Las campanas tocan solas - Autores Catolicos
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José María Pérez Lozano<br />
LAS CAMPANAS TOCAN SOLAS<br />
A modo de presentación<br />
José María Pérez Lozano amaba el cine y la prensa. Conocía su enorme<br />
capacidad y sus riesgos. Compuso, incluso, una Oración por el cine<br />
(http://www.archimadrid.es/alfayome/menu/pasados/revistas/99/mar99/num<br />
157/testimo/testimo.htm). Sabía que el arte de la pantalla, como todo lo<br />
humano, estaba lleno de posibilidades de bien o de emboscadas de placeres<br />
engañosos, de destellos de luz o de un triste matrimonio con las tinieblas...<br />
Por eso José María Pérez Lozano habría entrado, con prudencia pero sin<br />
miedos, en el mundo inmenso y paradójico de internet. Sonreirá desde el cielo al<br />
ver cómo una de sus primeras obras, <strong>Las</strong> <strong>campanas</strong> <strong>tocan</strong> <strong>solas</strong>, penetra en el<br />
mundo de la computación y las redes de informática.<br />
Tiberio, el protagonista de nuestra novela, encierra un gran misterio.<br />
¿Muchacho o ángel? Tiberio es un poco las dos cosas. Es un misterio con una<br />
misión, un rayo de luz en un mundo que olvida lo importante, una flecha que nos<br />
recuerda el Amor de Dios a todos, especialmente a los humildes, a los sencillos, a<br />
los locos, a los pecadores... Su historia sirve para cantar la locura de un Dios que<br />
quiso hacerse hombre, que buscó a la oveja perdida, que nos hizo eternos aunque<br />
muchas veces nos preocupamos demasiado por lo inmediato y pasajero.<br />
Gracias a quienes han participado en la preparación de esta edición<br />
electrónica: José Miguel Loera, Oscar Galindo, Rodrigo Ramírez, Vicente Yanes y<br />
Rodrigo Saucedo.<br />
Gracias, de modo especial, a la familia de José María Pérez Lozano,<br />
especialmente a Pablo José Pérez Minnocci, por el permiso que nos han dado de<br />
publicar esta obra en el mundo digital.<br />
Internet deja un espacio a la pluma de un escritor enamorado del hombre.<br />
Con su protagonista, Tiberio, algún corazón podrá volar, libre de ataduras<br />
inútiles, hacia el Silencio, hacia el encuentro eterno con el Padre de los cielos.<br />
P. Fernando Pascual, 3 de febrero de 2004 (este año las cigüeñas llegaron a<br />
España antes del día de san Blas).<br />
Breve biografía de José María Pérez Lozano<br />
José María Pérez Lozano nació en Navalmoral de la Mata (Cáceres) en 1926.<br />
Fue redactor del diario “Ya” y director de “Cinestudio” y “Temas”, así como<br />
Presidente del Club EDICA (Editorial Católica) y miembro de la Junta Provincial<br />
de Protección de Menores. Fue redactor de “Ecclesia” y “La Actualidad Española”;<br />
Redactor Jefe de “Signo”, “Incunable” y “Senda”. Fundador y Consejero de P.P.C.<br />
(Propaganda Popular Cristiana); y fundador y director de “Vida Nueva”.<br />
1
Fundó y dirigió las revistas “Film Ideal”, “Temas de Cine”, “Libros y Discos” y<br />
“Esquemas de Películas”.<br />
Escribió y dirigió en Televisión Española los programas “Imagen Club” y<br />
“Música 3”, así como varios guiones de series de gran audiencia popular.<br />
Profesor de la Escuela de Periodismo de la Iglesia, colaboró en el “Anuario<br />
Cristiano” de la B.A.C. y pronunció miles de conferencias por toda España sobre<br />
temas sociales, cinematográficos, literarios, familiares y otros.<br />
Entre sus obras destacan “<strong>Las</strong> Campanas <strong>tocan</strong> <strong>solas</strong>”, “Dios tiene una O”,<br />
“Diario de un padre de familia”, “Formación Cinematográfica”, “Un católico va al<br />
cine”, “Domund todo el año”, “Matrimonio año diez”, “Cristianos cada día”,<br />
“Ventana indiscreta”, “Misterio en el planeta rojo”, “Crimen a ocho columnas” y<br />
“Antiguas leyendas rusas”.<br />
Casado con María Luisa Minnocci Salamanca, tuvieron nueve hijos. Falleció<br />
en febrero de 1975 de una rápida enfermedad.<br />
2
José María Pérez Lozano<br />
LAS CAMPANAS TOCAN SOLAS<br />
(HISTORIAS DE TIBERIO)<br />
Juan Flors editor, Barcelona 1966, 4ª ed.<br />
A mi hijo Pablo José,<br />
que tiene en sus ojos aquella misteriosa luz<br />
que yo soñé para los ojos de Tiberio.<br />
3
“...Pero quiero mostraros un camino mucho mejor.<br />
Si hablando lenguas de hombres y de ángeles, no tengo caridad, soy como<br />
bronce que suena o címbalo que retiñe. Y si teniendo el don de profecía y<br />
conociendo todos los misterios y toda la ciencia tuviere tanta fe que trasladase los<br />
montes, si no tengo caridad, no soy nada. Y si repartiese toda mi hacienda y<br />
entregare mi cuerpo al fuego, no teniendo caridad, nada me aprovecha.<br />
La caridad es paciente, es benigna; no es envidiosa, no es jactanciosa, no es<br />
interesada, no se irrita, no piensa mal; no se alegra de la injusticia, se complace<br />
en la verdad, todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo tolera.<br />
La caridad no pasa jamás; las profecías tienen su fin; las lenguas cesarán,<br />
la ciencia se desvanecerá. Al presente, nuestro conocimiento es imperfecto y lo<br />
mismo la profecía; cuando llegue el fin desaparecerá eso que es imperfecto.<br />
Cuando yo era niño, hablaba como niño, pensaba como niño, razonaba<br />
como niño; cuando llegué a ser hombre, dejé como inútiles las cosas de niño.<br />
Ahora veo por un espejo y oscuramente, entonces veremos cara a cara. Al<br />
presente conozco sólo en parte, entonces conoceré como soy conocido.<br />
Ahora permanecen estas tres cosas: la fe, la esperanza, la caridad; pero la<br />
más excelente de ellas es la caridad” (I Epístola de San Pablo a los Corintios, cc.<br />
12-13).<br />
4
PRIMERA PARTE<br />
TIBERIO NO ESTÁ LOCO<br />
TIBERIO, ATILA DE LAS ROSAS<br />
Tiberio es un poeta. Un poeta, sí, que no escribe versos para juegos florales ni<br />
para los anuncios de las bombillas eléctricas.<br />
Y por eso, porque es un poeta, le gustan las rosas. ¿Qué culpa tiene él si<br />
cuando nació, todavía desnudo, con el trasero rojo de los primeros azotes, la tía<br />
Evelina, cursi ella y trombótica, le chilló con grandes aspavientos:<br />
-¡Capullito mío! ¡Botoncito de rosa!<br />
Su padre, no. Su padre, cuando vio al crío, se mordió el bigote desdeñoso:<br />
-¡Vaya birria! ¿Y para “esto” abultaba tanto su madre?<br />
Pero quedamos en que Tiberio es un poeta y en que le gustan las rosas. Le<br />
gusta comérselas. De niño se comía los tallitos rechonchos de las “ubres de vaca”,<br />
las “manzanitas”, las “aceras” y las vainas linfáticas de la cebada verde. Luego,<br />
cuando se puso pantalón largo y le quitaron la gorra de marinerito -“Acorazado<br />
Juan Sebastián Elcano. ¡Viva la Marina española, honra y prez de nuestra<br />
Patria!”-, cuando se cubrió las piernas ruborosas y algo arqueadas, Tiberio<br />
ascendió en el escalafón de la florifagia y empezó a comer pétalos de geranio.<br />
En el pueblo hay una plaza -la Plaza Mayor-, con sus dos fuentes de azulejos<br />
talaveranos, un quiosco de hierro para la música, y el Ayuntamiento. Todos los<br />
años, por San Andrés, corren las fuentes. Y todas las mañanas, a eso de las doce,<br />
el señor alcalde se asoma al balcón, enciende un cigarro, guiña el ojo a la criada<br />
de don Jacobo y dice al secretario que hay que poner un oficio al señor<br />
gobernador.<br />
En la plaza hay también un jardincillo; todas las plantas son inválidas y han<br />
de apoyarse en un trocito de caña para mantenerse derechas. El jardinero mayor<br />
-y menor, porque no hay otro- es Evaristo, floricultor diplomado con Gran<br />
Medalla en la Exposición de Barcelona y otras distinciones en varias Exposiciones<br />
Internacionales.<br />
Una mañanita de sol, cuando el herrero metía una herradura al rojo en la pila<br />
de agua para que hiciese “piff”, Evaristo llegó a su jardincillo -se llamaba “Parque<br />
del Teniente General Díez de Verga”- y se encontró todos los rosales sin rosas;<br />
mejor dicho, las rosas estaban, pero sin pétalos. Un misterioso monstruo dejó<br />
desnudos los cálices, con unos ridículos estambres estirados como los bracitos<br />
rígidos de una muñeca rota. ¡Qué sofocón para Evaristo! Se retorcía en el suelo,<br />
con las manos sobre el corazón, aterrado ante aquella barbaridad que dejaba su<br />
jardín asolado.<br />
-¡Criminal, criminal! ¡Mal rayo le parta al bestia que lo ha hecho!<br />
<strong>Las</strong> diligencias judiciales, estimuladas por la trémula indignación del<br />
jardinero, no sirvieron de nada. El secretario habló de la Constitución, el juez del<br />
habeas corpus, el alcalde del gamberrismo y el párroco encontró una magnífica<br />
imagen retórica para su homilía del Domingo III de Cuaresma.<br />
El rosicida era Tiberio. Tiberio, que se sintió halagado, sin saber por qué, la<br />
verdad, cuando llegó a sus oídos el anatema de Evaristo:<br />
-¡Criminal, bandido! ¡Atila de mis rosas!<br />
Tampoco Evaristo sabía quién era Atila; a él le sonaba a hereje y no estaba<br />
seguro de si era un jansenista o uno de la Institución Libre de Enseñanza. En<br />
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6<br />
todo caso, no ignoraba que había ciertas y difusas relaciones entre Atila, los<br />
équidos y la Botánica.<br />
Y sí, Tiberio se sintió halagado. Porque Tiberio es un joven extraño. Se pasa<br />
las horas buscando parecido a las nubes, viendo trabajar a las hormigas o<br />
<strong>tocan</strong>do con la uña el bronce de las <strong>campanas</strong>:<br />
-Es como si las tocarán muy lejos...<br />
Su hazaña en el “Parque del Teniente General Díez de Vergara” envalentonó a<br />
Tiberio. Y otra noche saltó la tapia del jardín del farmacéutico y devoró sus rosas.<br />
Otra vez, arrasó las macetas de su tía Evelina, y las de la fonda, y las de la hija<br />
del factor de gran velocidad. El pueblo entero se quedó sin rosas. Don Herminio,<br />
el boticario, dijo que se trataba de un pulgón desconocido, procedente quizá del<br />
transformismo de una pulga vegetariana, y comenzó a escribir una comunicación<br />
para la Academia Nacional de Botánica, de la que era miembro correspondiente.<br />
A Tiberio le hacía mucha gracia todo esto y lamentó que no le gustasen las<br />
acacias para comerse todas las del pueblo; así, don Herminio -que siempre olía a<br />
pastillas de goma y alcanfor- podría hablar de la evolución de los proboscídeos.<br />
Pero lo cierto es que Tiberio era un poeta. Le gustaba aquel abandono tibio de<br />
las rosas, el ligero sabor agrio de los pétalos, aquel masticar la belleza delicada e<br />
impalpable de las flores; Tiberio sabía que comer rosas era algo monstruoso y<br />
desnudamente bello, audaz e inteligente:<br />
-Saben a nube -se decía-, a nube y a viento de la sierra, a nido de cigüeñas<br />
con mucho sol, a madera de eucalipto carcomida y a lazos antiguos de seda<br />
crujiente.<br />
Y luego declinaba:<br />
-Rosa, rosae...<br />
En la pared encalada del Juzgado Municipal dejó escrito un día un primer<br />
poema metafísico:<br />
-“La rosa tiene miedo del aire”.<br />
Aquella noche, acostado, le dio vueltas a la frase. Y al día siguiente volvió para<br />
añadir con un trozo de tiza:<br />
-“La rosa es una señorita que tiene miedo del amor”.<br />
Y hasta volvió otra mañana para terminar:<br />
-“La rosa es para el alcalde un presupuesto; para Evaristo, un patatús; para<br />
mí, un pedazo de mundo que me puedo comer”.<br />
Cuando el juez vio el triple poema metafísico en la pared de su oficina, fue y lo<br />
contó en la tertulia del casino. Allí se enteró el alcalde. Rojo de ira, la primera<br />
autoridad local firmó un bando añadiendo al Código Penal un nuevo delito: el de<br />
comedor de rosas.<br />
Y Tiberio, que es un poeta, pensó con una sonrisa:<br />
-El castigo sólo puede ser uno: todo comedor de rosas será azotado con<br />
nardos y claveles y encerrado durante un mes a néctar y geranio.<br />
El nuevo Atila era, además, un cínico.
TIBERIO VA A LA ESCUELA<br />
El señor Marcelino, padre de Tiberio comerciante de ultramarinos él y bestia<br />
él, tenía unas mejillas rojas y unos bigotes negros. La tienda tenía un rótulo, con<br />
perfiles plateados, que decía:<br />
“Caña de Azúcar. Ultramarinos finos”.<br />
Debajo colgaba un cartel, escrito a mano:<br />
“Ay bacalao”.<br />
Y a la derecha había una pizarra donde el padre de Tiberio apuntaba antaño,<br />
con un pizarrín, el suministro de la semana.<br />
Dentro de la tienda olía a almizcle y a queso rancio. Había cajas de lata que<br />
estuvieron llenas de galletas y una pala rota para coger del suelo las patatas.<br />
Detrás del mostrador estaban los dos hermanos mayores y el padre de Tiberio.<br />
Los hermanos se llamaban Eufrasio y Antolín y eran bestias de nacimiento, como<br />
su padre. También ellos olían a queso y almizcle, a cosa podrida y rancia. Los dos<br />
bizqueaban del mismo ojo, y tenían los dientes amarillos.<br />
El padre quiso que Tiberio aprendiese a manejar la tienda:<br />
-Este es listo; Eufrasio y Antolín son dos mostrencos.<br />
Pero Tiberio odiaba aquel cuarto sombrío, la trastienda llena de sacos y de<br />
polvo, de cajones destripados y de embutidos colgados de las vigas. Todo aquello<br />
le parecía sórdido y viejo: los jamones, piernas extirpadas de futbolistas de<br />
desecho; los fideos, pequeñas lombrices fósiles y amarillentas; las botellas de<br />
vinagre, zumo de uva fracasado; los garbanzos, pequeños rostros ridículos, con<br />
sus naricitas puntiagudas, como cabezas sin cuerpo. Entonces Tiberio se llenaba<br />
los bolsillos de galletas y de latas de anchoas y las repartía entre los muchachos.<br />
-¡Oye, tú! ¿Qué es eso de que regales mis galletas? -le increpó un día el padre-<br />
. ¡Animal! ¿Te crees que tengo la tienda para que la regales?<br />
-Tu tienda huele a muerto, padre, a carroña de caballo y a Museo Provincial.<br />
Tú eres un vendedor de fósiles.<br />
El padre abrió unos ojos así de grandes; luego abrió la boca, se rascó el<br />
pescuezo y se calló.<br />
Al día siguiente Tiberio, que ya tenía seis oficios, fue de la mano de su padre a<br />
la escuela de don Ganimedes, maestro nacional, que ponía en sus tarjetas:<br />
GANIMEDES GONZÁLEZ GÓMEZ<br />
Funcionario del Ministerio de Educación Nacional<br />
Don Ganimedes, que tenía nariz de borracho y lentes cromadas, se puso en<br />
pie al entrar Tiberio con su padre, y gritó:<br />
-¡Atención, niños! De pie... ¡ar!<br />
Porque el probo funcionario había sido sargento en la guerra de África y se<br />
sabía muy bien lo de la voz preventiva y la voz ejecutiva.<br />
El tendero hizo un aparte con el maestro:<br />
-Aquí le traigo a mi chico, don Ganimedes -se le liaba la lengua con la<br />
dificultad del nombre-. No es para que aprenda, porque él sabe más que usté y<br />
que todos estos juntos. Pero en la escuela se estará quieto y no me arruinará.<br />
Además, yo no sé qué hacer con él. Tiene unas salidas que atontan.<br />
Don Ganimedes se apresuró a tranquilizarle:<br />
-No se preocupe, amigo mío. Mi procedimiento pedagógico, de tan excelentes<br />
resultados...<br />
7
8<br />
El procedimiento pedagógico de don Ganimedes era de castaño y medía<br />
ochenta centímetros.<br />
Así, comenzó Tiberio a ir a la escuela. Los primeros días no hubo ninguna<br />
dificultad apreciable. Pero una tarde, inspirado por la lluvia que caía<br />
furiosamente sobre el pueblo, don Gani, como le llamaban los íntimos, sintió la<br />
irresistible tentación de hablar a sus “queridos niños” de la atmósfera.<br />
-<strong>Las</strong> nubes, queridos niños, son condensaciones de vapor de agua que...<br />
¿Quieres algo, Tiberio? Ahora no se puede ir al water.<br />
-Usted perdone, señor. No es eso.<br />
Don Gani sintió un escalofrío, se quitó las gafas y las limpió cuidadosamente,<br />
mientras miraba al “nuevo” con sus hinchados ojos de miope:<br />
-¿De qué se trata?<br />
-De las nubes.<br />
-¿Tienes alguna objeción que hacer a lo que he dicho?<br />
-Sí, señor.<br />
El maestro dirigió una precavida mirada al “procedimiento pedagógico”, que<br />
descansaba sobre la mesa, e inquirió:<br />
-¿No estás conforme en que las nubes son vapor de agua?<br />
-No, señor. Ese es un prejuicio atmosférico. <strong>Las</strong> nubes son el aliento de las<br />
estrellas.<br />
Un sordo rumor conmovió la clase. Crecientemente irritado, don Ganimedes<br />
continuó, requiriendo al silencio a la desmandada turba:<br />
-Y las estrellas, señor mío, ¿qué son? ¿Pedacitos de hielo? ¿Gotas de rocío<br />
primaveral?<br />
Tiberio no se inmutó:<br />
-No acierta, señor. <strong>Las</strong> estrellas son gritos de los ángeles hechos cristal por la<br />
ley de las aproximaciones líricas.<br />
-¿La ley de las...? ¡Qué ley ni qué demonios, niño! ¡No conozco esa ley!<br />
-Es una lástima, don Ganimedes, que no la conozca. La he creado yo.<br />
El maestro se restregó los ojos, aturdido. Al fin, lentamente, reaccionó:<br />
-¡Bueno, niños! La clase de hoy ha terminado.<br />
Salieron los chicos alborozadamente, y detrás de ellos don Ganimedes, con las<br />
manos a la espalda y el entrecejo cruzado por una vena cárdena:<br />
-¡Grito de los ángeles! ¡Tonterías, sólo tonterías!<br />
Tiberio quedó en pie, en su banco, mientras la escuela vacía se llenaba del<br />
rumor de la lluvia. Se encontraba un poco sorprendido de sí mismo, de aquellas<br />
respuestas que le brotaban inexplicablemente, sin intervención de su voluntad.<br />
Transcurrieron unos minutos; luego, desde la puerta, rugió don Ganimedes,<br />
mientras frotaba furiosamente los cristales de sus lentes:<br />
-¡Estrellitas!, ¿eh? Y el mundo, ¿qué es? ¿Qué son los ictiosauros? ¿Qué es la<br />
ley de la gravedad? ¿Qué es la luz?<br />
Tiberio giró humildemente sobre sus talones:<br />
-La luz es la justificación del Arte.<br />
Balbuceó sordamente el maestro. Luego chilló:<br />
-¿Y la penumbra, eh? ¿Y la penumbra?<br />
-Una cobardía, señor maestro; como la fe de los tibios, que quiere justificarse<br />
por su falta de sol.<br />
Un sordo portazo iracundo conmovió el viejo edificio.
LA INFANCIA DE TIBERIO<br />
Tiberio era pensativo y serio, pero cuando se reía, el mundo, el aire, se<br />
estremecían con el gozo más bello y más dulce, como si toda la tierra se<br />
iluminase, repentinamente, con un relámpago de alegría. Don Tomás, el párroco,<br />
decía:<br />
-Cuando ríe Tiberito escucho al ángel que mueve las aguas de Siloé, la fuente<br />
de la gracia.<br />
Porque don Tomás era el único que comprendía que Tiberio era un ser<br />
maravilloso. Lo supo desde el día en que el niño le preguntó:<br />
-Don Tomás, ¿por qué manda doblar cuando se muere un niño? Tienen el<br />
alma blanca, yo lo he visto... Como los copos de lino.<br />
-¿Tú ves las almas, hijo?<br />
-Sí, padre.<br />
-Y... -balbuceó, azorado y temeroso, don Tomás-, oye... ¿y la mía? ¿La ves?<br />
-También, don Tomás.<br />
-¿Cómo es, hijo; cómo es mi pobre alma pecadora?<br />
-Blanca, don Tomás; como la del chico de doña Teresa, que se murió tonto...<br />
Tiberio se quedó estupefacto cuando don Tomás salió bruscamente de la<br />
sacristía. Le vio entrar en la iglesia, a grandes zancadas, y arrodillarse convulso<br />
ante el comulgatorio. El chico sonrió y se subió a la torre a golpear con la uña el<br />
rumoroso bronce, sonoro, de las <strong>campanas</strong>.<br />
-¡Es como si sonaran muy lejos ... !<br />
Un día, Tiberio saltó desde el campanario al alto tejado de la iglesia. En el<br />
mismo alero, a punto de caerse, se angustiaba una cría de cigüeña que había<br />
resbalado desde el frondoso nido de la espadaña sobre el crucero. La madre<br />
aleteaba, asustada, en torno a su cría; chascaba el largo pico y trataba,<br />
torpemente, de evitar su caída. Abajo, en la calle, los chicos gritaban desaforados<br />
ante un espectáculo que les divertía. Evaristo, indiferente, enderezaba un rosal<br />
mientras el herrero berreaba:<br />
-¡Tiradle una piedra, muchachos, a ver si acaba de caer!<br />
Junto a la acera de la imprenta, el farmacéutico, con su bata blanca, sucia de<br />
potingues, explicaba al secretario del Ayuntamiento la zoología de las cigüeñas y<br />
el misterio de sus rutas migratorias.<br />
Fue entonces cuando Tiberio -apenas seis años- saltó al tejado. Los curiosos<br />
de la calle enmudecieron al ver al niño avanzar, resbalando sobre las tejas,<br />
húmedas, verdinegras, con un musgo de terciopelo verde. En el mismo alero se<br />
detuvo con un difícil equilibrio.<br />
-¡Chico, no seas bruto! -chilló el secretario del Ayuntamiento. Y un escalofrío<br />
sacudió a los divertidos espectadores.<br />
A los gritos salió don Tomás:<br />
-Estad tranquilos, no se cae. Dios está con él.<br />
Después, cuando Tiberio reintegró el peludo cigüeño al nido, cuando bajó a la<br />
calle, apareció furibundo y congestionado el señor Marcelino:<br />
-¡Bestia, más que bestia! ¡Te voy a partir un hueso, so canalla!<br />
Alzó el niño sus grandes ojos tranquilos y miró a su padre.<br />
-¡Sinvergüenza, granuja, mamarracho! -se desgañitaba el señor Marcelino-.<br />
¡Te voy a deslomar! ¡Te ...! ¡Bueno! -se azoró el tendero ante los ojos humildes y<br />
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límpidos del niño-. ¡Bueno! No lo vuelvas a hacer, ¿eh, Tiberio? No lo vuelvas a<br />
hacer, muchacho.<br />
El herrero abrió unos ojos como herraduras:<br />
-¡Arrea! ¡Se ha desinflado!<br />
El señor Marcelino se alejó nervioso:<br />
-¿Por qué no he podido apalearlo?<br />
Y terminó rabioso:<br />
-¡Pues ahora verán Eufrasio y Antolín!<br />
Y fue y les colgó del gancho de pesar las patatas.<br />
Los dos chicos se rascaban los azotados traseros sin comprender la extraña y<br />
no justificada paliza de su padre, al que veían de bruces sobre el mostrador,<br />
mordiendo con rabia un cacho de lápiz desastillado, mientras echaba cuentas en<br />
un papel de estraza:<br />
-Dos kilos de harina a nueve pesetas, veintiuna sesenta...<br />
Porque el señor Marcelino le tenía un poco de miedo a Tiberio. A veces, se<br />
rascaba el cogote, preguntándose cómo podría ser hijo suyo aquel niño delicado,<br />
que no tenía los dientes sucios ni las manazas rojas, que no eructaba ni comía<br />
con los dedos, que tenía la piel blanca y el pelo moreno y los ojos garzos, como la<br />
madre difunta, mientras él, Marcelino, dueño de “La Caña de Azúcar.<br />
Ultramarinos finos”, y los bestias de Eufrasio y Antolín tenían el pelo rojo, las<br />
manos rojas y hasta el alma roja, como los hierros con orín.<br />
Una vez, cuando Tiberio tenía cuatro años, arrimó una mesa a la pared, subió<br />
a una silla y, desde arriba, abrió la jaula de las perdices. La casa se llenó del<br />
zumbido largo y chirriante del vuelo de los reclamos, que pronto encontraron el<br />
aire libre y jubiloso de la calle.<br />
Cuando el señor Marcelino, que no tenía más debilidades que la caza, el vino,<br />
la comida, el tabaco, el juego, el genio y las viudas, se enteró del desaguisado de<br />
Tiberio, creyó que le daba un acindoque.<br />
-¡Canallaaaa...! -rugía-. ¡Los mejores reclamos del pueblo! ¡Tres pájaros que<br />
cada uno valía cuarenta duros! ¡Te voy a destrozar, mala hierba, hijo de...!<br />
Avanzaba hacia el chico con los ojos desorbitados y las manazas abiertas,<br />
pero en el centro del cuarto se detuvo confuso. Tiberio, en pie, le miraba<br />
dulcemente con aquellos ojos irresistibles, que nunca se turbaban.<br />
-¡Vamos a ver, vamos a ver! -balbuceó el señor Marcelino-. ¿Por qué has<br />
soltado los pájaros, di? ¿Por qué los has soltado?<br />
Tras un breve silencio, suspiró el niño.<br />
-Estaban tristes, padre; los vi inquietarse con el canto de una perdiz libre que<br />
llegaba desde los cerros.<br />
-¿Tristes los pájaros? -el señor Marcelino abrió la bocaza.<br />
-La perdiz quiere aire libre, padre; es una criatura de Dios y de aire libre. Tú<br />
las esclavizas, y eso no es cristiano.<br />
El señor Marcelino se mordía los puños, impotente, como una mula que<br />
sintiera en la boca la serreta de un freno irrompible.<br />
-Otro día, padre, voy a tirar tu escopeta al pozo.<br />
Entonces, inesperadamente, el bestia del tendero se echó a reír con unas<br />
carcajadas agrias e histéricas, como rugidos, temblándole el costillar robusto, el<br />
pelo rojo, las manos rojas y el alma roja como los hierros con orín.<br />
Tiberio sonrió y luego se echó a reír también, suave, cristalinamente, como un<br />
pájaro, ante el silencio estupefacto y sobrecogido del tendero, que sintió en su
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rostro sanguinolento el rozar fresco, acariciador, de un ala invisible, mientras su<br />
corazón rojo se estremecía sin saber por qué; mientras un escalofrío de<br />
impalpable y nunca sentida ternura le desbordaba el pecho.
EL SEÑOR PEDRO FRENTE A LA PROPIEDAD PRIVADA<br />
Cuando llega el verano la vida del pueblo se desploma bajo un sol que fríe las<br />
piedras. <strong>Las</strong> cigarras -las chicharras de los chicos- cantan de sol a sol,<br />
estúpidamente, e invaden el campo, y hasta la carretera, a cientos de miles, en<br />
una plaga que deja chiquitas a las de Egipto. Los coches y los carros aplastan<br />
sobre el piso de alquitrán los cuerpecillos duros, verdosos y chirriantes, y los<br />
chicos se entretienen en pegarles puntapiés, como pelotas, hasta que se cansan.<br />
Para los chicos es buen tiempo el verano. No hay escuelas, y la vigilancia de<br />
las madres, con tanto calor, también se ablanda. Hay brevas en las higueras y los<br />
cerezos se cubren de rojas esferillas y las zarzamoras ofrecen sus racimos negros<br />
y apretados junto a los tapiales de los huertos, junto al polvo de la carretera y la<br />
frescura de los secos arroyos, donde aún queda la verde presencia de los juncos.<br />
Es el tiempo de los lagartos y los chapuzones en El Charcón, un breve remanso<br />
del arroyo de Santa María, rodeado de espesas y grises encinas. Los cuerpos<br />
desnudos de los niños se tuestan al sol y al aire; parecen delgados y nerviosos<br />
ángeles -las marcadas costillas serían cuerdas de arpa-, y, sobre la hierba seca,<br />
se enseñan las cicatrices de las vacunas o la señal de un divieso, mientras hablan<br />
apagadamente. Luego se zambullen con gritos en el agua fresca y removida de la<br />
charca y salen, chorreando, brillantes los cuerpecillos morenos, con los<br />
costillares pronunciados, la piel de gallina y el negro pelo escurriendo.<br />
Tiberio va algunas veces con ellos. Cuando él les acompaña, los chicos no<br />
hacen demasiadas barbaridades; dejan en paz a los bichos y no tiran piedras a<br />
los árboles frutales por el puro placer de romper las ramas, ni ensayan la<br />
puntería con las jícaras de los postes eléctricos. Se conforman con bañarse en “El<br />
Charcón” y con subir a las higueras.<br />
Un día, en el huerto del juez, les sorprendió el guarda, el señor Pedro, terror<br />
de la chiquillería con su escopeta de sal. Era la hora rumorosa y vital de la siesta,<br />
cuando los árboles y las cosas se amodorran en ese aparente silencio que está,<br />
sin embargo, lleno de oculta actividad, de ir y venir de savias por las ramas, de<br />
transpirar de hojas y de bicharracos moviéndose bajo las piedras. <strong>Las</strong> brevas<br />
estaban calientes y, por ello, no demasiado apetecibles; pero a los chicos les<br />
sabían a gloria bendita. Aquellas frutas no sabían a fruta; sabían a prohibición y<br />
a rebeldía contra el Corpus juris civilis de Justiniano. Aquello era socialismo puro<br />
o, a lo peor, una especie de comunismo económico; pero no había peligro, porque<br />
los chicos no sabían lo que es el comunismo ni el socialismo, no habían oído<br />
nunca tales palabras, y, ya se sabe, lo que importa en las revoluciones no es<br />
tener un credo político, sino un bonito adjetivo para que el ciudadano pueda<br />
decir: “yo soy esto o lo otro”, que ya lo decía aquél, “ser o no ser”, o como fuese.<br />
Pero el señor Pedro, que tiene una hija casada en Alicante con un capataz de<br />
Obras Públicas, y que hizo la guerra en Melilla y se trajo de allá un cenicero de<br />
plata moruna, precioso; el señor Pedro no entiende de “socialogía”, como él dice.<br />
Así que cuando vio a los robabrevas se sonrió ladino y se acercó sin hacer ruido.<br />
Y cuando estuvo bajo la higuera, carraspeó con sorna y mugió:<br />
-¿Qué? ¿Comiendo brevas?<br />
A la media docena de chicos por poco les da un paralís, que de milagro no se<br />
cayeron del árbol. Todos se quedaron patidifusos y mudos, todos menos Tiberio,<br />
que, imperturbable, contestó simplemente mientras arrancaba una nueva breva:<br />
-Si lo ves, ¿por qué lo preguntas?<br />
12
13<br />
El señor Pedro abrió la boca como asombrado, ¡leñe con aquel crío! ¡Qué<br />
desfachatez! Al cabo de un rato de confusión, el guarda reaccionó con ira:<br />
-¡A bajar todos! ¡Venga! ¡Ahora mismo!<br />
-Quietos todos -ordenó Tiberio.<br />
-¿Cómo que quietos? ¡He dicho que abajo! ¡Os llevaré a la Prevención, os<br />
pasearé por el pueblo con un letrero y tendréis que pagar una multa!<br />
Uno de los pequeños comenzó a llorar. Tiberio, con una mirada de reproche y<br />
la boca llena del dulcísimo fruto, se dirigió al guarda:<br />
-Pero, hombre, ¿no te da vergüenza hacer llorar a un niño?<br />
-¡Los sinvergüenzas sois vosotros! ¡Estas higueras son del juez y vosotros las<br />
estáis robando! -chilló, congestionado, el señor Pedro.<br />
-¿Sabes lo que decía ayer el señor juez en el casino?-inquirió Tiberio,<br />
socarrón-. Pues que cien años de usurpación no hacen un año de derecho. Es... -<br />
y Tiberio mordisqueó otra breva-, es, por lo visto, un refrán de Alemania. Lo dicen<br />
los campesinos. Y el juez parece que estaba conforme.<br />
-¿Conforme? ¿Conforme? -balbuceó el guarda-. ¡Yo no sé nada de eso!<br />
-Hay que estudiar, señor Pedro. Eso te pasa por no haber ido a la escuela. ¿A<br />
que no sabes dónde está Noruega? ¿A que no sabes quién era don Pedro el Cruel?<br />
¿Ves? No sabes nada de nada. ¡A ver, tú! -señaló a uno de los chicos-. ¿Dónde<br />
está Noruega?<br />
-Al Norte de Europa -contestó tembloroso el interpelado.<br />
-¿Te das cuenta? -y Tiberio balanceó sus piernas sobre la cabeza del señor<br />
Pedro.<br />
Sobre aquella cabeza que, de repente, se había llenado de sombrías<br />
nebulosas, débiles chispazos de luz y humaredas de torpe confusión.<br />
-Yo estuve en la “mili” -balbuceó el desgraciado-. En la “mili” de Marruecos -y<br />
luego, rabioso-. ¡Pero existe la propiedad privada!<br />
-¡Bah, la propiedad privada! Eso para vosotros, para los hombres que no<br />
amáis la tierra, aunque luchéis por ella y os enredéis en pleitos. Lo único que os<br />
interesa es vuestra soberbia y vuestro orgullo. Ah, no, amiguito, lo que importa<br />
no es decir “este árbol es mío”, sino “quiero a este árbol”. Vamos a ver, ¿tú<br />
quieres a los árboles de tu heredad, los amas?<br />
-¡Son míos, son míos, son míos! -berreó el señor Pedro, casi sollozante, que<br />
daba pena verlo.<br />
-¡Son tuyos, son tuyos! -le remedó con burla Tiberio-. Son de Dios. Todo es de<br />
Dios.<br />
-Pero la propiedad...<br />
-La propiedad de una cosa sólo existe cuando se la ama. ¿Tú has visto a algún<br />
ateo que diga “Dios mío”? Además, todo eso es discutible; pero existe para los<br />
hombres. Pero ¿y los niños, eh, y los niños? Los niños son los dueños en<br />
usufructo de todo. De los árboles, de las casas, de la tierra, de las nubes, de los<br />
sueños... Dios se lo da todo a los niños para que jueguen con ello. Los niños son<br />
amigos de Dios y no les pone leyes ni guardas con escopetas de sal.<br />
-¡La escopeta es mía!<br />
-¡Bah, es el del Ayuntamiento!<br />
Tiberio, ágilmente, de un salto prodigioso, bajó de la higuera y se acercó al<br />
señor Pedro:<br />
-Trae la escopeta.<br />
-¡No, no, no!
