a su ceja y se la rascó.<br />

—No les <strong>com</strong>prendo. ¡Qué aberración! ¿Mikel es miembro del<br />

Partido y usted no ha bautizado a Julián? Tengo que hablar con<br />

él de esto.<br />

Pocos minutos más tarde Mikel, contrariado <strong>com</strong>o nunca antes<br />

lo había visto, me dijo:<br />

—Vamos a hacer las maletas, nos vamos.<br />

—¿A pie?<br />

—¿Sabes lo que quiere mi padre?<br />

—Que bauticemos a Julián. ¿Y por qué no? Tu familia tiene<br />

una capilla en su propiedad, allá sobre el promontorio y tienes<br />

dos tíos curas en casa. Si quieres podemos ir a anunciar a tu padre<br />

nuestra conformidad.<br />

—Has cambiado de idea...<br />

—Sí, he cambiado de idea. Estoy cansada, no tengo ganas de<br />

pelear; yo también estoy bautizada y estoy aquí contigo. El agua<br />

del Jordán no me ha vuelto ni idiota ni santurrona.<br />

Mikel levantó los ojos al cielo.<br />

—Bien, escúchame Mikel, Julián tiene hambre, tengo que darle<br />

pecho. ¿Dónde se lo doy? ¿En el pasillo? ¿En la escalinata? ¿En<br />

lo alto de la torre? ¿Dónde?<br />

—Aquí –murmuró Arantxa, que no habíamos visto llegar a<br />

contraluz, abriendo la puerta de un pequeño salón beige con papeles<br />

pintados repletos de peonías. Y tras cerrar la puerta:<br />

—Ceder es capitular. ¿Lo sabes, no?<br />

—¡Por una vez, me río de eso!<br />

Y reí, con la tensión en los senos aliviada por la golosa boquita<br />

de Julián.<br />

—¡Así que vas a ser perjura! –me interrogó Mikel mientras<br />

daba golpecitos en la pequeña espalda de Julián, a la espera de su<br />

primer regüeldo.<br />

63


—Perjura es una palabra demasiado <strong>fuerte</strong> para el pequeño<br />

gusto que podríamos ofrecer a tus padres.<br />

—¿De veras crees lo que acabas de decir?<br />

—Escúchame, Mikel, en toda mi corta vida nunca había penetrado<br />

en una casa <strong>com</strong>o la tuya, una casa de la alta burguesía, en<br />

la que desde que hemos entrado sonrío a todos los tuyos. Quizás<br />

seamos del mismo pueblo, Mikel. Pero no del mismo mundo. Acabo<br />

de descubrirlo. ¿Y es realmente aquí donde quieres que nos<br />

afirmemos <strong>com</strong>o auténticos revolucionarios?<br />

De espaldas al mar, Mikel <strong>com</strong>enzó a prorrumpir amenazas,<br />

tamborileando con sus dedos el cristal del ventanal entreabierto<br />

hacia el jardín.<br />

—Sabías lo que iba a ocurrir al traerme aquí. Nunca me hablaste<br />

de la torreta almenada, de tu hermana en la Orden del Carmen,<br />

de tus tíos sacerdotes, de todo lo que siempre existió aquí, existe<br />

y nunca cambiará, si nos vamos ahora. Tus padres me creen tu<br />

esposa ante la ley, e incluso si tienen alguna duda sobre mi legalidad,<br />

no me han pedido los papeles.<br />

—¡Ya basta, <strong>Lucía</strong>!<br />

—¿Por qué tendría que callarme? No teníamos que haber venido,<br />

si por una pequeña cruz en la frente de tu hijo, quieres esgrimir<br />

frente a los tuyos una hoz y un martillo de oro. ¡Tú sí tienes<br />

buenos recursos!<br />

—¡Cállate! ¡No sabes lo que dices!<br />

Y me callé, con Julián en mis brazos, con los ojos levantados<br />

hacia un enorme cuadro, tan ancho <strong>com</strong>o la chimenea y tan largo<br />

<strong>com</strong>o el silencio en el que nos habíamos sumergido.<br />

—¿De quién es ese cuadro que tengo enfrente, la Fuga a Egipto,<br />

¿de Zurbaran?<br />

—No, de Zuloaga –respondió Mikel a mis espaldas, con la boca<br />

descansando sobre mi cabeza.<br />

Yo estiré la mano que me quedaba libre por encima de mis<br />

hombros, para buscar la suya.<br />

Al día siguiente, antes de que empezasen a azotar los grandes calores,<br />

Don Miguel, el padrino de Mikel, bautizó a Julián con mucha<br />

sencillez en la pequeña capilla de Nuestra Señora de Guadalupe.<br />

64


Con las primeras notas del Agur María mi voz, muy a mi pesar,<br />

se alzó por encima del mar.<br />

—Has conquistado a mis padres –rió Mikel cuando volvíamos<br />

por el sendero, en medio de la hierba rasa de la colina, quemada<br />

por los vientos marinos.<br />

—No era esa mi intención.<br />

Delante nuestro Anastasio y Arantxa, que llevaba a su nieto<br />

en sus brazos, volvían a la casa a paso ligero, para ofrecer una<br />

colación en la terraza.<br />

De vuelta a Donosti, José Mari Larrañaga nos esperaba con<br />

cara sombría.<br />

—Excúsenme, pero tenía que verle sin falta, Mikel...<br />

—Entra, no te tienes que excusar.<br />

Una vez vueltas a cerrar las puertas de la sala, desnudé el<br />

pequeño cuerpo de Julián, in<strong>com</strong>odado por el calor, y <strong>com</strong>encé a<br />

poner en orden nuestras cosas. En el entresuelo flotaba un olor<br />

acre.<br />

Con mi olfato alerta seguí el olor hasta el cuarto que llamaba<br />

con pompa la lavandería, en el que, frente a la cerrada ventana,<br />

descansaba sobre su trípode el enorme recipiente para la colada,<br />

con la tapa por el suelo, y avergonzada me acordé que había puesto<br />

a remojo las mantillas y los pañales de Julián desde hacía... conté<br />

con los dedos... cuatro días.<br />

Julián, al que había dejado en medio de nuestra gran cama,<br />

<strong>com</strong>enzó a llorar bruscamente; atravesé corriendo el pasillo en<br />

su busca, con el miedo haciéndome una bola en el estómago. No,<br />

no se había caído de la cama. Estaba allí, encima de la arrugada<br />

sábana, gritando a más no poder y rojo <strong>com</strong>o la cresta de un gallo.<br />

Por el resquicio de la puerta Mikel preguntó:<br />

—¿Qué pasa?<br />

Con un dedo delante de la boca murmuré: –«Chitón» –y con<br />

un gesto con la mano que él detesta: –«Vete».<br />

La puerta se cerró con un chasquido seco.<br />

Julián y yo nos instalamos en la cama hasta que cayó la noche,<br />

con la persiana de láminas de madera entreabierta sobre el callejón<br />

en el que los gatos tenían la costumbre de maullar.<br />

Acariciando su cabeza con mi boca, canturreaba una nana y<br />

en su boca aparecía de vez en cuando una pequeña sonrisa. En esos<br />

65


momentos lo único que para mí existía era la mano regordeta de<br />

mi hijo que se agarraba a mi dedo índice y esa calma que me invadía<br />

cuando, <strong>com</strong>o esa tarde, estábamos los dos solos, yo desnuda,<br />

pegada contra el cuero de la cabecera de la cama que se adhería a<br />

mi piel <strong>com</strong>o una ventosa, y él con su cabecita morena entre mis<br />

duros senos, y ya ahíto, con su boca mamando aún en el vacío.<br />

Mikel vino muy tarde a juntarse con nosotros y con la cara<br />

mirando hacia el techo y arrugando la nariz para aspirar el aire<br />

preguntó:<br />

—¿Qué olor es este?<br />

—Los pañales.<br />

Y con la mirada del que descubre un mundo nuevo:<br />

—¿Qué pañales?<br />

Yo señalé el pequeño trasero de Julián.<br />

—¿No lo vas a meter en la cuna? ¿Duerme bien, verdad? ¿No<br />

te parece? –murmuró acariciándome con una mano la curva de<br />

mi seno terso, mientras se acostaba a mi lado después de haberse<br />

quitado la ropa, que tiró en el mismo parqué.<br />

Mis piernas se quedaron prisioneras de las suyas.<br />

—¿Para qué ha venido José Mari Larrañaga?<br />

—Para nada. Mañana te lo explico. ¿No vas a meter a Julián<br />

en la cuna?<br />

—Será si puedo.<br />

Se apartó ligeramente de mí y con una gran sonrisa:<br />

—Claro que puedes –dijo depositando un ligero beso en la<br />

cabecita de Julián.<br />

Como todas las noches dejé la puerta entreabierta, para poder<br />

vigilar la cuna desde nuestra cama.<br />

—Cierra un poco más la puerta, la luz le molesta.<br />

—Apaga la luz.<br />

—Lo que no quiero precisamente es apagar la luz, quiero poder<br />

admirarte, mirarte. Por contra, cierra la cortina que da al callejón. ¿Sabes<br />

qué me gustaría hacer ahora, si me dejara llevar? –esto último lo dijo<br />

quitándose la sábana, sin esconderme en absoluto sus deseos.<br />

Yo alcé mis hombros.<br />

Se levantó de un brinco y apoderándose de mi mano desnuda<br />

<strong>com</strong>o si fuera un botín, me lanzó sobre la cama, mientras intentábamos<br />

calmar nuestras risas.<br />

66


¿Sospechaban algo los vecinos? ¿Sabían ya que seríamos magníficos<br />

amantes? ¿Conocían el sabor de su boca sobre la mía? Y<br />

su sexo erguido <strong>com</strong>o un palo de trinquete, para mí sola. ¿Acaso<br />

los gatos, que se callaron bruscamente, adivinaron el abrazo de<br />

nuestros dos cuerpos sintonizados para que las palabras susurradas<br />

se vuelvan queja y la queja se convierta en un estertor, un<br />

bufido, un grito, un grito de pleno goce?<br />

Aquélla fue nuestra noche. Y para recordarla escribí en una diminuta<br />

libreta de apuntes con las tapas de cuero rojo en la que anotaba<br />

los pequeños y grandes detalles de nuestra vida: Diez de agosto<br />

de 1934, el león ha satisfecho plenamente a su leona, y dibujé tres<br />

estrellas y tres lunas. Signos secretos que yo solo conozco. Fue una<br />

noche que tomé <strong>com</strong>o si fuera la primera y también la última.<br />

