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Aquella noche invitamos al Au Chapon fin a él y a Clara, su<br />
mujer.<br />
Las paredes del restaurante, cubiertas de frescos, casaban bien<br />
con el anillo sirio. Bebimos un vino para caerse de espaldas, «cosecha<br />
especial, 1910, Château Latour» murmuró el sumiller, vestido<br />
de blanco y con una corbata de pajarita bajo su cuello roto.<br />
Fue así <strong>com</strong>o nos casamos Mikel y yo, teniendo <strong>com</strong>o testigos<br />
de nuestra felicidad a Arturo, Clara y a Emile Dupuis, el sumiller.<br />
Un día –nunca se lo he confesado a Mikel– que fui al hospital<br />
Saint André, Paul estaba cruzando el patio interior, con la nariz<br />
pegada en sus dossier. Cuando estuvo a mi altura, se detuvo un<br />
instante antes de decirme:<br />
—¿Te atreviste?<br />
—¿No tenía que hacerlo?<br />
—No lo sé. La verdad es que no tengo nada que reprocharte,<br />
estaba advertido.<br />
La tormenta retumbaba, las gruesas gotas de lluvia se estrellaban<br />
en el suelo, formando una inmensa constelación gris; Paul<br />
estaba seductor, en contraste con el cielo ensombrecido, y lo cierto<br />
es que Hortense tenía razón, tenía un brillante porvenir ante<br />
sí. Yo le dije lo mismo.<br />
—Un porvenir muy brillante, es cierto. ¡Pero sin ti!<br />
Me cogió en sus brazos, me estrechó contra él y me besó en<br />
la cabeza.<br />
—Te has cortado el pelo, Lucie, te queda bien, aunque no debiera<br />
decírtelo.<br />
Luego me dio un beso en los labios, que no rechacé:<br />
—Dejemos que el tiempo pase, lo justo para que la pequeña<br />
herida cicatrice.<br />
Y puso un dedo sobre mi corazón.<br />
—¿Estás de acuerdo?<br />
Estaba de acuerdo, salí bajo la tibia lluvia y caminé un buen<br />
rato hasta llegar a La Bastide.<br />
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