14<br />
-Vamos, tráela.<br />
El señor Pedro, aterrado, le entregó el arma. Tiberio la examinó<br />
cuidadosamente, buscando el mecanismo de abrirla. Cuando lo encontró, sacó<br />
los cartuchos y se los guardó en el bolsillo. Luego le quitó al guarda la cartuchera<br />
y todo ello lo arrojó al pozo próximo, que bostezaba junto a los árboles, con su<br />
profunda y redonda boca de sombra.<br />
-¡Ale, ahora adiós!<br />
Tiberio y los chicos se encaminaron hacia el pueblo, mientras el señor Pedro<br />
se quedaba allí, bajo el calor asfixiante de la siesta, abrumado y con cara de<br />
idiota.<br />
Cuando los chicos sólo fueron puntos negros en la lejanía, junto a la blancura<br />
violenta de las primeras casas, estalló la tormenta que se incubaba en la frente<br />
del hombre. Se le enrojeció el rostro de ira; se golpeó las mejillas con<br />
desesperación y empezó a mascullar palabras. Cuando desahogó un poco se llegó<br />
hasta la caseta del peón caminero a pedirle unas escarpias para sacar la escopeta<br />
del pozo.<br />
El caminero no comprendía nada de nada:<br />
-Pero ¿qué le pasa a usté, señor Pedro? ¡Le va a dar un ataque! ¿Quiere usté<br />
que le ponga unas compresas de vinagre?<br />
-¡Mal rayo te parta a ti y al vinagre! ¡Y mal rayo me parta a mí! ¡Y mal rayo le<br />
parta a la propiedad privada!<br />
Con la escopeta en bandolera, el señor Pedro se fue al pueblo a contarle al<br />
juez el incidente. Porque, lo que él decía: la cosa no iba a quedar así, y la<br />
“autoridaz” era la “autoridaz”. Y, además, don Ramiro, que era tan listo,<br />
comprendería las razones que le bullían en la cabeza.<br />
Don Ramiro estaba en su casa picando garbanzos para el macho de perdiz y<br />
dijo a la criada que pasara el guarda.<br />
-Don Ramiro, usté que es hombre de letras..., ¿usté quiere a sus higueras?<br />
-¿Cómo que si quiero a mis higueras? Pero ¿estás majareta, hombre de Dios?<br />
-Usté dígame -se emperró el desgraciado-, ¿usté quiere a sus higueras?<br />
-A ti te ha dado calentura, Pedro. A los árboles no se les quiere. Se quiere a<br />
las personas, a la mujer, a la madre, a los hijos, a las tías... ¿A qué viene esa<br />
pregunta?<br />
-Entonces, usté disimule, don Ramiro -suspiró el guarda rascándose una<br />
pierna- pero las higueras de usté no son de usté.<br />
Don Ramiro dejó de picar garbanzos, se secó las manos con el pañuelo, se<br />
sentó en una silla y miró de hito en hito al guarda:<br />
-¿Qué mosca te ha picado, Pedro?<br />
-No me ha picado ninguna mosca, mejorando la presente. Yo no he ido a la<br />
escuela, ni se dónde está la Noruega, ni quién era ese Cruel; pero las higueras de<br />
usté no son de usté. Y usté disimule, don Ramiro. Además, usté ha dicho...,<br />
¿cómo era eso? ¡Espérese a ver si me acuerdo! Es una cosa de la Alemania. Ya me<br />
acuerdo: que cien años de “chupación” no hacen un año de derecho. Así que,<br />
aunque las higueras fueran de su padre de usté, pues no son de usté.<br />
Don Ramiro no entendía ni una jota, pero el guarda siguió:<br />
-Todas las tierras del mundo, y los árboles, y esas cosas, son de los chavales,<br />
sí señor. Y como yo soy guarda y mi obligación es pegarles tiros de sal en el<br />
trasero, y perdone el modo de señalar, y como yo no estoy conforme con eso, y<br />
como nada de lo que tenemos es nuestro, tome usté la escopeta, que yo no quiero
15<br />
ser guarda, ni perseguir a los chicos, que, al fin y al cabo, son los dueños de todo<br />
en “usufruto”.<br />
Cuando don Ramiro consiguió respirar miró recelosamente al señor Pedro y<br />
dijo:<br />
-Claro, hombre, claro. Además, tú ya eres viejo para estos trotes. ¿Por qué no<br />
vas a que te vea el médico? Te da mucho el sol, y con estos calores...<br />
Al salir, el señor Pedro encontró a Tiberio olisqueando con hambre las flores<br />
de Evaristo, en la antigua plaza de la Constitución.<br />
-Ya no soy guarda, ¿sabes? Y cuando queráis, tú y los chicos podéis entrar en<br />
mi huerto. Hay unas higueras muy buenas, ¿sabes? Son vuestras...<br />
Tiberio sonrió y puso la mano en la callosa mano del ex guarda:<br />
-Yo te enseñaré dónde está Noruega y la India y Colombia, ¿eh? Te enseñaré<br />
los ángeles que van montados en nubes y te diré lo que hablan los pájaros por la<br />
tarde.<br />
El señor Pedro, que siempre había sido bastante cerril, no entendió nada de<br />
aquello, como de costumbre. Pero se alejó con pasos firmes, lleno de una alegría<br />
intensísima que le rebosaba de dicha el corazón, pensando:<br />
-Eso de la propiedad privada... ¡ya me parecía a mí que era un cuento!
“CHICHA Y PAN”<br />
Una tarde, Tiberio se detuvo ante el escaparate de la farmacia. A través del<br />
vidrio veía a don Herminio, el boticario, extender la vaselina con la espátula sobre<br />
la piedra de mármol; disolver en el mortero la exótica nieve del alcanfor y<br />
encender, cada cinco minutos, la lacia colilla ennegrecida que sujetaba con saliva<br />
a su grueso labio leporino. Desde el interior de la rebotica llegaban los<br />
filarmónicos alaridos de la boticaria limpiando con barniz los muebles del<br />
comedor.<br />
A don Herminio le ponía nervioso la inmóvil presencia de Tiberio tras el<br />
escaparate; sí, le hormigueaba el sentirse observado, que alguien viera que a cada<br />
paquete de bicarbonato de cien gramos le quitaba por lo menos diez. Por eso salió<br />
tras el mostrador y soltó la cuerda de la persiana que protegía del sol sus viejos<br />
específicos.<br />
Oculto tras el escaparate y resignado a la oscuridad, don Herminio siguió con<br />
la maza del mortero disolviendo el alcanfor. Recordaba sus tiempos de mancebo,<br />
cuando su primer jefe, en una botica de la ciudad, le dio un mortero y le dijo:<br />
-Toma, dale a esto hasta que huela a ajo.<br />
Aquello no olía a ajo por más que Herminio revolvía la pasta. Al fin,<br />
sugestionado, el mancebo se acercó a su principal.<br />
-Me parece que ya huele...<br />
-A ver... Hum, sí, sí -y luego, socarrón-: Bueno, pues ahora sigue dando hasta<br />
que deje de oler.<br />
Torcía la boca don Herminio recordando su ingenuidad. Ya estaba el alcanfor<br />
disuelto y lo vertió en la piedra de mármol para incorporarlo al excipiente. Pero<br />
aquel hormigueo del nerviosismo no le abandonaba: “Sabía” que Tiberio estaba<br />
allí, tras el escaparate; hasta le parecía ver el cuerpo tras las apretadas rendijas<br />
de la persiana. Irritado, el boticario se limpió las manos en la bata y abrió la<br />
puerta de la farmacia con música de campanillas.<br />
Efectivamente, allí estaba Tiberio, inmóvil, vuelto de espaldas a la calle,<br />
pegado a la vidriera:<br />
-¿Qué haces ahí, se puede saber? ¡Me empañáis los cristales!<br />
-Estaba viendo tu trabajo.<br />
-¿Mi trabajo? ¿Cómo puedes verlo -inquirió despreciativo el boticario- si he<br />
corrido la persiana?<br />
-Pues te veía.<br />
-¡Ah! -se burló don Herminio-. Tú ves las cosas a través de los cuerpos<br />
opacos, ¿verdad?<br />
-Sí.<br />
El boticario parpadeó desconcertado. Luego, convencido de que Tiberio le<br />
tomaba el pelo, bufó:<br />
-¡Tú eres un pobre tonto!<br />
Por una vez, parecía como si los tranquilos ojos de Tiberio fuesen a turbarse.<br />
Brilló en ellos algo húmedo y desconocido, algo quizá triste. Pero debió de ser<br />
imaginación del boticario, porque la voz de Tiberio sonó lenta y suave:<br />
-Me llamas tonto porque no soy como tú.<br />
Ahora los ojos de Tiberio brillaban con una luz jubilosa y nueva. Una luz que<br />
turbó a don Herminio aún más que las últimas palabras del niño:<br />
-Tienes tu alma ruin sucia de ácido nítrico.<br />
16
17<br />
El boticario susurró, atontado:<br />
-Usted perdone.<br />
Y entró de nuevo en su tienda, con pasos autómatas, mientras Tiberio se<br />
alejaba despacio, calle arriba.<br />
Tiberio olvidó en seguida que, por primera vez, le habían llamado tonto.<br />
Después de todo, era una palabra que los hombres decían con frecuencia. Tiberio<br />
había escuchado al hijo del juez llamar tonta a su novia, la hija del alcalde, sin<br />
que él pareciera enfadado ni ella disgustada; ella estaba sólo un poco enrojecida,<br />
pero sonriente. También, cuando al monaguillo revoltoso se le cayó un<br />
candelabro, oyó decir a don Tomás: “No hagas el tonto, chico”. Y don Tomás<br />
nunca se enfadaba. Y en el casino, cuando Evaristo puso sobre la mesa el as de<br />
oro, Tiberio le oyó reprocharse: “Qué jugada más tonta”, mientras el juez tiraba<br />
de bastos y los mirones se reían.<br />
-Estar loco -pensó Tiberio- debe ser más grave.<br />
Se acordó de “Chicha y Pan”, que tenía ocho años y vivía en una plazoleta de<br />
las afueras. Le veía algunas veces, por la calle, descalzo y sucio, con su cesta de<br />
mimbres, recogiendo boñigas y excrementos de caballerías que luego utilizaba el<br />
padre para abonar un huertecillo que daba las más sabrosas coles de la comarca.<br />
O eso decía el señor Marcelino.<br />
El niño loco no hablaba mucho. Tan sólo, algunas veces se sentaba en el<br />
umbral de su puerta y empezaba a gritar como un poseso:<br />
-¡Chicha y pan, chicha y pan, chicha y pan...!<br />
Hasta que se ponía ronco.<br />
Tiberio iba a verle algunas veces. El otro se corría, arrastrando el trasero<br />
sobre el umbral, para hacer sitio a su amigo. Entonces se callaba y se quedaba<br />
quieto, mirando con adoración a Tiberio, a quien sus doce años daban cierto aire<br />
raro de paternidad.<br />
-Tú no me pegas, Tiberio.<br />
-No, yo soy tu amigo.<br />
Pasaban unas vacas lentas, sacudiéndose las moscas y resbalando sobre los<br />
guijos de la calle.<br />
-He visto un nido de abubillas. Tiene huevos.<br />
-Bueno, pero no los cojas.<br />
“Chicha y Pan” se hurgaba en las narices. Luego cazaba una mosca en el aire.<br />
Tenía para ello una maravillosa habilidad.<br />
-En mi ventana hay un morgaño. ¿Quieres verlo?<br />
-Bueno.<br />
Iban a ver el morgaño, que trataba de hipnotizar a las moscas con sus<br />
blancas patas palpitantes. “Chicha y Pan” se quedaba fascinado, como si fuese él<br />
mismo la mosca. Luego, Tiberio espantaba de un manotazo a la posible víctima.<br />
-Aquella nube parece una vaca.<br />
-No. Es un barco que viene de América.<br />
-Sí, es un barco -decía “Chicha y Pan”, que no sabía lo que era un barco.<br />
-Mira, encima hay dos ángeles.<br />
-No los veo, Tiberio -se angustiaba el loquito.<br />
-Es que tú eres muy pequeño todavía. ¿Ves tú lo que está haciendo ahora don<br />
Tomás?<br />
-No.<br />
-Pues por eso, porque eres muy pequeño no lo ves.
18<br />
-¿Y tú?<br />
-Yo sí; está confesando a la estanquera.<br />
-¿Tú lo ves todo?<br />
-Cuando quiero, sí. Ahora mi padre le ha dado un guantazo a Eufrasio porque<br />
se estaba comiendo una galleta.<br />
Estaban muchos ratos en silencio. Veían correr las hormigas, afanosas, con<br />
un grano de trigo o de cebada, con una miga de pan, con una pajita.<br />
-Mira cómo se saludan... Son buenas las hormigas. Aunque se preocupan<br />
demasiado de recoger cosas. A veces me parecen más bobas...<br />
“Chicha y Pan” no entendía casi nada, pero se extasiaba oyendo hablar a<br />
Tiberio.<br />
-Hoy has trabajado mucho, “Chicha y Pan”.<br />
-He recogido boñigas.<br />
-Ya lo sé. Trajiste a casa cinco cestas.<br />
-Sí.<br />
-Hoy no te pegó tu padre.<br />
-¿Por qué me pega mi padre, Tiberio?<br />
Tiberio se entristeció un poco:<br />
-Ellos no saben que Dios está contigo.<br />
-¿Dónde está Dios? -decía “Chicha y Pan”, mientras quería morderse el dedo<br />
gordo del pie derecho.<br />
Cuando habían pasado las últimas cabras del Concejo y la noche rumoreaba<br />
de grillos, de lejanos élitros frotantes, de ranas sonámbulas, de toda la palpitante<br />
vida de la sombra, Tiberio se marchaba. Entonces su amigo volvía a sentarse<br />
inmóvil en el umbral de su puerta, con los ojos lejanos y la boca torcida,<br />
chillándole a la oscuridad:<br />
-¡Chicha y pan... chicha y pan... chicha y pan...!
POR ESO TIBERIO AMA A LOS NIÑOS<br />
Para los chicos del pueblo, Tiberio es un semidiós. No comprenden nada de lo<br />
que dice, pero eso es, precisamente, lo que de los grandes admiran los pequeños.<br />
Así, sin ir más lejos, han surgido algunas escuelas filosóficas.<br />
Tiberio es para estos niños, llenos de mocos y de roña, de rodillas percudidas<br />
y cabellos enemistados con el peine, un ser fabuloso y bello, como todo lo<br />
desconocido. Tiberio les atrae como los gritos de los pájaros o el gozo del sol en<br />
los arroyos donde la Micaela lava las batas, roñosas de pomada, de don Herminio.<br />
Porque Tiberio, aunque ya es grandullón, juega con ellos; les hace cometas<br />
con cara de alcalde, les arregla sus chismes rotos, les sube al campanario para<br />
que vean las pesas del reloj y el nido de la cigüeña madre. Tiberio sabe cuándo es<br />
el tiempo de la peona, de la maricolla, de los bolindres, de los platillos, de la taba,<br />
de la “chita para”, de los botones... Tiberio administra prudentemente sus<br />
conocimientos entre los muchachos, les resuelve sus líos, arbitra en sus<br />
discusiones y, sobre todo, les cuenta historias inverosímiles:<br />
-Tiberio, ¿cómo era aquello del perro que se llamaba “Como Tú”?<br />
Alguien ha dicho que Tiberio tiene la cabeza llena de humo. Y los chicos se<br />
admiran:<br />
-Tiberio, ¿es verdad que tú tienes humo en la cabeza?<br />
-No es humo -contesta seriamente el interrogado-. Son nubes blancas, donde<br />
duermen en invierno las mariposas.<br />
-¿Y las tienes ahí dentro todas?<br />
-Casi todas... Así no se mueren de frío. ¿No habéis visto que cuando llega el<br />
invierno no hay mariposas?<br />
-Se irán a los Marruecos, como las cigüeñas.<br />
-No. <strong>Las</strong> cigüeñas son grandes y pueden volar muy lejos. <strong>Las</strong> mariposas, no.<br />
-Es verdad.<br />
-Por eso las guardo yo aquí -y Tiberio señala su frente- y las vuelvo a soltar en<br />
primavera. Yo soy el Arca de Noé de las mariposas.<br />
-¿Y quién era Noé?<br />
Tiberio quiere mucho a esos chicos sucios, de ojos legañosos, pero que todavía<br />
son sinceros, que saben hacer preguntas asombrosas y que creen, creen<br />
firmemente en él, en su palabra, casi casi tanto como en la de don Tomás. Por eso<br />
buscan su compañía, les descubre pirámides de cuarzo brillante y soterradas<br />
criadillas; les enseña qué encinas dan las bellotas más dulces, y en qué zarzales<br />
están las moras más maduras. Otras veces, en la tienda, se llena los bolsillos de<br />
galletas y las reparte entre los muchachos, mientras brama el señor Marcelino<br />
repartiendo tortazos a Eufrasio y Antolín.<br />
-¿Tú sabes más que don Ganimedes?<br />
-No es eso; es que yo sé cosas que él no conoce.<br />
-¿Quién te las enseñó?<br />
-Nadie... -responde Tiberio vagamente, un poco preocupado como siempre que<br />
piensa en su “ciencia infusa”-. Yo que las sé...<br />
Casi tanto como los chicos, quieren a Tiberio las madres del pueblo. Porque<br />
ellas, tan intuitivas, también comprenden, aunque difusamente, que Tiberio es<br />
un ser casi sobrenatural. Por eso, cuando Tiberio pasa por las calles, con las<br />
manos en los bolsillos del pantalón, con la cabeza inclinada como si escuchara el<br />
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20<br />
rumor de las nubes que llenan de lucidez su cerebro, las madres le llaman y<br />
quieren obsequiarle:<br />
-Toma, hijo, toma una rebanada de pan con miel...<br />
-¿Quieres probar las nueces de mis nogales, Tiberio?<br />
-Tiberio, entra hijo... Ven a tomar la merendilla con mi muchacho.<br />
Sin embargo, hay una mujer en el pueblo que aborrece a Tiberio, la única:<br />
Alfonsa, la mujer de Práxedes, el fondista de la estación. Alfonsa tiene el pecho<br />
liso y un oscuro bigote oscureciéndole el bozo con una rúbrica de maligna<br />
masculinidad. Tiene, además, la peor lengua del pueblo y un mal genio que se<br />
deshace frecuentemente en insultos contra su marido, canijo y flaco. Práxedes la<br />
oye asustado desde un rincón de la fonda, junto a la mesa de mármol en la que<br />
nadie ha comido desde que el Rey Alfonso XIII fue al pueblo a inaugurar la traída<br />
de aguas.<br />
-¡Bragazas, mequetrefe, que eres un vaina! -chilla Alfonsa.<br />
Ella siente una oscura rabia contra Tiberio; le llama hipócrita, santurrón y<br />
mameluco en cuanto tiene ocasión. Tal vez influyan en todo esto la fracasada<br />
maternidad de Alfonsa y su bigote. Y quizá también lo que Tiberio le dijo un día;<br />
cuando la fondista arrastraba a su marido borracho por la plaza:<br />
-¡Gandul, canalla, cobarde! ¡Vamos a casa, que te voy a sacar la borrachera<br />
con la maza del almirez!<br />
Práxedes se emborrachaba porque no tenía más remedio que hacerlo. A ver<br />
qué vida, con aquella mula por señora. Y lo que él decía una vez a Tiberio:<br />
-Si no la “pesco” no la puedo aguantar. Pero en cuanto me echo al coleto una<br />
buena frasca... ya me puede dar con el rodillo o con la badila. No la siento. Y<br />
además me olvido de ello. Créeme, Tiberio, el vino de Felipe es la mejor anestesia.<br />
Aquel día, cuando Alfonsa tiraba de su marido, Tiberio, que estaba viendo a<br />
Evaristo podar un geranio haciendo maravillas con la podadera, se encaró con<br />
aquella fiera corrupia:<br />
-Deja en paz a tu marido. Se emborracha porque tú le pegas y le haces la vida<br />
imposible.<br />
La fondista barbotó, roja de ira:<br />
-¿Y a ti, mequetrefe, asqueroso, quién te da vela en este entierro?<br />
Era verdad, que aquel arrastre tenía algo de entierro. Tiberio, sonrió,<br />
imperturbables los ojos:<br />
-Eres una víbora.<br />
Alfonsa agitó sus manazas sobre Tiberio.<br />
-Pégame si puedes. Pero no puedes; no eres sino una pobre irresponsable. Yo<br />
te quiero, aunque eres peor que un alacrán. Al fin y al cabo, también el alacrán es<br />
una criatura de Dios.<br />
La fondista se agitó como si le diese un acindoque. Apiadado, Tiberio fue a<br />
avisar a don Herminio para que aplicase unas sanguijuelas a la mujer.<br />
-A ver si así se le descargan las venas. Echaba espuma por la boca.<br />
Pero no hizo falta. Alfonsa salió de estampía para su casa, rugiendo frases<br />
ininteligibles, mientras la quisquilla de su marido dejaba el anestésico de Casa<br />
Felipe sobre una de las más lustrosas y prometedoras madreselvas de Evaristo.<br />
Desde entonces, Alfonsa no puede tragar a Tiberio ni en pintura. Cuando le ve<br />
por la calle, la fondista da una media vuelta de recluta y sale arreando por la<br />
primera esquina.
21<br />
A Tiberio le importa un comino la mala lengua de la fondista. Porque Tiberio<br />
quizá no sea un cínico. Quizá sea un ángel. Y por eso ama a los niños y se<br />
alimenta de rosas.
LIMPIEZA MUNICIPAL<br />
El que también era un rato bruto era el alcalde. Bruto y zorro, según se<br />
mirase. Pero, la verdad, más bruto que zorro. En toda su vida el alcalde no había<br />
hecho más que moler pimentón -era dueño de un molino- y jugar al mus. Eran<br />
sus dos únicas ciencias, y en eso daba sopas con ondas al más presumido.<br />
El alcalde se llamaba Sebastián, y una vez leyó un libro de Víctor Hugo. Por<br />
eso, en cuanto se enfurecía, llamaba a su víctima “Quasimodo”. Políticamente sí<br />
que era zorro Sebastián; antes de ser alcalde había pertenecido al grupo de “Los<br />
de allá”. Luego, cuando la tortilla dio la vuelta, resultó que Sebastián siempre<br />
había sido de “Los de acá”, y lo curioso es que nadie parecía recordar que esta<br />
actitud era reciente en el primer dignatario municipal; hasta los más conspicuos<br />
de “los de acá” lo habían olvidado y le daban toda la coba que podían. Parece ser<br />
que Sebastián tenía amistad con algún pez gordo de la capital, y hasta pensaban<br />
hacerle diputado o cosa por el estilo.<br />
Ahora que, a pesar de esa marrullería, bruto, bien bruto era Sebastián. No el<br />
más bruto del pueblo, no; porque no hay que perder de vista al señor Marcelino,<br />
propietario de “La Caña de Azúcar, Ultramarinos finos”; al herrero o al maestro<br />
don Ganimedes, funcionario del Ministerio de Educación Nacional, que también<br />
era un rato bruto, sólo que en fino.<br />
Sebastián hacía sentir sobre el pueblo su omnímoda autoridad; un<br />
absolutismo que no se lo saltaba Luis XIV ni con zancos. “El Municipio soy yo”,<br />
decía Sebastián. Y hacía lo que le daba la gana; levantaba o cerraba la veda,<br />
según las ganas que él tenía de despanzurrar conejos y perdices; establecía los<br />
más arbitrarios arbitrios; declaraba festivos o laborables los días que él quería, y<br />
cuando regresaba de uno de sus viajes a la capital convocaba a todo el pueblo por<br />
medio del pregonero y de los “guindillas” para que fueran todos a recibirle a la<br />
estación al devotísimo, unánime y fervoroso grito de “¡Viva el señor Alcalde!”. Los<br />
“guindillas” formaban parte de la atmósfera municipal y eran dos, Antonino y<br />
Salvador; para ellos no había más credo ni más adoración que la del señor<br />
alcalde, y le servían de guardaespaldas. Llevaban uniformes azul marino con<br />
lamparones y mucha fanfarria de correajes, porras y pistolas. La pistola nunca la<br />
usaron, porque a los dos les asustaban las armas de fuego y la llevaban<br />
descargada, pero las porras sí. Eran el instrumento ejecutor de la colérica y<br />
personal justicia del señor alcalde; eran vergajos forrados de badana y habían<br />
entablado frecuentes relaciones con las costillas de los chicos y los adultos. <strong>Las</strong><br />
porras de Antonino y Salvador eran los rayos vengativos de aquel Zeus tronante y<br />
bastante tunante que era Sebastián. Y claro, así, ¡cualquiera se ponía en la<br />
oposición! Los “guindillas” lo aplastarían con sus vergajos como Napoleón a los<br />
germanos en Austerlitz. Con la diferencia de que a este Napoleón rural no le<br />
llegaba su Waterloo, no se le vislumbraba su San Martín; se escapaba de todas<br />
las epidemias de glosopeda.<br />
Naturalmente, Tiberio no era santo de la devoción alcaldesca. Más<br />
lógicamente aún, Sebastián no inspiraba particular devoción a Tiberio. Y claro, lo<br />
que pasa... Desde que Tiberio alcanzó su gloriosa e inefable granazón mental, el<br />
pueblo entero esperaba con temor y con mal disimulado gozo que la tormenta<br />
estallase. Que la mala sangre de Sebastián y la insobornable timidez de Tiberio<br />
llegarían a una terrible colisión que acabaría con el prestigio y la gloria de uno de<br />
ellos. Esto había sido comentado muchas veces.<br />
22
23<br />
-Ese chico le va a cantar las cuarenta a Sebastián y se lleva las diez del monte<br />
-decía el juez, que sabía bien, y por experiencia, el número de zapato de cada<br />
uno.<br />
-A ver si Sebastián le pone a ese crío las peras a cuarto -mugía venenoso,<br />
transpirando ipecacuana, el farmacéutico.<br />
-El alcalde no sabe con quién se gasta los cuartos -movía la cabeza el señor<br />
Pedro.<br />
-A ese chico le hace falta una pedagogía fundamental de castaño -soñaba el<br />
maestro don Ganimedes.<br />
Pero la tormenta seguía acumulando electricidad sin que estallase el primer<br />
trueno gordo. Hasta que un día, lo que pasa, la cosa se puso más que fea.<br />
Habían llegado al pueblo unos gitanos; “húngaros”, les decía la gente;<br />
“ladrones”, les llamaba Sebastián. A Tiberio, sin entrar en estas disquisiciones<br />
filológicas, de toda la vida le gustan mucho los gitanos. Como son gentes<br />
inquietas, vagamundas, “globetrotters”, castizos y greñudos, frecuentemente<br />
despreciados, muchas veces temidos, sospechosos siempre, Tiberio les perdona<br />
sus marrullerías y su falta de escrúpulos en lo referente a la propiedad. Total,<br />
gallina más o menos... Y de algo tienen que vivir. Porque Dios hizo las gallinas,<br />
pero las hizo para “el hombre”, así, genéricamente, no para la señora del juez ni<br />
para el primo carnal de don Ganimedes. Por lo menos, así razonaba Tiberio.<br />
Como de costumbre, los húngaros acamparon en unas corralizas<br />
abandonadas en las afueras del pueblo, al lado de los vertederos municipales.<br />
Traían dos viejos carros, con toldos, arrastrados por unas mulas que le vendrían<br />
de perilla a cualquier estudiante de Veterinaria para el estudio en vivo de la<br />
anatomía animal.<br />
Los húngaros vestían con harapos, ellas y ellos; vestidos zurcidos con tela de<br />
otro color, con desgarrones que dejaban ver las carnes morenas, no se sabe si del<br />
sol o de lo otro. Ellas con misteriosas faltriqueras, greñudas, feroces, esmirriadas,<br />
de pechos fláccidos y estériles, con los chicos cogidos a la cintura como si fueran<br />
cántaros. Gentes de color de oliva o de color tierra, de andares cimbreantes y<br />
lenguaje oscuro. Ellos llevaban bigotes lacios y verdes sombreros nuevos; en las<br />
manos, cayadas con nudos de acebuche o varitas de mimbre, gráciles y doradas.<br />
Tiberio fue a verlos. Le gustaba ver a los niños gitanos, panzudos y deformes,<br />
pero más vivos que el aire; jugaban a correr, a vender y comprar o a revolverse<br />
sobre los estercoleros como si lo hiciesen sobre la arena tibia y limpia de una<br />
playa.<br />
Tiberio hablaba con ellos:<br />
-¿De dónde venís ahora?<br />
-De mu lejo, mu lejo, mar lejo...<br />
-Ejte jaj robao una chiva.<br />
-E pa jordeñarla pa mi hermaniya...<br />
-A mí un zeñó me dio juna pezeta.<br />
-A ver, tú, cómo te llamas.<br />
-Zarvaó.<br />
-¿Y éste es hermano tuyo?<br />
-Eze é Manué.<br />
Era rubio y dorado como un niño Jesús criollo. Una gitana aullaba junto a los<br />
carros:<br />
-¡Ejalá zingüezo, malos mengues te...!
24<br />
Bordoneaban ejércitos de moscas sobre los niños desnudos con el ombligo al<br />
aire; niños azules casi de puro renegridos, con ojos verdes y pelo lacio y escaso<br />
sobre las testas macrocéfalas.<br />
En uno de los carros tenían un mono; era muy pequeño, raquítico; se<br />
arrancaba los pelos con las uñas desasosegado por el bullir de los piojos y las<br />
garrapatas. El mono se subía a lo alto de una caña y bajaba dando vueltas de<br />
caracol; una gitana lo llevaba por el pueblo, y luego una chiquilla pasaba un plato<br />
desportillado que servía de bandeja petitoria. Otras veces cantaba; un hombre<br />
tocaba una guitarra que sólo conservaba dos cuerdas:<br />
-Chin, pon; chin, pon; chin, pon...<br />
Y unas muchachas cantaban y bailaban una melopea inidentificable. Lo<br />
mismo daba; luego caían unas perras sobre el plato.<br />
Tiberio les seguía sonriente por todo el pueblo, uno más entre la multitud de<br />
chicos que se pegaban a los talones de los húngaros. Hasta “Chicha y Pan”<br />
dejaba su cesta con boñigas en medio de la calle y seguía embobado a la<br />
caravana subyugado por el “achín, pon” de la guitarra. Tiberio les llevaba<br />
peladillas, almendras y fideos de la tienda de su padre.<br />
Un día, cuando estaban los húngaros en pleno festejo callejero, cuando las<br />
gitanillas flacas se contorsionaban las pobres en el remedo triste de una danza,<br />
aparecieron las furias, Antonino y Salvador, porra en mano. Los “guindillas”<br />
irrumpieron brutalmente en el corro y dejaron caer el peso de aquella justicia de<br />
goma y badana sobre las costillas de las “bailarinas”.<br />
La folklórica reunión se deshizo en pocos segundos; huyó la gente por si las<br />
porras, mientras la fuerza pública llevaba a los gitanos -porra va, porra viene-<br />
hasta la cárcel municipal, un cuartucho infecto con un ventanuco de barrotes en<br />
la puerta, detrás de la fuente de los Caños Nuevos.<br />
Tiberio se quedó pálido. Pero no tardó en reaccionar y se fue hacia el<br />
Ayuntamiento. Algunos vecinos le siguieron de lejos y pronto se corrió la voz por<br />
todo el pueblo:<br />
-¡Tiberio va al Ayuntamiento!<br />
Sebastián estaba liando un cigarrillo de cajetilla de “Dianas” cuando se abrió<br />
bruscamente la puerta del despacho; el alcalde frunció el entrecejo:<br />
-¿Qué haces tú aquí? ¿No sabes que hay que pedir permiso para entrar?<br />
-¿Por qué has mandado encarcelar a los húngaros? -contestó Tiberio.<br />
-¿Y a ti qué te importa?<br />
-Di al alguacil que los suelte.<br />
-¡No me da la gana! ¡Aquí se hace lo que yo digo! ¡Además han robado tres<br />
gallinas a mi suegro!<br />
Tiberio se asomó al balcón; junto a la acera, mirando atónitos el nido de<br />
cigüeñas de la torre, estaban Eufrasio y Antolín. Tiberio dio una voz:<br />
-¿Antolín, Eufrasio? ¡Traeros ahora mismo tres gallinas del corral! ¡No os<br />
traigáis la moñuda, que se va a enfadar tía Evelina!<br />
Los hermanos salieron trotando y Tiberio salió del despacho:<br />
-Ahora te traen las gallinas. Di al alguacil que suelte a los “húngaros”.<br />
Sebastián se había quedado con la boca abierta. Luego se enfureció:<br />
-¡Esto se va acabar ahora mismo! ¡Pedazo de...! ¿Pero qué te has creído tú,<br />
mocoso? ¡Te meteré en la cárcel con esos piojosos húngaros! ¡Quasimodo!<br />
¡Sinvergüenza!
25<br />
Estaba rojo, congestionado, crispadas las manazas sobre los papeles de la<br />
mesa. Pero de repente sintió sobre sí los ojos grandes y cándidos de Tiberio. El<br />
alcalde no supo qué le pasó; se quedó jadeante, desinflado, con las piernas<br />
temblorosas y los ojos nublados como si algo vertiginoso le amenazase.<br />
-Siéntate, Sebastián.<br />
Fuera, en la plaza, la gente se asomaba por las esquinas cautelosamente. Un<br />
gran silencio pesaba sobre el pueblo.<br />
-¿Sabes tú que a lo mejor vienen de la India o de Egipto? No son malos los<br />
“húngaros”, Sebastián. Son, sólo, como perros huidos, ahuyentados a pedradas,<br />
escupidos y despreciados... ¿Verdad que ya sólo por eso se les puede dar cariño?<br />
Cuando llegan a un pueblo, como aquí, los metéis en la cárcel, les pegáis, hacéis<br />
que se marchen... Y en el siguiente pueblo lo mismo. ¿Te gustaría a ti ser<br />
“húngaro”, di, te gustaría dejar tu casa, tus fincas, tu mujer, este despacho...<br />
para irte por ahí, para sentirte acorralado de temor y de odio, para ver que no te<br />
dejaban ser un hombre como los demás?<br />
-Ellos no trabajan, no quieren...<br />
-¿Qué importa el trabajo? Hacen cestos, venden y compran, divierten a los<br />
niños con su mono y con el oso Nicolás, bailan en las calles, dicen la<br />
buenaventura, van y vienen... Y después de todo, ¿qué trabajas tú? Vienes aquí a<br />
echar unas firmas, luego al Casino, vas de caza y te echas la siesta.<br />
-Yo... Yo soy el alcalde y... la justicia...<br />
-Tú sabes que aquí no hay justicia. Si la hubiera, tú no serías alcalde.<br />
Sebastián permanecía sentado, lleno de fatiga y de lástima de sí mismo. Sus<br />
ojos miraron hacia la torre, donde las cigüeñas tableteaban con sus largos picos<br />
entre la algarabía de los vencejos. Oía, lejana, la voz de Tiberio, como si le llegase<br />
del fondo impalpable de un sueño, de un recuerdo, de lo que una vez fue en su<br />
alma la vaga intuición de lo que el mundo debía ser:<br />
-...Todo el mundo es suyo. Duermen junto a los ríos, bajo los álamos negros y<br />
los chopos de plata, junto al rumor del agua que se va y que siempre es la misma.<br />
Tienen el techo de las nubes, las paredes del viento y el aire de las adelfas. Tienen<br />
su alma y su Ángel de la Guarda y su rincón en el cielo esperándoles. Son buenos<br />
y malos, como nosotros, pero dan lo que tienen: la lluvia, el hielo, el sol y la<br />
noche.<br />
Casi había oscurecido. Desde la penumbra hablaba Tiberio; sólo se veía el<br />
brillo de los ojos clavados sobre el techo azul, como si traspasasen los tejados y<br />
sonrieran a los ángeles jinetes de nubes.<br />
Sonaron unos golpes en la puerta, era el secretario<br />
-Aquí están los chicos de Marcelino. Traen unas gallinas.<br />
Sebastián parpadeó como si despertase:<br />
-Que se las lleven otra vez. Y avisa al alguacil que ponga en libertad a los<br />
gitanos.<br />
Se volvió a Tiberio un poco torvo:<br />
-¿Quieres que les dé una paliza a Salvador y Antonino?<br />
-No -sonrió Tiberio-. Sólo procura que sean menos brutos. Y que les limpien<br />
los uniformes; están hechos una guarrería.<br />
El muchacho se puso en pie. Ya en la puerta se volvió con una sonrisa llena<br />
de paz. Aquella paz se quedó en el alma del alcalde, en sus ojos sin violencia y sin<br />
sangre, en sus manos tranquilas y tímidas que alisaban ahora los papeles que<br />
antes arrugaron. Aquella paz bajaba a los ojos de Tiberio y al alma del alcalde
26<br />
desde la terminación gloriosa de las estrellas, que ya habían prendido su<br />
misteriosa luz en la sombra de Dios.