Los diputados nacionalistas vascos y catalanes no ocupaban sus<br />

escaños en las Cortes desde el mes de junio. Las huelgas se sucedían<br />

al mismo ritmo que las manifestaciones, y con una violencia<br />

acrecentada.<br />

Mi inquietud aumentaba a ritmo semejante al de los galopes<br />

de los caballos de los guardias nacionales, que cada vez con más<br />

frecuencia perseguían a los manifestantes hasta en los más recónditos<br />

rincones de las más pequeñas calles.<br />

Una noche, los guardias civiles se emboscaron en el callejón.<br />

—Tengo miedo –murmuré.<br />

—No es nada –me susurró Mikel, en el diván de la sala en el<br />

que nos habíamos refugiado, Mikel protegiendo con el brazo a<br />

Julián, que dormía contra mi vientre.<br />

Las horas se sucedían en el despertador, iluminado por una<br />

pequeña vela que habíamos encendido en la mesa baja. Más tarde<br />

escuchamos brutalmente tres chasquidos secos de un arma y<br />

con el dedo índice replegado sobre mi boca, me esforcé en calmar<br />

la angustia que me atenazaba y que asimismo leía en la mirada<br />

de Mikel.<br />

Por la mañana, un charco de sangre se extendía sobre la acera<br />

de enfrente. Por Felicia, la mujer del conserje, nos enteramos<br />

que había sido abatido Antonio Fernández, «un anarquista», nos<br />

declaró con aire condescendiente.<br />

67


Al día siguiente tuvo lugar una manifestación monstruo, a la<br />

que asistimos.<br />

Yo me vestí con un pequeño vestido negro y me anudé un pañuelo<br />

rojo en la cabeza. Con Julián en brazos de Mikel, seguimos el<br />

cortejo llevando nuestros puños en alto hasta los cordones de la<br />

Guardia Civil y de los guardias nacionales que bloqueaban el acceso<br />

al Ayuntamiento. La ira de todos los que querían continuar estalló.<br />

Félix Egaña se apoderó de la reja de hierro fundido de una alcantarilla<br />

y la lanzó contra un caballo que tenía delante, rompiéndole<br />

una pata.<br />

Yo no lo vi, por supuesto. Estábamos al abrigo de un corredor<br />

cuando Joseba nos lo contó. Estalló una verdadera batalla campal,<br />

y para nosotros una noche debajo de una escalera que no<br />

abandonamos hasta el amanecer.<br />

Hubo manifestaciones a diario. Mikel regresaba a menudo de<br />

las mismas sudando a mares, con la mirada vibrante de cólera.<br />

Y yo, que ante el peligro que <strong>com</strong>enzó a reinar desde entonces<br />

tenía prohibido salir, le pedía que me explicase.<br />

—No hay nada que explicar. La República de 1931 ha basculado<br />

a la derecha y con Gil Robles a la extrema derecha. Pone en<br />

peligro a nuestro país, arresta a nuestros diputados, cuestiona el<br />

Concierto 9 de 1870, todo es traición y arbitrariedades.<br />

Me sentía súbitamente fatigada, oía sin escuchar realmente;<br />

decía que sí, que entendía, pero no entendía todos esos enfrentamientos<br />

políticos. Mis sueños de revolucionaria mermaban<br />

<strong>com</strong>o una piel de zapa, y aunque no se lo confesara, a menudo<br />

quise coger con Julián el tren en sentido inverso al de nuestra llegada,<br />

tan cargada de promesas.<br />

Y <strong>com</strong>o algún día tenía que llegar, la revolución agitó Asturias<br />

de forma violenta, inesperada, y tan rápida que dejó en el<br />

camino a todos los que no la habían oído retumbar, entre las<br />

manos de los mineros asturianos.<br />

Isabel resplandecía de alegría.<br />

—Imagínate –decía–, es algo formidable. Cada municipio, cada<br />

pueblo está controlado por los <strong>com</strong>ités revolucionarios, que ase-<br />

9.- En español en el original (N.T.).<br />

68


guran a la población el avituallamiento y su seguridad. Cuando<br />

piensas que para un obrero una rebanada de pan suponía hasta<br />

ayer una jornada de trabajo y que gracias a la Revolución hoy<br />

<strong>com</strong>en dignamente. ¿Quieres soñar algo mejor?<br />

Isabel lucía espléndida, cuando proclamaba esto con su hermosa<br />

mirada azul, vivaracha, por la que atravesaban chispas de<br />

alegría.<br />

Sí, pero...<br />

—Espera Isabel, «si pero» va a hablar –replicaba Joseba cogiéndola<br />

por los hombros–, escúchala.<br />

—Sí, pero yo no puedo aceptar los conventos incendiados, las<br />

iglesias saqueadas, los curas fusilados, las monjas violadas.<br />

—Han sufrido demasiado, y desde hace demasiado tiempo,<br />

aplastados por la Cruz. ¡Trata de entenderlo, <strong>Lucía</strong>!<br />

Isabel fue la primera que salió a reunirse con los camaradas<br />

que luchaban en Oviedo, en Gijón, en Mieres.<br />

Y cuando Joseba, Félix Egaña y Jon fueron a su vez a reunirse<br />

con ella, nos quedamos solos Mikel y yo, <strong>com</strong>o abandonados,<br />

pegados al aparato de radio. Entre los chirridos de las ondas interferidas,<br />

oímos en una radio que emitía, creo que desde Turón:<br />

Camaradas, nosotros, el <strong>com</strong>ité revolucionario de Grado, creadores<br />

de una nueva sociedad... No hay que extrañarse de que el<br />

mundo que estamos forjando cueste sangre, dolor y lágrimas. No<br />

hay nada en la tierra que no haya sido fecundo. Soldados del Ideal:<br />

¡A las armas!<br />

Mujeres, <strong>com</strong>an poco, tan solo lo necesario... ¡Y viva la revolución<br />

social!<br />

Julián sonreía en mis brazos.<br />

—¡Treinta mil obreros <strong>com</strong>batientes! –decía Mikel sacudiendo<br />

la cabeza– ¡Treinta mil obreros <strong>com</strong>batientes!... y solamente<br />

en diez días. ¡Es magnífico y peligroso a la vez!<br />

—No vayas a reunirte con ellos, quédate –le supliqué.<br />

Me acarició la mejilla.<br />

—No me iré.<br />

Aliviada, con mi mano peinando hacia atrás un bello mechón<br />

de sus cabellos negros le confesé con una sonrisa:<br />

—Estoy embarazada.<br />

69


—¿Otra vez?<br />

—¿Cómo que otra vez? Es solo la segunda vez.<br />

La noticia que se escuchó en todas las estaciones de radio al día<br />

siguiente nos dejó petrificados de espanto: El Gobierno de Madrid<br />

llamaba al general Franco y al coronel Yagüe, a la cabeza de las<br />

unidades de la legión y a las tropas marroquíes para aplastar la<br />

rebelión en Asturias.<br />

—Están locos –rugió Mikel golpeando con el puño las paredes<br />

de la sala–, están locos.<br />

El horror se extendió por toda Asturias de forma despiadada,<br />

dejando un montón de ruinas, dos mil muertos, tres mil heridos<br />

y al menos quince mil personas encarceladas y torturadas, y en<br />

ocasiones sumariamente ejecutadas.<br />

Joseba, que había regresado hacía poco con Jon Azpiazu en<br />

un viejo tren al que todos los periodistas habían sido obligados a<br />

trepar, no hablaba. Se veía envejecido y cansado. Jon, a menudo<br />

aterido de frío y muy pálido, perdió allí buena parte de su soberbia.<br />

En Donosti, la burguesía se exhibía en las terrazas de los cafés<br />

a lo largo de la Concha y celebraba con champán. La infame Felicia<br />

prendió en la pared de su portería una foto del General Franco,<br />

y cuando pasaba por delante me lo señalaba con el dedo:<br />

—Nuestro Salvador.<br />

Y su malvada sonrisa me helaba las venas.<br />

Un día que quería hacerme reír, Joseba me <strong>com</strong>entó:<br />

—Mira a Jon, salió con la hoz y el martillo levantados <strong>com</strong>o<br />

un obenque por encima de las multitudes y mira cómo nos vuelve,<br />

con la cinta azul de la Virgen anudada en la punta de su martillo.<br />

Quien y él, que podía besar a todas las chicas bonitas 10 de<br />

Donosti y de los alrededores. ¡Qué tristeza!<br />

Pero yo no me reí.<br />

Todos los artículos que escribió describiendo las carnicerías<br />

de la represión en Asturias habían sido censurados. el Heraldo de<br />

Madrid, amordazado por la derecha, se vio obligado a deshacerse<br />

10.- En español en el original (N.T.).<br />

70


de Jon Azpiazu, su experto en política internacional y enviado especial<br />

que había surcado las hojas blancas con la tinta de su bolígrafo<br />

desde Roma a Moscú y desde Montevideo hasta El Cairo.<br />

Una noche de noviembre en que la lluvia azotaba los cristales de<br />

la sala, Mikel se me acercó y me tomó en sus brazos con mucha<br />

dulzura. Yo le pregunté a la defensiva:<br />

—¿Qué te pasa?<br />

—Isabel no va a volver –me respondió con voz dulce–, ha sido<br />

asesinada en Mieres.<br />

—No puede ser. ¿Cómo lo sabes?<br />

—Por Félix. Acaba de llegar de Santander, donde ha estado<br />

escondido. Acabo de verlo en el despacho del Partido.<br />

Yo sacudí la cabeza.<br />

—No es cierto.<br />

—Sí lo es.<br />

—¡Oh, no! Isabel no. No es justo.<br />

Mi rostro reflejó mi dolor y mis puños se abatieron contra<br />

los hombros de Mikel.<br />

—Ven, <strong>Lucía</strong>, ven.<br />

Comencé a llorar en sus brazos durante tanto tiempo que acabó<br />

por mecerme mientras yo repetía con voz monocorde:<br />

—Isabel no. Ella no.<br />

—Piensa en Julián, mi ranita de ojos rojos, piensa en el pequeño<br />

que vamos a tener. La vida sigue, y tú lo sabes, <strong>Lucía</strong>. Eres <strong>fuerte</strong>,<br />

tan <strong>fuerte</strong> que si salimos ahora por esa puerta, estoy seguro de<br />

que te vas a devorar una langosta.<br />

—No creo.<br />

—Yo estoy seguro que sí.<br />

Para conjurar la suerte nos fuimos hasta el puerto, empujando<br />

el coche de niño de Julián. En la enorme mesa de pino barnizado<br />

degustamos una langosta con un vino blanco de Getaria y<br />

a continuación un mero al ajo.<br />

—En el fondo, debía de tener mucha hambre –confesé tras<br />

<strong>com</strong>er el flan de caramelo, con la joven muerta en la mente.<br />

—No llores, <strong>Lucía</strong>.<br />

Mis lágrimas salpicaron en el caramelo del fondo del plato.<br />

71


Entonces levantó mi mano por encima de la mesa y con su<br />

mirada clara sumida en lo más hondo de mis ojos la besó. Como<br />

lo quise en ese instante.<br />

A pesar de su amor, me encerré en mí misma, en Julián. Dejé de<br />

leer la prensa y de escuchar la radio. Joseba ya no me hacía reír.<br />

La sombra de Asturias encenizó los reflejos del mar, pese a la luz<br />

primaveral que hacía reverdecer los árboles de las avenidas por<br />

las que ya no paseaba, pues si llegara a aventurarme bajo sus frágiles<br />

sombras, Isabel me estaría esperando allí, con su mirada azul<br />

atravesándome, y vería cómo movía sus labios.<br />

Solo me apaciguaba en la arena de la playa, en la que Mikel<br />

hacía correr a Julián a lo largo de las pequeñas olas que venían a<br />

morir a sus pies.<br />

—Qué lejana estás, <strong>Lucía</strong> –me decía Mikel.<br />

Yo no le contradecía.<br />

Esa primavera de 1935 fue una línea oscura y recta. Abrí mi<br />

pequeña libreta de apuntes secreta para consignar en ella esa línea<br />

recta. Ni siquiera quería pensar en mi vientre que se redondeaba.<br />

—¿Qué te ocurre? –me preguntaba Mikel con ternura.<br />

—No lo sé.<br />

Sintiéndome culpable de ser amorfa, jugaba horas enteras<br />

con Julián, sentada en la alfombra que había estirado hasta debajo<br />

de las ventanas de la sala. A él le encantaban las pilas de cubos<br />

de madera que yo levantaba pacientemente y que él, con un movimiento<br />

rápido de su muñeca, abatía con un estallido de risa.<br />

También adoraba el fresco que <strong>com</strong>encé a pintar en su cuarto,<br />