DE CÓMO TIBERIO QUISO SER INGENIERO<br />
Cuando a Tiberio le cortaron las melenas como a un perro de aguas y se le<br />
sombreó el bozo con la naciente inquietud de una oscura pelusa de melón, el<br />
señor Marcelino empezó a pensar en el porvenir del muchacho. El tendero le daba<br />
vueltas en su cabeza -pocas vueltas, supuestas las reducidas dimensiones<br />
craneanas del señor Marcelino- al futuro profesional de Tiberio y le habló de ello a<br />
la tía Evelina, que era hermana de su mujer y tenía una pierna hecha cisco por la<br />
trombosis:<br />
-Mira, Marcelino; te pongas como te pongas, el chico tiene que ser<br />
diplomático, que eso viste mucho. Además, los diplomáticos llevan siempre cuello<br />
de pajarita y al chico siempre le han gustado mucho los gorriones.<br />
-No me jeringues, Evelina; si le hacemos eso al chico no puede volver al<br />
pueblo. Lo apedrean.<br />
-¡Ya te estás poniendo burro! Bueno, pues que estudie para arquitecto.<br />
-Bah, para eso aparejador, que gana tanto como un arquitecto y siempre se<br />
“pega” algo.<br />
A todo esto, el chico no manifestaba especial interés por ningún futuro<br />
profesional determinado. A Tiberio sólo le gustaba ver podar las madreselvas a<br />
Evaristo, silbar a la veleta de la torre y acariciar a los perros con sarna. Porque<br />
Tiberio quería mucho a los perros sin dueño, esos que aúllan en los umbrales de<br />
las casas funerarias cuando la segadora de sueños les acaricia a contrapelo las<br />
crines erizadas.<br />
-¿Sabes, Tiberio? -le dijo un día el juez que presumía de conocer los filósofos<br />
alemanes y que había veraneado el año 27 en Cestona-. Un filósofo que se<br />
llamaba Nietzsche, decía: “Yo he descubierto un nombre para mi dolor: le llamo<br />
Perro”.<br />
-¡Ah, sí? ¿No fue él mismo quien dijo: “Yo he salido de la casa de los sabios<br />
dando un portazo”?<br />
-¡Tiberio! -se asombró el leguleyo-. ¿Cómo sabes tú eso?<br />
-Creo que me lo dijo usted una vez -contestó Tiberio con sencillez.<br />
Y luego, pasando la mano sobre el lomo de un chucho lleno de pústulas,<br />
agregó:<br />
-Yo a este perro le llamaría Dolor.<br />
Por eso, cuando la tía Evelina hizo un mohín de asquito al oír lo de los peritos<br />
aparejadores, el señor Marcelino propuso, rascándose con la uña el sarro de una<br />
muela:<br />
-Pues nada, le hacemos veterinario y no hay más que hablar. Ya que para la<br />
tienda no sirve...<br />
-¡Capaz serías de hacerle tendero como el monstruo de su padre o como los<br />
burros cebados de Eufrasio y Antolín!<br />
-¡No me llames monstruo! ¡Siempre has de mentarme ese mote!<br />
El breve consejo de familia, al que asistían con cara de sueño los dos “burros<br />
cebados”, se interrumpió al entrar Tiberio:<br />
-Ven acá, tú -le gritó el padre.<br />
-¡Cuidado que eres ordinario! -refunfuñó la tía Evelina-. ¿Por qué has de<br />
llamarle de “tú”?<br />
-¿Pues cómo quieres? -se asombró el tendero-, ¿de usted?<br />
27
28<br />
-No; tiene un nombre que se lo puse yo, que para eso soy su madrina de pila.<br />
Ven acá, hijo. Pero, ¿qué traes ahí?<br />
-Tres piedras blancas y una espiga, tía. ¿No sabes que la espiga tiene la crin<br />
larga y afilada para peinar al viento? Mira, mira, oculta sus granos como una<br />
clueca a sus polluelos. La espiga es santa, tía Evelina.<br />
-Claro que sí, hijo. Pero, ¿y esas piedras, qué son?<br />
-Sólo tres piedras; se hicieron blancas y suaves en el río, gastando las rocas<br />
de las orillas, frenando la rapidez de la corriente. Son los dientes del agua para<br />
moler el trigo y los sueños de los niños chiquitos que duermen poco. Mira,<br />
parecen terrones de azúcar, copos de nieve, vedijas de cordero lechal...<br />
La tía Evelina parpadeó atontada.<br />
-Bueno, luego nos cuentas eso. Ahora escucha, hijo; yo no quiero que seas un<br />
tendero.<br />
-Yo no tengo alma de tendero, tía.<br />
-Ya lo sé -gritó triunfal la tía Evelina-, es la pila que se te ha pegado. Yo y tu<br />
padre hablábamos de tu porvenir. Quiero que estudies una carrera; los gastos<br />
son de mi cuenta. ¿Tú quieres ser arquitecto?<br />
Tiberio quedó pensativo. Luego exclamó con una sonrisa:<br />
-¡Lo siento, tía Evelina, pero no, no puedo!<br />
-¿No puedes?<br />
-No; me gustaría hacer una catedral a don Tomás, pero como luego no podría<br />
nombrarle obispo .... ¿para qué? Además yo creo que a don Tomás le gusta<br />
nuestra iglesia tal como es.<br />
Tía Evelina se sonó la nariz mientras el señor Marcelino chillaba mirando<br />
hacia el techo:<br />
-Entonces, ¿qué quieres ser?, ¡anda, dilo!<br />
-Pues yo, padre, quisiera ser ingeniero.<br />
-¿Ingeniero?<br />
-Pues mira -sonrió la tía-, eso no me parece mal. ¿Qué clase de ingeniero<br />
quieres ser, Tiberio? ¿De caminos, canales y puertos? ¿Industrial? ¿Naval? ¿De<br />
minas?<br />
-No, tía -los ojos de Tiberio buscaron la luz azul de la ventana como dos<br />
pájaros soñadores y alegres-. Yo quiero ser ingeniero de Jardines y Arroyos.<br />
El señor Marcelino, que estaba metiéndose entre pecho y espalda su buena<br />
frasca de tinto de sobremesa, creyó atragantarse:<br />
-¿Ingeniero de qué? -aulló, tosiendo.<br />
-De Jardines y Arroyos, padre.<br />
-Bueno, que me maten si te entiendo.<br />
-¿Cómo pretendes entender tú al niño? -gritó furiosa su cuñada-. ¡Déjame a<br />
mí! Oye, hijo, si no me he vuelto tenienta, he entendido que quieres ser ingeniero<br />
de Jardines y Arroyos.<br />
-Sí, tía.<br />
-Pero esa carrera no existe, hijito.<br />
-No creo que eso importe mucho -meditó Tiberio. Y añadió alegre-: ¿Existen,<br />
acaso, las carreras de Tañedor de Vientos, Técnico de Canarios y Hormigas,<br />
Empresario de Gaviotas o Virtuoso de Campanas?<br />
-Me parece que se me fue la mano -suspiró el tendero contemplando la frasca<br />
de vino casi vacía.<br />
-Pero es que tú debes hacer una carrera práctica... -sugirió débilmente la tía.
29<br />
-¿Carrera práctica? -Tiberio se asombró-. ¿Para qué, tía?<br />
-Pues... para ganar dinero.<br />
-¿Para qué quiero dinero?<br />
-Para... para comprar cosas...<br />
-No necesito nada.<br />
-Bueno, y para ser útil a los demás, al mundo y...<br />
Tiberio denegó sonriente:<br />
-Tía, tu mundo está lleno de gentes que saben construir un ferrocarril o un<br />
barco, desarrollar la Química Inorgánica enterita o escribir un libro de Historia.<br />
Lo que el mundo necesita, tía, es un buen ingeniero de Jardines y Arroyos.<br />
-Pues Evaristo...<br />
-Evaristo es un capataz de la Jardinería. No, no es eso. Te lo explicaré para<br />
que lo entiendas: ¿No has pensado nunca en lo útil que sería para ese mundo<br />
tuyo plantar un jardín en la rebotica de don Herminio, desviar un arroyo por la<br />
puerta de “Chicha y Pan”, sembrar una violeta en el yunque del herrero o llevar<br />
un poco de agua fresca y limpia, de agua cantarina y alegre, al alma roja y triste<br />
de mis hermanos Eufrasio y Antolín?<br />
-Bueno, yo me voy a acostar -gimió el señor Marcelino, que había escuchado a<br />
Tiberio con la boca abierta y que ya le volvía el flato.<br />
-Espera, no seas mostrenco. Tienes razón, hijo. A tus hermanos les está<br />
haciendo falta el agua; el agua y el jabón, por supuesto. Sí, y a don Herminio un<br />
jardín a ver si no huele a yodoformo, y a “Chicha y Pan” otro arroyo, pero con un<br />
estropajo de alambre nuevecito. Está bien, hijo; sé ingeniero de esos. ¿Te enteras,<br />
tú? -desafió a su cuñado-. El chico será lo que le dé la gana, que para eso es mi<br />
heredero y ya sabes que tengo unos cuantos duros en el colchón.<br />
-Gracias, tía Evelina -sonrió Tiberio.<br />
Y se fue a la calle sonando las tres piedras blancas entre sus manecitas<br />
ahuecadas, mientras la tía buscaba su enlutada toquilla y el señor Marcelino<br />
desahogaba su borrachera y su tiniebla mental, a mamporro limpio, sobre las<br />
estoicas espaldas de Eufrasio y Antolín.
LOS DOS IGUALES<br />
Antolín tenía un año más que Eufrasio y dos más que Tiberio. Eufrasio tenía<br />
un año más que Tiberio y uno menos que Antolín. Tiberio tenía, por tanto, si las<br />
matemáticas no son un camelo, un año menos que Eufrasio y dos menos que<br />
Antolín. A ver, ¿cuántos años tenía cada uno?<br />
El señor Marcelino no estaba seguro de los años que tenía, porque era<br />
bastante bestia y no sabía contar más que hasta veintitrés. Por extraño que<br />
parezca, Eufrasio y Antolín sabían contar hasta treinta y siete, y este<br />
conocimiento bastó numerosas veces para que su señor padre no les terminara<br />
de romper las costillas; le eran muy útiles en la tienda, sobre todo cuando la<br />
mujer de Romualdo, el peón caminero y padre de familia numerosa, iba a “La<br />
Caña de Azúcar” por el suministro de la semana.<br />
Eufrasio y Antolín parecían los dos iguales; iguales de altos, iguales los<br />
guardapolvos grises, iguales de bizquera o iguales de burros. Hasta que tuvieron<br />
diez años fueron a la escuela de don Ganimedes, que empleó con ellos toda la<br />
solicitud y la reciedumbre de su popular “procedimiento pedagógico”... Pero a los<br />
diez años, alarmado ante la creciente bestialidad de sus vástagos, el señor<br />
Marcelino los sacó de la escuela y los echó a la tienda.<br />
Tiberio quería sinceramente a aquellos dos besugos. Les ayudaba cuanto<br />
podía, les libraba frecuentemente de las alcohólicas iras paternas y se esforzaba<br />
por espabilarlos.<br />
-Vamos a ver, vosotros, ¿por qué andáis siempre de pedrea con los del<br />
Perchel?<br />
-Porque dicen que son más brutos que nosotros -respondían a dúo aquellas<br />
dos tiernas criaturas.<br />
Un día, Tiberio trató de enseñarles a lavarse los dientes. A los aullidos de los<br />
dos muchachos acudió el señor Marcelino.<br />
-¿Qué pasa aquí, qué jaleo es éste?<br />
-Les enseño a lavarse los dientes, padre. Tienen microbios -contestó Tiberio<br />
que se había arremangado la chaqueta y blandía un cepillo en cada mano.<br />
-¡Lavarse los dientes, lavarse los dientes! -gruñó el tendero-. ¡Déjalos, no me<br />
los eches a perder! Si acaso, enséñales a contar hasta treinta y ocho; la mujer de<br />
Romualdo va a tener otro crío.<br />
Tiberio suspiraba, movía la cabeza pensativo y les ponía una hoja de lechuga<br />
a los grillos.<br />
Los domingos, Eufrasio y Antolín se ponían sus trajecitos de cuadros y<br />
después de misa se estaban toda la mañana en la esquina de Urbano, que tenía<br />
un bar y un altavoz que repetía constantemente el tango “Silencio en la noche”.<br />
En torno suyo, los hombres hablaban del ateísmo del herrero, de los gajes de la<br />
autoridad municipal o de lo guapota que se estaba poniendo la Felipa.<br />
Eufrasio y Antolín, inmóviles, bizcos y con la cabeza inclinada en el mismo<br />
ángulo geométrico; con sus trajes de cuadros, las camisas limpias y las bocas<br />
abiertas, soñaban con horizontes de caramelo y cacerías de enormes lagartos<br />
dormidos al sol.<br />
Entonces llegaba Tiberio:<br />
-¿Miráis las nubes? ¡Mirad aquélla, parece una espada sobre el campanario!<br />
Cada nube -decía estático- es una palabra sin principio, es un color que está<br />
naciendo.<br />
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31<br />
-Hay murciélagos en el campanario -decía mecánicamente Antolín.<br />
-El otro día los emborrachamos con un cigarillo -subrayaba Eufrasio.<br />
Tiberio se desesperaba:<br />
-¿Habéis puesto el oído junto a las <strong>campanas</strong>? Se oye al viento gritar en los<br />
pinares. Y se oye el mar, como en un caracol. Y todo el mundo rebota en la<br />
campana. Hasta los ecos de los niños muertos.<br />
-Si se pone una boina en la campana y se le da un porrazo con un martillo, la<br />
campana se rompe -se obstinaba Eufrasio.<br />
Y Antolín añadía con ojos de sueño, como su hermano:<br />
-Me gustaría tirar la campana a la plaza. ¡Al que pillase debajo lo<br />
espachurraba!<br />
Tiberio tenía en su cuarto -que compartía con sus dos hermanos- una caja de<br />
cartón que guardaba bajo el catre. Allí escondía sus tesoros. Exquisitas pirámides<br />
de cuarzo violeta, hojas de esparraguera, un trébol de seis hojas, hormigas rojas y<br />
mariquitas de San Antonio, que luego soltaba. Un día Eufrasio y Antolín le<br />
abrieron la caja y echaron un abejorro a las hormigas. El abejorro había entrado<br />
en el cuarto atontado del calor agosteño de la siesta, deslumbrado de sol, y<br />
Antolín le acertó con un manotazo. Luego lo echaron en la caja y se sentaron a<br />
ver la apasionante lucha del himenóptero con los hemípteros, como diría don<br />
Ganimedes.<br />
El abejorro trataba inútilmente de subir los satinados muros de cartón,<br />
aterrado ante el salvaje ataque de las hormigas, que le mordían rabiosas. Los<br />
espectadores terciaban a favor de los hemípteros, estorbando con un palillo de<br />
tarama la huida del abejorro, cuidando de no introducir en la caja sus dedos para<br />
librarlos de las dolorosas picaduras de las hormigas.<br />
Así los sorprendió Tiberio, que había ido en plena siesta a contemplar la<br />
caritativa labor hidráulica de Evaristo en su parque.<br />
Eufrasio y Antolín sintieron que un huracán los envolvía; gritaron,<br />
extendieron sus manos implorantes y las llevaron luego a sus ardientes mejillas.<br />
Y se encontraron panza arriba, derrumbados sobre las baldosas, mientras Tiberio<br />
recogía las hormigas dispersas y colocaba sobre el alféizar de la ventana al<br />
deprimido abejorro.<br />
El señor Marcelino acudió en calzoncillos, rugiendo con el furor de su siesta<br />
interrumpida:<br />
-¿Qué es eso? ¿Quién grita? ¿Es que no me vais a respetar la siesta? ¡Si cojo<br />
una estaca os deslomo!<br />
Luego se detuvo:<br />
-¿Qué hacéis vosotros en el suelo?<br />
-Él nos pegó -susurró temblando Antolín.<br />
-¿Él? -abrió los ojos el tendero. No le cabía en la cabeza que Tiberio, un<br />
alfeñique, pegase a sus dos vástagos, mayores y más fuertes, y que encima se<br />
aguantasen.<br />
-Echaron el abejorro a las hormigas -contestó Tiberio tranquilamente,<br />
cerrando con la tapa su caja de cartón.<br />
-¡Bueno, y qué! ¡Eso no es para pegar a nadie!<br />
Levantó Tiberio su mirada enternecida, su voz paciente y cariñosa:<br />
-No lo entiendes, padre. Tú eres un hombre de Cromagnon.<br />
-¿Queeeé...?
32<br />
En un rincón gimoteaban Eufrasio y Antolín. Sabían que cada discurso de<br />
Tiberio a su padre acababa en paliza para ellos.<br />
-¡Bestias, cafres! -rugió, efectivamente, el señor Marcelino, echándose mano al<br />
cinturón sin acordarse de que no lo llevaba. Pero Tiberio estaba ante él, suave y<br />
enérgico.<br />
-No les pegues. ¿Te pegó alguien a ti cuando sacaste los ojos a un canario<br />
para que cantase mejor? Yo sentí cómo se quejaban los pájaros de todo el mundo.<br />
-¡Quítate de en medio! ¡Voy a desintegrarlos!<br />
-No. Vete a tu marasmo.<br />
El señor Marcelino se mordía un puño; con el otro se sujetaba los calzoncillos.<br />
Luego dio media vuelta sin rechistar y se fue a su cuarto a tumbarse, rechinando<br />
los dientes, en la cama.<br />
Eufrasio y Antolín contemplaban a Tiberio con muda admiración, como a un<br />
Dios salvador.<br />
-Venga; a dormir la siesta -ordenó mansamente el libertador. Y mientras los<br />
dos chicos obedecían en silencio, Tiberio se fue a la calle, a ver si había<br />
suertecilla y pasaba un perro sarnoso al que acariciar el lomo pestilente. Llevaba<br />
ya la íntima convicción de que era inútil sembrar una nube en el cerebro<br />
enmohecido de Eufrasio y Antolín.
SAN ANDRÉS Y TIBERIO HACEN UN MILAGRO<br />
Como es la fiesta del pueblo, la gente se ha puesto la ropa de los domingos y<br />
las madres han lavado con estropajo las orejas de sus chicos. Los lagartos se<br />
asoman al sol de los huertos con sus verdes libreas de lacayos antiguos y sestean<br />
en paz, sin el temor de las pedradas ni de los ganchos con punta en arpón. Los<br />
chicos van en la procesión de San Andrés, hinchadas las cabezas a fuerza de<br />
lendreras y coscorrones, con los bolsillos llenos de vidrio de botellas rotas,<br />
bolindres, tapas de cajas de cerillas y pedazos de cuerda.<br />
Tiberio está en la torre, vibrante de <strong>campanas</strong>, con dos escarabajos y todo el<br />
horizonte para sí. Desde la torre ve el trajín del pueblo, los chicos que corren, los<br />
rostros gesticulantes de los vendedores de cristiones y floretas, perrunillas y<br />
huesos de santo. Benito, el sacristán, auxiliado por dos monaguillos, se desgañita<br />
tratando de organizar a las mujeres para la procesión. Tiberio las ve desde arriba<br />
y se ríe; las ve ir y venir, atolondradas, con sus zapatos de tacón alto y sus trajes<br />
de satén negro, sus velos y sus lentos y desmañados andares, azoradas ante los<br />
gritos del sacristán, incapaces de formarse como él quiere, en dos filas, porque<br />
todas quieren ver la salida del santo seguido del alcalde, con su bastón municipal<br />
y sus orondos concejales. Y como ninguna quiere perderse el espectáculo, todas<br />
se agolpan estúpidamente ante la puerta de la iglesia. Hasta que sale don Tomás,<br />
y las filas, indecisas, se reagrupan y comienzan a andar calle arriba.<br />
Tiberio se ríe de estas buenas mujeres, tan atolondradas, sí; pero... tan<br />
dulces, tan sencillas, tan madrazas...<br />
Escarabajo Martín,<br />
échate a volar,<br />
que los hijos de tu casa<br />
te quieren matar.<br />
El cuchillo está en la mesa<br />
“pa” cortarte la cabeza;<br />
el cuchillo, en el cajón<br />
“pa” cortarte el corazón.<br />
Tiberio les canta esta absurda melopea a sus dos escarabajos. Y cuando<br />
termina el último verso, los escarabajos levantan sus élitros, asoman sus alas<br />
membranosas y amarillentas y emprenden su vuelo bordoneante y rectilíneo. El<br />
conjuro no falla nunca.<br />
Tiberio, que conoce las Florecillas de San Francisco -¡cuántas veces se las<br />
habrá contado don Tomás!-, se extraña siempre de que no se hable allí del<br />
hermano escarabajo. A Tiberio le inspiran un gran amor estos negros insectos, los<br />
últimos en la escala animal, los más despreciados, que tanta repugnancia<br />
producen a la gente; a los chicos les gustan los escarabajos; les atan un papelito<br />
de seda a una pata con un hilo y les cantan el Escarabajo Martín. ¡Y qué bien<br />
vuelan con su lastre como una cometa! El maestro dice que los escarabajos son<br />
muy útiles para la agricultura, la industria y el comercio.<br />
Tiberio baja la escalera de caracol que da al coro y se cruza con los<br />
muchachos que suben a tocar las <strong>campanas</strong>.<br />
-¡Tiberio, ven con nosotros!<br />
Tiberio deniega con una sonrisa y sigue bajando, mientras comienzan a<br />
voltear las <strong>campanas</strong> y el señor Felipe, adormilado, pulsa las carcomidas y<br />
amarillentas teclas del viejo órgano con las primeras notas del Cantemos al Amor<br />
33
34<br />
de los amores, que es lo único que se sabe bien el señor Felipe. Dos muchachos<br />
dan al manubrio del fuelle, ese asmático fuelle, pulmón del viejo instrumento, al<br />
que le han rejuvenecido la semana pasada, que vino un alemán a arreglarlo. Ha<br />
sido un acontecimiento; el día que se inauguró el órgano restaurado vino mucha<br />
gente a oírlo. Hasta don Higinio, que era abogado y ateo y padecía de cólicos<br />
biliares. Claro que don Higinio vino por dos cosas: primero, porque habían<br />
anunciado el acto con octavillas como “concierto de música sacra”, y don Higinio<br />
era el intelectual del pueblo y presumía de hombre liberal y amante de las bellas<br />
artes y de otras bellas; y segundo, porque Tiberio le había dicho que fuese.<br />
Tenía gracia el pánico de don Higinio por Tiberio. Sobre todo, desde aquel día<br />
cuando el abogado estaba discurseando en el Casino y echando pestes de los<br />
curas. Tiberio habrá entrado allí -el camarero le daba azucarillos y oyó la voz<br />
campanuda de don Higinio:<br />
-¡Todo eso son pamplinas, pamplinas y pamplinas! ¡Y vosotros, unos<br />
zopencos! ¡Pero, hombre, hablar de Dios, y de la Iglesia, y de los milagros, a estas<br />
alturas! ¡En pleno siglo veinte, después de Robespierre y Flammarion!<br />
Hizo una pausa, y vio a Tiberio, que escuchaba en la puerta con ojos<br />
asombrados.<br />
-¡Ese, ese chico! ¡Ven acá! ¿Creéis vosotros que a este chico le ha hecho Dios?<br />
Lo hubiese hecho inteligente, y no tonto. ¡Bah, bah! Todos sabéis que este<br />
muchacho es hijo de Marcelino, el tendero, un borracho, un desgraciado<br />
alcohólico. ¿Y a mí? ¿También me ha hecho Dios a mí? Eh, chico; contesta tú.<br />
¿Me ha hecho Dios a mí?<br />
Tiberio sonrió graciosamente:<br />
-Pues .... aunque no lo parece, sí, señor.<br />
-¿Cómo que no lo parece?<br />
-Bueno; se le fue la mano en el barro. A usted lo hizo de posos.<br />
-¡A mí me hizo mi padre! -bramó don Higinio entre las risotadas de los<br />
contertulios-, Mi padre, que era un hombre libre.<br />
-Su padre de usted era alpargatero -sugirió Tiberio, deslumbrante.<br />
¡Madre mía, la que se armó! El juez se desternillaba:<br />
-¡Entonces tú eres una alpargata!<br />
Don Higinio se levantó dando bufidos y salió con un portazo, y Tiberio se<br />
encontró con las manos llenas de azucarillos, mientras todos le daban golpecitos<br />
en el pescuezo.<br />
Desde entonces don Higinio le huía a Tiberio. Y la semana pasada, cuando lo<br />
del concierto de órgano, el niño fue a casa del incrédulo oficial del pueblo; porque<br />
casi todos los pueblos tienen incrédulo oficial, lo mismo que tonto municipal,<br />
perenne invitado a toda manifestación pública: entierros, bodas, funerales...; de<br />
igual manera, el incrédulo oficial es el encargado de recibir y agasajar al diputado<br />
socialista de turno.<br />
Tiberio fue a casa del abogado con una octavilla:<br />
-Don Higinio, mañana se estrena el órgano y hay un concierto. ¡A ver si va<br />
usted por la iglesia, que ya está bien!<br />
El abogado pasó por alto la indirecta, movió las peludas cejas, un poco mosca,<br />
y luego miró el papel.<br />
-¡Ah, Bach! ¡Ah, Haendel! ¡Ah, Franz Lehar! ¡Ah, buen concierto!<br />
-Le guardaré un sitio, don Higinio.
35<br />
El ateo fue a soltar un exabrupto, pero la mirada dulcísima de Tiberio le<br />
detuvo. Eran unos ojos suaves, sonrientes y humildes; unos ojos fascinantes que<br />
se hundían dentro de los ojos de don Higinio. De repente, el hombre se sintió<br />
trémulo, azorado; aquellos ojos parecían taladrarle, como si le desnudaran, como<br />
si ante ellos fuese inútil su cinismo y el niño estuviese viendo toda su pobre<br />
carroña enferma y decrépita, su putrefacta vesícula biliar y su alma sucia, como<br />
la bata del farmacéutico.<br />
Don Higinio se abrochó la chaqueta nervioso; pero no, aquellos ojos que<br />
estaban viendo su miserable verdad no expresaban asco ni repulsión, sino<br />
ternura. Y el hombre sintió una infinita gratitud por aquel niño que no se<br />
estremecía ante su miseria moral. Puso la mano en la cabeza de Tiberio y<br />
murmuró con los ojos húmedos, con la voz húmeda de vergüenzas y pudores:<br />
-Gracias, hijo. Guárdame el sitio; sí, iré.<br />
Aquella misma tarde, cuando Tiberio se lo contó a don Tomás, el cura se<br />
estremeció de alegría.<br />
-¿Que va a venir don Higinio? ¡Gracias, San Andrés, gracias por este milagro,<br />
por esta ovejita rebelde, la única que se resistía al trabajo de este pobre pastor de<br />
almas! Pero... ¡si no acabo de creerlo!, ¡veinticinco años hace que no entra en esta<br />
casa, en la casa de Dios, que también es suya! ¡Bendito San Andrés, bendito<br />
concierto, bendito órgano y benditos dos mil duros de mi alma que vale el arreglo!<br />
¡Y bendito tú, Tiberio, ángel mío! ¡Ah, cuán misteriosos tus caminos, Señor...!<br />
Tiberio recuerda estas cosas apoyado en la balaustrada del coro, mientras el<br />
señor Felipe entona por undécima vez con tono nasal:<br />
Bendito sea el Señooor,<br />
Dios estáááá aquííí...<br />
Venid, adoradooores,<br />
adoreeeemos...<br />
Menos mal que ya sale la procesión. San Andrés, la mar de guapo con las<br />
mejores rosas de Evaristo, con los mejores lirios de la tía Evelina, sostiene su<br />
aspada cruz sobre las andas; cuatro mozos bien plantados llevan los varales.<br />
Detrás, va el cura revestido; detrás, el alcalde con el traje azul marino de la boda,<br />
bien oloroso a gasolina, y su bastón de mando, rodeado de la plana mayor de<br />
ediles, todos muy bien pinchados y orondos; siguen el juez, el boticario, el<br />
teniente de los civiles, los “guindillas”, Evaristo y toda la crema social del pueblo.<br />
Arriba, las <strong>campanas</strong> gimen locas su alboroto de prodigiosos bronces,<br />
mientras Felipe vuelve a la carga:<br />
...a Cristo Redentoor...<br />
Gloriaaa a Cristooo Jesúúúús<br />
El litúrgico cortejo pasa bajo el coro. Y don Tomás, que se sacude los chicos a<br />
manotazos, eleva sus ojos sonrientes a Tiberio y le hace una vaga seña de<br />
complicidad.<br />
Es que detrás del alcalde, y sus edecanes, junto al juez de Primera Instancia e<br />
Instrucción, con un flamante traje nuevo y sin cara de cólico biliar, al revés, con<br />
cara de hombre tranquilo, va... don Higinio, ex incrédulo oficial de la población.
“SENCILLO”<br />
Tiberio tenía también un Ángel de la Guarda. El Ángel de Tiberio era blanco y<br />
suave, inocente y sabio, profundo y cercano; un ángel bello y pluscuamperfecto. A<br />
veces se hacía visible sólo para Tiberio, y dialogaba con él:<br />
-¿Cómo te llamas? -le preguntó un día Tiberio.<br />
-Soy un Ángel, tu Ángel simplemente. Pero puedes llamarme como quieras.<br />
-Entonces te llamaré “Sencillo”. Porque todo es sencillo contigo y en ti. ¿Te<br />
parece bien el nombre?<br />
-Bueno.<br />
Don Ganimedes preguntó al chico una vez, asombrado ante aquellas<br />
respuestas que su agotado y rígido cerebro no entendía:<br />
-Tú, Tiberio... ¿has estudiado tú algo? ¿Quién te enseñó a leer, a escribir, la<br />
Geografía y la Botánica...?<br />
-Él, don Ganimedes: “Sencillo”.<br />
-¿Cómo?<br />
-Si; el Ángel.<br />
Don Gani, estupefacto, abría un tomazo de Pedagogía Fundamental; pero ni<br />
por ésas: aquel niño seguía siendo un misterio para el pedagogo.<br />
Mas el chico no mentía. Todo su saber -y Tiberio lo sabía todo, excepto el mal-<br />
le venía de “Sencillo”. No es que el Ángel le enseñase; es que la sabiduría del<br />
espíritu se le pasaba a Tiberio como el agua en los vasos comunicantes de don<br />
Ganimedes.<br />
Tiberio y “Sencillo” se veían en cualquier sitio. En el fondo oscuro de la iglesia<br />
solitaria -¡cómo brillaba entonces el rostro del Ángel!-, en el campanario o por la<br />
tarde en las Eras Nuevas, cuando piaban los últimos pájaros y desfilaban<br />
perezosos los carritos de los huertanos, las cuadrillas de segadores y las cabras<br />
del Concejo.<br />
“Sencillo” surgía siempre bruscamente de un poco de sombra, de un poco de<br />
aire, de un poco de nada. Venía siempre como cabalgando sobre una sonrisa. Y<br />
cuando él llegaba el mundo exterior palidecía en torno.<br />
-Óyeme, “Sencillo” -dijo una vez el muchacho con tono pensativo mientras<br />
mordisqueaba una margarita-. Todavía hay algo que no sé... Verás; yo me veo<br />
distinto, extraño entre este mundo que me rodea, lejano de todos; yo les<br />
comprendo a ellos, a mi padre y al boticario, a la Alfonsa y al herrero. Pero ellos a<br />
mí, no. ¿Por qué es eso? ¿Y por qué advierto esa paz desconocida cuando me<br />
siento con “Chicha y Pan” en su puerta, mientras el morgaño persigue las moscas<br />
en la ventana?<br />
Sonrió el Ángel y, doblando su túnica, se sentó junto a Tiberio sobre la hierba<br />
brillante de luciérnagas.<br />
-Escucha. Imagínate... que un artista, un maravilloso y genial artista, tiene su<br />
estudio lleno de estatuas. No las vende, las guarda para sí, para recreo de sus<br />
ojos y satisfacción de su arte. Pero el artista hace otras estatuas para venderlas,<br />
para que adornen los palacios y las calles, los jardines y las montañas. Son<br />
estatuas mucho menos bellas que las que él se reserva. Y un día... no por<br />
descuido, por alguna razón que él sólo sabe en su genial inteligencia, permite que<br />
el hombre que iba a recoger uno de aquellos encargos, de aquellas obras<br />
inferiores, se lleva una de las prodigiosas estatuas que el creador reservaba para<br />
sí...<br />
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37<br />
Tiberio extendió la mano, cubierta de verdosas luciérnagas fosforescentes:<br />
-Entonces... ¿ésta es la explicación...?<br />
El Ángel se rió con misterio. Y el atardecer se cuajó milagrosamente de<br />
estrellas:<br />
-¡Oh, no! Es una explicación..., puede serla... ¿Cómo podríamos penetrar en el<br />
pensamiento de aquel artista? Él se reservó la gran razón de su obra; es su<br />
secreto. Pero tú, que no eres Hombre, tampoco eres Ángel. Y muchas cosas sólo<br />
las conocerás cuando descubras el Silencio.<br />
-Ya lo hice.<br />
-No; ese silencio está lleno de tu voz. Hay otro Silencio que sólo se descubre<br />
una vez.<br />
Pero “Sencillo” y Tiberio raramente hablaban de estas cuestiones; aquello fue<br />
una excepción. Normalmente, “Sencillo” le contaba cosas; él había sido Ángel<br />
Guardián de un niño egipcio, de un pastor etrusco, de un patricio romano, de<br />
una dama griega, de Hesíodo, de un guerrero germánico, de Recaredo, de un<br />
negro pamúe, de don Juan I de Castilla, de un aventurero extremeño, de<br />
Ghirlandaio, de un soldado colombiano...<br />
Otras veces, “Sencillo” callaba mientras Tiberio, asomado a las pupilas del<br />
Ángel, veía el pasado y el presente del mundo. El futuro, no; cuando quería verlo,<br />
los párpados materiales del Ángel caían lentamente y Tiberio apenas llegaba a ver<br />
un difuso conjunto de manos crispadas y voces, de humo y de ruido, de rostros<br />
sin facciones y melodías sin variación.<br />
-¿Por qué no puedo ver el futuro?<br />
-Ya te lo dije; ése es el Gran Secreto.<br />
-Me gustaría saber el futuro de “Chicha y Pan”.<br />
-Oh, no te inquietes. ¿No viste su alma?<br />
-Sí, es blanca, enteramente blanca.<br />
-Entonces...<br />
-Pero aquí, en el mundo...<br />
-¿Qué importa el mundo? Tu amigo no sabrá nunca lo que es el placer ni lo<br />
que es el dolor. Es como una nube, quieta en el cielo. El viento la lleva sobre el<br />
mar y un día la deshace en agua y la hace mar.<br />
-¿Y yo,”Sencillo”, y yo?<br />
El Ángel miraba a Tiberio con ojos sonrientes.<br />
-Siempre estaré contigo. ¿Qué puedes temer? Tú eres otra nube. Un día<br />
lloverás sobre el mar; el día que descubras el Silencio.<br />
Una tarde pasó junto a las Eras el médico nuevo. Era un joven delgadito,<br />
como un alambre, con una nuez desmesurada y ojos de cretino. Llevaba bajo el<br />
brazo un grueso volumen de Patología Quirúrgica, porque presumía de listo,<br />
aunque, en realidad, era más tonto que el que mandó asar la manteca. El médico<br />
nuevo oyó voces junto a la carretera y se acercó curioso. Entonces vio a Tiberio<br />
que hablaba solo, al parecer.<br />
-¿Y dónde van las palabras cuando se mueren?<br />
-... ... ...<br />
-Entonces ¿los álamos son adioses de la tierra al viento?<br />
El médico, que era freudiano y tenía una novia que se llamaba Rosamunda,<br />
parpadeó atónito tras los gruesos cristales de sus gafas:<br />
-¡Eh, chico!, ¡oye! ¡Sí, es a ti, a ti! ¡Ven acá!<br />
-Venga usted -murmuró Tiberio con mansedumbre.
38<br />
El galeno, que tenía un diente de oro y un tumor en el bazo con vencimiento a<br />
diez años vista, se acercó blandiendo la Patología Quirúrgica:<br />
-Tú eres Tiberio, ¿verdad?<br />
-Sí; y usted el médico nuevo.<br />
-Curioso, curioso...; ya oí hablar de ti -y el intruso adelantaba sus ojos miopes<br />
sobre Tiberio, mientras le subía y bajaba nerviosamente la nuez-. ¿Por qué hablas<br />
solo?<br />
-No hablaba solo -contestó dulcemente Tiberio-.”Sencillo” está aquí.<br />
-Extraordinario, extraordinario. Y ¿quién es ese “Sencillo”? Yo no veo a nadie.<br />
-Mi Ángel de la Guarda.<br />
-Oh, ya... Interesante, interesante. Fanatismo religioso, alucinaciones<br />
paratípicas...<br />
El Ángel se rió de nuevo y sobre los eucaliptos de las Escuelas Graduadas<br />
surgió otro lucero.<br />
-Fanatismo religioso -murmuraba el memo del médico, mientras cinco de sus<br />
leucocitos despedazaban a un bacilo de Eberth-, alucinaciones; delirio de<br />
sabiduría... Subyugante, subyugante. ¿Tienes espasmos musculares, pequeño?<br />
¿Desdoblamiento de personalidad? Bueno, bueno, no hay prisa. Escucha, ven un<br />
día de éstos por mi casa. Ya sabes, calle de Gabriel y Galán, número uno. Me<br />
llamo...<br />
-Agapito López, ha nacido en Guadalajara el veintinueve de enero de hace<br />
veintinueve años. Es usted bisiesto. Le suspendieron tres veces en Anatomía, es<br />
usted pícnico y cinco glóbulos blancos acaban de hacerle un pequeño favor devorando<br />
a un bacilo de Eberth. Pero dada su configuración cerebral, usted no se<br />
entera sino de sus nudos digestivos, de su pobreza de espíritu; nunca sabrá lo<br />
que es un milagro, a qué sabe una rosa masticada despacio o cuántos ángeles<br />
van desde la isla de Madera al Afganistán sobre aquella nube violeta.<br />
El médico abrió la boca y no dijo “mu”, porque no tenía facilidad de palabra.<br />
Luego se alejó despacio, diciendo:<br />
-¡Fascinador, fascinador! Creo que Adler habla algo de estos casos... Bueno,<br />
chico, no dejes de ir por casa cualquier día de éstos.<br />
-Siento algo raro -murmuró inquieto Tiberio.<br />
-Ten cuidado con don Agapito. Va a cambiar tu vida, pero no temas nada ni a<br />
nadie; estaré contigo -respondió el Ángel.<br />
Tiberio emprendió el camino del pueblo escoltado por “Sencillo”.<br />
Todos los búhos del mundo giraban sus ojos enloquecidos, mientras el<br />
boticario despachaba dos pesetas de alcohol a la criada del juez municipal.