a media altura en las paredes, recreando un corro de elefantes<br />

y de jirafas azules. En esos últimos días de primavera Joseba y<br />

Jon cenaban todas las noches con nosotros. No prestaba atención<br />

a nada de lo que hablaban, aunque mis oídos permanecían atentos<br />

a pesar mío.<br />

—El periodista Luis de Sirval ha sido asesinado en su celda<br />

por tres oficiales de la Legión.<br />

—Y ayer por la noche, Félix Egaña fue atacado cerca del hotel<br />

María Cristina por un grupo de falangistas, y si aún está con vida<br />

es porque saltó desde el puente al Urumea...<br />

72


Yo me acerqué para conocer el final de la historia y haciendo<br />

unos gestos excesivos gruñí:<br />

—¡Deja de fumar, Joseba! Infectas todo la sala.<br />

Y cacé la humareda con una mano, antes de sentarme al lado<br />

de Mikel.<br />

Ya calmada, interrogué:<br />

—¿Y cómo está Félix?<br />

—Ya se lo preguntarás tú misma cuando lo veas –me respondió<br />

Joseba aplastando su pequeño puro en su taza de café.<br />

Durante la noche del 7 de julio, Mikel, cogido desprevenido<br />

por la intempestiva ruptura de aguas, corrió a buscar al viejo doctor<br />

Emilio Ruiz de Alegría, vecino nuestro del segundo piso y<br />

monárquico convencido.<br />

Cuando bajó hacia las dos de la mañana, con el pelo desgreñado<br />

y las lentes ajustadas a su nariz, una cabecita morena trataba<br />

ya de pasar entre mis nalgas levantadas.<br />

—Un poco de paciencia, joven dama, enseguida la asisto –me<br />

dijo alzando la sábana de la cama hasta la altura de mis senos–.<br />

Todo marcha bien, no se inquiete.<br />

De inmediato se sentó en una silla que empujó hasta colocarla<br />

delante de la persiana de la ventana. Del interior de su chaqueta<br />

sacó un abanico con el que se abanicó enérgicamente.<br />

Yo me apretaba los dientes, y en ningún momento el dolor,<br />

cada vez más intenso, me arrancó ni un grito, apenas un pequeño<br />

gruñido. «Por una vez tu desmesurado orgullo te sirve en el<br />

momento oportuno», hubiera dicho Hortense.<br />

Una <strong>com</strong>adrona que Emilio mandó buscar a Mikel, y que por<br />

suerte no vivía lejos, llegó para el último movimiento, el que es<br />

de vida o muerte. Margarita Redondo había traído al mundo a<br />

cientos de niños y con mano experta hizo que la cabeza del bebé<br />

se deslizara suavemente hacia la luz.<br />

Fue ella la que con el bebé suspendido por los pies anunció<br />

en voz alta que era una niña, en el preciso momento en que Manuela<br />

lanzaba su primer grito.<br />

Con un carraspeo discreto Mikel entreabrió la puerta, que la<br />

anciana volvió a cerrar de inmediato con un gesto impulsivo.<br />

Fue asimismo ella la que lavó y vistió a Manuela con una energía<br />

que agitaba el aire, la que puso la habitación en orden, rehi-<br />

73


zo mi cama con sábanas limpias, repitiendo una y otra vez que<br />

no necesitaba la ayuda de nadie.<br />

Y también fue ella la que con un gesto autoritario colocó a<br />

Manuela en mi pecho, cambió mi camisón y empaquetó con destreza<br />

en un periódico viejo la placenta y el cordón umbilical y<br />

ordenó a Mikel que lo tirara al mar, tras concederle un minuto<br />

para que abrazara a su hija. E igualmente la que me trajo un gran<br />

vaso de vino.<br />

—Beba, esto le va a hacer bien. Si se lo dan a las vacas no veo<br />

por qué no a las mujeres.<br />

Además vigiló el sueño de Julián, apenas perturbado por el<br />

ir y venir de la enorme mujerona de moño gris.<br />

Y tras darme un beso en la frente añadió:<br />

—Volveré después del mediodía, trate de dormir mientras tanto.<br />

Emilio Ruiz regresó a su apartamento tras aconsejarme que<br />

abriera todas las ventanas pues:<br />

—En su casa hace demasiado calor. Van a dar las seis, y a esta<br />

hora el aire todavía no es ardiente.<br />

Mikel volvió de la orilla del mar a la carrera, con la camisa<br />

empapada de sudor.<br />

—¡Qué mujer esta Margarita Redondo, qué energía!<br />

Yo confirmé con admiración:<br />

—Y te va a hacer gracia –sonrió Mikel–, es una vieja fascista.<br />

—¡No puede ser!<br />

—Nuestra hija habrá tenido un nacimiento poco <strong>com</strong>ún, ha<br />

sido traída al mundo por un monárquico y una fascista.<br />

Petra llegó al mediodía y se extrañó al encontrarme en la cama,<br />

con Manuela dormida sobre mi pecho.<br />

—Mikel fue a buscarte anoche, pero no estabas en casa.<br />

—No, tenía una reunión y me fui a ella tranquilamente. Nada<br />

parecía urgir, cuando te examiné ayer por la mañana.<br />

Era cierto. Petra era muy bonita, una morena excitante, decía<br />

de ella Joseba, y una militante de retórica brillante que no temía<br />

tomar la palabra.<br />

Quizás fuera cierto, pero era fría. No me abrazó, ni se inclinó<br />

hacia Manuela, y cuando Julián volvió del paseo con su padre no<br />

se arrodilló para tomarlo en sus brazos, sino que acaparó a Mikel<br />

para hablarle exclusivamente de política.<br />

74


Cuando se marchó, me volví hacia Mikel para decirle:<br />

—Petra es fría. Aun cuando fue ella la que trajo al mundo a<br />

Julián, no le ha dicho nada, ni buenos días ni nada. En estos<br />

momentos no tiene otras palabras en la lengua que no sean la<br />

CNT y la FAI 11 .<br />

Sonrió, y su sonrisa era más manifiesta en su rostro bronceado.<br />

Y fui yo la que con los ojos llenos de lágrimas extendí mi mano<br />

hacia él.<br />

—Abrázame, Mikel.<br />

—¿Te vas a volver celosa, <strong>Lucía</strong>?<br />

Me acurruqué en sus brazos sin responderle.<br />

A pesar del tiempo bochornoso y tormentoso, Margarita Redondo<br />

siguió viniendo a diario y nunca rechazaba el vasito de anisete<br />

que le ofrecía.<br />

El cielo se ensombrecía al caer la tarde, pero nunca hubo tormentas<br />

violentas; tan solo se distinguían grandes relámpagos en<br />

el cielo del lado del mar.<br />

Nosotros nos quedábamos confinados en el entresuelo, y yo<br />

vigilaba los pasos de Julián, que se desplazaba a poca velocidad,<br />

lo que no evitaba las caídas en el parqué. Lloraba, reía. Y cuando<br />

su padre volvía extenuado de los Astilleros, extendía hacia él sus<br />

bracitos. Así de simple era nuestra felicidad.<br />

Un domingo Mikel nos condujo después del mediodía hasta<br />

la cima del monte Igeldo.<br />

Extendimos una manta al pie de la torre en ruinas que dominaba<br />

el mar e hicimos una <strong>com</strong>ida campestre frente a la bella<br />

Donosti. Desde la elevación divisábamos la ciudad y todas las<br />

montañas, entre las que sobresalían en el azulado horizonte las<br />

cumbres de Navarra.<br />

Pero no quise mirar la costa que se extendía hacia el norte.<br />

—Es magnífico –se maravillaba Mikel, apuntando con el índice<br />

de su brazo extendido hacia el horizonte–. Mira Julián, qué hermoso<br />

es nuestro país –.Y volviéndose hacia mí:<br />

—Enseña a Manuela lo hermoso que es.<br />

—Si no puede verlo, solo tiene quince días.<br />

11.- Federación Anarquista Ibérica.<br />

75


—Eso no importa, dámela.<br />

Estábamos de pie contemplando el paisaje, que nos hacía estremecer.<br />

—Mira Manuela, mira hijita qué bello es nuestro país –y envolviendo<br />

el horizonte con un gesto abarcador–: Es Euzkadi.<br />

Fuimos a Bilbao, por supuesto, y Manuela fue bautizada con la<br />

ropa de bautismo de su abuela. Yo solo pretendía que hubiera<br />

dicha y me regocijé durante todo el banquete, servido a la sombra<br />

del espléndido cedro del Líbano. Las tensiones políticas entre<br />

Anastasio y Mikel se habían aplacado. Tengo muy bellas fotos de<br />

esos momentos, afortunados <strong>com</strong>o ningunos otros: una de las<br />

cuatro generaciones de los Lizardi Olazaguirre, con Julián sentado<br />

en las rodillas de su bisabuelo, y otra mía con Manuela y con<br />

Julián, tomada por Mikel, en la que le ofrezco una espléndida sonrisa<br />

de mujer enamorada.<br />

Y el amor me volvió ciega a los acontecimientos que se maquinaban,<br />

pese a que todos los signos eran visibles. El 31 de diciembre<br />

cenamos en la sala, frente a la chimenea, en la que chisporroteaba<br />

un fuego que se apagó al alba, mientras levantábamos<br />

nuestros vasos para brindar por el nuevo año; yo subí hasta el<br />

segundo piso con una botella de champán y dos copas de cristal,<br />

para desear toda la felicidad del mundo a Emilio Ruiz.<br />

—¡Toda la felicidad del mundo también para usted! –repitió<br />

el anciano galeno, que no estaba resentido pese a haberle despertado.<br />

La situación política se hizo más tumultuosa desde que el estado<br />

de alerta, que había mantenido una calma aparente en todas<br />

las regiones después de la revuelta de Asturias, fue levantado.<br />

Hubo intercambios violentos en los formidables mítines en los<br />

que los militantes del Frente Popular proclamaban:<br />

«El fascismo del Vaticano os ofreció trabajo y os ha traído<br />

hambre; os propuso la paz y os trajo cinco mil tumbas; os propuso<br />

el orden y ha traído los cadalsos. El Frente Popular no ofrece<br />

ni más ni menos de lo que traerá: ¡El pan, la paz y la libertad!».<br />

Por su parte Calvo Sotelo exhortaba a las multitudes a votar<br />

por el Frente Nacional y contra la bandera roja:<br />

76


«... Pues si la bandera roja ondeara en España, sería el símbolo<br />

de la destrucción del pasado de España y de sus ideales».<br />

España llamó a las urnas para el 16 de febrero.<br />

Todo el mundo acudió a ellas, excepto yo.<br />

—En Donosti va a haber un voto menos para los Nacionalistas<br />

Vascos –me lamenté.<br />

—¿No habrías votado por el Frente Popular, mi pequeña Léontine?<br />

–se divirtió Joseba.<br />

—No, de haber podido, hubiera votado por nuestro Partido.<br />

—¡Cómo se va a decepcionar Blum 12 , si algún día se entera!<br />

—Y tú Joseba, ¿por quién vas a votar?<br />

—No te lo voy a decir. Le puedes preguntar a Jon cuáles son<br />

sus preferencias, pero mejor te sientas antes.<br />

Seguí con una mirada de extrañeza a Joseba, que se alejaba<br />

hacia el colegio de votación, del que volvía Mikel con una sonrisa<br />

en los labios.<br />

—¿Dónde vamos a cenar esta noche?<br />

—Esta noche cenaremos tarde, si es que cenamos.<br />

Esa noche no cenamos, recorrimos –no exageres, me dijo<br />

Mikel– todos los bares de la parte vieja, <strong>com</strong>iendo buñuelos en<br />

uno, devorando una tortilla de patatas en otro, introduciendo en<br />

nuestras abiertas bocas unos huevos rellenos de cangrejos y mayonesa,<br />

y bebiendo clarete para terminar o empezar de nuevo. Un<br />

borbotón de palabras nos mantenía de pie por las callejuelas, en<br />

las que empujaba el coche de niños gris en el que dormían en sentido<br />

inverso Julián y Manuela. A pesar del sirimiri, la inconsciencia<br />

de la juventud nos llevó a concluir la noche alrededor de un chocolate<br />

espeso y ardiente.<br />

Los resultados de las elecciones no se conocieron hasta el 20<br />

de febrero. La victoria del Frente Popular era incontestable. En<br />

Euzkadi los nueve diputados del Partido Nacionalista Vasco aventajaron<br />

a los siete del Frente Popular.<br />

Jon Azpiazu examinó los resultados con lupa, provincia por<br />

provincia. Estaba trabajando de nuevo para el Heraldo de Madrid.<br />

12.- Léon Blum (1872-1950): político y escritor francés. Presidente del partido socialista<br />

SFIO (Sección Francesa de la Internacional Obrera) desde el congreso de<br />

Tours (1920), presidió dos gobiernos del Frente Popular (1936-1937 y 1938) (N.T.).<br />

77


Felicia, nuestra conserje, quitó la foto del Salvador de la pared<br />

de la conserjería, dejando a la vista un rectángulo más claro sobre<br />

la pared amarilla.<br />

Demasiado ocupada de mi propia persona y de la nueva vida<br />

que germinaba en mi interior, no vi venir a los que <strong>com</strong>plotaban<br />

en la sombra contra la República.<br />

—Cristóbal Valenciaga ha abandonado la ciudad para trasladarse<br />

a París –me reveló Pilar una mañana que, por casualidad,<br />

me encontré con ella en el mercado de flores, mientras se inclinaba<br />

sucesivamente sobre Julián y Manuela y sobre mi manifiesto<br />

vientre redondeado.<br />

—Yo no tengo hijos. Mi marido no quería. Cuando murió el<br />

año pasado, antes de expirar se lo eché en cara. Pero ahora se lo<br />

agradezco. Yo también me voy de Donosti para irme a vivir a París,<br />

el Señor me necesita allí. Seguro que voy a echar de menos Donosti,<br />

pero qué quieres...<br />

Se encogió de hombros, con los brazos pegados a sus caderas,<br />

y las manos extendidas hacia el cielo... ¡Así es la vida!<br />

¡Así es la vida!<br />

El 18 de julio el general Franco, que digería mal su semi-exilio<br />

en Marruecos, hizo un llamamiento a una sublevación militar.<br />

Su amigo, el general Mola, levantó en Navarra un ejército de treinta<br />

mil hombres, aunque Jon, que se apresuró a ir a Pamplona con<br />

su pluma y su carné de periodista, regresó para informar a los<br />

diputados vascos que los franquistas fusilaban a los nacionalistas<br />

vascos por el delito de haber votado mal, si no se enrolaban<br />

en el ejército de Franco. Las cifras que se apuntaban eran enormes:<br />

al menos siete mil fusilados.<br />

El 19 de julio, en un <strong>com</strong>unicado aparecido en el diario Euzkadi,<br />

el Partido Nacionalista Vasco declaró:<br />

78<br />

Frente a los acontecimientos que están teniendo lugar en el<br />

Estado español y que, directa y dolorosamente pueden llegar a<br />

tener repercusiones sobre el destino de Euzkadi, el Partido Nacionalista<br />

Vasco declara que, al estar desarrollándose una lucha entre<br />

la ciudadanía y el fascismo, entre la República y la monarquía, sus<br />

principios lo colocan del lado de la ciudadanía y de la República,


en conformidad al régimen democrático y republicano de que disfrutó<br />

nuestro pueblo a través de su historia de libertad secular.<br />

Ese mismo día, una movilización general voluntaria hizo salir<br />

a la calle a todo el pueblo vasco: campesinos, obreros, pescadores...<br />

<strong>com</strong>o si se tratase de una gran kermés. Una columna republicana<br />

que desde la villa armera de Eibar se había puesto en camino<br />

hacia Donosti, desfiló esa noche ante los aplausos de una<br />

multitud que se había aglutinado en las aceras. En el cortejo aparecían<br />

unos uniformes, los de los milicianos. En un camión agonizante<br />

saludaban con la mano unas mujeres jóvenes vestidas<br />

con monos azules de trabajo, con un gorro de cuartel en la cabeza<br />

y fusiles en el hombro.<br />

Sin saber por qué levanté mi puño izquierdo hacia donde estaban,<br />

aguantando con el derecho el coche de niños en el que se agitaba<br />

Manuela, mientras Julián observaba, extrañado, todo ese<br />

estrépito.<br />

—¡Camarada! –gritó una miliciana– ¡vente con nosotras,<br />

vamos! –y en consonancia con lo que hablaba me lanzó un gorro<br />

azul, bordado con una estrella roja, del que me apoderé al vuelo<br />

con tanta rapidez que un dolor agudo recorrió mi vientre.<br />

Me puse el gorro y seguí el cortejo empujando el coche de<br />

niños y cantando la Internacional, con Julián, alegre <strong>com</strong>o un pinzón,<br />

dando saltitos a mi lado.<br />

—¿Por dónde anduviste? –me preguntó Mikel cuando llegué<br />

al entresuelo.<br />

—Estaba en la calle.<br />

—¿Desde esta mañana?<br />

—Sí, y hemos desayunado en un restaurante popular cercano<br />

al mercado.<br />

Sin decir nada, se sacudió la cabeza en señal de desaprobación.<br />

Escondí apresuradamente el gorro con la estrella roja entre<br />

dos sábanas en el fondo del armario. Ese día consigné en la pequeña<br />

libreta de apuntes:<br />

20 de julio de 1936. El Pueblo está en las calles, y yo pertenezco<br />

a ese pueblo. Olvido incluso los asesinatos del Teniente Castillo<br />

(izquierda) y de Calvo Sotelo (derecha). Si mi hijo es una niña, la llamaré<br />

Flora, por todos los claveles rojos de este magnífico día.<br />

79


Con la euforia que nos convocaba a vivir en la calle y a embriagarnos<br />

de palabras, no quise ver lo que se avecinaba, creyendo<br />

que mi dinamismo bastaría para detener el avance de las tropas<br />

de Mola y Beorlegi.<br />

Solo cuando Joseba apareció una mañana con el uniforme del<br />

Ejército vasco, con un emblema verde, blanco y rojo en el reverso<br />

de su hombro, supe que la guerra estaba encima.<br />

Y lo supe sobre todo el 10 de agosto, cuando Mikel me dijo,<br />

vestido con el mismo uniforme:<br />

—<strong>Sé</strong> <strong>fuerte</strong>, <strong>Lucía</strong>, me voy.<br />

No lloré, lo a<strong>com</strong>pañé con los niños hasta una esquina de la<br />

calle, con la fortaleza de su mano estrechando mi nuca.<br />

El coronel Beorlegi se apoderó de la cresta de Picoqueta el 11 de<br />

agosto.<br />

Del 11 al 20 de agosto viví encerrada en el entresuelo y salía<br />

el tiempo justo para ir corriendo hasta la tienda de ultramarinos<br />

y a la panadería, que cada día encontraba más lejanas. Y cuando<br />

el 17 de agosto la villa fue sacudida por un bombardeo, fui bordeando<br />

las paredes, sin correr, mientras un polvo gris caía de los<br />

tejados sobre las aceras y los enloquecidos transeúntes. En la calle,<br />

justo a dos pasos de nuestro inmueble, una mujer que corría por<br />

el medio de la calle gritaba:<br />

—¡Hay muertos! ¡Hay muertos!<br />

No sé de donde venía de ese modo, con el traje sastre manchado<br />

de sangre y un colgajo de carne colgando de la punta de<br />

sus dedos.<br />

Felicia, a la que los gritos habían atraído a la ventana de la<br />

conserjería, <strong>com</strong>enzó a gritar a su marido, mientras cerraba las<br />

contraventanas:<br />

—No dejes entrar a nadie. Cierra las puertas. ¡Fija las barras!<br />

Emilio Ruiz de Alegría y su esposa, María Concepción, cargada<br />

con una malla de <strong>com</strong>pras, me encontraron pegada a la puerta<br />

de entrada.<br />

—Está cerrada –dije con voz desconsolada.<br />

—¿Cómo que está cerrada? –exclamó Emilio Ruiz.<br />

80


Comenzó a alborotar, con más ímpetu aún cuando una segunda<br />

deflagración hizo temblar el suelo y lanzó un aluvión de piedras<br />

en medio de la calle, entre una nube de polvo.<br />

—Esta loca no va a dejarnos en la calle –vituperó el doctor,<br />

con la cólera emblanqueciendo sus labios–.<br />

—¡Abra, por Dios! –gritaba mientras su esposa se santiguaba.<br />

El coronel republicano Ignacio Picabea, nuestro vecino del<br />

primer piso, atravesó la calle a la carrera y se unió a nuestro amedrentado<br />

grupito.<br />

—¿Qué hacéis aquí?<br />

—Estamos intentando entrar, pero Felicia ha debido correr<br />

los cerrojos de seguridad.<br />

Y después de haber escuchado a Emilio Ruiz, desenfundó su<br />

arma y nos aconsejó vivamente que nos alejásemos y nos acostásemos<br />

en el suelo, contra la pared.<br />

Disparó su arma, haciendo estallar la cerradura de la puerta<br />

de entrada, algunas de cuyas astillas vinieron a incrustarse entre<br />

mis cabellos.<br />

Se oyó un largo grito, mientras el coronel derribaba la puerta<br />

con un empujón de hombros.<br />

Le seguimos precipitadamente, y María Concepción, pese a<br />

los kilos que la envolvían y hacían temblar su doble mentón, me<br />

ayudó a meter el carro de niños en el interior.<br />

Con su arma todavía en la mano, el coronel derribó de otro<br />

empujón la puerta de la portería y apuntó el cañón de su pistola<br />

sobre Felicia y su marido, que temblaban en la esquina de la pared<br />

en la que se habían refugiado:<br />

—La próxima vez os mato.<br />

Felicia, con el rostro ahogado en lágrimas, asintió con el mentón,<br />

justo cuando una deflagración más <strong>fuerte</strong> aún sacudió el<br />

inmueble. El coronel descubrió bajo el hueco de la escalera a su<br />

mujer Dolores, a sus dos hijos Belén y Pedro y a la muy anciana<br />

pareja del tercer piso, los esposos Lazcanotegui, los antiguos cafeteros<br />

de la plaza de la Constitución.<br />

Yo propuse el entresuelo <strong>com</strong>o refugio para pasar la noche y<br />

los días siguientes, y todos se instalaron en él.<br />

—Los que han cañoneado la ciudad esta tarde han sido los<br />

acorazados rebeldes España, Almirante Cervera y Velasco –expli-<br />

81


có el coronel Picabea–. El gobernador militar Antonio Ortega ha<br />

declarado esta mañana que por cada civil muerto va a pasar por<br />

las armas a cinco prisioneros.<br />

—¿Qué prisioneros? –preguntó Emilio Ruiz.<br />

—Gente de la alta sociedad.<br />

Y citó dos nombres en concreto.<br />

—¡Ay, Señor! –gimió María Concepción santiguándose.<br />

Cenamos un poco, car<strong>com</strong>idos por la inquietud, y los dejé<br />

para alcanzar mi abrigo invencible, el pesado colchón de nuestra<br />

cama que había movido hasta debajo de la mesa de la cocina, recubierto<br />

con la horrible colcha de damasco gris ribeteado en oro<br />

que había sacado para la ocasión.<br />

Dormimos poco, pues algunos aviones sobrevolaban la ciudad<br />

a baja altura, aunque no estalló ninguna bomba.<br />

Por la mañana entregué una llave del entresuelo a María Concepción,<br />

–por si acaso, nunca se sabe.<br />

Después cada quién volvió a sus apartamentos, aprovechando<br />

una calma que duró hasta que la rompió un nuevo cañoneo<br />

de los acorazados.<br />

Un día en el que pequeñas nubes blancas aborregaban el cielo<br />

azul, unos aviones dejaron caer sus bombas sobre la ciudad.<br />

Con los niños estrechados contra mí, me precipité debajo de<br />

la mesa y <strong>com</strong>encé a rezar en cuclillas:<br />

—Si sobrevivo, Señor, si escapo a esta carnicería, te prometo<br />

que durante el resto de mi vida no haré nunca daño a nadie, ni<br />

siquiera a mi peor enemigo.<br />

El sol en esos días era plomizo y, en la prisión en la que se<br />

había convertido el entresuelo, el aire viciado y pesado dejaba<br />

pegajosa la piel y encolaba los pelos a nuestras frentes. Un atardecer<br />

en el que las bombas habían explotado un poco en todas<br />

partes, unos puños amartillaron las persianas de las dos habitaciones,<br />

y escuché una voz enérgica:<br />

—¡<strong>Lucía</strong>, abre rápido, soy yo!<br />

Era él, Mikel, vestido con su uniforme arrugado y tan cansado<br />

que las ojeras agrandaban su mirada. Me estrechó contra él y<br />

desasiéndose de mí me dijo, apenas extrañado de ver a los vecinos<br />

recluidos en la sala:<br />

82


—Tenemos que apurarnos. No tenía derecho a hacer lo que<br />

he hecho, <strong>Lucía</strong>. He abandonado a los hombres del batallón, podría<br />