TIBERIO, ACUSADO DE ESQUIZOIDE<br />
Maldito lo que Tiberio volvió a acordarse del mediquillo ni de su invitación. Se<br />
aproximaba el otoño, que era la época en que los árboles de Evaristo se ponían<br />
tristes y amarillos y el viento les arrancaba a mordiscos las hojas crujientes, que<br />
luego aprovechaba el padre de “Chicha y Pan” para mezclarlas con su tabaco de<br />
colilla. Por aquella época Tiberio andaba muy atareado con los espantapájaros.<br />
Porque Tiberio tenía, entre otros, el título de profesor de Espantapajarología;<br />
lo segundo no lo decía nunca la gente porque se les trababa la lengua.<br />
Pero sí, Tiberio era artífice de monigotes para los sembrados. Hacía<br />
gratuitamente, desde luego, todos los que le pidieran. Y se divertía mucho<br />
colocando los viejos harapos sobre el mástil torcido: una chaqueta de pana toda<br />
zurcida, unos pantalones deshilachados y un sombrero de paja con el ala<br />
mordida por alguna vaca. El secreto de los monigotes de Tiberio estaba en la<br />
cabeza.<br />
-¿Ve usted? -decía-. Ningún espantapájaros tiene cabeza. Los estorninos y los<br />
trigueros se dan cuenta y no los toman en serio. Yo les pongo cabezas con la<br />
cáscara enterita de media sandía.<br />
Pero Tiberio no confesaba su absoluta incredulidad en los espantapájaros. A<br />
veces, mientras vestía a uno escuchaba las risas de los gorriones sobre un bardal<br />
próximo.<br />
-Dios puso el trigo y Dios puso el triguero. Pues dejémoslo así. Yo no voy a<br />
corregir a Dios.<br />
Pero en alguna parte estaría escrito, digo yo, que la vida de Tiberio tenía que<br />
cambiar radicalmente. Ya lo dijo el médico nuevo, ya. Y don Agapito es de los que<br />
dicen que dos y dos son cuatro, y vaya a usted a convencerle de que asen.<br />
Uno de aquellos días, mientras Tiberio andaba ocupado en su peritaje<br />
espantapajarológico, don Agapito entró en “La Caña de Azúcar. Ultramarinos<br />
Finos”, mientras el señor Marcelino le daba palique a la criada de don Guillermo,<br />
el administrador de Correos, y le ponía la pesa de ochocientos cincuenta gramos.<br />
-Usted dirá, don Agapito.<br />
-Ya veo que me conoce usted. Hablo con el señor Marcelino, ¿verdad? Con el<br />
padre de Tiberio...<br />
Al oír el nombre de su vástago, el tendero movió las orejas precavidamente.<br />
-Sí, señor, para servirle. ¿Qué ha hecho ahora el chico? ¿Le ha dicho a usté<br />
que es un hombre de “carcañón”?<br />
-¿Cómo? ¡Ah, ya! De Cromagnon. ¿A usted se lo ha dicho? ¿Sí? Tiberio, ¿es<br />
hijo suyo, de usted?<br />
-¡Oiga! ¡Pues claro!<br />
-No, no quería molestarle. ¡Es extraordinario! Si fallan la constitución<br />
somatopsíquica heredada, es decir, el genotipo y el medio ambiente o perístasis...<br />
-el médico se pellizcaba los labios, como si estuviera abstraído-. El plasma<br />
germinativo... Claro, habría que indagar las fases psicóticas.<br />
Pero, en ese caso, esto demostraría la inconsistencia de la escuela paratípica o<br />
peristática de Signaud. Tal vez examinando la bradipragia y la braditrofia podría<br />
dilucidarse la cuestión del autismo y de la diátesis basewoidea.<br />
Don Agapito sonrió satisfecho. Le había salido de una vez sin una sola<br />
equivocación. Aquello le animó bastante.<br />
39
40<br />
-“A ver si ahora me sale lo otro” -pensó. Y preguntó al señor Marcelino, que<br />
parecía alelado-: ¿Sabe usted lo que es la personalidad?<br />
-Yo... no, no entiendo de esas cosas. Pero tengo azúcar muy fina, molida...<br />
-Pues la personalidad es un substrato biopsíquico formado por un conjunto<br />
de disposiciones genéticas y de fuerzas somáticas y psíquicas, que se<br />
metamorfosean recibiendo un sello peculiar que denominamos idiosincrasia<br />
individual, lo que separa nuestro “yo” del mundo circundante.<br />
El señor Marcelino se estaba amoscando:<br />
-Bueno, bueno, como usté diga. ¿Desea usted alguna cosa? Tengo ahí<br />
clientes.<br />
-Sí -meditó don Agapito mordiéndose una uña-. Tiberio es un esquizoide<br />
oligofrénico según la descripción de Kretschmer.<br />
El señor Marcelino se arremangó los puños de la camisa.<br />
-¡Oiga usté, doctor, a ver si tengo que mentarle a su madre! ¡Tiberio será lo<br />
que le dé la gana, y usté se calla o le pego un revés que lo espachurro! ¡Pues<br />
estaría bueno, hombre, que venga usté a mi casa a insultar a mi chico!<br />
-No se enfade usted; la oligofrenia de Tiberio no está comprobada, después de<br />
todo. El esquizoidismo es clarísimo. Y creo que se trata de un psicópata<br />
vagamundo, histérico, sin que aún pueda concretarse la función de la libido.<br />
-¡Mire usté! -rugió el señor Marcelino congestionado-. A mí no me hable en<br />
franchute ni en camelo! ¡Al pan, pan, y al vino, vino, y mejor vino que pan! ¡Y<br />
dígame si es que me está insultando o qué!<br />
Don Agapito adelantó sus ojos miopes, bizqueando tras sus cristales con<br />
nueve dioptrías:<br />
-Lo que digo es que Tiberio es un anormal, un psicópata. Debe usted llevarle a<br />
un especialista de psiquiatría.<br />
Aunque parezca mentira, el señor Marcelino sintió un escalofrío. Y después de<br />
eructar, preguntó:<br />
-¿Qué le pasa? ¿Que está malo?<br />
-Es un enfermo mental.<br />
-¿Enfermo? ¡Je! ¡Amos, ande! ¡Si es capaz de pegar a estos dos juntos!<br />
Y señalaba a Eufrasio y a Antolín, que oían la conversación sin entender ni<br />
jota.<br />
El médico nuevo se impacientó:<br />
-¡Acabemos! Para usted no hay más enfermedad que el dolor de tripas o el<br />
tifus exantemático. La enfermedad de Tiberio es de aquí, ¡de aquí!<br />
Y se golpeaba la frente con la mano izquierda, donde tenía el anillo que le<br />
regaló su novia Rosamunda, que era hija de un brigada de Intendencia.<br />
La frente del señor Marcelino se le llenó de venas gordas. Le costaba mucho<br />
trabajo pensar. Luego se quedaba hecho cisco y tenía que irse a la alcoba.<br />
-¿Quiere usté decir... quiere usté decir que... que Tiberio... que Tiberio está<br />
loco?<br />
-Bueno, no precisamente loco, pero algo parecido.<br />
-¡Ya decía yo! -movió pesadamente el tendero su cabeza rojiza-. ¡Mire usté que<br />
tirarme la escopeta al pozo, que la tuve que sacar con unas escarpias y<br />
esconderla! ¡Y no me tiembla, no me tiembla!<br />
-Pues ya lo sabe usted. Le voy a dar una tarjeta para que vea en la ciudad a<br />
un psiquiatra de parte mía.<br />
-Sí, señor -se aturulló el tendero.
41<br />
Don Agapito escribió unas líneas con su bonito lápiz cromado de cuatro<br />
colores, marca “El campeón”, sobre la tarjeta de visita, y se la tendió al señor<br />
Marcelino:<br />
-Tome. Mis honorarios son veinticinco pesetas.<br />
Indudablemente la revelación del médico había desconcertado al propietario<br />
de “La Caña de Azúcar. Ultramarinos Finos”, porque sin rechistar sacó un billete<br />
oloroso a bacalao y se lo dio a don Agapito.<br />
-“Mersi”. Buenas tardes.<br />
Cuando salía, el médico se topó en la entrada con Tiberio, que venía lleno de<br />
barro de plantar espantapájaros.<br />
-¡Hola, hombre! ¡No te preocupes! ¿Eh? ¡Ya verás cómo todo se arregla!<br />
Se le enturbiaron los ojos a Tiberio con un extraño presentimiento. Y tendió<br />
su mano, buscando en el aire la invisible mano de “Sencillo”, mientras le volvía a<br />
la mirada un agua mansa de paz.<br />
De bruces, sobre el mostrador, el señor Marcelino se hurgaba las narices,<br />
meditabundo.
SEGUNDA PARTE<br />
TIBERIO ESTÁ LOCO<br />
TIBERIO, PELIGRO SOCIAL<br />
-¡Pí! -hizo el silbato del jefe de estación.<br />
-¡Piiii! -hizo el silbato de la máquina.<br />
-¡Chas..., chas..., chas..., chas, chas, chas! -hizo el tren deslizándose sobre los<br />
rieles.<br />
Un hombre corre tras el convoy con una cesta. ¡Qué risa! Práxedes aplasta la<br />
nariz contra los cristales de las ventanas de la fonda, pero de pronto desaparece<br />
atraído por una fuerza irresistible: Alfonsa ha entrado en acción.<br />
Desde la ventanilla ve Tiberio empequeñecerse las figuras de sus hermanos<br />
Eufrasio y Antolín, enfundados en sus guardapolvos grises, y el pañuelo de la tía<br />
Evelina humedecido de lágrimas. Y ve alejarse la estampa menuda del pueblo,<br />
con las cigüeñas chascando sobre la torre, mientras un relámpago de angustia<br />
cruza sus ojos serenos. ¿Volverá alguna vez?<br />
Junto al paso a nivel del Cementerio, enfrente de las Escuelas Nuevas, la<br />
guardabarrera alza el trapo rojo que usa para limpiar los cristales, mientras el<br />
boticario y el juez esperan a cruzar las vías hablando del uranio doscientos treinta<br />
y cinco.<br />
Tiberio sale de su pueblo, apenas por vez segunda en sus diecinueve de vida.<br />
La tía Evelina le ha enfundado en un traje precioso con rayas “príncipe de galos”,<br />
que da al muchacho la sensación de estar aprisionado tras una reja.<br />
“Sencillo” viene también. Sin billete, claro. La tarde anterior le preguntó<br />
Tiberio, con una ráfaga de inquietud en la boca:<br />
-Y tú, “Sencillo”..., y tú, ¿no vendrás conmigo?<br />
-Soy como tu imagen en el espejo. Iré contigo siempre hasta tu muerte.<br />
Le brillaron curiosos los ojos a Tiberio:<br />
-Anda, dime, cuándo me moriré yo.<br />
-No, ni puedo.<br />
-¿Sabes? -meditaba el muchacho-. Me gustaría morirme un tres de febrero...<br />
Ese día vuelven las cigüeñas después de un largo invierno de lluvias y heladas<br />
sobre el nido vacío... <strong>Las</strong> cigüeñas son como tú, como vosotros los ángeles...<br />
Blancas, audaces, ¡vuelan tan bien! Y vienen cuando llega la primavera y se<br />
despierta el campo y los tallos chiquitines de los trigos se aúpan sobre los surcos<br />
con huellas de perdices y camadas tibias de liebre... -súbitamente se acongojó-.<br />
Oye, “Sencillo”, y si vienes conmigo, ¿no te ensuciarás? El humo del tren es<br />
pegajoso, y tú ¡eres tan blanco!<br />
Sonreía el Ángel:<br />
-Nada puede manchar mi blancura. Los ángeles somos como las estrellas.<br />
Reflejamos la blancura de Dios.<br />
Por eso, ahora, cuando el tren cabecea, como Práxedes cuando va calamocano<br />
hacia la fonda, Tiberio busca con ojos inquietos la blanca e invisible silueta del<br />
Ángel; y no le ve, pero siente junto a sí, junto a su cabeza, algo como un aliento,<br />
como una respiración suave.<br />
El vagón de tercera va lleno. Frente a Tiberio, el señor Marcelino lee las<br />
noticias de la China.<br />
42
43<br />
-¡No, si acabarán llevándonos a la guerra! -y se promete aumentar las<br />
reservas de azúcar y de aceite en la trastienda, que bien se acuerda del año del<br />
hambre.<br />
En el departamento viajan también una monja, dos comisionistas, dos<br />
labradores, una mujer gorda con bocio, un empleado de ferrocarriles y un<br />
guardia. Los pasillos están atestados de cestas, soldados, mujeres con gallinas y<br />
maletas de cartón piedra podrido, soldados, segadores, estraperlistas, soldados,<br />
empleados del ferrocarril, policías, estudiantes, soldados, guardias y ganaderos.<br />
El señor Marcelino habla de política con el guardia y el empleado de<br />
ferrocarriles:<br />
-¡Vamos a ver, usté que es una autoridad! ¿Qué piensa hacer esta gente? ¿La<br />
guerra? ¡Ni guerra ni pamplinas, todo les importa un pito! ¡Lo que quieren es<br />
llenarse los bolsillos y aumentar los impuestos! ¡Y de eso nada, monada! ¡Yo soy<br />
un ciudadano! ¡Yo soy un hombre libre! ¡Yo soy un “sunfragista”! ¡Yo voto! ¡Yo<br />
pago!<br />
-Todos pagamos.<br />
-Sí, señor. Y dígame usté, ¿para qué? ¡No hay más que granujas! De eso sobra<br />
aquí mucho, ¡pero que mucho! ¿Y sabe usté lo que dicen aquí? -y golpea el<br />
periódico con una mano-. ¡Pues que en “Guasintón” van a aumentar la reserva<br />
del patrón oro! ¡Jajay! ¡Si ya lo decía yo, si eso es lo que se veía venir! ¡Menudo<br />
patrón! ¡El “desenquilibrio” económico! ¡El “superavis”! ¡Y aquí, venga a<br />
jorobarnos con las “restriciones”!<br />
La monja va por el tercer Misterio de Gozo; la del bocio duerme y los<br />
comisionistas echan cuentas sobre un block de espiral. Y Tiberio, junto a la<br />
ventanilla, se estremece de alegría al oír un leve susurro:<br />
-¡Tiberio! ¡Soy yo, tu Ángel! ¡Voy aquí contigo, a tu lado!<br />
-¡“Sencillo”! Dime, “Sencillo”, ¿a dónde voy?<br />
-Ya lo sabes; a la capital a que te vea un médico. ¿Tienes miedo?<br />
-No... Mientras vengas conmigo. Pero... ¿qué pasará?<br />
Ahora, el susurro del Ángel tiene más grave tono:<br />
-Ya lo verás. Pero nunca podrán contigo, Tiberio. ¡Ni con todos sus<br />
microscopios, sus batas blancas, sus gruesos libros y sus inyecciones! ¡Toda su<br />
pobre y falsa ciencia querrá husmear el rastro de tu origen y tu destino,<br />
desmenuzar tus pensamientos, hacer comprensible lo que sus viejos cerebros sin<br />
Luz ni Gracia no pueden comprender! Eres un esquizoide, ya lo sabes...<br />
-No soy nada eso.<br />
-Claro que no, Tiberio. Pero interesas a la ciencia... ¡Oh, la Ciencia! Por eso no<br />
puedes seguir con tus espantapájaros inútiles, ni hablar con “Chicha y Pan”<br />
mientras se encienden las estrellas... Eres un peligro social. ¿No sabes? Hubo<br />
una reunión para decidir tu caso. Como tu padre no quería gastarse dinero en el<br />
viaje, don Agapito convocó a don Ganimedes, don Herminio, el alcalde, Evaristo...<br />
hasta Alfonsa fue llamada a declarar... ¡Como tú le dijiste aquello una vez...!<br />
-¿Y qué pasó?<br />
-¡Te hubieras reído! Todos tienen miedo de ti, te saben extraño, saben que los<br />
conoces, temen tus gestos y, sobre todo, tus verdades. Y decidieron que eres un<br />
peligro social. No pueden vivir contigo, que lees sus pensamientos, que adivinas<br />
sus odios y sus iras, su codicia y su lascivia... No conciben que quieras ser<br />
ingeniero de Arroyos y Jardines, que arriesgues la vida por salvar a un cigüeño y<br />
que te guste comer rosas, que es en ti un atavismo. Y todas las “fuerzas vivas” se
44<br />
han desencadenado sobre ti. ¡Cómo temblaban acusándote! ¡Cómo se mordía las<br />
uñas don Agapito y subía y bajaba la nuez de don Ganimedes! Tu presencia les<br />
irrita porque les humilla. A tu luz se ven ruines y groseros, desgraciados y falsos.<br />
Ellos no ven ángeles sobre una nube que va hacia Etiopía. No ven sino sus<br />
cajones de comerciantes; no quieren sino contar la calderilla sucia de sus intrigas<br />
y sus fealdades. Y como tu luz les deslumbra, han decidido apagarte. Entre todos<br />
costearon vuestro viaje aceptando la solución de don Agapito. Confían en no verte<br />
nunca más.<br />
Al empleado de ferrocarriles y al guardia se les abre la boca ante la<br />
elocuentísima perorata del señor Marcelino:<br />
-¿Ustés creen que Alemania atacó a Polonia por lo del pasillo ése? ¡Amos,<br />
anden! Por un pasillo no se pega nadie. ¡<strong>Las</strong> “reindinvicaciones” económicas, el<br />
mercado mundial, ése era el motivo, y que nos dejen de mandangas! ¡La democracia!<br />
Todo eso está muy bien, pero yo les digo a ustés que es mentira. Y lo del<br />
comunismo, igual. ¿Ustés no saben lo que les pasó a Bravo, “Mandonado” y<br />
“Pandilla”, que fueron los comuneros, o sea, los primeros comunistas? ¡Pues eso!<br />
Una buena estaca y se acaban los “confliztos”.<br />
El señor Marcelino siente sobre sí los ojos severos de Tiberio y se calla. De<br />
pronto, al hacerse el silencio -apenas se ha oído el “Mater Christi... ora pro nobis”<br />
de la monja-, se despierta la mujer del bocio.<br />
El guardia aprovecha para cambiar la conversación, que ya está bien de<br />
perorata:<br />
-¿Y qué? ¿De exámenes con el chico?<br />
-No, señor. Vamos a... a por el suministro.<br />
-No se miente, padre -murmura Tiberio.<br />
-¿Eh? Bueno... también vamos al médico para que vea al chico.<br />
-Pues no tiene pinta de estar malo -bosteza la mujer gorda.<br />
-Sí... no... claro... -se atropella el señor Marcelino.<br />
Tiberio sonríe dulcemente.<br />
-Esto no se nota a primera vista. Estoy loco, señora.<br />
Los viajeros del departamento dan un brinco al unísono y se repliegan<br />
asustados en sus asientos, mirando a Tiberio con ojos recelosos, inquietos. Ya<br />
han olvidado sus antiguos pensamientos, su sopor, sus notas en el block de<br />
espiral, sus consideraciones políticas... ¡Viajan con un loco!<br />
Un loco que les mira con una sonrisa, con unos ojos alegres que penetran, sin<br />
embargo, hasta el fondo turbio de sus conciencias. ¡Un loco!<br />
Sólo la monja, sin enterarse de nada, musita:<br />
-“Regina Angelorum, ora pro nobis”...<br />
Y luego aprieta los ojos un poco turbada, para alejar un absurdo<br />
pensamiento, una imperdonable distracción.<br />
-¡Jesús! -piensa-. ¿Pues no iba a decir “Regina Insanorum, ora pro nobis”?
TIBERIO ES DECLARADO OFICIALMENTE LOCO<br />
Todo ha sido tan rápido, tan inesperado... El señor Marcelino ha vuelto al<br />
pueblo con cincuenta kilos más de garbanzos en el suministro y un hijo menos en<br />
la casa. Ante la tía Evelina, congestionada entre sus encajes, rugiente,<br />
espumeando rabia entre sus encías descarnadas, el señor Marcelino agacha la<br />
cabeza y se pone a hablar. Lo cierto es que se hace un lío y que no es capaz de<br />
explicar nada como Dios manda, porque ¡vaya explicaderas que tiene el hombre!<br />
Pero, secretamente, en el pueblo se respira con tranquilidad: el “peligro<br />
Tiberio” ha sido conjurado. ¡Qué pedazo de suspiro ha dado el farmacéutico!<br />
La cosa no fue difícil. Cuando don León leyó la carta que el médico del pueblo<br />
le enviaba con el señor Marcelino -ya se acordaba, ya, de aquel alumno suyo que<br />
parecía tonto y el día del examen se explicó con un par de jamones-, el<br />
especialista en Psiquiatría se pasó la lengua por los labios como si acabase de<br />
comer mermelada:<br />
-¡Vaya, vaya! ¡Conque un esquizoide oligofrénico según la tipología de<br />
Kretschmer! ¡Un caso precioso, muy bonito, sí, señor! Ven, guapo, ven.<br />
Le sentó en una butaca, frente a la ventana. Y le increpó:<br />
-Vamos a ver. Tú, ¿quién te crees que eres?<br />
-Tiberio, señor.<br />
-¡Claro, claro! Este tipo siempre responde a la lucubración histórica. Unos,<br />
Napoleón; otros, Carlo Magno... Porque tú te llamas Tiburcio, ¿no es así?<br />
-No, señor: Tiberio.<br />
-Ah, ya, autopersuasión. Característico. ¡Tiberio!<br />
-Fue cosa de mi compadre -murmuró muy colorado el señor Marcelino-; yo<br />
quería que se llamara Niceto, pero como mi compadre era del Rey...<br />
Ahora le tocó la china a don León, que se puso como una guinda.<br />
-Bueno... Tiberio. Mañana tienes que estar en el Hospital Provincial a las once<br />
de la mañana.<br />
Los acompañó hasta la puerta. Y se volvió Tiberio:<br />
-Perdone, señor. ¿Por qué hace usted cada tres minutos ese gesto de quererse<br />
morder una oreja? Me temo que aunque lo siga intentando no lo va a lograr.<br />
-Es de nacimiento -balbuceó don León, azorado ante los ojos del muchacho.<br />
Al día siguiente, a las once en punto, estaban el señor Marcelino y Tiberio en<br />
el Hospital. Un enfermero les llevó por un pasillo con macetas que olían a éter y a<br />
yodoformo; el tendero se quedó fuera rascándose el pescuezo -era campeón de<br />
rascadura en el pueblo-, mientras Tiberio entraba en un amplio despacho.<br />
Fumando, esperaban cinco médicos.<br />
Tiberio se detuvo tímidamente, mientras la puerta se cerraba tras él. Y los<br />
cinco doctores, en vez de cantar el coro de “El Rey que rabió”, se precipitaron<br />
convulsos sobre el muchacho:<br />
-¡Ya esta aquí!<br />
-¡Estoy impacientísimo!<br />
-¡Maravilloso; un “krestchmeriano”!<br />
-¡Sujetadle!<br />
Tiberio no se acuerda bien de todo lo que dijo. Aquellos hombres,<br />
¡preguntaban tanto! Y desde el día anterior no veía a “Sencillo”.<br />
-Primero la ficha médica.<br />
-¡No! Primero vamos a medirle el ángulo facial.<br />
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46<br />
-¡Los reflejos, los reflejos antes!<br />
Manoteaban excitados, se aturullaban, pronunciaban palabras incoherentes y<br />
trémulas, acariciando a Tiberio, tirándole de la chaqueta, oliéndole,<br />
magullándole...<br />
Tiberio les dejaba hacer, abiertos sus ojos, extrañados ante aquella reducida<br />
multitud médica gesticulante.<br />
-¿Has tenido sarampión, escarlatina, pulmonía?<br />
-¿Toses?<br />
-¿Te cansas si corres?<br />
-¿Cuántas son dos y dos?<br />
Don León impuso silencio:<br />
-Vamos a ver. ¿Te duele algo?<br />
-A veces -suspiró Tiberio-, a veces aquí en la espalda.<br />
-¡A ver, a ver! ¡Ooooh!<br />
Hubo un instante de asombro colectivo, como si los cinco médicos se<br />
hubieran vuelto mudos. Al fin, el más viejo, don Amadeo, susurró débilmente tras<br />
examinar la espalda desnuda de Tiberio:<br />
-¡Extraordinario! Diríase... diríase... dos... dos... dos...<br />
-¿No querrá usted decir, colega -silbó burlón el doctor Parra-, que se trata de<br />
atrofia de...?<br />
-¡Sí! -carraspeó don Leocadio, que no podía tragar al doctor Parra, y por eso le<br />
llamaban “Antiparra” en la Facultad, pero que ahora le apoyaba-. ¿No querrá<br />
insinuar que son dos alas atrofiadas? ¡Jo, jo! ¡Estamos explorando a un ángel!<br />
-No... yo no he dicho nada -se turbó don Amadeo-. Bien; sigamos, sigamos.<br />
Investiguemos la vida onírica.<br />
-¡Sí, a ver la función de la libido!<br />
-¿Has conocido el amor, muchacho?<br />
-Sí, señor. Amo a los pájaros que chillan desde los bardales con rocío, desde<br />
las enredaderas de tía Evelina que huelen a iglesia de Mayo. Amo a los perros con<br />
hambre, los que no tienen dueño y aúllan en su soledad de vagamundos al paso<br />
de los ángeles. Amo a “Sencillo”, que es blanco como las nubes. Amo a don<br />
Tomás, que tiene el alma de niño y cada día se alimenta de la verdad redonda de<br />
Dios; amo a mi padre, aunque sea tan bruto. Y a ustedes, que están tan enfermos<br />
de sabiduría...<br />
Le oían asombrados, desorbitados los ojos, sorprendidos ante la voz melodiosa<br />
y serena del muchacho.<br />
Pero el estupor dio paso a una renacida fiebre:<br />
-¡Bárbaro, imponente!<br />
-¡Es maravilloso!<br />
-¡Habla de lo que quieras!<br />
-No tengo ganas, señor.<br />
-¡Sí, de ti; de algo que te haya impresionado!<br />
-Nunca me impresionó nada.<br />
-¿Qué es lo primero que recuerdas de tu vida?<br />
- La oscuridad. Y un día la luz. Y rostros extraños, desconocidos: mi madre, el<br />
médico...<br />
-¡Oh, oh, recuerda su vida uterina!<br />
-¡Veamos el reactivo de Binet! ¡Cierra los ojos y escribe luego lo que hayas<br />
pensado!
47<br />
Con un lápiz escribió Tiberio:<br />
-“Azul”.<br />
-¿“Azul” ¿Y por qué “azul”?<br />
- No lo sé. Hice lo que me dijo.<br />
-¡Ahora, el reactivo de Adler ¿Qué es lo que sueñas más frecuentemente?<br />
-Con el silencio.<br />
-¡Oh, el silencio!<br />
-¡Indudablemente se trata de un “tipo subjetivo”!<br />
-¿Qué harías si fueses rico?<br />
-Un asilo de perros vagabundos. Y un hospital para cigüeñas.<br />
-¿Y por qué no para hombres?<br />
Tiberio sonrió lacónico:<br />
-Pienso que no vale la pena. Hay muchos. Y ellos se defienden; las cigüeñas,<br />
no.<br />
Don Amadeo le acercó una cartulina:<br />
-Mira este dibujo. ¿Qué puede ser?<br />
-¿Esto? Un barco; no, no, quizá una amapola; son rojas y crecen con el trigo,<br />
¿sabe usted? Son como los labios de la mies.<br />
-¿Y nada más? ¿No ves más cosas en ese dibujo?<br />
-Claro que sí: un reloj de sol, una palmera, un yunque, un espantapájaros, el<br />
álamo de Los Carrascos, una hoz, una mata de hinojos, un cigüeño chiquitín, un<br />
surtidor, un Mar Caspio...<br />
-¡Qué imaginación!<br />
-¡Maravilloso!<br />
-¡Fenómeno!<br />
-¡Ahora, dibuja tú algo!<br />
-¿Qué es eso? ¿Quién es?<br />
Tiberio extendió su mano, erguido el índice.<br />
-Aquel señor.<br />
-¿Yo? -chilló don León.<br />
-¡Atiza! ¡Si ha pintado una boca mordiendo una oreja!<br />
Se morían de risa. Tiberio se disculpó:<br />
-Así se quedará tranquilo, señor. Créame, es malo hacer gestos nerviosos;<br />
debe ir al médico.<br />
-¡Al médico, al médico! ¡Ji, ji, ji! -se desternillaban los colegas.<br />
Les interrumpió Tiberio, que aún tenía la lámina de dibujos en la mano:<br />
-Perdonen, ya sé lo que es esto: es la nada. La nada es así; no tiene más límite<br />
que Dios, que es el Todo.<br />
Los médicos, pasado el momento de hilaridad, se movían como murciélagos<br />
borrachos por la habitación. Examinaban la órbita de Tiberio, le aplicaban el<br />
estetoscopio, le golpeaban las rodillas con un martillo de goma, consultaban<br />
libros, mordían sus labios pensativos... Y discutían, rápidamente, como si les<br />
quedase poco tiempo, como si algo les angustiara el corazón y quisieran<br />
desahogarlo en palabras absurdas, sin sentido, disparatadas.<br />
Mientras, Tiberio seguía hablando. Agitaban su cuerpo, le zarandeaban, pero<br />
él miraba fijamente las acacias tras las ventanas, un trozo de cielo azul, recortado<br />
de chimeneas y buhardillas. Los ojos se le encendían con pavesas de oro, como<br />
una noche de feria. Y vibraban unas palabras dulces que, al principio, nadie oía:
48<br />
-Dios no quiere que toquéis mis pensamientos. Nadie ha visto a Dios. Nadie<br />
ha visto al sueño que es blanco y entra de puntillas en la habitación y se posa en<br />
los ojos y en los oídos. La sombra está hecha de noche y de calor, de grillos y de<br />
silencio. Yo quiero encontrar el silencio que es azul. Vuestros gritos no me dejan<br />
oír el silencio, que está en los charcos de la noche, cuando las ranas enmudecen<br />
y se calla el cárabo y se cae una estrella; un mundo como el nuestro en el que<br />
Dios ha escrito la palabra “fin”...<br />
Continuaban aquellos hombres con sus palabras y sus brazos agitados. Sólo<br />
el más viejo, don Amadeo, se había quitado las gafas y escuchaba a Tiberio con<br />
los ojos húmedos:<br />
-Pero nadie ha visto el Silencio, nadie le ha oído, porque éste es el secreto de<br />
Dios. Está en las espigas y en el olvido, en la tristeza que engendra la alegría; los<br />
hombres le rozan cuando tienen el corazón triste y andan por la amargura<br />
camino de la paz. El silencio está en los ojos y lo llevan los niños sin saberlo, los<br />
niños que sueñan que hay tres soles y que saben reír; el sueño son los que<br />
duermen con el corazón en la tierra, cuando les crece en los oídos un rosal<br />
blanco. Y entonces, toda la noche va de puntillas y se detiene el rumor fresco del<br />
río de las estrellas, que son como guijarros en la corriente... Es que entonces está<br />
pasando el Silencio con sus pies descalzos por la sombra. Y se mueren todos los<br />
cardos que esperaban furiosos al borde del camino.<br />
Se detuvo Tiberio. Y alguien gritó:<br />
-¡Oye, Amadeo! ¡Ven a firmar! ¡Ya lo hicimos nosotros!<br />
Don Amadeo se puso las gafas. Y mirando a Tiberio exclamó:<br />
-Yo no firmo. No está enfermo. Os digo que no está enfermo. Este muchacho<br />
es de Dios. Es... -susurró muy bajo, como si confesara una verdad remota- ...es<br />
verdaderamente un ángel.<br />
-Nosotros estamos de acuerdo. Y somos mayoría.<br />
El anciano no escuchaba. Se había acercado a Tiberio:<br />
-¡Perdónanos!<br />
Sentía una enorme vergüenza, una invencible fatiga. Y añadió, turbado:<br />
-¿Tú crees, hijo, tú crees que aún puedo encontrar yo el Silencio?<br />
Se iluminaron con una sonrisa los ojos del muchacho:<br />
-Está en ti. Está en tu tristeza. Está en tu bondad. Está en tu deseo de<br />
hallarlo.<br />
Don Amadeo se quitó de nuevo las gafas y se restregó los ojos. Se sentía lleno<br />
de una infinita paz; una paz nueva, ya olvidada, que sólo sintió una vez, cuando<br />
tuvo veinte años... Y que ahora le refrescaba el ascua cansada del corazón, un<br />
corazón que sentía súbitamente despojado de deseos, de fatigas, de ambiciones,<br />
de sueño...<br />
Estrechó entre las suyas la mano de Tiberio.<br />
Y, suavemente, con una ternura desconocida, la besó.
ALFREDO QUISO CORTAR SU SOMBRA<br />
Tiberio ha reconocido la puerta aquélla. Una vez -la otra vez que estuvo con<br />
tía Evelina en la ciudad- pasó por allí y se detuvo sin saber porqué. Le atraía<br />
aquel jardincillo sombrío; los cermeños y los naranjos palidecían sin sol, mientras<br />
los macizos de crisantemos le recordaron las flores que cada Día de Difuntos<br />
llevaba su madre, allá en el cementerio del pueblo, lleno de ortigas, zarzamoras y<br />
gatos muertos.<br />
Quizá por eso, le gustó entonces este jardincillo, el túnel de madreselvas sin<br />
flor, la verja de hierro llena de herrumbre:<br />
-¡Tiberio, hijo! -le gritó la tía Evelina muy nerviosa-.¡No te pares ahí!<br />
Ayer volvió Tiberio ante la puerta aquélla. Y esta vez no pasó de largo. Esta<br />
vez entró, cruzó con el señor Marcelino la verja que sostenía el título de porcelana<br />
descascarillada:<br />
MANICOMIO PROVINCIAL<br />
Y pasó bajo el túnel de madreselvas sin flor, pisando la hierba que<br />
desbordaba los setos descuidados. Todo esto es un poco triste, aunque Tiberio<br />
quiere adivinar el silencio, al fondo de este jardín, antiguo convento que aún<br />
conserva las ventanas con celosías y la misma campanilla de bronce y la<br />
espadaña, arriba, hiriendo al cielo con el agudo lanzón de la veleta.<br />
No hay ruidos; nadie canta ni grita; pasa por la calle un carro con lechugas<br />
dando tumbos, o ladra un perro. Los ligeros ruidos de fuera denuncian este<br />
silencio sobrecogedor del manicomio.<br />
Tiberio ha estado en un despacho. Frente a él, un hombre de frente estrecha y<br />
pelaje de león: el doctor Quiñones, director del establecimiento.<br />
El doctor Quiñones le hace muchas preguntas<br />
-¡Dios mío!, ¿por qué le preguntan tanto estos hombres?-, pero él no contesta.<br />
Lo hace, torpemente, el señor Marcelino.<br />
Tiberio sonríe feliz:<br />
-¡“Sencillo”! ¿Dónde estabas? ¡Te he necesitado mucho!<br />
-Tonto -sonríe el Ángel-, detrás del doctor. ¿No me sentiste a tu lado?<br />
-Sí, pero no te veía. “Sencillo”, ¿qué hago aquí, por qué me han traído a esta<br />
casa?<br />
-Han decidido que estás loco. ¿Tú qué crees?<br />
-¿Loco yo? -sonríe Tiberio-. No, no. Aunque me veo muy distinto a todos;<br />
nadie me entiende. Y a veces... -suspira- yo no les entiendo a ellos.<br />
-Aquí encontrarás quien te comprenda, Tiberio. Y no temas, nunca me separo<br />
de ti.<br />
El señor Marcelino se ha ido, como siempre, rascándose el pescuezo. ¡Vaya<br />
por Dios, él no comprende nada de esto!<br />
El doctor ha llamado a un timbre. Viene una monja, alta y pálida. Se llama<br />
Sor Herminia.<br />
-¿Tú eres Tiberio?<br />
-Sí.<br />
-Ven conmigo; te llevaré a tu dormitorio.<br />
¡Oh!, él no quiere ir ahora al dormitorio. Quisiera huir de la tristeza de estas<br />
paredes húmedas; salir al jardín, sentarse sobre la hierba y recordar a “Chicha y<br />
Pan” que ahora estará sentado en su puerta con los ojos fijos en el morgaño de<br />
antenas palpitantes.<br />
49
50<br />
La monja anda con ruidos de llaves; con su enorme toca parece una cigüeña o<br />
un avión. Tiberio va detrás, pisando de puntillas. Cruzan un pasillo; hay celdas<br />
con puertas de reja a la que se asoman hombres pálidos con barbas y sueño, con<br />
ojos febriles que miran sin ver; que sacan una lengua blanca, con sarro, entre los<br />
barrotes.<br />
Pasa un hombre vestido de blanco con los brazos al aire, mostrando los<br />
bíceps poderosos:<br />
-Hermana, al 43 le dio el patatús. Le he dado un pie de paliza que no se<br />
mueve en seis días.<br />
Se ríe con dientes anchos, bestiales. Tiberio le ve el alma, torva, primitiva; es<br />
un hombre de las cavernas; y en el fondo, cobarde.<br />
Sor Herminia abre una puerta:<br />
-Aquí dormirás, Tiberio. La cama número 17.<br />
Es una larga sala con ventanas estrechas; hay una docena de camas<br />
niqueladas cubiertas de amarillas colchas desteñidas.<br />
-Pero ahora ven; los demás están en el patio grande. -La hermana se detiene:<br />
-Serás bueno, ¿eh, Tiberio?<br />
Y Tiberio, ante aquellos ojos hundidos y desconfiados siente una gran<br />
congoja. ¿Ser bueno? ¿Qué es ser bueno?<br />
La monja comprende y sonríe; sus facciones se dulcifican. Tiberio ve su alma<br />
en el fondo de las pupilas. Y siente Tiberio que su congoja se calma.<br />
Sor Herminia ha dicho no sé qué y se ha marchado. Es un patio grande,<br />
desnudo; en el centro hay una fuente de cemento y piedra, seca, y unos hombres<br />
que pasean lentos, en silencio. Unos hombres que se quedan mirando al intruso<br />
con recelo:<br />
-¡Hala, hala, uno nuevo!<br />
-¡Eh, chico! ¡Ven acá!<br />
Le examinan curiosos:<br />
-Y a ti, ¿qué te pasa?<br />
-Nada.<br />
-Ah, claro. Nada. Eso decimos todos: Nada, nada, nada, nada...<br />
-¡Cállate tú! ¡Oye, chico!, ¿cómo te llamas?<br />
-Tiberio.<br />
-¡Anda, mi madre! ¡Vaya un nombre!<br />
-Era un emperador romano -tercia uno de los hombres aquellos.<br />
Luego surge un aluvión de preguntas:<br />
-¿De dónde eres? ¿Cuántos años tienes? ¿Dónde vas a dormir? ¿Qué te ha<br />
dicho el director? ¿Te han pegado los loqueros?<br />
-Le aturdís; dejadle en paz.<br />
Tiberio les mira:<br />
-Estoy en paz.<br />
-¡No, estás loco! -chilla furioso un hombre de pelo rojo.<br />
-¡Cállate! -interviene de nuevo el mediador; es un hombre maduro con las<br />
sienes blancas-. ¡Siempre has de tomar las cosas por lo trágico! ¡Imbécil! -luego se<br />
vuelve a Tiberio: -Me llamo Alfredo. Dicen que estoy loco, pero no es verdad. Sólo<br />
hablaba con mi sombra. Mi sombra es mía, ¿sabes? Una vez quise cortarla con<br />
un cuchillo, la aborrecía. ¿Y sabes qué pasó? -hace una pausa, como si preparase<br />
un efecto-: ¡Pues que me herí aquí, aquí! -y señala su pecho-. La sombra me<br />
arrancaba del corazón.
51<br />
Tiembla, un poco excitado. Y de repente abre los ojos, los ojos extraños. La<br />
mano de Tiberio se ha puesto en su hombro, protectora. Y siente la voz del<br />
muchacho como si hundiera sus manos en una fuente, como si sintiera en las<br />
muñecas la frescura del agua, en pulseras de frío.<br />
-La sombra es la angustia que huye del sol. Tú tenías tu alma en la sombra.<br />
Pero la sombra es buena. <strong>Las</strong> sombras de los árboles y de la hierba. ¿Has visto la<br />
sombra del agua? Está en el fondo, fría y quieta. Tiene miedo del cuchillo del sol.<br />
Pero es buena la sombra. Es fiel, nos sigue, nunca nos deja solos. Tú no quisiste<br />
matar tu sombra. Sólo querías herir tu angustia.<br />
-¡Sí! ¡Sí! ¡Eso es! -exclama Alfredo admirado-. ¿Cómo lo sabes?<br />
Callan todos. Algo raro les aprieta suavemente la garganta como si quisieran<br />
arrodillarse. Y se sientan a los pies de Tiberio escuchándole, sintiendo que<br />
aquellas palabras vibran dulcemente en sus cerebros dormidos:<br />
-La angustia, sí, es mala. Como un alacrán. Muerde nuestro cuerpo, nos hace<br />
daño. Pero no es posible herirla con un cuchillo, hay que ahuyentarla al sol, y<br />
cerrarle el camino del corazón para que no nos robe la luz del alma, para que el<br />
pensamiento no se quede quieto como un niño triste, como un niño pobre... -<br />
suspira- ...como “Chicha y Pan”.<br />
Desde la ventana de su despacho, el director y Sor Herminia miran<br />
asombrados. No oyen las palabras. Ven sólo a los hombres sentados. Y a Tiberio,<br />
en el centro, de rodillas, elevando sus manos al cielo, como si quisiera alcanzar<br />
los nidos de golondrinas del alero, como si estuviese haciendo una oblación a la<br />
luz.
EL DOCTOR ES UN POBRE LOCO<br />
-¿Por qué sonríes, “Sencillo”?<br />
Se reclina el ángel sobre un olivo. Están en la huerta, poco más que un corral<br />
bordeado de árboles frutales. Los almendros llueven un agua mansa de pétalos<br />
con rocío.<br />
-Tienes de hombre la nostalgia. Buscas el silencio en torno, el eco de tu<br />
silencio interior. Pero ese silencio sólo lo encontrarás un día...<br />
Alza Tiberio sus ojos ensoñadores:<br />
-Aún falta mucho..., ¿verdad?<br />
-¿Mucho? ¿Y qué es mucho? ¿Lo que vive una flor, lo que canta un pájaro, lo<br />
que tarda el sol del horizonte al cénit? Tienes también de hombre el lenguaje. Por<br />
esa aún no comprendes la eternidad.<br />
-La eternidad, “Sencillo”, ¿es de día? ¡Quiero que sea de día, que haya un sol<br />
arriba, inmóvil, como una naranja! Sí, aún no sé lo que es la eternidad.<br />
Cierra los ojos y piensa:<br />
-Siempre, siempre, siempre, siempre...<br />
Siente vértigo, como si las estrellas girasen dentro de sus ojos. Luego piensa<br />
en “ellos”.<br />
-¡Los quiero, “Sencillo”! Veo sus ojos con miedo, sus ojos asustados como de<br />
animales que no pueden huir. Veo sus frentes hundidas y en ellas una nube, no<br />
sé si de alba o de la tarde; una nube lenta sin ángeles jinetes; una nube quieta,<br />
tristemente quieta. Oigo crujir sus pensamientos como puertas antiguas que<br />
nunca se abrieron; sus pensamientos lentos que no van a ningún sitio,<br />
mármoles, siempre inmóviles. Y veo la angustia en torno suyo, cegándoles de<br />
pena, asediándoles como un guerrero a una torre...<br />
Sí, y ve también sus vidas al fondo de sus pupilas inexpresivas. A veces,<br />
Tiberio siente vértigo ante estas vidas adivinadas, igual que si pensase en la<br />
eternidad.<br />
-¿Qué es, “Sencillo”, lo que desgarra sus cerebros como una mano crispada, lo<br />
que oprime sus corazones sin risa?<br />
Pasea con ellos, por el patio. Y ellos se acercan a él, tímidamente, con sus<br />
pupilas de niños en las que ve Tiberio el terror y la espera.<br />
Hay uno, Lorenzo, aquel del pelo rojo como una llama. Tiberio sintió un día<br />
los ojos del hombre en los suyos. Y cuando alzó la vista se estremeció. ¡Dios!,<br />
¿qué era aquello? <strong>Las</strong> pupilas verdes flotaban sobre un charco de sangre<br />
hervorosa. Tiberio adivinó el estallido de aquel fuego crepitante que subía a la<br />
frente de Lorenzo y le incendiaba el cabello. Tiberio sonreía. Y vio calmarse el<br />
hervor de los ojos, como un sol que se hunde en la tierra, como una pavesa que<br />
muere. Y los ojos de Lorenzo reflejaron sólo quietud.<br />
Les conoce Tiberio como si hubiese husmeado allá arriba, en el despacho del<br />
director, que guarda en un fichero metálico unas cartulinas grandes: allí están<br />
las vidas de estos enfermos. Son, sí, unos reflejos grotescos y absurdos de esas<br />
vidas, donde el terror a la muerte sin remedio se llama “epilepsia” y las lágrimas<br />
“histerismo”. El argot médico y las cifras pretenden resumir, científicamente,<br />
inhumanamente, todo aquel barbotar de vidas. Y tras la ficha del inofensivo<br />
soñador Martín está la del terrible asesino Martínez.<br />
A veces, junto a este fichero, el doctor ha sentido un escalofrío de orgullo;<br />
tiene allí escritas con la máquina de letra cursiva que usa Sor Herminia,<br />
52
53<br />
anotadas de su puño y letra, reducidas a esquemas, estas existencias delirantes<br />
de sus enfermos. Y el doctor se siente un poco dios. Porque no es lo mismo -<br />
piensa él- extirpar un apéndice o recetar sulfamidas que tocar con las manos ese<br />
misterio de la vida, ese desconocido soporte del alma, esa incógnita del cerebro<br />
donde surge un poema genial o brota una blasfemia.<br />
El doctor hunde sus manos avaras en aquel montón de ordenadas cartulinas.<br />
Sí, allí está Alfredo, que quiso cortar su sombra; allí, Lorenzo, que un día tuvo en<br />
sus manos un cuchillo y lo hundió en el corazón asombrado de un hombre; allí,<br />
Leocadio, el fabricante de sueños; allí, Jerónimo, que se declara autor del<br />
“Quijote”. Incluso Pablo, ese loquito melancólico que espera cada mañana al<br />
doctor Quiñones junto a la cancela y le dice severamente:<br />
-Doctor, las nueve y cuarto... A ver si venimos un poco antes.<br />
Allí está también la ficha de Tiberio. Precisamente ahora, en su visita matinal,<br />
el doctor ha bajado a la huerta para charlar con el nuevo huésped:<br />
-¿Cómo te encuentras, muchacho?<br />
-Bien, señor.<br />
-¿Necesitas algo? ¿Puedo hacer algo por ti?<br />
Tiberio deniega suavemente:<br />
-No, señor; muchas gracias -su rostro se ilumina-. A no ser que...<br />
-Vamos, ¿de qué se trata?<br />
-¿Sabría usted explicarme lo que es la eternidad?<br />
Se sobresalta el director:<br />
-¿La eternidad? ¡Bah! ¿Para qué quieres saberlo? ¡No hace falta!<br />
-Soy eterno, señor. Y también usted. Es un problema humano. “Sencillo” no<br />
quiere explicármelo, no quiere decirme nada del futuro.<br />
-¿“Sencillo”? ¿Quién es?<br />
-Mi Ángel de la Guarda, señor.<br />
-¿Tú tienes Ángel de la Guarda?<br />
-Y usted -sonríe Tiberio con una mirada de reproche.<br />
-¿Tú ves a... “Sencillo”?<br />
-Como a usted ahora.<br />
El doctor se limpia las gafas. Y piensa que se trata de esas visiones típicas<br />
de...<br />
Pero Tiberio protesta:<br />
-Nada de visiones, señor.<br />
Ahora el doctor mira a Tiberio con ojos desorbitados, impresionado.<br />
-¿Cómo? ¿Es que sabes leer el pensamiento?<br />
-¿Leer...? Simplemente, lo veo a través de los ojos. Sus ojos, señor, están<br />
siempre turbados. ¡Desean tantas cosas! Están turbados. ¡Pobre doctor!<br />
El médico seca su frente sudorosa y se sienta junto a Tiberio sobre la hierba,<br />
bajo la sombra del olivo.<br />
-¿Qué sabes de mí, Tiberio?<br />
-Todo, señor. Tengo su vida ante mí, como usted las nuestras en su fichero.<br />
Pero con más amor. ¿Por qué se inquieta, doctor? Cada hombre hace su vida; no<br />
hay un libro donde estén escritos nuestros actos futuros.<br />
Tiberio se detiene y sigue luego en voz baja:<br />
-Pero usted teme. Hace mal. Ella es buena y le quiere. Pero tiene miedo de<br />
usted. Usted le habla de sus locos con ojos febriles, está en el lecho desvelado y<br />
dice palabras extrañas. ¿Se acuerda cuando quiso injertar en el cerebro de
54<br />
Lorenzo el bulbo raquídeo de un perro? Sí, ya sé que usted quería devolverle la<br />
salud; pero eso no puede hacerlo... Usted habla, en esas noches sin sueño. Y<br />
luego no recuerda nada. No debe temer, doctor. Limpie su alma de todo ese poso<br />
de ambición; quiere usted brillar, ser grande, famoso, célebre. Y no se da cuenta<br />
de que no vale la pena. Nada vale la pena. Sólo la eternidad... Y usted no sabe lo<br />
que es.<br />
Siente el doctor la boca seca, ardiente. Pero una paz nueva atraviesa sus ojos,<br />
como una nube. Y con voz ronca suspira:<br />
-Sigue...<br />
-Mire esos hombres. Muchos de ellos poseen la paz. Y usted les hace una<br />
ficha, con números, con palabras de su ciencia. Pero ellos sólo quieren ser<br />
pájaros. ¿Están locos los pájaros, doctor? Mire aquellos gorriones. Se ríen,<br />
cantan, dan saltos sobre las ramas. No piensan en hoy ni en ayer, no necesitan<br />
hablar... ¡Qué tontería! Sólo quieren jugar, como los niños. Parten en dos el cielo<br />
con sus alas nerviosas, se dejan caer para que se asusten los padres. Y luego,<br />
desde el suelo, vuelven arriba, con sus risas dichosas. Ellos quieren ser pájaros,<br />
doctor. Y ustedes no lo ven; sólo quieren tenerlos quietos, disecados, como esas<br />
perdices muertas de los Museos, en una caja de cristal... Ellos sí valen la pena.<br />
Sólo vale la pena el amor, que es lo que hace posible la eternidad.<br />
Se calla Tiberio. Y el médico, un poco confuso, un poco ansioso, pregunta:<br />
-Entonces... ¿tú crees que...?<br />
-Sí -Tiberio siente una infinita lástima de este hombre orgulloso, avergonzado<br />
ahora, suplicante, que tiende manos ansiosas de una pequeña verdad. Ahora ha<br />
desaparecido su soberbia, la vanidad petulante de sus conferencias, el acento de<br />
superioridad con que se dirige a sus colegas. Y sólo tiene deseos de una verdad-.<br />
Sí. Pero destruya su terror con ternura. Sobre todo con fe.<br />
El doctor se levanta, sacude la tierra de su traje y mira a Tiberio con ojos de<br />
gratitud.<br />
-¿Y tú?<br />
-Oh, nada. Déjeme sólo ir y venir libremente. Sentarme aquí, bajo este árbol<br />
para hablar con “Sencillo” mientras oigo la canción de la vida en la hierba que<br />
crece, en el grano que germina, en las abejas que zumban sordamente bajo el sol.<br />
Déjeme hablar con ellos, llevarles un poco de paz; déjeme cuidar de estos pájarosniños<br />
que ni siquiera pueden preguntar “por qué”.<br />
Se aleja el doctor, pensativo, a largas zancadas. Y suspira Tiberio, moviendo<br />
suavemente la cabeza, mientras en la mano una mariquita de San Antonio le<br />
cuenta dócil los dedos pálidos:<br />
-¡Pobre loco!
EL FABRICANTE DE SUEÑOS<br />
-¡Loquitos, loquitos míos! -piensa Tiberio.<br />
Una ternura muy suave y muy honda le estremece el alma:<br />
-¡Loquitos niños, loquitos pequeños!<br />
Casi se le saltan las lágrimas a Tiberio. Y no son lágrimas de tristeza, ¡qué va!<br />
Al contrario, como un infinito gozo, como una dicha, porque Tiberio se siente un<br />
poco diosecillo misericordioso entre estos hombres encerrados por fuera y por<br />
dentro. Él sabe calmar sus iras, sus espasmos epilépticos, sus ojos inyectados y<br />
furiosos o su mirada, latente de malicia y perversidad. Le basta llamarlos por su<br />
nombre, poner la fina mano en sus frentes congestionadas, erguirse ante el<br />
cuerpo caído y convulso.<br />
-¡Loquitos locos!<br />
El otro día le pasó “aquello” a Lorenzo. Estaban tranquilamente, tomando el<br />
sol en el patio de altos muros, junto a la fuente seta, que parecía un aerolito<br />
espachurrado, un salivazo despectivo de la Vía Láctea.<br />
Y de pronto Lorenzo se levantó. Tenía aquella mirada roja y estremecida de<br />
ansias; se le rompía la retina, allí, al fondo, en un crepitar violento. La tarde se le<br />
oscureció de pronto; giraban mariposas rojas sobre su frente; caían rojas<br />
estrellas; crecían árboles rojos; rojas fuentes desangraban la tierra. Empezó a dar<br />
vueltas al patio, cada vez más rápidamente, como si le faltase el aire, como si el<br />
corazón, desbocado, se le partiera en borbotones. Luego cayó al suelo, rugiente; le<br />
desbordaba la espuma y contraía las mandíbulas y los puños. Todo rojo, rojo,<br />
rojo...<br />
Los locos se asustaron. Alfredo comenzó a gritar:<br />
-¡Mi sombra, otra vez mi sombra!<br />
Se movían alucinados, inquietos, como animales en la tormenta. Luego acudió<br />
un loquero, Cecilio; un pedazo de bestia, de ojos saltones y ancho tórax de gorila,<br />
con pechos pronunciados como una mujer. Y empezó a pegar a Lorenzo, caído en<br />
el suelo con los espasmos del ataque.<br />
-¡Toma, canalla, para que no me alborotes el corral! ¡So mierda!<br />
Le daba patadas en el pecho, en la espalda, donde podía. La punta de las<br />
botas hacía ¡chas! sobre las costillas del enfermo.<br />
-¡Farsante, asesino! ¡Toma, para que se te vaya pasando, hijo de perra!<br />
Los locos enmudecían aterrados, hundidos en la sombra de los rincones,<br />
mientras Cecilio jadeaba, con la Blanca camiseta empapada de sudor.<br />
De pronto se oyó un grito, un alarido de angustia y de ira. Venía Tiberio,<br />
alarmado por el ruido de la paliza, que llegaba hasta la tranquila huerta. Y se<br />
abrazó al caído Lorenzo desesperadamente, mientras sentía en su propio costado<br />
el bárbaro impacto de una patada. Tiberio apenas se quejó; se levantó tan sólo,<br />
pálido y amenazante, y miró al loquero. Cecilio retrocedió con un escalofrío, como<br />
si aquella mirada le taladrase los huesos, como si se sintiera desarmado y<br />
desnudo; algo como una vara de olivo le cruzó el rostro dos veces; dos surcos<br />
rojos señalaron el rostro aterrado del hombre, que miraba los brazos caídos de<br />
Tiberio, el temblor leve de aquellos labios sin sangre.<br />
El loquero sintió un miedo espantoso. ¿Quién le había golpeado? ¿Qué mano<br />
invisible le hirió el rostro?<br />
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56<br />
Huyó, cobarde, amedrentado ante aquella mirada acusadora que -estaba<br />
seguro de que había sido aquella mirada- acababa de dejarle en las mejillas una<br />
doble y profunda señal.<br />
Suspiraron los locos. Y Tiberio, inclinado sobre el caído, murmuró<br />
suavemente:<br />
-¡Lorenzo...!<br />
El rojo de la tarde azuleó de pronto; ya no había mariposas rosas; ya las<br />
estrellas eran blancas, y verdes los árboles, y la sangre se amansaba en las<br />
venas.<br />
Lorenzo sonrió:<br />
-Tiberio...<br />
Se levantó, sucio de espuma y de arena, y se limpió los labios con el pañuelo<br />
de Alfredo. Y luego fue a sentarse en paz junto a la fuente.<br />
Volvía Tiberio al silencio de la huerta, al silencio del aljibe, donde navegaban<br />
sin ruido las amarillentas hojas del membrillo.<br />
Alguien le seguía. Era Leocadio, aquel loco de ojos siempre entornados, como<br />
si estuviera tarareando una canción. Era, quizás, el que menos loco parecía. Le<br />
gustaba estarse quieto mucho rato en soledad. Luego se acercaba a alguno de los<br />
enfermos y le hablaba al oído, con amplios ademanes insinuadores.<br />
Ahora siente Tiberio los pasos furtivos del hombre; pasos tímidos, indecisos,<br />
un poco avergonzados.<br />
Al llegar al aljibe -ahora empiezan a bañarse las primeras estrellas en el agua<br />
oscura, donde duermen los peces amarillos-, se sienta Tiberio sobre el bajo brocal<br />
de ladrillo. Y espera. Sabe que Leocadio está allí, detrás del tronco del viejo<br />
manzano, sin atreverse a hablar.<br />
Algo se anima en los ojos pensativos de Tiberio; algo como un deseo. Y<br />
Leocadio sale, obediente, de su escondite y se sienta junto al muchacho, de<br />
espaldas a la empezada noche del aljibe. Luego, una pregunta tímida y<br />
preocupada, ardorosa y bella, hace sonreír a Tiberio:<br />
-Tú... tú... ¿quién eres?<br />
-Tiberio. ¿No sabes mi nombre?<br />
-Sí; tu nombre. ¿Qué es un nombre? ¿Bach era un nombre? No; era el diálogo<br />
de la armonía con Dios; eso dijo Goethe. ¿Qué es un nombre: tu nombre, mi<br />
nombre?<br />
Hace una pausa, e insiste después, tenazmente:<br />
-Pero tú... ¿quién eres tú?<br />
-Un loco.<br />
-¿Loco? ¡No! -Leocadio mira en torno suyo, precavido; y susurra luego-: La<br />
locura no existe. Ellos nos llaman locos porque saben que hemos encontrado la<br />
libertad; ellos están sujetos por pensamientos idiotas... No; mejor dicho, ellos no<br />
piensan; ellos son sólo instinto: instinto de comer, de dormir, de gozar, de<br />
bostezar, de beber... En cambio, nosotros... -chasqueó los dedos, con un gracioso<br />
ademán, como si indicase que algo había huido-. Escucha: nosotros somos el<br />
error de Dios. No, no te creas que digo una blasfemia. Yo lo he descubierto: Dios<br />
está enamorado del hombre. ¿Sabes que Dios se hizo hombre y que bajó al<br />
mundo y murió por el mundo? Dios está loco de amor por nosotros; ése es su<br />
error. No se da cuenta de que no merecemos la pena... Dios hace hombres;<br />
millares, millones de hombres. Y con pocos, muy pocos, hace una excepción: nos
57<br />
deja un poco más de su aliento. Y eso somos los locos; estamos, igual que las<br />
estrellas, entre la tierra y el cielo. Caro le cuesta a Dios ese error.
58<br />
Sonríe feliz, complacido, como un niño confiado.<br />
-¡Figúrate! ¡Siempre somos niños; siempre tiene que llevarnos de la mano;<br />
puesto que en el mundo somos los débiles, los abandonados, Él no puede<br />
dejarnos! Durante algún tiempo nos deja andar por aquí. Y luego se asoma al<br />
firmamento, abre esa nube que hace de ventana y nos llama con una sonrisa,<br />
como una madre a su niño que juega en la calle cuando llega la penumbra de la<br />
noche. Nos espera el hogar. Por eso “ellos” nos envidian.<br />
Se cae una estrella con larga cola de caballo: un cometa que gana el handicap<br />
de la luz. Y Leocadio insiste:<br />
-Tú; Tiberio, ¿de dónde vienes?<br />
-No sé... Hay un pueblo lejos, más allá de toda la llanura, de la montaña y del<br />
río. Un pueblo blanco, al lado de unos cerros. Hay una iglesia antigua con un<br />
sacerdote de alma blanca que dice misa, entierra a los niños y toca las <strong>campanas</strong>.<br />
-¿Dónde está ese pueblo?<br />
-Casi no me acuerdo. Quizá en el horizonte mismo, siempre en el horizonte.<br />
No sé... Ahora me pregunto si ha existido alguna vez.<br />
Leocadio mueve la cabeza suavemente, como alguien que está en el secreto:<br />
-No... Tú vienes de más lejos. Quizá de una vid latina o de una catacumba;<br />
allí están el pan, el pez y la paloma, los símbolos de Cristo. Quizá vengas de una<br />
isla donde un hombre vio el fin del mundo. No; tú vienes de una catedral. O quizá<br />
de la armonía, como la emoción de Bach. Tú vienes con el viento, rozando piedras<br />
y espigas; con la lluvia, aclarando el aire de los caminos; con el sol, a saltitos<br />
sobre la hierba tierna... Yo te estoy sintiendo llegar desde mi principio. ¿Qué<br />
palabras traes -se excita Leocadio- para los hombres de buena voluntad?<br />
-No traigo palabras -suspira Tiberio-. Yo voy por ahí buscando el silencio. Mi<br />
ángel, “Sencillo”, me ha prometido que lo hallaré algún día, ¿sabes? El silencio<br />
está alto; más que las <strong>campanas</strong> y las garzas. No sé; debe de estar en una nube,<br />
digo yo. Casi lo encontré a veces en el coro de aquella iglesia, cuando la nave<br />
estaba vacía y sólo don Tomás carraspeaba en el presbiterio y los murciélagos se<br />
golpeaban en las arcadas... Pero me aturde el ruido de esa voz que siempre nos<br />
acompaña, ese fatigoso diálogo. Para encontrar el silencio me parece a mí que<br />
tiene que callarse esa voz. Y luego, de tarde en tarde, algo como un aire, algo<br />
lejano y suficiente para que no olvidemos que, por fin, hemos encontrado el<br />
silencio.<br />
Tiberio alza sus ojos dulces. Y musita:<br />
-Eso es todo; soy un buscador del silencio.<br />
Leocadio espera antes de hablar. Luego su mano despierta en el agua un rojo<br />
pez dormido.<br />
-Sí; lo sabía. Lo supe cuando llegaste. Adiviné que tú no necesitabas<br />
comprarme ningún sueño.<br />
-¿Sueños?<br />
-Sí. ¿No lo sabes? Por eso me encerraron aquí. Decidieron que estoy loco. Ya<br />
ves, ya ves; esos pobres que un día acordaron por mayoría de votos que Dios no<br />
existe. ¡Bah!... “Está loco”, dijeron. Y ve tú a convencerles de lo contrario. Ya ves.<br />
Todo porque fabrico y vendo sueños. Y “ellos”, ¡me necesitaban tanto...! ¿no los<br />
has visto en la ciudad? Llenan las calles con su andar agitado, chocándose y<br />
otros, rugiendo, la mirada baja, fríos los ojos; su corazón tiene, exactamente, el<br />
ritmo de un reloj. Gritan, se enfadan, riñen, se asesinan. Luego declaran una<br />
guerra, y listo, unos millones menos. Comen el pan a migajas; cuando miran el
59<br />
mar se asustan o piensan que contiene atunes; sólo levantan los ojos cuando<br />
pasa un avión. Un árbol es una especie botánica; la hierba, pienso; la llanura, el<br />
cálculo de una cosecha; la mujer, un poco de placer; el pájaro, un aperitivo de<br />
taberna...<br />
Hace años que Leocadio desea hablar así. Nunca lo consiguió. Se le<br />
enredaban siempre los pensamientos y las palabras, y el espejo, único oyente<br />
posible, recogía finalmente, el ademán resignado del fracaso.<br />
Pero ahora, bajo estos ojos sonrientes de Tiberio, bajo esta cálida mirada que<br />
comprende, siente Leocadio que, por fin, su corazón está libre y hay luz en su<br />
entendimiento. Y habla, habla mucho, desquitándose de años de forzado<br />
mutismo:<br />
-Un día comprendí la causa de esa tristeza de los hombres: no tenían sueños.<br />
Luchaban por cosas tan pequeñas como un poco de vanidad, un poco de dinero,<br />
un mucho de egoísmo. Me di cuenta de lo que había en aquellos versos de Santa<br />
Teresa: Vivo sin vivir en mí, - y tan alta vida espero - que muero porque no muero...<br />
Y me lancé a la calle; hablé en las plazas y las esquinas; en la puerta de los<br />
cuarteles y los Bancos, en los jardines y en las cuevas de los suburbios.<br />
Centenares de hombres: ansiosos me seguían. Y volvían luego a su vida con los<br />
sueños que yo fabricaba para ellos. Eran felices, por fin. Habían encontrado lo<br />
que llenaría su soledad. Ya no lucharían sólo por dinero o por comida; ahora<br />
luchaban por el amor, por los pájaros, por las estrellas, por la virtud. Se daban<br />
cuenta de que estaban viviendo sin vivir. Y algunos desearon la muerte... -<br />
Leocadio se detiene y titubea-, la buscaron, la consiguieron. Me acusaron a mí de<br />
todo ello. No, no es que aquellos hombres se mataran, no; es que sabían que la<br />
muerte estaba esperándoles en algún lado y no quisieron faltar a la cita. Sabían<br />
que la muerte era la liberación, era...<br />
-El silencio -susurra Tiberio.<br />
-Sí; creo que sí. Pero “ellos” dijeron que yo era el culpable. Me encerraron<br />
aquí. No importa; también estos pobres necesitan sueños; también ellos esperan<br />
la vida que está al final de la vida.<br />
Tiembla en el aire una campana; la señal de la cena. Tiberio y Leocadio se<br />
levantan y caminan hacia el oscuro edificio. Y de pronto, el loco se arrodilla ante<br />
Tiberio:<br />
-¡Sólo tú! ¡Sólo tú no necesitas sueños! Porque tú eres el sueño.<br />
Está llorando, con sollozos hondos y conmovidos:<br />
-¡Porque tú no eres de este mundo ni de esta vida! ¡Porque tú eres de Dios!<br />
Tiberio le levanta suavemente:<br />
-Sólo Dios es de Dios. Pero también los sueños, Leocadio, también los sueños<br />
son niños de Dios. -Luego, casi pensándolo, murmura Tiberio:<br />
-¡Loquitos, loquitos míos!<br />
Y por primera vez en su vida, Tiberio se siente completamente, absolutamente<br />
feliz.
ALGO SE HA ROTO EN TIBERIO<br />
Desde que Tiberio está en el manicomio -y ya va para tres meses, como quien<br />
no quiere la cosa- la vida allí ha cambiado mucho. Los enfermos mejoran, y se<br />
cuentan de locos muy divertidos. Los loqueros son menos brutos, y todos, desde<br />
la última monja hasta el doctor Quiñones, están de mejor humor.<br />
Sor Herminia sonríe y dice:<br />
-Es la primavera.<br />
Pero es que la buena de sor Herminia tiene la primavera en un oculto<br />
cascabeleo del corazón.<br />
Desde el episodio de Lorenzo, Cecilio evita la presencia de Tiberio. Cuando se<br />
cruza con él por un pasillo se le congestiona la cara y se le marcan en las mejillas<br />
dos extraños surcos violáceos.<br />
Un día Tiberio se plantó frente al loquero:<br />
-No debes tenerme miedo.<br />
Cecilio miró de arriba abajo al muchacho. Luego se miró las manos, aquellas<br />
enormes manos musculosas, y rezongó:<br />
-Yo no tengo miedo a nadie. Y menos...<br />
-Y menos a mí. No seas bruto, hombre.<br />
-Yo soy lo que me da la gana. ¡“Nos’amolao” éste! Y déjame, que tengo prisa.<br />
-Mira, Cecilio. Esta flauta la hice yo con madera del manzano.<br />
-¡Mierda!<br />
-Tú tienes un hijo, ¿verdad, Cecilio?<br />
-Sí, ¿qué pasa?<br />
-Toma; llévasela. A los niños les gustan las flautas.<br />
-Al mío, no.<br />
-Sí, hombre; también al tuyo. ¿Por qué no lo traes alguna vez para que juegue<br />
conmigo? Le enseñaré a hacer espantapájaros.<br />
Cecilio aprieta tanto los dientes que una muela va y le hace ¡cras! y se le<br />
rompe. Luego la escupe y se aleja por el pasillo, de babor a estribor, como un<br />
barco o como un carro cargado de heno.<br />
Tiberio se ríe, porque sabe que al volver la esquina del pasillo Cecilio lleva a<br />
sus labios la flauta de manzano, sopla tímidamente y hace:<br />
-¡Pííí!<br />
Y sigue luego su camino, sonriendo:<br />
-¡Pues sí que le va a gustar al “chavea”!<br />
Al día siguiente, que es domingo, el loquero trae a su niño. Tiberio está en la<br />
huerta cuando ve llegar a Cecilio con un crío de siete o diez años que tiene la<br />
mismísima cara de su padre. Parece igual de mostrenco. Luego resulta que lo es.<br />
-Mi papá dice que me vas a hacer un tirador de goma -berrea el niño cuando<br />
Cecilio, sin decir ni pío, se larga dejando allí a su vástago.<br />
-¿Y para qué quieres un tirador?<br />
-Para matar gurriatos. Fritos están muy buenos. Además, le voy a jorobar a<br />
mi tío Manolo, que es un roñica y nunca me da para el cine. Le voy a apedrear los<br />
cristales. Le voy a esperar en el balcón, y cuando pase, ¡zas!, le arreo en la<br />
mascota con un cacho de plomo.<br />
Tiberio se queda mirando calladamente a aquel pedazo de su padre.<br />
-No. Yo no te haré tiradores.<br />
60
61<br />
El bestia de Cecilín se muerde una uña, estupefacto. Luego se mete el dedo en<br />
la nariz. Luego se vuelve a morder la uña.<br />
-Entonces, ¿para qué me ha traído mi papá?<br />
-Escucha -sonríe Tiberio-; vamos a hacer un espantapájaros.<br />
-Bueno. Y después lo quemamos, ¿quieres?<br />
-Nooo... ¿Tú quieres que te encierren aquí? Lo dejaremos ahí, quieto.<br />
-¡Pues vaya una diversión!<br />
-No hay nada que hacer -piensa Tiberio-. Este crío tiene el alma en camiseta,<br />
como su padre. Tiene la cabeza como una peladilla.<br />
Y, en fin, como no hay manera de convencer al angelito, Tiberio empieza a<br />
armar el espantapájaros. Dos palos en cruz atados con una cuerda y una camisa<br />
rota bastan para hacer un espantajo que no se lo salta un surrealista.<br />
Tiberio está tan absorto en su tarea, que sor Herminia tiene que llamar dos<br />
veces desde la ventana:<br />
-¡Tiberio! ¡Tiberio! ¡Que está aquí tu familia!<br />
Con una cáscara de calabaza y la camisa hecha jirones que ha tirado la<br />
lavandera, queda listo el muñeco.<br />
-¡Voy en seguida! -grita Tiberio. Y luego se vuelve a Cecilín-: ¿Qué te parece?<br />
-Se da un aire a mi tío Manolo, que es de “agarrao”...<br />
-Ahora me tengo que ir, ¿sabes? No lo quemarás, ¿eh? Es pecado; el<br />
espantapájaros es el alma del huerto.<br />
Y Tiberio se aleja, mientras el chico se queda rumiando las palabras. Al cabo<br />
de un rato sonríe; la boca le llega de oreja a oreja, y dos gorriones se asustan de<br />
su berrido:<br />
-¡Ah, bueno! ¡Si es el alma del huerto, no lo quemaré!<br />
En tanto, la familia de Tiberio espera en el recibidor. Están todos: el señor<br />
Marcelino, la tía Evelina, Eufrasio y Antolín. ¡Y poco endomingados que vienen! El<br />
señor Marcelino, con un traje de pana marrón tirando a verde, que se lo ha<br />
repasado el señor Paco, el sastre de enfrente de la barbería; la tía Evelina, con el<br />
vestido de satén negro, que sólo se ha puesto dos veces: cuando se casó y cuando<br />
enterró a su difunto esposo; Eufrasio y Antolín, con sus trajes de cuadros, que<br />
hacen juego con sus bizqueras.<br />
Han dejado en un ángulo de la sala sus cestas y paquetes, las alforjas y el<br />
bonito cabás de la tía. Y miran en torno suyo esta habitación gris, enorme y fría,<br />
con manchas de humedad en los zócalos y moscas bordoneantes en la ventana,<br />
de cristales polvorientos. Hay un cuadro de Daoíz y Velarde, y otro, ennegrecido,<br />
que parece ser un bodegón, con manzanas y perdices colgando del pica. Hay<br />
también un calendario.<br />
-¿A cuántos estamos? -pregunta, de pronto, la tía Evelina.<br />
El señor Marcelino saca el reloj de bolsillo -un Roskof con tapa de plata que lo<br />
menos pesa dos kilos- y se lo vuelve a guardar precipitadamente. Luego se le<br />
marcan dos venas gordas en la frente y suda.<br />
-A martes.<br />
-¿A martes, qué? -refunfuña la tía-. Digo del mes, gaznápiro. Ya sé, a quince.<br />
¡Ese calendario es de hace dos años! ¡Vaya un sanatorio éste!<br />
-Esto es un manicomio -dice Eufrasio, ladeando la cabeza.<br />
-¡Tú, a callar, niño! ¿no has leído nunca un tratado de urbanidad? ¡Los niños<br />
no hablan nunca si no se les pregunta! ¡Y los niños como vosotros, ni aunque se<br />
les pregunte! ¡Y esto es un sanatorio! ¿Lo oyes? El manicomio es tu casa.
62<br />
-Bueno, bueno; sin ofender; que yo bien callado me estoy -masculla el señor<br />
Marcelino.<br />
Suenan unos pasos y todos se ponen en pie. La silla de Antolín, que está coja,<br />
se cae con estrépito. Y entra Tiberio.<br />
-¡Hijo, hijo, hijo! ¡Hijo mío! -chilla nerviosísima la tía-. ¿Cómo estás, hijo de mi<br />
alma, hijo de mi vida? ¡Ven que te abrace, capullo mío! ¡Dios mío, Dios mío, qué<br />
marranada han hecho contigo estos burros! ¡Encerrarte aquí, decir que estás<br />
loco, tú, que eres santo y más listo que todos ellos juntos!<br />
-No te preocupes, tía; si estoy muy bien y todos me quieren mucho.<br />
-¡Estaría bueno que no te quisieran, pedazo de cielo! ¿Quién puede dejar de<br />
quererte?<br />
-Padre, padre, ¿cómo estáis todos? ¿Y vosotros, Antolín, Eufrasio?<br />
-Bien, mejorando lo presente -se aturde el señor Marcelino-. Pues que hemos<br />
venido por el suministro, y ya, pues, digo, dije, vamos todos para que veáis al<br />
Tiberio.<br />
Tiberio siente una profunda pena por su padre. Le ve más apocado, más<br />
hundido; se expresa peor y tiene el pelo blanco.<br />
-Tiberio; en el tejado de casa hay un nido de golondrinas -asegura Eufrasio.<br />
-Y no las hemos matado -agrega Antolín.<br />
-Ya les tengo dicho -dice el señor Marcelino- que como me toquen un pájaro<br />
les pego una paliza que los deslomo. Ya se lo he dicho: “Mirad que el Tiberio se<br />
entera de todo”.<br />
-Eso está bien -sonríe Tiberio-. Pero el otro día estuvisteis cortando el rabo a<br />
un lagarto en El Fondón.<br />
-Era un “lagarto abuelo” -se relame Eufrasio; y Antolín añade entusiasmado,<br />
enseñando una uña gorda y negra:<br />
-¡Y tenía unos dientes así de grandes! Cuando crezca más y le cacemos, pues<br />
ya sabemos cuál es. ¡Como lo hemos “señalao”!<br />
-¡Qué va! Si les vuelve a crecer el rabo.<br />
-¡A los “abuelos”, no!<br />
El señor Marcelino les da un tortazo a cada uno, porque, como dice él, a ver si<br />
es posible que tengamos la fiesta en paz.<br />
-Lo que os he dicho de los pájaros, pues igual de los lagartos. Y de los perros,<br />
y los gatos, y las truchas, y de todo.<br />
La tía Evelina alcanza uno de los paquetes.<br />
-Mira, hijo; te hemos traído chorizo, y pan blanco, y chicharrones, y peras...<br />
-¿Peras también? -se alboroza Tiberio-. ¡Con lo que le gustan a Alfredo!<br />
-¿Y quién es ese Alfredo? ¿Algún tonto? -frunce el ceño la tía Evelina; pero<br />
cuando ve los ojos apenados de Tiberio carraspea, muy azorada: -Perdona, hijo;<br />
quiero decir un “enfermo”. Es que... esto es para ti; no para que lo repartas,<br />
¿sabes?<br />
-¡Oh, tía! Ellos son tan buenos... Y me dan todo: sus pedazos de cristal, sus<br />
flores, sus pensamientos.<br />
-Sí, claro -se hace un lío la buena mujer; y luego se anima, alegremente-.<br />
¡Pues haberme dicho que a Alfredo le gustan las peras! ¡Mañana mismo le mando<br />
una cesta con el ordinario!<br />
-Gracias, tía; se pondrán muy contentos.