ser fusilado por ello. ¡Recoge todo lo que necesites, date prisa!<br />

Hice dos fardos con unas sábanas, apilé lo que más me gustaba,<br />

la manta roja, los planos de barcos, todas las fotos, el cuaderno<br />

de dibujo y dos retratos al crayón, el paisaje que pinté, mi hermoso<br />

abrigo, todas las camisas de Mikel, la ropa de los niños y, por<br />

supuesto, el gorro de la miliciana y la libreta de apuntes roja.<br />

Dije adiós al entresuelo con un beso en la pared del cuarto y<br />

acaricié la pared violeta al despedirme de mis vecinos.<br />

Mikel nos espoleó en la calle hasta una camioneta blanca de<br />

polvo, mientras veía detrás de la ventana de la sala la mano tendida<br />

del buen doctor Emilio, que se quedó viéndonos marchar.<br />

La camioneta recorrió algunos barrios desconocidos en los<br />

que algunas vigas embrochaladas en un indescriptible amasijo<br />

de maderas y acero humeaban aún en medio de las fachadas despanzurradas.<br />

Una niña yacía en una acera con la boca entreabierta y su<br />

abrigo de piqué blanco manchado de sangre. Junto a ella una<br />

mujer joven, de rodillas, estremecida por sacudidas, se inclinó<br />

sobre el pequeño cuerpo.<br />

—No mires, <strong>Lucía</strong>.<br />

Me mordí los puños hasta hacerme sangrar y estuve sin decir<br />

nada durante un tiempo que me pareció una eternidad, a excepción<br />

de dos sollozos:<br />

—No me abandones, Mikel.<br />

La noche había caído ya cuando llegamos a Getxo.<br />

—No me queda tiempo –dijo Mikel–, tengo que estar en Orereta<br />

antes de que amanezca.<br />

Y agitando su brazo a través de la ventanilla bajada de la<br />

camioneta gritó alejándose:<br />

—¡Adiós aita! ¡Adiós ama!... ¡Adiós <strong>Lucía</strong>!<br />

Petrificada en la escalinata, con los fardos y una maleta acostada<br />

encima de ellos a nuestros pies, lo seguimos con la mirada<br />

hasta que desapareció.<br />

Anastasio y Arantxa, sorprendidos por nuestra intempestiva<br />

llegada, nos invitaron a seguirlos a la gran mansión de revestimientos<br />

sombríos.<br />

83


—Entre, <strong>Lucía</strong>, no se quede ahí –imploró Arantxa con voz dulce–,<br />

ya es de noche.<br />

Nos instalaron en una habitación hasta entonces deshabitada,<br />

situada al fondo de un inmenso pasillo en el que desembocaba<br />

la monumental escalera.<br />

Anastasio transportó unas camas de niño hasta la habitación<br />

bajo la mirada de Arantxa, que sonrió.<br />

—Es la primera vez que lo hace.<br />

Y después de un breve silencio, Arantxa prosiguió:<br />

—Es la habitación de Mikel, el cuarto de baño está detrás de<br />

la puerta, aquí, al lado de la cama.<br />

A la mañana siguiente, desde la terraza en la que tomábamos<br />

nuestro desayuno frente al mar descubrí una flota de guerra.<br />

—Es el bloqueo –explicó Anastasio–, impide que podamos<br />

aprovisionarnos de armas. Le voy a decir una cosa, pequeña, le<br />

aconsejo que meta en maletas, que aquí no faltan, las cosas que<br />

trajo ayer por la noche en los fardos, y tenerlas listas. No le voy a<br />

esconder que habrá que repatriarles lo antes posible.<br />

—Pero no me puedo ir... yo... el bebé está a punto de nacer, por<br />

fin... puede que mañana mismo –murmuré muerta de pánico.<br />

—Desayunen tranquilamente, ya volveremos a hablar de todo<br />

esto. Nos vemos por la tarde.<br />

Flora nació el 2 de septiembre, frágil, con los cabellos negros de<br />

su padre <strong>com</strong>o un mechón en lo más alto de su cabeza, justo cuando<br />

los navarros se apoderaban del convento de San Marcial tras<br />

feroces <strong>com</strong>bates.<br />

El 3 de septiembre Irún cayó en manos de tropas franquistas<br />

a las órdenes de Beorlegi, que murió al día siguiente a consecuencia<br />

de una herida en la pierna. (Existe una justicia, pensé al enterarme).<br />

Itziar, la hermana menor de Mikel, llegó poco después trayendo<br />

noticias que Anastasio recibió con aire incrédulo.<br />

—Parece que un destacamento de anarquistas que había llegado<br />

de Asturias ha incendiado la villa.<br />

—No me vas a hacer creer que Irún está ardiendo porque un<br />

destacamento de anarquistas la ha incendiado, por mucho que<br />

84


desapruebe sus exacciones. Hace seis días que las tropas de Mola<br />

bombardean la villa sin ningún respiro y no son cuatro pequeños<br />

focos miserables los que justifican que hayan convertido la villa<br />

en ruinas.<br />

Itziar no respondió.<br />

—¿Y esos de ahí? –suspiró señalando con un gesto los barcos<br />

que realizaban el bloqueo.<br />

Anastasio, al que Arantxa había prohibido presentarse en mi<br />

habitación, se marchó de puntillas.<br />

Itziar, viva <strong>com</strong>o una anguila, no se estaba quieta; iba desde<br />

la cuna, donde sonreía a Flora sin verla, hasta la butaca en la que<br />

se quedaba sentada unos minutos.<br />

—Los heridos afluyen a nuestro hospital de campaña, que se<br />

ha quedado demasiado pequeño y demasiado cercano a la línea<br />

de fuego. Vamos a ser transferidos a Azpeitia, al convento de los<br />

jesuitas. O si prefieres, a San Ignacio de Loyola. ¡Ojalá que él nos<br />

proteja!<br />

—¡Qué Dios te oiga!<br />

—Hola ama, no le había oído llegar.<br />

Arantxa sonrió:<br />

—Nadie me oye llegar, tu padre me lo reprocha con bastante<br />

frecuencia.<br />

Donosti capituló el 13 de septiembre; los falangistas ultimaron<br />

a los heridos del hospital de campaña de Urnieta y fusilaron<br />

a todos los que de cerca o de lejos podían ser nacionalistas<br />

vascos.<br />

Mil cuatro personas fueron detenidas y deportadas, antes de<br />

ser fusiladas en Pamplona.<br />

Itziar se apareció una tarde, salida del infierno, llena de barro,<br />

y se echó en los brazos de Arantxa:<br />

—Ay ama, los han ultimado a todos. ¡A todos!<br />

Y entre dos sollozos añadió, en voz tan baja que me costó<br />

escucharla:<br />

—Han fusilado a Juan Antón.<br />

—Dios mío –gimió Arantxa cerrando los ojos, acariciando con<br />

una mano los cabellos de su hija–, ay Dios mío.<br />

Alejé a Julián, que creía que se trataba de un juego, dejando<br />

que su risa estallase.<br />

85


Durante los días que siguieron nunca supe dónde estaba realmente<br />

mi lugar. ¿Debía llevar duelo por Juan Antón, al que ni<br />

siquiera conocía? ¿Debía formar parte del cortejo de la familia<br />

durante la ceremonia, para la que una multitud esperaba delante<br />

de la iglesia? ¿Debía aceptar el apretón de manos de José Antonio<br />

Aguirre y de los parlamentarios que saludaban a los miembros<br />

del cortejo? ¿Estaba mi lugar en los salones de la casa solariega<br />

en la que los más cercanos y los íntimos rodeaban a Itziar?<br />

—Era médico –se ofuscaba una vieja dama–. A los médicos<br />

no se les fusila.<br />

Yo permanecía de pie sin decir nada, apoyada contra una puerta<br />

abierta de la sala verde, con un vaso en la mano.<br />

Unas ganas locas de estar en otro lado, justo bajo el cedro al<br />

lado de mis hijos, a los que una joven niñera de uniforme azul y<br />

blanco vigilaba con mirada perdida, me hicieron depositar mi<br />

vaso en la bandeja que Hilario me acercaba.<br />

Hilario, maestro de ceremonias en ese día de lágrimas, dirigía<br />

con mano firme el personal, entre los que su propia esposa,<br />

la amable cocinera Primitiva, me abrió con un gesto cordial la<br />

puerta que daba al jardín.<br />

Muchas veces me he preguntado qué habría sido de mí si Hortense<br />

me hubiera puesto de nombre Primitiva.<br />

Corrí hasta el cedro azul, debajo del cual Julián me tendió el<br />

brazo nada más verme, y con mi boca en su cuello me juré que<br />

nunca llevaría duelo.<br />

—Mikel está en Elgeta –me anunció Anastasio al caer la tarde–,<br />

es todo lo que he podido saber.<br />

El bloqueo fue forzado una noche por el <strong>com</strong>andante Lezo, a<br />