63<br />
-Bueno, escucha: hemos hablado con el señor director, y dice que pronto<br />
podrás regresar al pueblo. Pero antes tienen que volver a verte los señores de la<br />
Junta.<br />
-¡Volver al pueblo! -suspira Tiberio-. Es lo que más deseo. Pero no, no es<br />
posible... Y, además, además, creo que nunca volveré.<br />
-¡Hijo, hijo! -se sofoca la mujer-. ¡No digas eso, no digas eso nunca! ¡Claro que<br />
volverás, pues claro que sí! ¡Y te comerás todas las flores, y ayudarás a misa a<br />
don Tomás, y tocarás las <strong>campanas</strong>, y meteremos en la cárcel al canalla de don<br />
Agapito, que me va a oír, y...<br />
-¿Sabes, tía? -dice el muchacho con voz soñadora-. Me gustaría volver, sí,<br />
para estar con vosotros, para ver a “Chicha y Pan”, que tiene mucha pena sin mí.<br />
Pero hasta que no lo diga “Sencillo”...<br />
-¡Voy a tener que ajustar las cuentas a ese “Sencillo”! -se enfurece la tía,<br />
buscando en el aire fósil de la sala la invisible figura del ángel.<br />
-No digas eso, tía.<br />
El señor Marcelino, que lleva mucho rato callado, abre la boca y va y dice:<br />
-Evaristo ha plantado álamos en Los Abrevaderos, y han nombrado alguacil al<br />
señor Esteban.<br />
Hay un silencio, sólo roto por el zumbido de las moscas. Un silencio triste,<br />
que toca el corazón de todos como un pedazo de sombra. De repente se han dado<br />
cuenta de que no tienen nada más que decirse. No es que se extrañen, no, porque<br />
Tiberio se encuentra allí a gusto, junto a los suyos, sin necesidad de charla.<br />
Pero hay algo que les aleja sin remedio. El señor Marcelino y sus dos vástagos<br />
exploran las manchas de humedad del zócalo, manchas con borrosas formas, que<br />
sugieren a Tiberio rostros y siluetas reales o imaginadas, aunque a su padre y a<br />
sus hermanos sólo les sugieren una cosa: manchas.<br />
La tía se queda medio dormida en la penumbra, y de cuando en cuando<br />
cabecea con voz plañidera:<br />
-¡Hijo, hijo, hijo mío!<br />
Suena un ruido de faldas y de llaves y el rozar de unas sandalias en el pasillo.<br />
Y entra sor Herminia, sonriente:<br />
-¿Qué tal, qué tal encuentran al mozo? ¡Guapo chico! ¡Y bueno como él solo! -<br />
le acaricia la barbilla a Tiberio.<br />
-Pues nosotros, dicho sea sin molestar -se incorpora pesadamente el tendero-,<br />
nos vamos a retirarnos, porque ya es tarde, y el tren sale a las nueve. ¡Y el tren<br />
no espera, ya sabe! -se ríe él solo de su gracia.<br />
Eufrasio y Antolín, hombro contra hombro, inclinadas las cabezas, bizcos<br />
exactos, quedan en pie, en el centro, mirando con ojos inexpresivos a su<br />
hermano. Tía Evelina hace las últimas recomendaciones:<br />
-Cuídenmelo mucho, hermana. Que coma bien. ¿Tienen jardín ustedes? ¿Hay<br />
rosas? No se enfaden si se las come, ¿eh? Y mándele usted que se ponga el<br />
chaleco de punto si refresca. ¡Es tan distraído, es tan..., tan...!<br />
Y se echa a llorar como una Magdalena.<br />
Sor Herminia los acompaña, con su tintineo de llaves.<br />
Tiberio regresa a la huerta, junto al espantapájaros solitario, junto a la noche,<br />
que ha florecido arriba en lejanas rosas de luz.<br />
-“Sencillo”, “Sencillo” -suspira Tiberio-. Algo dentro de mí se ha roto. No sé lo<br />
que es. Siento que ya no me ata ningún recuerdo. Estoy en blanco, como un<br />
recién nacido. No es que me asuste, “Sencillo”, pero me angustio un poco. Sé que
64<br />
nunca volveré a verlos, nunca, nunca... Pero no me importa, “Sencillo”. Yo sólo<br />
quiero que Dios no se olvide de mí, que Dios no tenga el corazón en blanco, como<br />
el mío...<br />
El aire de la tarde hace ondear en la sombra la rota y blanca bandera del<br />
espantapájaros.
LOCOS BAJO LA LLUVIA<br />
Los días grises, como hoy, son aburridos para los locos. No pueden bajar al<br />
patio a saltar a “pídola” junto a la fuente aquella, de cemento, seca, que parece<br />
una gota gordísima de algo que cayó desde el cielo y se quedó allí, aplastada.<br />
Como se mojarían, no pueden bajar a la huerta a hablar con aquel tío que<br />
está en el fondo del agua en la alberca, como si fuese bobo. Los días grises, como<br />
hoy, los loquitos se ponen tristes, pasean por la vieja galería sin cristales, con las<br />
manos atrás y los dientes rechinando; si acaso, si acaso, estudian geografía:<br />
-Mira, aquella nube es el mapa de África.<br />
-¿Hay negros <strong>tocan</strong>do el tambor?<br />
-¡Anda! ¡Y un tío bembón echando alpiste a los pájaros! ¿No lo ves?<br />
Pablo, Pablito, el loco-reloj que lleva la cuenta del horario al doctor Quiñones,<br />
ladea el pescuezo y guiña los ojitos:<br />
-Pues a mí me parece que aquella nube es Alemania.<br />
-En Alemania hay salchichas. ¡Más ricas!<br />
-La otra noche nos dieron salchichas.<br />
-Sí; pero serían de perro.<br />
Los loquitos hablan y sueñan en los días grises como hoy. Sueñan con prados<br />
verdes -los que dejaron en el pueblo-, con su árbol, su vaca y su hormiga. Los<br />
loquitos empiezan a ver ángeles sobre las nubes rojas que van a California.<br />
Tiberio siente hoy que se le revuelve todo el poso humano de su corazón. Le<br />
pasa ahora algunas veces. Cuando está así, tan tranquilo, va y, ¡zas!, se siente<br />
hombre. Entonces los ojos se le nublan de recuerdos felices y de cigüeñas<br />
aleteantes.<br />
Llueve, y las gotas salpican el ruedo del infinito, con un menudo bombardeo<br />
musical. Tiberio sueña.<br />
Le llega hasta las narices el olor agrio, mohoso, vital y caliente, de la tierra<br />
mojada. Se extiende la lluvia ante sus ojos, danzante, vibrátil como una bailarina<br />
gris. Y recuerda cosas menudas, cositas tontas y sin importancia. Tantas veces<br />
que le sorprendió la lluvia por los cerros, al lado de los juncos de la laguna<br />
Pelocha, bajo los alcornoques y encinas del Espadañal. Primero, asomaban a<br />
tierra, desde los mil agujeros de sus escondites, las hormigas aladas; las moscas<br />
se ponían muy tontas y volaban en zig-zag como borrachitas. Se cuajaba el cielo<br />
con nubes espesas que parecían coágulos de barro y subía desde la tierra un olor<br />
dulzón, sudor de tierra, sudor de miedo de las mieses doradas, por si los<br />
pedriscos. Corría un pastorcillo -doce años- con sus ovejas de nacimiento.<br />
-¡Juy, juy!<br />
Con la manta sobre la cabeza y las abarcas llenas de barro:<br />
-¡Juy, juy!<br />
Con los ojos de oro sobre la piel de tierra cocida, de tierra de alfar.<br />
-¡Juy, juy!<br />
A Tiberio le da un calambre de recuerdos.<br />
-“Sencillo”, me asusta vivir. Me asusta pasar, tan de prisa... Me asusta la<br />
lluvia, la lluvia dulce... ¿Es porque también yo soy lluvia? Tú me dijiste una vez<br />
que yo era una nube y que moriría sobre un mar...<br />
Tiberio mete la mano en la alberca y hay un relámpago de pececillos rojos y de<br />
color limón. Y ve junto a sí a Felipillo. Tiberio está tan abstraído que casi no le<br />
conoce.<br />
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66<br />
-Soy Felipe, Tiberio.<br />
Felipe es hijo de labradores pobres. Vivía en un pueblo de esos que hay por el<br />
campo, en una choza de tejavana, con una borrica, dos gallinas, una cabra que<br />
daba poca leche y un grillo cebollero que taladraba las noches con su<br />
obsesionante flotar de élitros. Los padres de Felipe eran pobres, pobres. Y primos<br />
hermanos; por eso dicen que Felipe salió tontito. Y eso que se casaron con<br />
dispensa, pero estaba de salir así, qué le vamos a hacer.<br />
Felipe era inofensivo y vegetal. Hasta su tontuna era agrícola. En el mes de<br />
noviembre cogía una hoz y se iba a segar. O quería sembrar en agosto.<br />
Para las Navidades, Felipe decía:<br />
-Padre, a ver si limpiamos la era, que ya va siendo hora de trillar.<br />
A Felipe lo que le pasaba era que había nacido a contrapelo del calendario. Si<br />
Felipe llega a nacer en la Argentina, ni está loco ni nada, porque, aunque parezca<br />
mentira, allí se achicharran cuando aquí nos helamos. Pero como la cigüeñacorreo<br />
se equivocó, Felipe salió tonto.<br />
-Tiberio, he visto un nido de oropéndolas.<br />
-Pero hace mucho tiempo -sonreía Tiberio rascándole la nuca-; eso fue<br />
cuando estabas en tu pueblo.<br />
-Sí.<br />
Felipe cerraba los ojos y soñaba con una apoteosis de sementeras:<br />
-Yo creo que deberíamos sembrar ya los garbanzos, Tiberio.<br />
Tiberio sabía mucho. Una vez cortó una rodaja de corcho, metió un grano de<br />
trigo en uno de sus agujeros y la echó a la alberca. A los pocos días germinó y<br />
echó un tallito para arriba.<br />
Felipe abría los ojos estupefacto:<br />
-¡Oye, Tiberio! Podríamos sembrar trigo en todos los estanques, poniéndoles<br />
un corcho como has hecho tú.<br />
A Felipe no le pasaba lo que a Hilario, otro loco del pueblo. Hilario se estaba<br />
todo el día quieto en un rincón chasqueando la lengua. Cada vez que<br />
chasqueaba, ¡zas!, mataba una perdiz o una avutarda con su escopeta. La<br />
escopeta era una caña y las perdices sólo estaban en la cabeza de Hilario. Pero<br />
daba lo mismo. Hilario no hablaba nada; era sordomudo.<br />
Pensando en sus locos, a Tiberio se le ponen los ojos tiernos. Se va hacia el<br />
cobertizo, mientras la lluvia le empapa gozosamente y le corona de blancas<br />
perlas, como a una estatua de Neptuno.<br />
Tiberio sabe que en el cobertizo está el “nuevo”, el loco Federico, que no hace<br />
más que tocarse la cabeza con mucho cuidado.<br />
-¡Hola, Federico!<br />
El “nuevo” mira a Tiberio con ojos de susto. Pero se le deshace el miedo con la<br />
sonrisa cordial de este muchacho coronado de lluvia.<br />
-Yo soy Tiberio.<br />
Federico mira sigilosamente en torno suyo. No hay nadie. Y cuchichea,<br />
temblándole los párpados.<br />
-¿No traes..., no traes ningún pincho?<br />
-No; mira. -Tiberio le enseña sus manos delgadas, translúcidas, llenas de<br />
suavidades mágicas, de palpitaciones líricas, azuleadas de venas que no llevan<br />
sangre, no, sino pedacitos de cielo con nubes teñidas en un crepúsculo-. Mira<br />
mis manos...
67<br />
Federico coge esas manos firmes y delicadas y las huele, las acaricia, las<br />
muerde un poquito -sólo un poquito, jugando-, las besa.<br />
-No, eso no, Federico. Mira, tengo una pirindola -la hace bailar sobre la palma<br />
tersa.<br />
-No será el movimiento continuo, ¿eh? -desconfía Federico receloso.<br />
-No; es un trocito de madera que baila; como la lluvia, como los remolinos de<br />
polvo, como los pensamientos tuyos cuando no tienes miedo.<br />
Se le deshacen las sombras a Federico y la boca se le tensa y se abre luego,<br />
bruscamente, como un arco flojo, disparando una sonrisa feliz:<br />
-¿Me la das?<br />
-Sí.<br />
El “nuevo” quiere hacerla bailar en su mano. No sabe y se le llenan los ojos de<br />
lágrimas. Luego se queda en suspenso.<br />
-¿Oyes, Tiberio? ¡Unos pasos!<br />
-Es tu corazón, Federico.<br />
-Sí, mi corazón. Mi corazón anda, ¿sabes? Se pone a andar y se va de mí. Yo<br />
me quedo vacío, sin sentir la vida. Sin corazón, ¡no puedo, no puedo soñar!<br />
-Pero ¡si los sueños no están en tu corazón! -habla Tiberio-. Están en lo alto y<br />
los traen dos ángeles, uno rubio y otro pelirrojo, uno de trigo y otro de fuego.<br />
Vienen bailando como la pirindola sobre el camino de los hombres dormidos. Y<br />
ponen sobre su frente los sueños. A cada cual su sueño, el que merece. Como<br />
copitos de lino, ¿sabes?<br />
Se queda pensativo el “nuevo”. Después se sobresalta:<br />
-¿Y navaja, tienes navaja?<br />
-Sí: ésta.<br />
-¡No! ¡No! -Federico tiembla convulso; se muerde una mano frenético y<br />
extiende la otra temerosamente, igual que si quisiera detener una invisible<br />
amenaza-. ¡No la tocaréis! ¡Mi alma es mía!<br />
La mano de Tiberio arroja el cuchillo, que cae, trazando un arco románico<br />
perfecto, en la profundidad silente del estanque.<br />
¡Clop!<br />
Y Tiberio se vuelve hacia el loco compasivamente.<br />
-¿Ves? ¡Ya no está! La he tirado, no tengas miedo. Yo soy tu amigo -reprocha<br />
con tristeza mientras el loco jadea.<br />
-Sí; tú, sí; pero ellos...<br />
Se sientan en el suelo; de los alerones del cobertizo caen las gotas de lluvia,<br />
gruesas, musicales, con una sonoridad de banda de regimiento.<br />
-¡Pobrecillos! -suspira Tiberio.<br />
-¿Quiénes?<br />
-Los chinos. Ahora se está desbordando el Yan-tse-Kiang.<br />
-Y ¿qué pasa?<br />
-Van a morir veinte mil chinos.<br />
-Hay muchos.<br />
-Sí; hay muchos. Pero esos veinte mil tienen todos su cabeza y sus brazos, su<br />
corazón y su alma... Dios les hizo también... ¡Adiós! -sonrió Tiberio levantando la<br />
mano hacia el cielo.<br />
-¿A quién dices adiós?<br />
-A un ángel conocido; va en aquella nube, ¿le ves?
68<br />
Federico aguza los ojos. Luego, bruscamente, rompe a hablar, como si otra<br />
tormenta sacudiera las entrañas de la atmósfera y lloviera una secreta, una<br />
oculta ansia de confidencias.<br />
-No les dejaré, no; no les dejaré que toquen mi alma. El doctor dice que va a<br />
operarme; me abrirán la cabeza, quedará al aire toda la masa cálida y palpitante<br />
de mi cerebro; querrán hurgar con sus dedos sucios, con sus bisturíes en eso que<br />
nadie sabe, en la intimidad de mi vida, de mi historia y de mi futuro. Y querrán<br />
verla, ver mi alma... ¿Sabes? Dice Descartes que el alma reside en la glándula<br />
pineal. Ellos querrán verla, querrán tocarla, conocer su color: blanco, azul, verde,<br />
negro o violeta... ¡No quiero, Tiberio, defiéndeme! Diles que dejen mi alma quieta,<br />
que no laven mi alma con alcohol de noventa grados. Cada hombre tiene en su<br />
alma, Tiberio, la grandeza y podredumbre de su propia vida; ¡hay allí tanta<br />
belleza y tanta miseria! Yo quiero ir con mi alma mía a la presencia de Dios;<br />
quiero presentarle todo lo bello de mi alma, para que Dios sonría; pero quiero<br />
llevarle toda mi miseria, toda mi aberración, toda mi locura, para que Dios<br />
compadezca. Y si Dios no supiese perdonar, Dios no sería tan bello. Porque yo<br />
quiero su justicia, pero quiero su caridad...<br />
-Nadie puede tocar tu alma -y Tiberio piensa en aquel día, cuando le vieron<br />
aquellos hombres del hospital-; nadie puede rozar tus pensamientos. Ese es el<br />
dominio de Dios; lo que los hombres nunca podrán palpar, pesar ni medir. Tu<br />
alma es de Dios; Dios quiere tu alma tal como es; Dios quiere tu auténtica vida.<br />
Te quiere con tu pecado para poder quererte con tu arrepentimiento. ¿Tú no<br />
sabes que Dios no nos hizo reos, sino hijos? Sólo aquellos que se obstinan, sólo<br />
los rebeldes, conocerán la justicia de Dios. Tu alma no está en la glándula pineal;<br />
tu alma es un cálido aliento que salió de la boca misma de Dios. Tú eres como un<br />
cristal empañado sobre el que Dios ha pintado una cruz; tú eres como un niño<br />
pequeño buscando el pecho rebosante de la ternura divina. Tu alma es un aire<br />
divino que te llena e invade, que ocupa tu cuerpo entero, que te enciende y te<br />
levanta en equilibrio vertical. Tu alma es como una luminosa niebla, un<br />
relámpago maravilloso. Nadie puede coger el relámpago ni la niebla...<br />
Ha cesado la lluvia. Sobre las acacias y los manzanos del huerto saltan los<br />
gorriones, rozando las hojas que aún conservan una redonda gota líquida. La<br />
hierba se esponja con un verde fresco y henchido, matizado y suave. Al otro lado<br />
de la tapia, por la calle, pasa un camión “Pegaso” cargado de tomates, y se oye el<br />
pito de un cartero que llama a don Francisco Izquierdo Martínez, dueño de una<br />
vaquería con grifo.<br />
Es un crepúsculo verde como las vitrinas de un acuario, en el que flotan<br />
fantásticos peces dorados.<br />
Federico y Tiberio vuelven hacia el edificio. A estas horas los locos estarán en<br />
la sala grande jugando a las prendas. Los ángeles clavan en el papel negro del<br />
cielo, con chinchetas de cristal, estrellas de purpurina. Y todos los niños del<br />
mundo sueñan con un caballo de cartón que tenga espuelitas de plata.<br />
Un caballo blanco, como el caballo blanco de Santiago, cuyo camino ha<br />
florecido ya, para los niños, con lirios de luz.<br />
Para los astrónomos, en castigo, el Camino de Santiago es sólo uno de los diez<br />
mil cúmulos estelares catalogados.
EL DIRECTOR, TIBERIO Y SUS MUCHACHOS<br />
La verdad es que no se sabe por qué encerraron a Nicolás. Nicolás es un<br />
hombre bondadoso y pacífico que anda por la cuarentena; tiene una hermana<br />
casada con un asentador de frutas y verduras y se llama a sí mismo Nicolás I, rey<br />
del Azul Prusia.<br />
Más loca hay gente por ahí y, sin embargo, no la encierran.<br />
Nicolás tiene un ojo más chico que otro y es pintor. Estaba empleado en un<br />
Banco, donde cobraba cuatrocientas treinta y siete pesetas con cincuenta<br />
céntimos, descontados ya el Seguro de Enfermedad, Impuestos de Utilidades,<br />
Cargas Familiares, etc., y sumado el 20 por 100 de Carestía de vida; Nicolás se<br />
pasaba todo el día poniendo un sello, que decía “Efectos a negociar”, en unas<br />
pilas de letras de cambio.<br />
A lo mejor es por eso por lo que está así, cualquiera sabe.<br />
Nicolás empezó, como muchos, pintando la cocina de su casa y terminó, como<br />
muchos, pintando bodegones. Pintaba en sus horas libres, que era de ocho a diez<br />
de la noche, y, además, los sábados por la tarde, que se hacía semana inglesa, y<br />
los domingos después de la misa. Realmente no hacía mal a nadie.<br />
El primer cuadro lo tituló “Naturaleza muerta”, y bien muerta que estaba,<br />
porque representaba un pollo asado; lo pintó de memoria, claro, a falta de<br />
modelo.<br />
El segundo cuadro se llamaba “Geráneos”, y lo pintó con maceta y todo.<br />
El tercer cuadro se llamaba “Autorretrato”, y si le salió feo era porque Nicolás<br />
era feo, qué le vamos a hacer.<br />
Poco después, una devoradora fiebre pictórica invadió a Nicolás. Pintaba con<br />
frenesí, con devoción, con absoluto olvido de sí mismo y, por desgracia, de la más<br />
elemental educación artística. También como muchos, claro.<br />
-Soy un autodidacta -decía, como si dijese: “soy un marqués”.<br />
Cuando pintó su cuadro centésimo trigésimo quinto se presentó en la oficina -<br />
a las nueve en punto, que había firma- y le puso el sello de “Efectos a negociar” a<br />
su jefe de negociado en la mismísima frente.<br />
Hay que ver lo que son las cosas, el jefe le tomó tirria; los empleados le<br />
llamaban don Efecto, y el que le hacía al jefe era deplorable. Así que no paró<br />
hasta que le echaron a Nicolás, que se quedó sin sus cuatrocientas treinta y siete<br />
con cincuenta, descontados el Seguro de Enfermedad, Impuesto de Utilidades y<br />
los numerosos etcéteras.<br />
-Yo me alegré, ¿sabes? -le contaba Nicolás a Tiberio, sentados los dos en la<br />
cama del segundo, a oscuras, porque los loqueros apagaban las luces a las nueve<br />
y cuarto, que había que gastar el 50 por 100 de fluido eléctrico.<br />
-Bueno, pero no te rasques -decía Tiberio.<br />
-Es la fiebre de la creación artística hombre. ¡Como hace trece meses que no<br />
puedo pintar más que con el dedo en la tierra de la huerta...!<br />
En la oscuridad, un loco cantaba:<br />
Ay, mamá Inés,<br />
ay, mamá Inés,<br />
todos los negros tomamos...<br />
-“¡Café!” -rugían todos los locos de la sala terminando el bonito cantable.<br />
-Pues sí -continuaba Nicolás-, me alegré de que me echara don Efecto porque<br />
así podía dedicar todo mi tiempo al arte, ¿comprendes? ¡Era el sueño de mi vida!<br />
69
70<br />
Empecé a ir todas las mañanas al Café Chinchón como todo artista de tono,<br />
porque allí suelen estar las musas y los amigos Pacos que le pagan el café a uno.<br />
Allí, en un velador, fue donde concebí mi original teoría, y redacté, con medio<br />
lápiz que me dejó uno de los Pacos esos, mi famoso y trascendental manifiesto del<br />
Arte Puro. Me lo sé de memoria: “¡Oh república de las Letras y las Artes...!” No lo<br />
vayas a creer, lo de la república produjo bastante follón y hasta vino un “guripa”<br />
al café, por si era pitorreo; pero... ¡es que la gente, la masa, no entiende el noble<br />
lenguaje del artista. “¡Oh república de las Letras y las Artes! Han pasado los<br />
tiempos en que el endoso artístico se sujetaba a inflexibles moratorias de<br />
rigurosidad estética”. ¡Fenómeno!, ¿eh? “La individualidad es la expresión<br />
máxima del libre albedrío, es la cuenta corriente donde, en cinco minutos, se<br />
hace efectivo el cheque de la inspiración por su valor nominal”. Eso quedó bonito<br />
con el símil ése... “El Arte ha estado harto tiempo sumiso a la dictadura<br />
académica, y hora es de que levantemos acta de protesto contra la<br />
indiferenciación demagógica del arte capitalizado al 20 por 100. El artista merece<br />
un crédito de expresionabilidad sin usura, en que las garantías de las propias<br />
firmas hagan posible la emisión y endoso del pensamiento estético”. Luego venía<br />
aquello de “la negociación de títulos artísticos, de nuestra Cartera de Impagados,<br />
debe extenderse a la aceptación del propio ideario, en una valoración que haga<br />
posible el autobalance definitivo con el aval de nuestros libramientos”...<br />
Nicolás I encendió un cigarro de hoja de manzano y suspiró con evidente<br />
compasión hacia la humanidad:<br />
-¿Quieres creer que la gente no lo entendía?<br />
-Es que hay gente algo bruta -simpatizó Tiberio, sonriendo en la oscuridad, el<br />
muy cuco.<br />
-Ahora que lo bueno venía más adelante; era mi Teoría de la Revolución<br />
Cromática. Ya sabes lo que dijo Oscar Wilde: “La naturaleza imita al arte”. Es, por<br />
tanto, la naturaleza quien ha de sujetarse a la copia de la expresión artística, y no<br />
al revés. Por no entenderlo así fracasaron todos, todos: desde Andrea del Sarto a<br />
don Ramón de Campoamor.<br />
-Campoamor no pintó nada.<br />
-Bueno, es igual. Miguel Ángel, Murillo, Vázquez Díaz, Roberto Koch,<br />
Velázquez... Todos los artistas fracasaron porque querían copiar a la naturaleza.<br />
Yo hice la Revolución del Arte, decreté que, en adelante, la libertad creadora no<br />
debía tener límite alguno, ni siquiera el de la realidad. Y como primera<br />
demostración de ello, todavía elemental, como en todo Arte incipiente, pinté un<br />
cuadro: “Eloísa”. Era el retrato de una vecina mía, que tenía un gato siamés y que<br />
era viuda de un capitán del Cuerpo Jurídico. Eloísa tenía el cabello blanco; yo lo<br />
pinté verde. Tenía los ojos azules; los pinté amarillos. Tenía la piel color piel; la<br />
pinté violeta. A su lado tenía unas rosas rojas; las pinté azul prusia. También el<br />
fondo era azul prusia y el gato también. Porque el azul prusia es el color básico y<br />
primario del nuevo Estado Artístico... ¿Tiberio? ¡Oye, Tiberio! ¿Te has dormido?<br />
Nicolás I, rey del Azul Prusia, se fue a acostar. Soñaría con mares blancos y<br />
nubes verdes; con doña Eloísa, toda azul ése, sentada en la copa de un pino<br />
haciendo ganchillo con hilos de araña, mientras el gato siamés se relamía los<br />
bigotes viendo aletear por el aire lubinas imponentes.<br />
Tiberio no dormía; desde hace tiempo, desde la visita de la familia, está<br />
viviendo Tiberio en una expectación dulce y dolorosa, esperando el parto
71<br />
misterioso y desconocido de una hora que se aproxima sigilosamente por el<br />
camino del tiempo.<br />
Pero ahora, no. Ahora, con la cabeza en la almohada, con las manos<br />
enlazadas detrás de la nuca, en el silencio de la sala llena de respiraciones en<br />
tonos de todos los surtidos, mientras los loquitos dormían, Tiberio se hundía en<br />
el blando éxtasis de una idea naciente. De una idea que le surgía como un suave<br />
fantasma; como la luz de un amanecer, dando poco a poco un contorno exacto a<br />
las cosas, ahuyentando cucarachas de sombra que corrían chirriantes sobre el<br />
pavimento de los sueños. El gato de la luz extendía sus uñas perezosas ante el<br />
rescoldo de un fantástico pensamiento.<br />
Y Tiberio se durmió.<br />
Al día siguiente, por la mañana, Tiberio esperaba junto a la puerta. Cuando<br />
entró el doctor Quiñones, Pablito movió la cabeza con reproche:<br />
-<strong>Las</strong> nueve y veinte, doctor. ¡A ver si venimos antes!<br />
Tiberio se acercó al médico; sonreían ambos amistosamente.<br />
-Doctor, quiero hablar con usted.<br />
-Cuando quieras, hijo.<br />
-No hay prisa; le esperaré en la huerta.<br />
Junto a los manzanos, Tiberio fruncía los labios y silbaba la canción de los<br />
Gorriones Felices que tienen la Tripita Llena; como un aire de cuna, acompañado<br />
por una masa coral de 55 pajarillos; 50 cantaban; los otros cinco, no, porque<br />
eran muy pequeños, eran pájaros de pico.<br />
El doctor llegó al mediodía, después de hacer la visita. Poca cosa; algún loco<br />
con catarro o que le había sentado mal la cena o que se había caído en el patio<br />
jugando a la “chita pará”. El médico les examinaba atentamente, miraba con toda<br />
seriedad el cuadro de temperaturas, que parecía un dibujo de montañitas hecho<br />
por un niño; les tomaba el pulso, les auscultaba y se volvía a sor Herminia:<br />
-A éste, bicarbonato. Dosis normal.<br />
Lo que él decía:<br />
-Si les mando sulfamidas, a lo mejor se me mueren y todo. Nada, nada;<br />
bicarbonato, que es inofensivo y económico.<br />
Y todos se curaban, claro, porque ya sabían los microbios que allí no había<br />
nada que hacer; si esperaban jugar al escondite con la hidrazida nicotínica o con<br />
la estreptomicina, estaban listos. Bicarbonatito, un buche de agua y a jugar al<br />
patio.<br />
-Tú dirás, Tiberio.<br />
-Siéntese, doctor, siéntese. Como si estuviera en su casa. ¿Le ayudo a<br />
quitarse la chaqueta? ¿O quiere que le vaya a por las zapatillas?<br />
-Gracias, majo -agradeció el doctor-. Se está bien aquí, ¿eh?<br />
-Ya lo creo.<br />
-¿Qué tal los chicos? ¿Son buenos?<br />
-Sí, doctor, muy buenos todos.<br />
-¿Y “Sencillo”? ¿Tan simpático, tan campechanote?<br />
-Sí, señor; ahí está, mirando los peces -y Tiberio le enviaba una mirada<br />
cariñosa al ángel. “Sencillo”, que era muy sentido, enarcaba las alas satisfecho,<br />
como un gatito pequeño al que se le rasca en la nuca.<br />
-Quería hablarle de ellos, doctor.<br />
-¿De los muchachos? ¿Qué pasa?<br />
-Nada, nada. Es que... ¿se ha parado usted a pensar en si acaso son felices?
72<br />
-¡Hombre! -el doctor se rascaba la cabeza-. Yo creo que... No les mando más<br />
que bicarbonato; les damos mermelada de calabaza un día sí y otro no. Y loquero<br />
que veo pegando a uno de los muchachos, loquero que meto en el calabozo tres<br />
días a pan y agua.<br />
-Ya. No me refiero a esa clase de felicidad física. Mire, doctor; todos estamos<br />
aquí por..., ¿sabe por qué?<br />
-Por... por... Antes creía saberlo, pero ya... -el doctor se puso colorado.<br />
-Porque todos deseábamos algo; algo sencillo y limpio, inofensivo y fugaz.<br />
Ellos, los... los “sanos”, no comprenden eso. Ellos creen que todos los hombres<br />
tienen que desear cosas prácticas: dinero, honores, estimación, un “haiga”, un<br />
sillón de despacho, una moto. Cuando no cosas peores, cosas sucias, cosas<br />
tristes. Nosotros no deseábamos esas cosas. Y los sanos, los prudentes, los<br />
normales, decidieron que éramos peligrosos para la sociedad. La belleza de<br />
nuestros deseos hacía más miserables los suyos. Entonces se veía toda la roña<br />
sucia y desdichada de sus almas con úlcera. Nos encerraron.<br />
-Ya lo sé -dijo el doctor en voz baja.<br />
-Yo creo -continuó Tiberio- que ya es hora de que hagamos algo por los<br />
chicos. Leocadio sólo desea que le dejen vender sus sueños, esos sueños que<br />
tanto necesita la humanidad; Pablito sólo quiere ser reloj y tocar la campana a la<br />
hora de las comidas; Jerónimo quiere tan sólo que le creamos autor del “Quijote”;<br />
Felipe sueña con ser agricultor a contrapelo; Hilario, con cazar perdices<br />
inexistentes, porque, aunque él no lo sabe, es descendiente bastardo de Wifredo<br />
el Velloso; Fernando sueña siempre con dar un concierto con esa flauta que les<br />
hice con una caña y un papel de fumar; Nicolás ansía una revolución del arte<br />
para pintar gatos de color violeta... Doctor -y Tiberio miraba al médico con ojos<br />
límpidos de río de alta montaña-; doctor, ¿por qué no les dejamos? ¿Por qué no<br />
establecemos un nuevo orden social?<br />
-Pero es difícil...<br />
-No, no lo es. ¿Acaso usted mismo no desea escapar de su propia vida, de su<br />
rutina y de su ciencia, de las limitaciones que le asfixian? Su<br />
“bicarbonatoterapia”, ¿no es una evasión?<br />
-Pero la Inspección...<br />
-No, doctor. Comprenda que lo único serio que podemos hacer en este mundo<br />
es ofrecernos a los demás, a nuestros chicos, a estos pobres recluidos,<br />
contrabandistas de mariposas, que sólo han encontrado la negación del mundo.<br />
Doctor, si nuestra vida no es entrega... Doctor, ¡cómo hemos perdido nuestra<br />
vida!<br />
El doctor Quiñones se quitó las gafas y las limpió con una gamuza amarilla.<br />
Sin los cristales sus ojos aparecían hinchados, tristes, pero humanos.<br />
-Yo soñé una vez -dijo Tiberio- con ser ingeniero de Jardines y Arroyos, con<br />
sembrar un clavel en el yunque del herrero. Quizás ha llegado el momento de que<br />
el hierro dé rosas.<br />
-¡No sé, Tiberio! ¡Tu idea es tan hermosa...! Desde que llegaste a esta casa<br />
nuestra vida, la de todos, está tocada de una maravillosa locura. Creo que todos<br />
estamos locos, Tiberio; pero empiezo a sospechar si no será la locura el estado<br />
perfecto del hombre. Empiezo a sospechar que a mí no me hizo Dios para que<br />
tuviese piorrea alveolar, para que cobre mi sueldo los días treinta ni para que<br />
organice un fichero. Pero antes..., Tiberio, entonces... -tembló con miedo la voz<br />
del doctor Quiñones-, ¿no estará Dios un poco loco?
73<br />
Se rieron los gorriones, todos con la misma risa alegre y dichosa de Tiberio.<br />
-Empieza usted a rozar la verdad. Sí, Dios está loco porque es perfecto;<br />
porque nos creó, porque nos ama, porque vino a la tierra, porque está en las<br />
iglesias silenciosas, sin más música que el roer de las polillas; porque se levanta<br />
cada mañana, cada instante, como un pequeño sol blanco, y sonríe desde lo alto<br />
a las moscas y a la hierba, a los árboles y a los hombres de buena voluntad. Dios<br />
tiene la feliz locura de la pureza sin mancha de sí mismo. Y nosotros, los locos,<br />
estamos tocados de Dios, de la locura de Dios; para nosotros no hay cielo ni<br />
infierno; hay sólo Dios, que ha retenido nuestra voluntad, y al darnos la desgracia<br />
de los hombres, nos ha dado la gracia y la promesa de su eternidad.<br />
“Sencillo”, sentado en la rama de un almendro, donde mascaba florecillas<br />
blancas, batió el aire con las plumas exquisitas de sus alas.<br />
Y así se estableció en el manicomio el nuevo orden social. No estaba escrito en<br />
ningún manifiesto, como el artístico bancario de Nicolás. Emanaba de Tiberio,<br />
como el agua de un surtidor, y estaba en los corazones de los locos. Una infinita<br />
paz, un absoluto sosiego, una serenidad perfecta posaban sus alas quietas sobre<br />
aquellos seres.<br />
El doctor juega al tute arrastrado y al julepe con Alfredo y Lorenzo. Sor<br />
Herminia, ¡qué risa!, se deja vendar los ojos y es “la gallina ciega”; Cecilio, el<br />
loquero que estudió bandurria, ha organizado una orquesta de bastante púa y<br />
regular de pulso. Felipe siembra lo que le da la gana y juega a trillar en el patio<br />
con dos loquitos que le hacen de mulas. A Nicolás le han comprado una caja de<br />
acuarelas con los cuartos que se guardaba antes el doctor Quiñones por<br />
específicos que no recetaba. Jerónimo está empezando a escribir las “Novelas<br />
ejemplares”. A Pablito le han comprado una campana nueva y se pasa el día:<br />
-Din-don; din-don; din-don... Tin, tin, tin. ¡Son las tres!<br />
Leocadio se ha hecho millonario de caracoles vendiendo sueños:<br />
-A ver, tú, ¿quieres un sueñecito? ¿De qué lo quieres? ¿De general o de<br />
marino? ¡Tengo sueños, sueños de poeta y de héroe, de pandero y de chocolate!<br />
¡Baratitos los sueños! ¡Sólo cuestan un caracol!<br />
Para los que no saben música se ha organizado una Orquesta Palafónica de<br />
Instrumentos Absurdos, donde caben desde las tapaderas de cocina a las flautas<br />
de cañas y papel de fumar. Otro grupo de locos ha fundado un Cuadro Artístico,<br />
donde se representan “El loco cantor”, “El idiota”, “Locura de amor”, “Malvaloca” y<br />
un extenso repertorio entre obras originales y adaptaciones especiales, como “El<br />
puñal del loco”, “La muerte de un locatis”, “Doña Rosita la loquera” y “Seis<br />
loquitos en busca de su doctor”.<br />
<strong>Las</strong> veladas se prolongan hasta medianoche y todos ríen y se divierten<br />
disciplinadamente, eso sí, haciendo lo que les da la gana.<br />
El hombre que trae la leche por las mañanas se quedó el otro día rezongando:<br />
-¡Así ya se puede ser loco! ¡Unos mucha locura y otros nada! ¡Siempre dije que<br />
el mundo estaba muy mal hecho!<br />
Sí, todos son felices. Tiberio también lo es, aunque el reloj de su corazón está<br />
empezando a hacer esos ruidos que hacen los bellos y antiguos relojes cuando<br />
van a dar la hora. Una hora solemne y decisiva que va a resonar en el alma de<br />
Tiberio como un viejo bronce, como el bronce de las <strong>campanas</strong> aquellas que él<br />
rozaba con el dedo, en un pueblo, en su pueblo, suspirando el aire acribillado de<br />
zánganos:<br />
-¿No oyes? ¡Es como si las tocaran muy lejos...!
HOY LLEGÓ SEBASTIÁN<br />
El día que trajeron a Sebastián fue uno de esos días raros en que el azul del<br />
cielo está cargado de alguna misteriosa potencia eléctrica.<br />
Hubo relámpagos, aunque no había nubes.<br />
Cantaron los gallos en do sostenido menor.<br />
Y la noche antes hubo un eclipse de luna, parcial en España y total en una<br />
aldea del Camerún; ahora que allí, como todos son negros, ni se dieron cuenta<br />
del eclipse ni nada. Y es que, ya se sabe, los negritos viven con los plomos<br />
fundidos. El único que se dio cuenta fue el jefe de la Administración Colonial, que<br />
era blanco, pero estaba borracho y se creyó que una mariposa le había apagado el<br />
quinqué.<br />
A Sebastián le trajeron en un coche celular, con dos guardias, dos loqueros y<br />
un chófer que era de Villarrobledo, sólo que hacía muchos años que no iba por el<br />
pueblo.<br />
Fue un día sensacional y extraño. Al atardecer se llenó de nubes rojas,<br />
afiladas como lanzas sangrientas. El horizonte parecía fusilado de gritos y hubo<br />
una revolución en Guatemala, resultando triunfador el general Martínez, que era<br />
masón.<br />
Fue un día lleno de sorpresas y de calambres. Sor Herminia se cortó un dedo<br />
sacando punta a los lapiceros del despacho. Los peces de la alberca, limón y<br />
naranja, zigzagueaban espantados, como si al agua le hubiesen enchufado un<br />
cable de alta tensión.<br />
Los locos, felices en el nuevo orden social establecido por Tiberio, estuvieron<br />
un poquito lacios, como flores de macetas sin regar.<br />
Un día, en fin, lleno de presagios, de temblores, de expectación y de hambres.<br />
Un día subrayado con lápiz rojo en el calendario sin hojas de los ángeles.<br />
Un día con hipertensión.<br />
Un martes.<br />
Tiberio tuvo su alma en suspenso y el corazón le latía de puntillas haciendo<br />
poquito ruido, igual que un reloj de señora. Por la mañana estuvo nervioso y<br />
anhelante, cerrado a las nostalgias y clavado en tiempo presente, como un<br />
bichito, con el alfiler de la espera.<br />
El día que trajeron a Sebastián fue un día maduro y redondo.<br />
Sebastián tenía un bigote caído que le ponía la boca entre paréntesis. Sus<br />
ojos cortaban el aire, como alfanjes. Sus dedos huesudos se le ponían blancos de<br />
engarabitados que estaban. Era moreno y mediano. <strong>Las</strong> venas de la frente eran<br />
como los ríos de un atlas, pero no como ríos pequeños, no, sino como el Danubio,<br />
el Nilo, el Mississipí o el Amazonas, con sus afluentes y todo. ¿Qué caudal de<br />
violencias llevaban del corazón al cerebro? Los ojos, con los párpados hinchados,<br />
eran como dos oes con el acento circunflejo de las cejas peludas y rizadas.<br />
Cuando sor Herminia miró a Sebastián su pecho palpitó bajo las tocas<br />
blancas, como si comprendiese, de repente, que un misterioso alarido alanceaba<br />
al mundo. Y también como cuando uno siente, aun sin verlo, que algo está mal<br />
colocado en una habitación que conocemos bien.<br />
Tiberio está en la galería de cristales cuando llega el coche. Ve bajarse a los<br />
guardias, con porras y pistolas, y luego a Sebastián. En el alma de Tiberio el<br />
destino llama tres veces con nudillos de angustia, como dicen que hace San<br />
75
76<br />
Roque, que si le rezas un Padrenuestro todos los días te avisa cuándo vas a<br />
morir.<br />
El alma de Tiberio se ha puesto pálida. El corazón se le detiene un momento y<br />
luego se pone a hacer muy fuerte:<br />
-Tras, tras; tras, tras...<br />
Tiberio se vuelve atontado con las palmas de las manos hacia arriba:<br />
-¡“Sencillo”! ¡“Sencillo”!<br />
Se hace visible el ángel; llega de perfil y suavemente y su sonrisa ensombrece<br />
la tarde y los pájaros de la huerta gorjean gozosos.<br />
-¡Tengo miedo, “Sencillo”! ¿Te acuerdas? No hace mucho, aquel día que vino<br />
mi familia, te dije que algo se había roto en mí, que me encontraba en blanco<br />
como un niño que abre los ojos por primera vez. Ahora sé que aquel temblor de<br />
mi alma era la expectación de este momento, de esta hora que ha llegado<br />
despacio, sin prisas y silenciosamente, como el amanecer. ¿Qué pasará ahora,<br />
“Sencillo”? ¿Por qué me tiembla hoy el alma, hoy, ahora, cuando ha llegado ese<br />
hombre? No sé quién es; no sé nada de él; pero sólo al verle se me ha despertado<br />
un sueño cauto y perdido que yo tenía en mi corazón sin saberlo. Para mí,<br />
“Sencillo”, ya nada puede volver a ser. Se me han desvanecido los recuerdos<br />
todos; ya no recuerdo ni siquiera este momento que vivo, y mi mente se ilumina,<br />
como si alguien hubiese entreabierto en una rendija la puerta que guarda la luz.<br />
Estoy estremecido y con fiebre; como un álamo que no sabe luchar contra el<br />
viento.<br />
-Los álamos, Tiberio, los álamos no luchan. Se inclinan, reverentes, cuando<br />
los dobla el viento de Dios.<br />
Tiberio siente que, de nuevo, vuelve a su corazón la paz. Poco a poco,<br />
lentamente, como si despertara a un día tibio.<br />
-No lucharé, “Sencillo” -suspira-; yo me doblaré como un árbol si es Dios<br />
quien empuja.<br />
-Ten ánimo -sonrió el Ángel, y toda la tarde se vuelve de color manzana, con<br />
olor a manzanas-, porque esta hora te estaba esperando en el camino de tu vida.<br />
Ha sido abierto arriba un libro misterioso de renglones de plata; cada palabra es<br />
una música y un color cada letra. Lo que tú no sabes ni comprendes, está<br />
esperándote; al final de un camino donde cantan mis ángeles hermanos.<br />
Recorrerán tus pies la senda del Señor y se moverán tus brazos como alas; no<br />
sentirás el peso de tu cuerpo y un aire desconocido hará leve tu paso.<br />
Se calla el Ángel. Tiberio se pasa la mano por la frente ardorosa; detrás le<br />
cruzan pensamientos dorados, como pececillos tras el vidrio de una pecera.<br />
-¿He de decir algo para aceptar la voluntad de Dios? Siento, claramente, que<br />
mi destino es vagabundo y flotante, igual que las hojas en el aire. No me apegaré<br />
a nada humano, “Sencillo”; quiero estar transparente como un vaso de agua y<br />
saciar la sed de aquellos que lleguen a mí con su boca seca.<br />
-Él tiene sed -susurra el Ángel-, él tiene un infinita sed que no puede calmar<br />
el agua de todas las fuentes del mundo; él se abrasa estéril como la arena del<br />
desierto. Entre todas las criaturas de esta casa, de este mundo, Tiberio... es la<br />
más desgraciada. Necesitará mucho amor, porque tiene el corazón llagado,<br />
porque la espada de Aquel que no vino a traer la paz se ha clavado hasta el puño<br />
en su cuerpo. Y va chorreando una dolorosa sangre, sin compasión de sí mismo.<br />
“Sencillo” se ha fundido en la luz. Y Tiberio baja, emocionado y vehemente, al<br />
patio donde juegan los locos. Sólo que hoy no juegan; están reunidos, en grupos,
77<br />
nerviosos e inquietos a algunos les tiemblan las aletas de la nariz como a canes<br />
perdigueros. Hablan poco y en voz baja, pero manotean en el aire invadido en las<br />
sombras primeras. La sangre les galopa en las venas:<br />
-Tacatá, tacatá...<br />
A Lorenzo se le pone una sombra, débil y roja, así, delante de los ojos.<br />
-Es un hombre perdido. Es un criminal.<br />
-Dicen -añade Alfredo- que tenía una pistola.<br />
-Tiene las pupilas rojas -dice Nicolás-, rojas de minio y bermellón.<br />
Nunca, nunca, desde la llegada de Tiberio se han sentido los locos así: tan<br />
excitados, tan pusilánimes, tan miedosos.<br />
Pablito tiembla de frío:<br />
-¡A mí me ha mirado de un modo...!<br />
Cuando llega Tiberio, todos se vuelven a él, anhelantes, asustados, ansiosos:<br />
-¿Le has visto, Tiberio, le has visto?<br />
-¿Al nuevo? -y Tiberio tarda un rato en contestar-. Sí.<br />
-Se llama Sebastián -dice Pablito.<br />
-¡Bah! -desprecia Fernando-. ¡Eso dirá él!<br />
-¡Se llama Sebastián! -se excita Pablito congestionado-. ¡Se lo he oído decir a<br />
las monjas!<br />
-¡Tú qué sabes! ¡Si eres un pobre tonto!<br />
-¡Y tú, y tú también lo eres! -chilla Pablito.<br />
-¡Bah! ¡Yo soy un loco! ¡Pero tú eres tonto!<br />
A Tiberio le sube una congoja desde muy hondo:<br />
-¡Pablo! ¡Fernando!<br />
-Es que no me creen. Y además... -murmura avergonzado el loquito-reloj, que<br />
es un tipo mongólico, de ojos oblicuos y pómulos salientes.<br />
-Todos somos locos; todos somos tontos. Pero, por amor de Dios, no dejéis<br />
que la ira os apriete el corazón con sus tenazas. ¿No veis la tarde qué hermosa<br />
está? Hay ángeles en la sombra apretando sus manos tristes. No, callad, amigos.<br />
Nada puede romper la paz que ha puesto Dios en nuestra locura; nadie puede<br />
asesinar vuestra calma, que es el éxtasis de Dios.<br />
La voz de Tiberio se eleva dulce y llena de ternura. Salen los ángeles de la<br />
sombra, con las palmas abiertas, y otra vez se posan con sus alas sobre el patio.<br />
Los locos se sientan en el suelo, aún caliente, porque allí pega el sol todo el<br />
día.<br />
-¿Quién es, Tiberio; quién es ese hombre?<br />
-No lo sé -murmura Tiberio, preocupado.<br />
-Tú lo sabes todo. ¿No quieres decírnoslo?<br />
-“Sencillo” no ha querido decírmelo. Es un hombre que está en soledad como<br />
las águilas, como las fieras. Presiento que es un hombre que se revuelve a<br />
mordiscos contra un mundo que no le comprende. Recordad, tampoco a nosotros<br />
nos comprenden.<br />
-Entonces... -inquiere tímidamente Alfredo-, entonces, ¿es de los nuestros?<br />
-Sí; de los nuestros, pero todavía más solo, más perseguido, más desgraciado.<br />
-Le querremos, le querremos, Tiberio -dice en voz baja Fernando.<br />
-No sé si le bastará con nuestro amor. No sé si querrá amor de nadie. No sé si<br />
sabrá qué cosa es amor.<br />
-Yo sí lo sé; amor es tocar la flauta que tú me has hecho.
78<br />
-Sí, Fernando; para ti, amor es tocar la flauta. Es así como tú hablas con<br />
Dios. Porque tú, Fernando, no sabes sino tocar la flauta.<br />
-Pero la toco muy bien, ¿eh?<br />
-Maravillosamente bien.<br />
-Si no necesita amor -suspira Lorenzo, que ya no siente aquella venda<br />
sutilmente roja ante su vista-, si no necesita amor, Tiberio, ¡qué desgraciado debe<br />
de ser!<br />
-Sí, Lorenzo. Porque dar amor es bello, pero necesitarlo es triste. Hubo un<br />
héroe de un cuento antiguo, Prometeo, que robó al sol la antorcha del fuego y se<br />
la entregó a los hombres. En castigo fue encadenado a la cumbre de una<br />
montaña y, todos los días, aves voraces devoraban sus entrañas en vivo. No hubo<br />
amor para aquel hombre, no hubo piedad.<br />
-¿Y Sebastián?<br />
-Tal vez ha robado un fuego sagrado; tal vez lo ha abandonado en medio de<br />
los hombres. Pero, sin duda, encadenado está y devorándose a sí mismo,<br />
insaciable. Hasta que un día, alguien rompa sus cadenas y encuentre la paz.<br />
Fosforecen los ojos en la noche recién estrenada. Palpitan en la sombra<br />
palabras idas, palabras muertas. Un cementerio de palabras fósiles blanquea en<br />
cada rincón. Los locos suspiran y suena la campana de la cena, que hoy, con<br />
tanto jaleo, tiene que tocar la hermana cocinera, porque a Pablito se le ha<br />
olvidado.<br />
Se levantan los hombres en una alegre desbandada.<br />
Sólo Tiberio se queda en el patio, a oscuras, bajo la luz de las estrellas, que<br />
dan chispas como un arco voltaico y encienden la verbena de la sombra. Tiberio,<br />
que extiende sus manos hacia lo alto y suspira quedamente, angustiadamente,<br />
como en una interrogación suplicante y misteriosa:<br />
-Si no necesita amor...
ANARKOS Y SU HISTORIA<br />
El manicomio ha vuelto a su estado normal. Prosigue el benéfico influjo del<br />
orden social y el director, en sus exámenes periódicos, va descubriendo que los<br />
locos sanan; vamos, no es que se pongan cuerdos, ni falta que les hace, sino que<br />
desaparecen los ataques, los tics nerviosos, la violencia y la fiebre.<br />
El doctor, como no se atreve a confesar la realidad de lo que pasa en el<br />
establecimiento, la auténtica causa de que aquello se haya convertido en un<br />
celestial rincón de angelitos más o menos filarmónicos, está preparando una<br />
comunicación para la Academia Nacional de Medicina, con el título de: “La<br />
bicarbonatoterapia, procedimiento decisivo en la restauración psíquica del<br />
individuo, según la teoría del doctor Quiñones y frente a los sofismas de<br />
Kraussmenozekoff”. Le está saliendo de perilla.<br />
Sor Herminia se pasea por las galerías con su chín-chín de llaves ya inútiles,<br />
y Cecilio está ensayando con los muchachos eso de “Los sitios de Zaragoza”, que<br />
es tan bonito, sobre todo cuando Cecilio dice:<br />
-Ahora se oyen los cañones... ahora los fusiles... ahora las ametralladoras...<br />
ahora la bomba de “driógeno”.<br />
Y todos, catapán, chín, chín, tan tan, venga a hacer los ruidos esos que<br />
parece una guerra de verdad.<br />
Pero no todo es música celestial. Hay tres hombres en la casa que no<br />
participan de la serena felicidad de los demás loquitos. Uno, es el doctor<br />
Quiñones; otro, Tiberio; el tercero, Sebastián. Y todo por culpa de este último.<br />
El doctor ha ensayado lo del bicarbonato con el loco nuevo, porque ya está<br />
absolutamente convencido, después de tanta tesis, de lo científico de su sistema.<br />
Pero se le fue la mano y en lugar de recetar veinticinco gramos, puso doscientos<br />
cincuenta, y Sebastián no hacía más que levantarse por la noche y hacer ruidos<br />
groseros; se ha quedado estropeadísimo.<br />
A Tiberio le preocupa mucho Sebastián, que no quiere hablar con nadie;<br />
contesta enseñando los dientes y gruñendo palabras feas y se pasa el día solo,<br />
paseando, con la cabeza hundida en el pecho, que se va a hacer un agujero con la<br />
barbilla en el esternón.<br />
Los locos estuvieron cariñosos y atentos con Sebastián y trataron de atraerle<br />
y de que participase en sus juegos, pero nada.<br />
-Mira -le había dicho Leocadio-, aquí cada cual hace lo que quiere. ¡Anímate,<br />
hombre!<br />
-¿Ah, sí? -soltó Sebastián abriendo paréntesis de bigote-. Bueno, pues yo lo<br />
que quiero es quemar esta casa con todos vosotros dentro. Conque... ¡dame<br />
cerillas!<br />
Leocadio se asustó tanto que tuvo que ir al médico a que le recetara algo para<br />
los nervios. Se le calmaron con bicarbonato, así es que el doctor ya tiene pensado<br />
el titulo de su segunda comunicación científica: “El bicarbonato, nueva y eficaz<br />
terapia de choque en el tratamiento de la hipertensión nerviosa, según los<br />
experimentos del doctor Quiñones y frente a los sofismas del doctor<br />
Kraussmenozekoff”.<br />
Pero a lo que vamos. En vista de lo brutísimo que se ponía Sebastián -¡por<br />
algo le trajeron con guardias!-, los loquitos han decidido dejarle tranquilo y ni se<br />
acuerdan de él. Nada, como si no existiera.<br />
79
80<br />
Sólo Tiberio. Tiberio que está aprendido a sufrir. Tiberio que siente que su<br />
serenidad se rompe ante su propia impotencia, ante este hombre que sufre tan<br />
visiblemente, sin que nadie pueda ayudarle. Por primera vez en su vida Tiberio<br />
siente que sus entrañas se le abren, desgarradas, en el parto de un sentimiento<br />
nuevo: el Dolor.<br />
Tiberio pasea por la huerta, silencioso y furtivo, detrás de Sebastián. El loco le<br />
mira con una rabia sorda temblándole en el labio de abajo.<br />
Pero no le mira a los ojos. Por eso, Tiberio no puede hacer nada, lo que se dice<br />
nada. Si los ojos de Sebastián se alzaran hasta los ojos de Tiberio, un momento,<br />
sólo un momento... Pero parece como si el loco se diera cuenta; el muy ladino<br />
mira siempre a Tiberio a las rodillas o a los zapatos.<br />
Tiberio ha intentado todo; desde ofrecerle la pera más gorda de la cesta que<br />
mandó tía Evelina, hasta hacerle un espantapájaros o una cachimba de higuera,<br />
que huelen que es una gloria. No olerlas, claro.<br />
Sebastián, impertérrito, olímpico y tremebundo, y esotérico, que tampoco<br />
suena mal, sigue paseando, las manos atrás y la barbilla hundida, sin más<br />
interés que pisar bichos en el suelo.<br />
Goza con cazar moscas y espachurrarlas con el tacón; con tirar piedras a los<br />
gorriones que lanzan unos “pío pío” de socorro que parten el alma de Tiberio. Con<br />
arrancar la fruta y tirarla al pozo; con decapitar flores con un palo. La huerta está<br />
hecha una porquería desde que llegó Sebastián.<br />
Cada vez que ve cómo corta una rosa y la pisotea, Tiberio cierra los ojos y se<br />
le pone la carne de gallina. Indudablemente Sebastián está poseído de un<br />
demonio violento. Y lo peor es que él, en el fondo, también siente dolor cuando<br />
destroza algo. Pero es un dolor tan pequeñito que ni parece dolor ni nada; como si<br />
no lo sintiera.<br />
Tiberio ha visto en los ficheros del doctor la cartulina de Sebastián. Dice así:<br />
“-RODRÍGUEZ PIÑERO (Sebastián).<br />
-Treinta y ocho años.<br />
-Hijo de Isauro y de Hermelanda.<br />
-Natural de Erustes (Toledo).<br />
-Sietemesino.<br />
-PSICOFISIOGNOMÍA: Nariz oblicua, dura y angulosa, correspondiente al tipo<br />
desequilibrado, desarmónico y duro; difícil catequización pedagógica.<br />
-LÍNEAS DE HUTER: Eje de concentración, largo; eje efectivo, escaso; eje de<br />
carácter, largo; eje de actividad, regulín regulán. Occipucio, feo. Nuca, flaca.<br />
-OBSERVACIONES: Distimia depresiva con trastornos paranoides. Su padre,<br />
además de Isauro, era epiléptico, alcohólico y escéptico.<br />
-DIAGNÓSTICO: Parapatía anancástica; neurosis disfóricosensitiva y<br />
psicasténica; propensión a la mitomanía psicoplástica que puede conducir a la<br />
metamorfosis zoantrópica”.<br />
Todo estaba escrito a máquina. Al dorso de la ficha, el doctor Quiñones había<br />
escrito a mano:<br />
-“No dice ni pío. Asegura llamarse Anarkos. Está como una cabra.<br />
Bicarbonato y tratamiento Tibérico, a ver qué pasa”.<br />
Todo esto, claro, de poco le sirve a Tiberio. Así que sigue dando paseos por la<br />
huerta detrás del otro, isócrono, como un eco, como una sombra. Como una<br />
sombra. Porque un día, Anarkos se paró en seco y se volvió a Tiberio:<br />
-¿Tú eres tú o eres mi sombra?
81<br />
-Tu sombra -sonrió Tiberio.<br />
-Ah, bueno...<br />
Anarkos se encogió de hombros y siguió dando zancadas.<br />
Al día siguiente, puso cejas circunflejas y miró a Tiberio; a los zapatos de<br />
Tiberio, claro:<br />
-¿Y te llamas Sombra o qué?<br />
-Me llamo Tiberio.<br />
Anarkos se sobresaltó:<br />
-¡Arrea! ¡De modo que mi sombra se llama Tiberio! De la “gens Claudia”, ¿eh?<br />
¡Cómo te cargaste al Agripa, so cerdo! Y a Germánicos, a Seyano, a Druso, a la<br />
Agripina... Le pegaste la patada a Poncio Pilato y te quedaste más fresco que una<br />
lechuga. Lo que tú decías: “Cuando yo me muera, que se hunda el mundo”. De<br />
poco te valió, amigo. Te cascaron con una manta.<br />
-No -sonrió Tiberio alegremente-. Yo no soy ése.<br />
-¿Ah, no?<br />
Anarkos le miró de través, apretó los labios sombríos y continuó su pasear<br />
silencioso.<br />
Lo menos pasaron diez días sin que Anarkos abriese la boca. Al cabo de este<br />
tiempo, paseando por la galería, seguido de Tiberio y de “Sencillo”, que los traía<br />
con la lengua fuera, se plantó en jarras y se volvió a su sombra:<br />
-¿Sabes lo que escribió Dostoievski? Escúchalo: “Es muy fácil vivir haciendo<br />
el tonto. De haberlo sabido antes me hubiese declarado idiota desde niño y puede<br />
que a estas fechas fuese más inteligente. Pero quise tener ingenio demasiado<br />
pronto y heme aquí ahora hecho un imbécil”.<br />
Se sonó las narices y sonrió de lado, aviesamente:<br />
-No está mal, ¿eh? ¡Algo así ha sido mi vida!<br />
Se guardó el pañuelo y sonrió con sarcasmo:<br />
-¡Y tan imbécil! Me fui de la lengua y mira, aquí me tienes encerrado. Con<br />
esos pobres bobos, que se ríen de todo, los muy memos.<br />
“Sencillo” le sopló algo a Tiberio. Este añadió con picardía.<br />
-Sí, reírse de todo es propio de tontos, como dijo Erasmo, pero no reírse de<br />
nada lo es de estúpidos.<br />
Anarkos abrió la boca, asombrado.<br />
-¿Sabes que eres una sombra bastante leída y escribida? No sé si mandarte a<br />
freír espárragos o echarte a patadas.<br />
-Nadie puede salirse de sí mismo.<br />
-No -gruñó Anarkos-; de acuerdo, pero lo pueden echar a uno a patadas. Lo<br />
pueden destripar como yo machaco a esta hormiga.<br />
-Eso es crueldad.<br />
-Soy cruel, luego existo -se rió el Piñero, tan bruto el tío.<br />
Así, poquitos a poquitos, Sebastián Rodríguez Piñero, por otro nombre<br />
Anarkos, iba abriéndose como un higo pasado, sólo que mucho más despacio. A<br />
lo peor se estaba una semana entera sin hablar a Tiberio, quien tenía<br />
descuidados a los locos, a las nubes y a las hormigas.<br />
A medida que se abría Anarkos, Tiberio le hurgaba dentro como los pájaros a<br />
los higos.<br />
Anarkos movía los labios hablando para sí. Luego le arreaba una patada a la<br />
pared:<br />
-¡Hay que librar a las cosas de la servidumbre de un fin! -bramaba.
82<br />
Tiberio sonreía con una chispita de malicia, recordando a aquel juez que<br />
había leído a Nietzsche:<br />
-Eso no es muy original.<br />
-Bah -despreciaba el otro-, yo puedo ser tan original como me dé la gana. Uno<br />
puede ser original en cualquier cosa, menos a la hora de palmarla. Todo el<br />
mundo se muere igual. Aunque cambien las circunstancias, la muerte es la<br />
misma: abre uno la boca, resuella un poco, ¡zás!, se para el corazón y estira uno<br />
la pata. Los ministros igual que los barrenderos.<br />
-Eso sí es verdad.<br />
-¡Verdad, verdad! -gruñía Anarkos-. ¿Y qué es la verdad?<br />
-La verdad es blanca.<br />
-¿Blanca?<br />
-Sí, blanca y redonda. La Verdad se come, igual que las rosas, pero da la<br />
felicidad. La Verdad está en un sitio silencioso donde arde una luz débil y hay<br />
olor de lirios azules.<br />
-¿Tú la has comido?<br />
-Sí, muchas veces.<br />
Anarkos le miró con curiosidad. Luego crispó las manos:<br />
-Y aunque sea así. ¿qué dosis de verdad puede soportar un hombre?<br />
-Como hombre, muy poca -meditaba Tiberio-; si la verdad fuese sólo luz, una<br />
rendija, un solo rayo. Porque la Verdad mata al hombre humano. Pero después de<br />
muerto le hace grande y bello; le llena de Dios. La verdad nos acerca a Dios y nos<br />
acerca a los hombres.<br />
-Bah, para amar a los hombres hay que huir de ellos. Si los conoces tienes<br />
que odiarlos.<br />
Tiberio chascaba la lengua.<br />
-Si los conoces tienes que compadecerlos. Y la compasión es amor. ¿Tú no<br />
compadeces a nadie?<br />
-Yo -murmuró Anarkos sombrío, amenazador-, no he aprendido a<br />
compadecer, sólo me han enseñado a maldecir -se volvió iracundo-. ¡Y si quieres<br />
estar conmigo no me compadezcas!<br />
-Hay una forma del amor que está muy por encima de la compasión -dijo<br />
tímidamente Tiberio.<br />
-¡Bah!<br />
Elocuente, Anarkos se dio media vuelta:<br />
-¡No turbemos la digestión de los tontos! ¡Amor! Eres una sombra bastante<br />
ridícula. No me servirás de mucho cuando llegue la hora de mi revolución. Para<br />
vosotros, la digestión tranquila es vuestra meta. Para mí, no; ni siquiera la<br />
revolución es una meta, sino una transformación que no cesa. Ni siquiera la<br />
anarquía es un fin. He leído alguna vez que la libertad engendra la anarquía, la<br />
anarquía el despotismo, y el despotismo, otra vez la libertad.<br />
-Entonces, la libertad es tu fin.<br />
-Yo quiero la libertad para perderla; igual que quiero los cuartos para<br />
gastármelos. Lo que quiero es la revolución; una revolución integral, vertical,<br />
horizontal y oblicua; que nada, absolutamente nada, quede como está.<br />
-Pero tú no puedes crear ni siquiera el desorden.<br />
-No -gritó Anarkos con rabia-, no puedo crear. Pero puedo destruir...<br />
Se echó la mano al estómago y barbotó:<br />
-¡El bestia ese del doctor le va a dar el bicarbonato a su padre!
83<br />
Cuando se le pasó el retortijón, siguió triunfal:<br />
-¡Yo puedo crear la destrucción! Lo estupendo no es hacer pompas de jabón,<br />
sino pincharlas con un alfiler y ver cómo hacen ¡paf! ¿Comprendes? Bueno, pues<br />
en lugar de pompas cosas y hombres. ¡Paf! Se les pincha un poco y se quedan<br />
pachuchos y arrugados. ¡Yo sueño con una gran pira funeraria!<br />
-Entonces -Tiberio parecía un gallo de pelea-, ¿por qué das esos gritos por la<br />
noche?<br />
-¿Yo? -abrió los ojos; casi se le salían de las órbitas.<br />
-Sí, tú; te oigo todas las noches; me acerco a ti y estás temblando, lleno de<br />
sudor, con las manos crispadas.<br />
-Tengo pesadillas...<br />
-Lo sé.<br />
-Es raro; sé que estoy soñando... cosas... esas cosas... sé que grito, dormido;<br />
me falla el aire, como si me ahogase, parece que me va a reventar el corazón... Y<br />
de pronto, se calma todo; la pesadilla desaparece y noto que mi descanso es más<br />
profundo, más suave...<br />
-Mis manos -murmuró Tiberio con sencillez.<br />
-¿Qué le pasa a tus manos?<br />
-<strong>Las</strong> pongo en tu frente.<br />
-¿Es así como...?<br />
-Sí.<br />
Anarkos se quedó turbado. Por su alma ruin pasó algo, tembló algo, como una<br />
congoja, como un sollozo. Y por un momento, sólo por un momento, miró a los<br />
ojos de Tiberio. Le dio un escalofrío; eran como espejos y se había visto en ellos;<br />
sabía que aquella figura contrahecha, deforme y rojiza era la suya, su alma. Pero<br />
había visto algo más: un fondo de blanquísimas alas electrizantes, una mansa y<br />
llana blancura que, sólo por un momento, le produjo la sensación de una lluvia<br />
fresca en un día de ardoroso verano.<br />
Anarkos bajó la mirada; la detuvo en sus manos, poderosas y rudas:<br />
-Mis manos asesinas -pensó, él mismo no sabía si con orgullo o con pena.<br />
Se aclaró la garganta, volvió el rostro hacia la galería y balbució con voz seca:<br />
-Tú..., ¿quién eres tú?<br />
-Ya lo sabes -sonrió Tiberio-, tu sombra.<br />
-Y... y... ¿estarás conmigo hasta el final?<br />
-Hasta el final.<br />
La voz de Tiberio llegó lejana y rotunda como un trueno amortiguado. Tiberio<br />
supo que aquella voz había pasado por su garganta, pero venía de más lejos, de<br />
muy lejos. Aquella voz estaba viniendo desde el principio de los tiempos como la<br />
luz de algunos astros y acababa de estremecer a dos hombres.<br />
Como en el primer día en el que aquella voz fue escuchada por oídos<br />
humanos.
ANARKOS CUENTA SU HISTORIA<br />
Hacía ya ocho meses que llegó Anarkos al manicomio. Doscientas cuarenta<br />
veces que amaneció; doscientas cuarenta veces que anocheció; cuatrocientos<br />
ochenta prodigios de los que pocos se dieron cuenta.<br />
Por noviembre, el cuadro artístico del manicomio puso el “Tenorio”; Jerónimo<br />
terminó las “Novelas ejemplares” y anunció que empezaba a escribir los “Trabajos<br />
de Persiles y Segismunda”. De menos nos hizo Dios.<br />
Hizo frío, calor, otra vez frío y etcétera. Una vez llovió. Nevó dos veces. En fin,<br />
la vida.<br />
Anarkos y Tiberio se hicieron amigos.<br />
Anarkos seguía con la vista baja y con las mismas ideas, eso sí, que era un<br />
barbián de pelo en pecho. La huerta se había convertido en jardín de Academos,<br />
donde los dos personajes charlaban y paseaban. Por lo menos, Anarkos dejó de<br />
matar bichos, de decapitar rosas y de apedrear pájaros. Su mente se ocupaba<br />
ahora en planes más serios: en destruir el mundo y cosas por el estilo.<br />
A veces se extasiaba mirando al cielo:<br />
-A ver si ahora, con la bomba de cobalto...<br />
El portero le dejaba todos los días el ABC, y cuando leía que en la Anatolia<br />
habían muerto seis mil personas en un terremoto, que el año pasado la cascaron<br />
28.552 yanquis en accidentes callejeros o que un nuevo volcán había destruido<br />
las islas Célebes, aquél era un día grande para Anarkos.<br />
-Eso debe ser de nacimiento -pensaba Tiberio buscándole disculpas-. ¡Como<br />
es sietemesino y zoantrópico!<br />
-¡Inmolemos a la Humanidad en el altar de la catástrofe! -berreaba Anarkos,<br />
después de leer que un tren había descarrilado cerca de Manchester y que<br />
alrededor de trescientos hijos de la Gran Bretaña había muerto sin decir ni pío.<br />
Un día, mientras Anarkos se sentía transportado de filantrópicos sueños, sor<br />
Herminia le chistó a Tiberio desde una ventana:<br />
-¡Tiberio! ¡Tiberio! ¡Ven en seguida!<br />
La monja le llevó a la sala de visitas; allí siguen Daoiz y Velarde en su marco<br />
descolorido, con los pelos alborotados, las levitas descosidas y los espadines al<br />
aire; continúan las manchas de humedad, sólo que más numerosas y más<br />
grandes; siguen el mismo almanaque, el mismo bodegón y las mismas moscas;<br />
todo igual que el año pasado cuando vino la familia de Tiberio.<br />
No hay más que una cosa nueva; una mujer arrebujada en un mantón negro,<br />
con un negro y largo vestido lleno de faltriqueras. Es una campesina, casi<br />
anciana, arrugada como una haba seca y con el pelo tirando ya a cano.<br />
-Esta señora -dice sor Herminia- es la madre de Sebastián. Yo le he hablado<br />
de ti, le he dicho que eras amigo... bueno, el único amigo de su hijo. Y ella ha<br />
querido conocerte.<br />
Tiberio alza sus ojos límpidos y encuentra los ojos aguados, cansados, de la<br />
mujer. Y contempla su alma, torpe, elemental y sencilla. Es un alma analfabeta y<br />
ruda, pero la maternidad la ha rodeado de un suave contorno, como un halo.<br />
En los ojos, casi invisibles de pequeños, como dos punzadas de alfiler sobre<br />
una piel cocida a todos los soles y seca a todas las heladas, brilla una lejana<br />
chispa. La mujer no sabe qué hacer con sus enormes manos tostadas y las<br />
esconde en el mantón. Los ojos se le ponen tímidos y apocados.<br />
-¿Está usté bien?<br />
84
85<br />
Sor Herminia se ha marchado y Tiberio sonríe con dulzura, rompiendo la<br />
tirantez del momento:<br />
-Siéntese, señora... ¡No! Ahí no; esa silla tiene la pata rota; siéntese aquí, que<br />
se está más blandito.<br />
La mujer se sienta en el borde mismo del diván, desesperadamente incómoda:<br />
-Pues como la Hermana me dijo que usté era muy bueno y que era amigo de<br />
mi Sebastián...<br />
Tendía hacia Tiberio sus manos huesudas:<br />
-¿Cómo está mi hijo?<br />
-Bien -sonrió Tiberio-. Está mucho mejor. Es... es un poco raro, pero...<br />
La mujer rompió a llorar con un hipo que sacudía las paredes.<br />
-...Pero lo importante es que está más tranquilo.<br />
-¡Es un desgraciado! -suspiró la mujer, secándose las lágrimas-. Yo ya se lo<br />
dije a mi Isauro, que en paz descanse y con los santos se halle; que ese hijo iba a<br />
ser muy desgraciado. ¡Si por lo menos se hubiese estado en el pueblo! Pero se<br />
vino a la ciudad y aquí me lo envenenaron... Y ahora, ya ve usté, ni ver a su<br />
madre quiere, como si yo no le hubiese parido, como si no se hubiese criado a<br />
mis pechos. Usté disimule la pregunta: ¿usté tiene madre?<br />
Tiberio cerró los ojos con nostalgia:<br />
-No. Murió cuando yo nací -y agregó con voz baja-: Mi vida por la suya...<br />
-¡Pobre! Pero algún día sabrá usté lo que duelen los hijos; traerlos al mundo,<br />
hacerlos hombres y luego... Usté tiene cara de bueno, señor. Me lo ha dicho la<br />
Hermana. ¡No deje usté a Sebastián! En el fondo él también es bueno, sólo que<br />
esas ideas... ¡No le deje usté!<br />
-No le dejaré. Seré para él como... como... su Ángel de la Guarda.<br />
De nuevo Tiberio se sintió estremecido, como aquella vez, meses antes, como<br />
aquel día que hablaba con Anarkos en la galería. De nuevo sintió que aquellas<br />
palabras últimas habían salido de sus labios, habían vibrado en su garganta.<br />
Pero sintió la extraña sensación de que aquellas palabras no eran suyas, no<br />
habían nacido en su cerebro. Habían resonado, sí, igual que un apagado trueno,<br />
con el eco de una misteriosa voz de bronce; él quería decir algo así, pero las<br />
palabras surgieron de su boca antes de haberlas pensado, antes de desear<br />
decirlas.<br />
Desconcertado Tiberio miró en torno suyo y suspiró anhelante, dolorido.<br />
-¡“Sencillo”! ¡“Sencillo”!<br />
Pero ya se levantaba la señora Hermelanda Piñero...<br />
-Para lo que usté quiera mandar. Sabiendo que está usté con mi hijo me voy<br />
más tranquila, aunque no ha querido verme. En Erustes tiene usté su casa. Hay<br />
tren, ¿sabe usté? La estación está muy cerca del pueblo. Que Dios lo bendiga,<br />
hijo.<br />
Titubeó un momento y luego, impulsivamente, le dio un beso en la frente y se<br />
marchó azorada con sus guardapieses y faltriqueras.<br />
Tiberio se quedó inmóvil, contemplando las manchas que parecían figuras<br />
vivas: un caballo, un mapa, un avión, un higo chumbo...<br />
Así es que, ¿había llegado la hora?<br />
El muchacho inclinó la cabeza, pero ahora no le llegaba ninguna melodía<br />
interior. No oía sino el vuelo de las moscas que vibraban sordamente en el cuarto<br />
solitario.
86<br />
En vista de eso, se fue en busca de Sebastián. Le encontró en la alberca,<br />
tratando de pinchar a los peces con un alambre. Cuando vio venir a Tiberio tiró el<br />
alambre al agua, se puso las manos atrás y levantó los ojos hacia las nubes:<br />
-Buen día, ¿eh?<br />
Tiberio no contestó; sentado en el borde de ladrillo, contempló largo rato a su<br />
amigo; luego habló.<br />
-¿Sabes con quién he estado?<br />
-¿Con quién?<br />
-Con tu madre.<br />
Anarkos abrió la boca para decir algo, una burrada, seguro; pero se lo pensó<br />
mejor y soltó un lacónico:<br />
-¡Ah!<br />
-¿Por qué no has querido verla?<br />
-Porque no me dio la gana.<br />
-No te pongas bruto.<br />
Anarkos frunció el ceño, se mordisqueó los paréntesis y su rostro adquirió un<br />
tono grave y sombrío:<br />
-Si yo fuese... otro, no tendría nada contra mi madre. Es una mujer ignorante<br />
y torpe; pero es que nadie la educó. Es buena; supongo que lo es.<br />
-Pero...<br />
-¡Pero yo soy Anarkos! ¡En torno mío sólo tuve odio! ¡Me han engendrado en<br />
odio! Yo no pedí la vida; nadie me consultó si quería nacer. Por tanto, ¡no le<br />
agradezco que me pusiera de patas en este asqueroso barrizal! ¡No agradezco<br />
nada a nadie! -continuó, feroz-. ¡Ni siquiera te agradezco que seas mi sombra! ¡Yo<br />
no quería nada de esto! ¿Quién señaló con el dedo a un poco de noche, de nube y<br />
de asco y dijo: “Que de aquí salga Anarkos”?<br />
-Dios.<br />
-Tu Dios es un embuste. Y si existiera, tampoco tendría nada que agradecerle.<br />
Hubo una larguísima pausa. Una abeja se cayó al agua, y Tiberio le puso una<br />
ramita para que saliera.<br />
Desde el patio llegaban las voces de los locos, que jugaban a las cuatro<br />
esquinas y echaban a suertes, a ver quién era el que se quedaba:<br />
China,<br />
china,<br />
capuchina,<br />
¿en qué mano<br />
está la china?<br />
Cuatro patas<br />
tiene un gato:<br />
una, dos,<br />
tres y cuatro.<br />
Le tocó a Nicolás I, Rey del Azul Prusia.<br />
Tiberio mordisqueó una hoja. Ya iba siendo hora de conocer la historia de<br />
Anarkos. Así que decidió tirarle de la lengua.<br />
-¿Por qué te fuiste del pueblo?<br />
Anarkos sonrió sardónico:<br />
-No me fui; me llevaron.<br />
-¿Te llevaron?<br />
El otro se levantó y dio unos pasos, agitado y ceñudo.