bordo de un barco cargado de metralletas provenientes de Hamburgo,<br />

<strong>com</strong>pradas por el Partido Nacionalista Vasco.<br />

Arantxa y yo le pusimos una vela a la Virgen de Guadalupe.<br />

Los franquistas no avanzaron ni un milímetro durante un mes, y<br />

siempre he lamentado no haber abrazado al <strong>com</strong>andante Lezo<br />

para agradecerle por su bravura.<br />

Al alba del 7 de octubre, el chófer acercó el coche de Anastasio<br />

Lizardi Olazaguirre, que iba vestido con un cuello postizo blanco<br />

y una corbata granate debajo de un chaqué negro y de un pantalón<br />

gris a rayas finas.<br />

86


—Qué elegancia –suspiró Arantxa, observando <strong>com</strong>o se sentaba<br />

en el asiento trasero de la limusina.<br />

El personal al <strong>com</strong>pleto se había reunido en la escalinata ese<br />

día excepcional en el que José Antonio Aguirre iba a formar el<br />

primer Gobierno Vasco en Gernika y a prestar juramento bajo el<br />

árbol sagrado:<br />

Con humildad ante Dios<br />

De pie sobre la tierra vasca<br />

Recordando a los ancestros<br />

Juro bajo el árbol de Guernica<br />

Cumplir fielmente mi mandato.<br />

—Un presidente tan joven, apenas tiene treinta y dos años<br />

–murmuró Arantxa con la mirada perdida, dirigida hacia el mar–.<br />

Vamos a poner una vela para él, <strong>Lucía</strong>.<br />

Consumimos infinidad de velas, todos los días, y yo que había<br />

dejado de rezar, suplicaba, me abismaba en las súplicas.<br />

Arantxa extendió ante la Virgen de Guadalupe una pequeña<br />

bandera vasca de seda en cuyo centro había bordado en letras de<br />

hilo de oro la palabra Euzkadi.<br />

La bandera la colocó al pie de la Virgen, después de haberse<br />

asegurado por dos veces que se sostenía firme bajo el pedestal de<br />

la estatua.<br />

De rodillas sobre la silla, con las manos juntas y los ojos cerrados,<br />

se extraviaba en la oración.<br />

—Qué mujer más extraña –pensé–. Qué podía esconder bajo<br />

esos aires altaneros, bajo sus cabellos rubios impecablemente peinados,<br />

su eterna elegancia, ese <strong>com</strong>edimiento que la hacía aparecer<br />

estirada y fría, lo que desmentía la sonrisa que tan a menudo<br />

esbozaba.<br />

Pese a la terrible aflicción que la había sumido en un mutismo<br />

inquietante, Itziar consintió en a<strong>com</strong>pañar a su padre a Gernika.<br />

Diligente y voluble –un auténtico milagro, decía la amona,<br />

envarada en su vestido de terciopelo negro, con la cabeza erguida<br />

sobre un cuello de encaje en medio del cual brillaba una medalla<br />

de oro–, nos contó con todo lujo de detalles los acontecimien-<br />

87


tos de una jornada en la que reinaron la emoción, la dignidad y<br />

la esperanza.<br />

José Antonio Aguirre y Lekube –le gustaba precisar a Itziar cada<br />

vez que lo nombraba– ha sido elegido por unanimidad y ha presentado<br />

su gobierno. Después ha prestado juramento ante el roble<br />

–árbol sagrado del que todas las familias del País Vasco poseen una<br />

hoja seca, encuadrada <strong>com</strong>o un cuadro de gran valor–. Había una<br />

multitud increíble y un centenar de periodistas. Por cierto, <strong>Lucía</strong>,<br />

te transmito los saludos de Jon Azpiazu, con el que me he encontrado<br />

frente al parlamento.<br />

Y con la alegría de mantenernos absortos en sus palabras,<br />

nombró cartera por cartera a cada ministro, cuyos nombres había<br />

anotado en una pequeña agenda.<br />

Estábamos reunidos en la sala beige –la sala de las peonías–,<br />

reservado a las mujeres de la familia.<br />

—A partir de mañana voy a ocupar un puesto de enfermera<br />

en el Hospital de Basurto. El Gobierno necesita de todos y cada<br />

uno de nosotros, no es momento para el desaliento.<br />

La noche estaba avanzada cuando nos fuimos a nuestras habitaciones,<br />

bajo la mirada descontenta de Hilario, que desde hacía<br />

varios días echaba pestes contra el desorden que reinaba en la<br />

enorme mansión.<br />

—¡Nada es <strong>com</strong>o antes! –renegaba volviendo a colocar en su<br />

lugar las butacas y doblando los periódicos, en ocasiones dejados<br />

abiertos de par en par encima de las mesas.<br />

—No hagas una tempestad de una gota de agua –le amonestaba<br />

agriamente Arantxa cuando lo sorprendía murmurando entre<br />

dientes.<br />

El viento sur soplaba desde hacía seis días, trasladando las pringosas<br />

moscas hasta los salones, en los que el eco de los cañones<br />

nos llegaba amortiguado.<br />

En cuanto los últimos rayos de sol abrazaban el horizonte,<br />

Julián acechaba la llegada de su abuelo. Anastasio, poco acostumbrado<br />

a arrebatos de ternura, tendía hacia él su larga mano,<br />

que Julián agarraba con una gran sonrisa.<br />

88


Más tarde lo autorizaba a entrar en su despacho, santuario en<br />

el que, según me confió Itziar, ni el propio Mikel pudo jamás<br />

poner un pie en su alfombra.<br />

Por Julián sabía que, una vez que cerraban tras ellos la pesada<br />

puerta de roble, su abuelo sacaba de un cajón una inmensa<br />

caja de lápices de colores y lo invitaba a dibujar barcos sobre algunas<br />

hojas en blanco.<br />

A menudo los veía marchar codo con codo sobre la hierba de<br />

la colina, para regresar juntos a la casa, <strong>com</strong>prometidos por sus<br />

secretos.<br />

—No puedo decírtelo, ama, es un secreto –me decía Julián.<br />

Los <strong>fuerte</strong>s vientos del sur soplaron hasta los primeros días<br />

de noviembre.<br />

Llegaban pocas noticias del frente, que no fueran que los franquistas<br />

no avanzaban ni un milímetro y que Mola, con su casco<br />

y sus gafas redondas, valiéndose de la ayuda de los alemanes y<br />

de los italianos había prometido que Vizcaya se sometería en poco<br />

tiempo o que en caso contrario la arrasaría.<br />

Manuela ahora ya brincaba en los pasillos y conocía la puerta<br />

de la sala de las peonías en la que solían estar las mujeres desde<br />

que los primeros fríos hicieron acto de presencia en la costa.<br />

Las caras se veían a menudo tristes en esa sala, pues el frente<br />

estaba ya a tan solo cuarenta y cinco kilómetros.<br />

No hubo un solo día en que no escrutase la avenida, bordeada<br />

de tilos, con la ilusión de ver aparecer por ella la alta silueta<br />

de Mikel.<br />

Ni un día en que no implorase al Cielo para que Mikel viniese<br />

a abrazar a Flora.<br />

Ni una <strong>com</strong>ida en la que <strong>com</strong>iese con apetito.<br />

Ni una noche en que no llorase.<br />

La Navidad nos reunió alrededor del imponente nacimiento<br />

que Arantxa había montado sobre un cofre, esculpido <strong>com</strong>o un<br />

retablo de iglesia y tan alto y largo, que siempre creí que era el<br />

altar de una iglesia asturiana salvado de la revolución de 1934.<br />

Al dar la medianoche, Arantxa puso al niño Jesús sobre la paja<br />

y don Bernardo, el tío que todavía no se había adherido a los capellanes<br />

del Ejército vasco, entonó un cántico a pleno pulmón, para<br />

agradecer al Niño Rey que hubiera venido a traer la paz al mundo.<br />

89


Al finalizar el cántico nos invitó a rezar por todos los muertos<br />

de la guerra, por los fusilados, los desaparecidos, los prisioneros<br />

y por los <strong>com</strong>batientes que esa noche velaban por los destinos<br />

de Vizcaya.<br />

—Que Dios les dé la fuerza, la fe y la esperanza para <strong>com</strong>batir<br />

a las fuerzas del mal que se desencadenan contra nuestro pueblo.<br />

—¡Amén! –respondimos todos al unísono.<br />

No dormí en toda la noche, esperando en vano el regalo que el<br />

Cielo me hubiera podido ofrecer, de tanto <strong>com</strong>o lo había suplicado.<br />

Pero el regalo no llegó.<br />

A la mañana siguiente, Anastasio estalló en cólera contra don<br />

Bernardo.<br />

—La próxima vez, querido cuñado, evita hacer alusión en tus<br />

oraciones al Niño Rey, pues me ha sonado muy parecido a Cristo<br />

Rey.<br />

—¡Oh! –protestó Arantxa al ver la cara des<strong>com</strong>puesta de su<br />

hermano.<br />

—Excúsenme, estoy desconsolado. En ningún momento he<br />

querido ofender a nadie que viva bajo el techo de esta casa –respondió<br />

don Bernardo, con las manos apretadas sobre el crucifijo<br />

que colgaba de su sotana.<br />

Una tormenta soplaba en alta mar y el horizonte totalmente<br />

entoldado borraba incluso los contornos de los destructores y torpederos<br />

españoles y alemanes.<br />

Pero lo principal era que, a pesar del frío, la nieve y el hambre,<br />

los gudaris y los milicianos seguían resistiendo.<br />

Itziar era la única que nos describía todo el horror de los <strong>com</strong>bates<br />

que diariamente conducían al hospital a un buen número<br />

de soldados mutilados.<br />

—No hables de eso delante de los niños –le aconsejaba Arantxa,<br />

que pese a no demostrarlo velaba por todo el mundo.<br />

Y un día en que los Junkers 54 soltaron sus bombas tan cerca que<br />

descendimos a las bodegas de la casa para protegernos, Anastasio<br />

tomó la decisión de que abandonara Bilbao con los niños.<br />

—¿Y ustedes?<br />

90


—Nosotros no nos iremos. Las Acerías me necesitan. Y los<br />

franquistas necesitan las Acerías. Todavía no ha llegado la hora<br />

de regalárselas –sonrió, con una mirada apagada, sumido en sus<br />

pensamientos–. Prepare las maletas, <strong>Lucía</strong>, yo me ocupo de preparar<br />

la salida. El carguero atracará en Bayona, y una vez allí<br />

podrán contar con mi apoderado. El se ocupará de ustedes.<br />

—¿Y Mikel? –pregunté con dolor.<br />

—Mikel tomaría la misma decisión que yo he tomado.<br />

Durante los días siguientes Anastasio me colmó de re<strong>com</strong>endaciones<br />

y consejos, y la última mañana vino cargado con un pesado<br />

paquete que me hizo colocar en el fondo de una de las maletas.<br />

La mansión nos vio salir tristemente, nadie nos vino a despedir<br />

a la escalinata. Todos permanecieron encerrados en los salones,<br />

a excepción de Arantxa, que en el último momento, y a pesar<br />

de mis vehementes protestas, me obligó a ponerme por encima<br />

de mi abrigo su larga pelliza de visón.<br />

—Va a pasar frío, <strong>Lucía</strong>. ¿Y no es cierto que no se puede enfermar?<br />

Piense en los niños, ellos le necesitan.<br />

Luego estrechó a Manuela hasta llegar al auto en el que ella<br />

misma la sentó.<br />

—Qué Dios los proteja.<br />

—¡No se quede ahí, Arantxa, entre en la casa! –ordenó Anastasio<br />

con voz enérgica.<br />

Pero antes de que llegase a la puerta de entrada, corrí tras ella.<br />

—Excúseme, pero he escrito una carta para Mikel, la he dejado<br />

en el cajón de la mesilla...<br />

—No se preocupe, yo misma se la daré.<br />

Y poco después de hacer la señal de la cruz sobre mi frente<br />

se despidió:<br />

—Que tenga buena suerte, <strong>Lucía</strong>, cuide de los niños.<br />

Anastasio y el chófer se impacientaban. Entré precipitadamente<br />

en la limusina y, antes de que la casa desapareciese al final<br />

de la avenida, pude ver a Arantxa agitando su mano detrás de un<br />

ventanal.<br />

91


El carguero estaba en el muelle. La gente, sobre todo madres con<br />

sus hijos, subía cargada de maletas y de petates a las pasarelas<br />

con mucha disciplina, para llegar hasta el entrepuente.<br />

—Ah, ahí está el capitán –dijo Anastasio con alivio.<br />

Nada más estrechar su mano le dijo.<br />

—Le presento a mi nuera <strong>Lucía</strong> y se la confío, al igual que a<br />

mis tres nietos.<br />

—Le prometo ocuparme de ellos, señor Lizardi, no se preocupe.<br />

Con un pitazo de su silbato de acero el capitán hizo que tres<br />

marineros descendieran por la escala real.<br />

—Cojan las maletas y el saco, yo me encargo de la pequeña.<br />

Anastasio nos dio un beso rápido en la frente y depositó en<br />

tierra a Julián, que estaba acurrucado contra él.<br />

—Dale la mano a ama, Julián y ten mucho cuidado de no caer<br />

al agua.<br />

Tendí la mano hacia su manita, que se apoderó de la mía y<br />

seguimos a los marineros y al capitán hasta la pasarela.<br />

Julián se volvió hacia su abuelo y le tendió su manita metida<br />

en un guante de lana gris.<br />

—¡Ven aitita, ven! –invitó con voz muy débil.<br />

Comenzó a arrastrar los pies, sin dejar de mirar al noble Anastasio.<br />

—¡Ven, aitita, ven!<br />

—Sube querido, aitita no puede venir, se tiene que quedar.<br />

—¡Pues yo quiero que él venga!<br />

Y ya desde lo alto de la pasarela, <strong>com</strong>enzó a gritar más <strong>fuerte</strong>:<br />

—¡Aitita, ven, ven!<br />

Cuando retiraron las pasarelas, se agarró a la barandilla con<br />

toda la fuerza de sus pequeñas manos.<br />

En ese mismo instante Anastasio nos dio la espalda para hablar<br />

con el chófer.<br />

—¿Por qué no viene aitita? ¿Por qué no viene?<br />

Y colocando la frente entre los dos barrotes de la barandilla,<br />

estalló en sollozos.<br />

El carguero tocó la bocina tres veces, muchos lloraban agitando<br />

pañuelos y algunas manos se elevaban por encima de la<br />

multitud que se había quedado en el muelle.<br />

92


—Aitita –lloraba Julián, con su manita extendida por encima<br />

de las negras aguas del Nervión, mientras el carguero se alejaba<br />

del malecón.<br />

Anastasio caminó a lo largo del muelle agitando su boina, hasta<br />

que más tarde quedó oculto por el pedestal de una grúa gigantesca.<br />

—Oh, aitita, ya no lo veo –sollozó Julián.<br />

—Ven, cariño, ven.<br />

Un marinero nos mostró el camarote en el que debíamos permanecer<br />

sentados mientras durase la travesía.<br />

—Ven a mi lado, Julián.<br />

Pero no quiso, se acurrucó en una esquina de la banqueta y<br />

lloró con la cabeza entre sus manos.<br />

Acaricié sus suaves cabellos, y Manuela hizo lo mismo.<br />

—Espero que podamos pasar el bloqueo –le dijo un pasajero<br />

a su mujer.<br />

—Yo también lo espero, el Gobierno Vasco nos lo ha garantizado<br />

–le respondió. Y volviéndose hacia mí me preguntó si el<br />

pequeño tenía alguna congoja.<br />

No respondí.<br />

Con el ronroneo de los motores, Manuela se quedó dormida<br />

pegada a su hermano. Julián abrió un ojo, observando.<br />

—¿Es grande el barco?<br />

—Sí, muy grande.<br />

—¿Toda esta gente está <strong>com</strong>o nosotros?<br />

—Todos están <strong>com</strong>o nosotros, todos van a Bayona.<br />

—¿Es grande Bayona?<br />

—Es una ciudad grande, muy bonita, con un castillo y unas<br />

murallas.<br />

Le hablé de Bayona hasta que se durmió. Flora mamaba de<br />

mi pecho.<br />

Mi cerebro estaba en blanco.<br />

—Acabamos de pasar el bloqueo.<br />

El capitán vino a confirmárnoslo.<br />

—Un destructor inglés nos va a a<strong>com</strong>pañar hasta la desembocadura<br />

del Adour –añadió.<br />

Cuanto más me alejaba de Bilbao, más retorcía mi vientre un<br />

agudo dolor. Me dolía tanto que me apretaba los dientes.<br />

93


En alta mar, la bruma nos agarró y envolvió. El carguero navegaba<br />

a vista. Y con cada choque contra su casco, se oían oraciones<br />

desde la cala y desde los puentes y una letanía de ¡Jesús! ¡Jesús!<br />

¡Jesús!<br />

—Son minas flotantes –afirmó alguien–; esos ruidos contra<br />

el casco son minas flotantes. ¡Estoy seguro!<br />

—No, señor –respondió un marinero que repartía agua entre<br />

los pasajeros.<br />

—¿Qué sabe usted de eso?<br />

—Lo sé, y le ruego que se calme.<br />

La bruma era tan espesa que hacía impracticable el paso de la<br />

Barre, en la desembocadura del Adour.<br />

Nos quedamos mar adentro, esperando pacientemente el resto<br />

del día, la noche y toda la mañana siguiente.<br />

Luego los motores se pusieron de nuevo en marcha.<br />

—Vamos a atracar muy pronto –anunció el capitán.<br />

La bruma recubría la ciudad con una capa gris, espesa, húmeda.<br />

En el muelle la gente iba y venía. Había algunos miembros de<br />

la Cruz Roja, un sacerdote con una sotana lustrada por los años,<br />

unos hombres que llamaban a sus familias y, frente al jardín público,<br />

un hombre robusto con gafas, vistiendo un abrigo con elegancia.<br />

Se aproximó a nuestro grupo, donde dos marineros me ayudaron<br />

a transportar las maletas, mientras el capitán lo interrogaba.<br />

—¿Es usted el señor Xabier de Urresti?<br />

—Sí, yo soy Xabier de Urresti y me han puesto a cargo de la<br />

familia del señor Lizardi Olazaguirre.<br />

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