87<br />
-Pienso si la libertad no será un castigo.<br />
-Lo es -chispearon los ojos de Tiberio-. Por eso los que están aquí son felices:<br />
porque no tienen libertad; porque Dios y el doctor deciden por ellos; porque<br />
nunca se encontrarán en una encrucijada ante la pesadumbre de elegir un<br />
camino. Y ni siquiera tienen libertad para pensar, porque sus pensamientos no<br />
son suyos; se los he dado yo.<br />
-Sí -gruñó Anarkos-; a esa libertad me refiero: a la libertad de pensar. ¡Si<br />
desde chico le pusieran a uno rejas en la cabeza...! Mi padre era un borracho;<br />
tenía abandonadas la casa y la heredad; en cuanto lampaba un duro, se lo bebía.<br />
Y yo...<br />
-Y tú...<br />
-Crecí como una ortiga salvaje y un poco venenosa. Mi madre se reventaba los<br />
riñones cavando, sembrando, yendo tras el arado... Nadie se podía ocupar de mí,<br />
por lo visto. Por entonces me alegraba de ello. Eso me daba... libertad. ¡Valiente<br />
porquería de cosa!<br />
-¡Es tan hermoso tener libertad y dársela a Dios! -suspiró Tiberio-. Decirle:<br />
“Señor, llévate esta voluntad que me has dado y que de nada me sirve, porque un<br />
día puede ser una mala voluntad; úneme a tu voluntad...”<br />
-Yo era -continuó Anarkos, abstraído-, yo era... un retrasado mental. Algo en<br />
mi cabeza estaba fuera de su sitio. No sé en qué misteriosas circunvoluciones<br />
cerebrales se albergan el odio y el amor; no lo sé. Pero en mí se habían cambiado<br />
de lugar. Fui a la escuela; había un maestro lo bastante burro como para afirmar<br />
que la letra con sangre entra. Y sí, entraba... con sangre. Yo era un pobre<br />
muchacho solitario y amargo. Durante catorce años tuve el honor de ser el tonto<br />
del pueblo.<br />
Anarkos hablaba con voz opaca y temblorosa.<br />
-No era verdad; yo no era tonto, aunque sentía, a veces, que me sacudían<br />
intensas ráfagas de violencia: me gustaba espachurrar cosas, romper cristales y<br />
quemar los pajares para ver cómo los apagaban. Yo no era tonto, aunque hablaba<br />
mal, me expresaba con dificultad y tenía los ojos de buey. Pero cuando se me<br />
acercaba una de aquellas crisis, de aquellos ataques de odio, cuando me sacudía<br />
el aura, yo era mucho más inteligente que todos; el más inteligente del mundo.<br />
-Pobre Anarkos; en soledad.<br />
-Sí; tal vez merezca compasión, aunque también odio la compasión, y no sé<br />
por qué te la consiento a ti... Quizá porque sabes escucharme... Yo creo que, en<br />
mi fondo, el niño normal que había en mí se estremecía de miedo, de pavor y de<br />
locura ante aquella violencia que se hacía dueña de mi ser, que me poseía. Y aún<br />
me estremezco de terror, por las noches..., tú lo sabes..., cuando monstruos<br />
amarillos, pulpos sin párpados, algas como serpientes, ahogan mi cuello.<br />
Anarkos se limpiaba el sudor, y gritó:<br />
-¡Hay un mundo en torno mío! ¿No es así? ¡Hay un mundo con hombres y con<br />
iglesias, con sopas de cuartel y coches americanos! ¡Hay un mundo que vive y se<br />
divierte! ¿Qué ha hecho ese mundo tuyo por mí? ¿Cuándo me ayudó, cuándo<br />
tuvo piedad de aquel niño aterrado que yo era, de aquella pobre bestia solitaria y<br />
errante que sólo hubiese querido un poco de esa caridad de que el mundo habla<br />
como un metal que suena o una campana que retiñe?<br />
Temblaba, lleno de fiebre, ante los ojos humedecidos y angustiados de Tiberio.<br />
De Tiberio, que sentía su corazón en cruz, despedazado y roto, sangrante y
88<br />
deshecho, como si una zarpa bestial le desgarrara las vísceras y un dolor, el<br />
Dolor, sacudiera sus miembros en un espasmo.<br />
-¡Me dejaron solo, solo, solo! ¡Con aquel odio agazapado en mi cerebro,<br />
acechándome, cortándome de raíz todo sentimiento que no fuera la náusea! Esa<br />
es la razón de mi vida: yo he nacido para odiar -iba serenándose-, como las<br />
gallinas para poner huevos.<br />
Suspiró.<br />
-Un día, a los catorce años, me fijé en los pájaros. Los odiaba, claro; pero<br />
sentía una grande, una intensa envidia de sus alas. Ellos podían huir, podían<br />
volar, podían alejarse... Entonces deseé ser pájaro. Pensé que si ellos movían<br />
rápidamente las alas y se sostenían en el aire, yo también podría hacerlo. Subí al<br />
segundo piso de una cuadra... y me tiré al suelo, moviendo los brazos<br />
desesperadamente. Entonces fue cuando salí del pueblo... En una ambulancia.<br />
Me había partido no sé cuántas costillas; fractura de la base del cráneo,<br />
traumatismo general... Qué sé yo.<br />
Habían enmudecido los pájaros de la huerta, desoladoramente tristes.<br />
-Me trajeron al Hospital Provincial. Y me curé, dirías tú, milagrosamente.<br />
Pero, lo que es más extraño, me desapareció aquella tiniebla del cerebro. Mis ojos<br />
adquirieron una expresión normal; hablaba ya como el resto de los humanos. Ya<br />
no era un retrasado mental. De algo me había valido mi deseo de ser pájaro. Volé<br />
realmente; volé hasta mi verdadera edad mental, recorriendo de un salto trece<br />
años de diferencia.<br />
-¿Y...?<br />
-Creí que mi salud era completa. Por vez primera en mi vida, al salir del<br />
hospital, sentía gusto en mirar a las gentes, al sol, a los niños que jugaban en la<br />
calle. No quise volver al pueblo; aquel vuelo me había llevado demasiado lejos<br />
para resignarme otra vez a ser el tonto municipal del que se ríen las muchachas<br />
histéricas. No. Me quedé en la ciudad. Sólo que aquí... Yo no sabía hacer nada,<br />
no valía para nada. Así que a jorobarme y a cargar maletas en la estación, a la<br />
llegada del Lusitania Exprés. Maletas de piel de cerdo, propiedad de tipos de piel<br />
de cerdo. Uno no sabía dónde empezaba la maleta y dónde el dueño. Maletas de<br />
diplomáticos bigotudos, negociantes flacos y zorras internacionales. Mis<br />
contactos con la alta sociedad me produjeron lo suficiente para comer y un<br />
reuma en la paletilla como una casa.<br />
Se echó mano a la espalda:<br />
-Por lo menos, me sirve para saber cuándo va a cambiar el tiempo.<br />
Y siguió, ante la mirada alentadora de Tiberio:<br />
-Una vez, una de aquellas zorras perdió el maletín. Gritaba en franchute como<br />
una bellaca, igual que las cerdas moribundas. Decía que en aquel maletín llevaba<br />
las alhajas, y que valían cuatro mil duros. Era una tipa flaca, que a lo mejor no<br />
estaba mal; habría que quitarle toda aquella escayola para verlo. Acudió el jefe de<br />
estación; acudieron los factores; acudieron los guardias. No acudieron el alcalde y<br />
los bomberos por una casualidad, porque, desde luego, la tía aullaba como<br />
cincuenta. Desde que empezó, yo me olí el tomate; ya sabía que las culpas las<br />
llevaría un servidor. Sólo que en vez de salir pitando me quedé allí, como un<br />
grandísimo bobo. El jefe le preguntó a la elementa que cómo había perdido la<br />
maleta; ella dijo que un mozo se la había robado; levantó el dedo, empezó a dar<br />
vueltas como una loca y, ¡catapúm!, me señaló a mí como Colón; lo mismo pudo<br />
señalar a otro, pero para eso tengo yo una suerte más negra que nadie. De nada
89<br />
me valió jurar, como era verdad, que yo no sabía nada de aquella tipa, que yo no<br />
le había llevado el equipaje. Yo sabía que era el Chepas el que había birlado el<br />
bolso; pero no lo iba a decir, para que me llamaran chivato. Total, me echaron<br />
mano, y mientras las cosas se aclaraban o no, me dieron una paliza monumental.<br />
Luego resultó que todos se convencieron de mi inocencia; pero la paliza me la<br />
tragué...<br />
Anarkos se pasó los dedos por los cabellos.<br />
-Aquellas malas bestias me dejaron en tal estado que tuvieron que llevarme al<br />
hospital otra vez... Bueno; yo no sé si fue de la paliza o del berrinche. Lo que sé<br />
es que mientras me llevaban me dio un ataque. Y otra vez, ¡otra vez! -silbó con<br />
rabia-, sentí que mi cerebro se llenaba de una salvaje violencia, de un infinito<br />
deseo de matar, de aplastar, de retorcer pescuezos. Otra vez me sentí lleno de<br />
odio, de amargura y de asco.<br />
Tres golondrinas cruzaron el cielo, y sonó en la calle el grito de un vendedor<br />
ambulante. Anarkos respiró hondamente.<br />
-Cuando salí del hospital -añadió-, lo primero que hice fue buscar al Chepas,<br />
llevármelo a un desmonte, pegarle una paliza y pasarme una hora pinchándole<br />
con una aguja, después de amordazarle. Creí que con aquello calmaría mi odio,<br />
que bastaría para cobrarme la deuda que tenía pendiente con el mundo. Pero<br />
después de pinchar al Chepas, después de verle ensuciarse de pánico, después de<br />
contemplarle babeante y enloquecido pidiéndome perdón, comprendí que no, que<br />
yo no podría perdonar nunca nada ni a nadie. Era para mí un sentimiento<br />
prohibido. No; mi deuda no estaba cobrada; era demasiado antigua y demasiado<br />
grande, y decidí dedicar mi vida a esa revancha.<br />
Tiberio le contemplaba dolorido:<br />
-Es una amarga historia, Anarkos; es una amarga vida.<br />
Anarkos se rió de colmillos.<br />
-Es sólo la mitad de la historia; la otra mitad, si algún día te la contase, verías<br />
que es igualmente inmunda.<br />
-Y cuando te trajeron los guardias...<br />
-¡Bah! Le había pegado con una estaca a uno de ellos. Medio le desnuqué.<br />
Pero ¿es que un hombre no puede vivir tranquilo? Quise huir de la ciudad. La<br />
ciudad me corrompía; me hacía olvidar la razón de mi vida; me traía ideas<br />
nuevas; ponía libros en mis manos... Entonces fue cuando decidí irme al otro<br />
mundo.<br />
-¡Anarkos! -el grito de Tiberio resonó desesperadamente-. ¿Quisiste...<br />
intentaste acaso...?<br />
-¡No, aún no! Lo que hice fue irme a vivir al cementerio. Llevaba una escala de<br />
mano en el bolsillo, y así saltaba la tapia. Pude escoger libremente mi... hotel.<br />
Tenía a mi disposición los más hermosos, bellos y monumentales panteones:<br />
mármoles, bronces, estatuas... Elegí el panteón de un marqués que se murió<br />
bastante viejo y bastante rico. Mejor dicho, lo mataron. Lo mató un jornalero con<br />
una hoz. Era el panteón más lujoso, y, además..., el de un hombre que murió con<br />
la levita y los chapines puestos; una víctima de la violencia.<br />
-¿Y allí viviste?<br />
-Como un rey, Tiberio; como un rey de la muerte. Por la noche leía el<br />
periódico a la luz de los fuegos fatuos. Me instalé a conciencia; puse un colchón,<br />
una estantería con libros y un retrato de tu viejo compadre Calígula; un gran tipo<br />
ese emperador romano... Pero lo bueno nunca dura; se enteró un guarda, llamó a
90<br />
dos guripas y quisieron sacarme a la fuerza. Y lo que yo digo: a la fuerza, no; así<br />
que le rompí la estaca al tío aquel en la cabezota. Mala suerte; hoy por ti, ayer por<br />
mí. Lo que pasa es que acudieron más tíos, y así no hubo manera de hacerse el<br />
héroe; me trincaron. Después de la paliza de costumbre, para abrir boca, un<br />
médico dijo que yo era un irresponsable y que me internasen aquí. ¡Lo que me<br />
extraña es que no me tengan encerrado!<br />
-Yo le dije al doctor que te dejase libre, que no había peligro.<br />
-¿Tú? ¿Por qué lo hiciste?<br />
Suspiró Tiberio:<br />
-No lo sé... Pero me hice responsable de ti.<br />
Anarkos arrugó el gesto. Y chilló:<br />
-¿Por qué, por qué, por qué? ¡Has hecho mal! ¿Qué tienes tú que ver conmigo?<br />
Estoy harto de que me hagas favores? ¡Vete al diablo!<br />
Tiberio alargó su mano cariñosa; pero el otro retrocedió como si viera un<br />
ciempiés:<br />
-¡No! ¡No me toques! ¡Ya conozco tus trucos! ¡No me toques! ¡Vete, vete de<br />
aquí! ¡Dejadme en paz!<br />
La voz de Tiberio estaba escalofriada de tristeza.<br />
-Tú sólo sabes odiar; no es culpa tuya. Pero yo sólo sé amar, y tampoco es<br />
culpa mía. No temas; no te tocaré. Eres una pobre estrella solitaria fuera de la<br />
órbita de todo sistema estelar. Eres un pobre ser sin caridad. Pero no puedo<br />
dejarte. ¿No ves que soy tu sombra? Soy la tierra que se adhiere a tus pies, el<br />
polvo que cubre tus cabellos, el aire que te envuelve y te limita.<br />
Anarkos tartamudeó:<br />
-Lo siento; no quería decir... Sí, tú eres mi sombra; al menos, encuentro en ti<br />
mi eco y el remedio a mi soledad. Pero no me compadezcas, no me toques, no<br />
quieras que te mire, porque entonces me siento avergonzado y desnudo, sacudido<br />
por un huracán invisible como un árbol niño en medio de la tormenta. Porque...<br />
porque el odio es la razón de mi vida. Y si no lucho contra ti, tú asesinarás mi<br />
odio.<br />
Tiberio vio sonreír a “Sencillo”.
SOMBRA DE ESTAS SOMBRAS<br />
Nicolás ha terminado su obra cumbre: su Gioconda, su Capilla Sixtina, su<br />
Conde de Orgaz. La ha titulado Sonata lírica en azul sostenido mayor, opus<br />
magna, número 171.<br />
Es un lienzo todo él pintado de azul, ni más ni menos.<br />
Nicolás lo explica a los que no lo entienden:<br />
-Vamos a ver. ¿Qué es lo más bello de la Creación? El cielo, ¿no es así? Todos<br />
los grandes artistas hemos querido pintar el cielo: personajes o paisajes celestes.<br />
Menos yo, todos fracasaron, desde el Greco a Salvador Dalí. Yo lo he conseguido.<br />
Fray Angélico pintaba el cielo de rodillas; yo lo pinto cabeza abajo. Y cuando un<br />
hombre se pone cabeza abajo, el cielo es, definitivamente, así.<br />
-Pero...<br />
-Ya sé -cortaba Nicolás, impaciente-; tú piensas que no hay ninguna figura.<br />
Eso es lo malo de tantos pintores, que se empeñan en pintar algo, y luego, lo que<br />
pasa... No; la misión del arte no es describir, sino sugerir. Y el cielo azul lo<br />
sugiere todo. Yo he pintado el Todo.<br />
-No veo nada -decía un loco tímido que pasaba por allí.<br />
-Claro, hombre; el Todo está detrás del azul, que es la Nada.<br />
... ... ... ... ...<br />
Raimundo ha estado pachucho, el hombre. Parece ser que se ha tragado un<br />
caballo. El doctor Quiñones quiso darle el bicarbonato, pero Raimundo se negó<br />
rotundamente; dijo que el bicarbonato no le cae bien, que le produce aire y le<br />
revuelve la vesícula; que era mejor que le operase.<br />
En vista de eso, el doctor le metió en las narices el frasco del cloroformo y<br />
mandó traer el viejo caballo del hortelano.<br />
Cuando se despabiló y abrió los ojos, Raimundo movió la cabeza.<br />
-No, doctor; el caballo que yo me he tragado es blanco, y éste es pinto. A no<br />
ser -menea la cabeza dubitativo- que en vez de uno me tragase dos...<br />
Como no se convencía, el doctor mandó recado a Tiberio.<br />
-Pero ¿a quién se le ocurre tragarse un caballo? -le riñó Tiberio<br />
cariñosamente.<br />
-No sé, chico. Digo yo si sería en la sopa; no me di cuenta. Ya sabes; en las<br />
cocinas de estos sitios son poco escrupulosos...<br />
Miró, preocupado, a su amigo:<br />
-¿Tú crees que esto será grave?<br />
-¡No tiene ninguna importancia! Aquí donde me ves -le consoló Tiberio-, todos<br />
los años, por el 30 de septiembre, yo me trago las mariposas del mundo.<br />
-¿Todas, todas?<br />
-Todas. <strong>Las</strong> tengo aquí para que no se hielen. Y las suelto cuando llega el 21<br />
de marzo y emprende su viaje el Arcángel San Gabriel.<br />
-Está bien eso -aprobó Raimundo-. Claro que un caballo no es lo mismo. Es<br />
más grande y tiene huesos y herraduras; no como las mariposas, que son<br />
blanditas.<br />
-Sí, eso sí -admitió Tiberio-. Pero... ¿tenía silla de montar el caballo?<br />
-No, no; no tenía. ¿Es importante eso? -preguntó ansioso el loco Raimundo.<br />
-¡Huy, importantísimo! ¡Esencial! Si no tenía silla de montar, no te preocupes;<br />
entonces no tiene ninguna importancia.<br />
-¡Ah, bueno!<br />
91
92<br />
-Nada, nada. Hale, levántate y vete a jugar por ahí. Y no te ocupes del caballo.<br />
Ahora -le miró respetuosamente-, ahora... ¡eres un centauro!<br />
-Sí -admitió modestamente Raimundo, pero con un brillo de alegría<br />
intensísima en la mirada-. ¡Es verdad! ¡Ahora soy un centauro!<br />
Se levantó y se fue al patio relinchando.<br />
... ... ... ... ... ...<br />
Pedro, que es un poeta cuadrado con la cabeza redonda, tiene pocos años y<br />
bastantes ideas: lo menos dos o tres. Es muy amigo de Nicolás, y se pasan el día<br />
charlando apaciblemente de literatura, de arte, de poesía y de mermelada de<br />
calabaza, que les gusta a los dos como deben gustarles a ellos las cosas: con<br />
locura.<br />
Pedro está acorde con Nicolás en eso de que la misión del arte es sugerir. Y,<br />
así, ha creado un nuevo movimiento literario: el sugerentismo. Con su manifiesto<br />
y todo, claro, porque estos amigos o hacen las cosas bien, o, la verdad, no las<br />
hacen.<br />
Un día atacó radiante al doctor:<br />
-¡He creado el sugerentismo!<br />
-¿El migerentismo?<br />
-No sea bobo, doctor; el sugerentismo es la salvación de la literatura.<br />
En vista de que el doctor dijo que tenía mucha prisa, que tenía que comprar<br />
unos zapatos y le iban a cerrar las tiendas, Pedro ha arrinconado a Jerónimo en<br />
el patio y le ha largado el disco.<br />
-Yo, Pedro, he creado el sugerentismo.<br />
-Bueno -dijo Jerónimo, que no cree en los ismos, porque él es un clásico-. ¿Y<br />
eso qué es?<br />
-Una nueva expresión poética.<br />
-¿Y qué?<br />
-He suprimido la rima, porque se sacrifica la idea; he suprimido las frases,<br />
porque la unión de las palabras es impura; he suprimido la metáfora, he<br />
suprimido el ritmo, he suprimido la descripción...<br />
-¿Queda algo?<br />
-¡Sí! ¡La Poesía, con P mayúscula! La poesía, que debe ser sugerencia, y para<br />
ello sólo puede valerse de palabras aisladas, de palabras puras. El valor de la<br />
sugerencia es incalculable, es decisivo, es infinito.<br />
-¡Ah!<br />
-¿No lo comprendes? Hasta ahora, los puentes se hacían sobre los ríos; yo he<br />
sido el primero en hacer un río sobre un puente.<br />
-A ver si se cala el puente.<br />
-Nada, nada; el sugerentismo es una realidad sólida, un fruto maduro, una<br />
meta alcanzada.<br />
-Bueno; seremos sugerentistas<br />
-¡No! ¡Para ser fiel al postulado creador, el sugerentismo no puede ser un<br />
huerto sin paredes donde entréis todos los robaperas! Es preciso no seguir<br />
haciendo poesía sugerentista, porque eso ya no sería... sugerir. Por eso yo, que lo<br />
he creado, detengo al sugerentismo y lo condeno a cadena perpetua. No lo mato.<br />
Ahora puede ser aplicado a otros aspectos del arte: la ciencia, la cultura, la<br />
economía, la industria, el comercio, el artesanado y la vida.<br />
-Pues si ya no hay sugerentismo... -y Jerónimo hizo ademán de marcharse.<br />
-¡El sugerentismo soy yo! Nadie debe seguirme.
93<br />
-Bueno, bueno; pues no te seguiremos.<br />
A Jerónimo se le quita un peso de encima.<br />
-Y ahora -remacha Pedro- tendrás el privilegio de conocer un poema mío; se<br />
titula Si, y dice:<br />
Amor<br />
<strong>campanas</strong><br />
cristales<br />
violentamente<br />
suprahumanizadamente<br />
nada<br />
infinitud<br />
rojo<br />
desierto<br />
inundarte<br />
viento<br />
diente<br />
luna<br />
plenitud<br />
uno<br />
corazón.<br />
-¿Qué te parece? -sonrió triunfal.<br />
-Yo creo que mejor es que no me parezca.<br />
-¡Sí, sí, opina!<br />
-Allá voy. La rima no sacrifica, sino que sólo oculta, necesariamente, un<br />
pedazo de la verdad artística; no se puede suprimir la frase, porque la palabra es<br />
una nuez madura que se casca con el chisme ese de la idea...<br />
-¡Protesto!<br />
-Una sola piedra nunca fue un templo; ni un árbol, un bosque. Además, la<br />
poesía es metáfora porque la vida es metáfora. La poesía es una trinidad: idea,<br />
palabra y forma, sin pérdida posible.<br />
-¡Protesto!<br />
-El sugerentismo es, en realidad, un palabrismo. Acabas de ser padre de una<br />
criatura tan vieja como el mundo; has hecho lo que Adán cuando extendió el<br />
dedo: señaló a una cosa y dijo: “Árbol”. Tú eres como el niño que orina y grita<br />
“¡Mamá, he hecho un río!”. Tu sugerentismo es una casa construida de latas<br />
vacías de conservas. Has querido cubrir de sal a Cartago, inútilmente...<br />
-¡Protesto!<br />
-Tu palabrismo es un festín de criados a base de las sobras de los señores; un<br />
intento de catedral con seis ladrillos viejos; la aspiración de una ojiva con sólo un<br />
pedrusco; el sueño de una playa con cinco chinatos; un bosque con un clavel y<br />
los cabellos cadáveres de una peluquería; una risa con sólo la letra jota.<br />
Pedro palidecía mortalmente.<br />
-Tu palabrismo es un señor disfrazado, con bigote de verbena, bebiendo<br />
limoná. Mira, ahora mismo te hago un poema sugerentista que se titula Perico:<br />
Gritos<br />
esperanzadamente<br />
chisporroteo<br />
ayer<br />
anteayer
94<br />
trasanteayer<br />
elotrodiaporlatarde<br />
silencio<br />
nada.<br />
Jerónimo estaba inspirado y magnífico, rotundo y feroz. Merecía, de veras,<br />
haber sido Cervantes.<br />
Pero Pedro se indignaba:<br />
-¡Tú qué sabes de esto! ¡No sabes nada de nada!<br />
-¿Ah, no? ¡Yo he escrito el Quijote!<br />
-Bueno, ¿y qué?<br />
-¡Y las Novelas ejemplares!<br />
-¿Y qué, y qué? ¡Haría falta saber si, de verdad, el Quijote es tuyo o es que se<br />
lo has copiado a un novel!<br />
Jerónimo palideció, perdió la calma y a punto estuvo de hacer perder la salud<br />
a Pedro. Menos mal que al ruido de los gritos acudió Tiberio.<br />
-¿Qué pasa, chicos?<br />
-¡Se atreve a dudar de que yo he escrito el Quijote!<br />
-Eso no ofrece duda alguna -sonrió Tiberio maliciosamente-. ¿No has visto,<br />
Pedro, el manuscrito? Jerónimo lo tiene en su maleta, debajo de la cama.<br />
-Eso sí... -gruñó Pedro, vencido por una razón tan clara y tan evidente; pero<br />
continuó enfadado-. ¡Es que él se ha metido con el sugerentismo, se ha burlado!<br />
-Tú me pediste opinión. Te la di en nombre de la verdadera poesía.<br />
Se miraban como dos lobos hambrientos. Terció Tiberio:<br />
-La poesía, chicos, es una gran cosa. Es un pedacito de la belleza, y ¿qué<br />
forma tiene la belleza, qué forma tiene Dios? Cada cual puede imaginarse como<br />
quiera el rostro de Dios según ese personal sentido de la belleza. ¿No creéis que lo<br />
importante es que cada hombre sienta esa belleza y la exprese como pueda y<br />
como sepa?<br />
Los dos locos movieron la cabeza afirmativamente.<br />
-Pues eso; tú sigue escribiendo tus obras clásicas y tú sigue creando poemas<br />
sugerentistas. Eso es lo que hemos establecido aquí, con el nuevo orden social.<br />
¿De acuerdo?<br />
-Sí -respondieron, avergonzados, y a dúo, los dos poetas.<br />
Y se fueron del brazo, amicalmente, hablando mal de los versos de don<br />
Ramón de Campoamor.<br />
... ... ... ... ...<br />
Don Sabino es un hombre educadísimo y perfectamente normal, según<br />
parece. Don Sabino no tiene más que una sola, insignificante y misteriosa manía:<br />
escribir cartas. Recibe una correspondencia numerosísima, que va despachando<br />
a lo largo del mes, y el día 5, cuando viene a verle una señora muy rica que es<br />
prima hermana suya, le da un gran paquete de cartas para franquearlas y<br />
echarlas al correo.<br />
Tiberio ha descubierto que don Sabino es un filósofo amable y simpaticón,<br />
dócil y sonriente, aunque ligeramente fúnebre. Porque don Sabino escribe cartas<br />
de pésame, sólo cartas de pésame.<br />
Todos los días lee las esquelas mortuorias de los periódicos y las señala con<br />
lápiz rojo:<br />
-R.I.P. El ilustrísimo señor don Prudencio de Lacalle, ex ministro de Hacienda,<br />
ex diputado a Cortes, ex subsecretario de Marina, ex senador vitalicio...
95<br />
-R.I.P. El excelentísimo señor don Felicísimo Martínez, prócer, Gran Cruz de<br />
Carlos III, Gran Collar de Isabel la Católica, encomienda con placa de la Real<br />
Orden de Don Ataúlfo I...<br />
-R.I.P. El excelentísimo señor don Gregorio Nacianceno de las Batuecas,<br />
duque de Bengala, marqués de Arañuelo, conde de Pérez, barón de Trifonte,<br />
gentilhombre de Su Majestad con ejercicio y servidumbre...<br />
-R.I.P. El excelentísimo señor don Juan Gualberto Gervasio, presidente del<br />
Consejo de Administración de B.E.P.A.S.A., consejero delegado de la T.U.F.I.S.A.,<br />
director de la M.I.P.O.S.A., principal accionista de la N.A.M.E.S.A.<br />
-R.I.P. Don Jenaro Rodríguez, del Comercio...<br />
-R.I.P. Don Norberto Sánchez...<br />
Don Sabino escribe sus cartas, con pluma de palillero y escribanía de cristal,<br />
en altos y severos folios de papel de instancia:<br />
“...he sabido la grave pérdida de su difunto padre, que él gloria haya...”<br />
“...en esta hora tristísima en que todos lloramos la venerable figura de aquel<br />
hombre...”<br />
“...sírvase, señora duquesa, considerarme como devoto amigo que en esta<br />
amarguísima hora...”<br />
“...aquel noble corazón donde toda libertad tenía su asiento y toda iniquidad<br />
severa repulsa...”<br />
Hay quien dice que don Sabino ni está loco ni nada. Sólo que su señora<br />
prima, que estaba harta de tenerle en casa, de franquearle las cartas y, encima,<br />
darle de comer y de vestir, movió poderosas influencias con cierto director general<br />
para que se llevaran a don Sabino a un asilo, sólo que no había plaza libre en<br />
ninguno, únicamente en el manicomio, y por eso le trajeron aquí.<br />
Su señora prima le franquea las cartas -lo menos diez duros al mes en sellos-<br />
y viene a verle, el día 5 de cada mes, y le trae en una cestita tres croquetas...<br />
-que hicimos anoche y estaban riquísimas, tanto que Úrsulo se chupó los<br />
dedos. Y dije, pues le voy a llevar al pobre Sabino estas tres croquetitas, que allí<br />
no las catará...<br />
... ... ... ... ...<br />
El loco Lucas estudiaba para ingeniero industrial y era un empollón que<br />
jamás usaba “chuletas” ni sobornaba bedeles para que le dejaran solo un<br />
momento mientras iba a “Caballeros”.<br />
Lo que decía Lucas:<br />
-O estudiar y ser un ingeniero industrial que se coloque en seguida en la<br />
Compañía Arrendataria de Fósforos, o nada, a vivir de la familia.<br />
La segunda opción no valía, porque Lucas no tiene padre ni madre ni perrito<br />
que le ladre; nada más que algunos primos cuartos o quintos. Así que, ¡Lucas, a<br />
aplicar los codos!<br />
Y lo que pasa, que al hombre, aunque era español, bachiller, tenía salud,<br />
carrera de antecedentes penales, reunía todas las condiciones exigidas por las<br />
leyes generales del Estado y había aprobado sucesivamente los grupos de ingreso,<br />
le pasó lo que a don Alonso Quijano, que de tanto estudiar se le secó la<br />
duramáter y se le quedó el cerebro como una nuez, con su cáscara, su membrana<br />
y sus arruguitas.<br />
Tanta Geodesia, tanta Fisicoquímica y Termodinámica, tanta Metalurgia y<br />
Siderurgia y tanta Hidráulica, le volvieron loquito, y así está, el pobre, muy
96<br />
empeñado en organizar técnica e industrialmente la producción de palabras en el<br />
mundo.<br />
Se lo explicó un día a Tiberio:<br />
-El mundo anda mal porque la gente habla demasiado. Yo he creado una<br />
nueva especialización científica, la racionalización del esfuerzo laríngeo, en orden<br />
a una más rigurosa y selecta productividad de la conversación humana.<br />
Instalaré, Dios mediante, una gran fábrica de Palabras en Serie y organizaré unos<br />
cupos de distribución para cada “quisque”. Habrá permiso de importación para<br />
palabras, previo sacudido de los machacantes.<br />
Porque en el manicomio se había vuelto así de soez y de ordinario.<br />
-Cada individuo tendrá un cupo diario de cien palabras. Cuando se le acaben,<br />
a callarse. Y si se pone tonto, restricciones, corte de fluido lingual seis días por<br />
semana y multita en papel del Estado a abonar en mi casa. El papel del Estado lo<br />
fabricaré yo.<br />
No era tan loco, no.<br />
-En cuanto la gente hable menos, ni guerras, ni huelgas, ni crisis, ni nada. Se<br />
acaban los Parlamentos, los Senados, las Cámaras de Representantes, los<br />
Consejos de Administración, las tertulias de café y los periódicos. Y el mundo,<br />
arreglado.<br />
Lucas tenía la chifladura de los antirrecords.<br />
-Mira qué memez -le dijo un día a Tiberio enseñándole un periódico-; aquí<br />
vienen los récords más estúpidos del año: un locutor de radio que habló cien<br />
horas seguidas... ¿No te digo? Un estudiante de Michigan que se comió setenta y<br />
ocho ostras; otro, doce docenas de salchichas; otro, cuarenta y nueve huevos<br />
duros. Un holandés que se comió dieciséis periódicos bebiendo agua; una pareja<br />
de bailarines que estuvo danzando cuatrocientas treinta y dos horas; un ama de<br />
casa de cuarenta y siete años que se fumó un cigarro sin que se le cayese una<br />
mota de ceniza; un yanqui que pasó ciento diecisiete horas en un mástil; un<br />
bávaro que bebió treinta y tres jarras de cerveza... ¡Estúpidos! ¡Idiotas! Yo los<br />
gano a todos; yo soy el “hombre antirrecords”. La gente: a ver quién hace más de<br />
esto o de aquello. Yo gano al revés; yo soy el que hace menos de todo. Es más<br />
cómodo, higiénico y social.<br />
... ... ... ... ...<br />
Roque es herborista y se titula a sí mismo “hombre de ciencia”. Tuvo una<br />
tienda de tisanas, un herbolario, en la calle del Barquillo y le metieron en el<br />
manicomio porque inventó un líquido, el “Líquido de Roque”, que lo sacaba de la<br />
raíz de unos yerbajos, que en latín se llamaban Petroselinum sativum, planta<br />
umbelífera, subclase de las arquiclamídeas -de corola diapétala-, clase<br />
dicotiledóneas, subtipo angiospermas, tipo fancrógamas. El Petroselinum sativum<br />
tiene inflorescencia en umbela y es planta inferovárica... La gente de la calle, que<br />
es tan brutísima, lo llama sólo por su nombre corriente y moliente: “perejil”.<br />
Don Roque fue inofensivo hasta lo del “líquido vital” “maravilla de la<br />
naturaleza”. Hizo una campaña de propaganda fenomenal, inundando el país de<br />
folletos y octavillas en los que don Roque contaba su genealogía: por parte de<br />
padre, malagueño; por parte de abuelo materno, leonés; por su parte, de<br />
Tarancón; Andalucía, León y Castilla en su sangre jaranera.<br />
-Yo hice mi descubrimiento -confesaba a Tiberio con una desvergonzada falta<br />
de modestia- influido por la fama y sabiduría de dos antepasados míos y
97<br />
parientes, el sabio Lenco y la sabia Eutiquia, naturales del Ponto Euxino.<br />
También por mi tía Encarnita, que me inició en la Botánica.<br />
-Vaya -decía Tiberio, ganándose el cielo.<br />
-Yo me inicié en la bella tarea de arrancar a la Madre Natura sus áureos<br />
secretos o materias primas, tan frecuentemente elogiadas por médicos,<br />
industriales, laboratorios, ministros, Academia Sueca del Premio Nobel, Consejo<br />
de Investigaciones Botánicas, veterinarios y farmacéuticos. Y eso que yo soy cojo,<br />
como puedes ver, que es de nacimiento. Pero no he cejado en mi propósito de<br />
facilitar a los ciudadanos y ejércitos de tierra, mar y aire los adelantos y hallazgos<br />
de mi potentísimo talento. El nombre de don Roque -siguió- campea ya en las<br />
crónicas, como mariposa en el páramo, junto a Monturiol, don Ramón y Cajal,<br />
Peral, Torres Quevedo, Juan de la Cierva, Goicoechea, Pío del Río y otros insignes<br />
patriotas, todos los cuales ofrendamos nuestro genio en el ara de la patria.<br />
Porque el “Líquido de Roque” es modernidad, genio, audacia, seguridad y belleza,<br />
y sirve para curar el tifus, el cáncer, la tuberculosis, la lepra, el constipado nasal<br />
y otros azotes mortales, aplicado en finas y frías unturas segundos antes de<br />
entregarse al benéfico descanso restaurador de las humanas energías.<br />
Don Roque meneaba la cabeza:<br />
-¿Querrá usted creer, amigo Tiberio, que se me ha combatido abiertamente, a<br />
mí, benefactor primero de la humanidad? Se me acusó de curandero, cuando lo<br />
cierto es que yo he recomendado como imprescindible, vital, mi líquido salutífero,<br />
pero advirtiendo siempre que mi extracto de petroselinum de nada serviría si el<br />
enfermo no visitase al médico y siguiese rigurosamente el plan terapéutico que<br />
cada doctor estableciese.<br />
Don Roque llevaba siempre los bolsillos atestados de un folletito instructivo,<br />
destinado a fomentar la cultura, a fomentar el patriotismo y a fomentar el<br />
“Líquido de Roque”. Allí se hablaba de la riqueza botánica española que, aunque<br />
latente, es la primera de todas las potencias del universo mundial; dedicaba un<br />
loor a Tarancón; incluía varias profecías, la biografía de Rockefeller y se declaraba<br />
autor “en esta memorable fecha, cumbre de la civilización occidental”, del líquido<br />
de marras, logrado “a costa de tantos sacrificios”.<br />
Luego explicaba cómo se aplicó a sí mismo, por vez primera, el “Líquido de<br />
Roque” con ocasión de una enfermedad que le produjo una erupción; todo su<br />
cuerpo estaba “al igual que un cacho de bacalao o vianda rebozada con una<br />
gruesa capa de huevo con harina; la descripción era patética; cómo se desviaron<br />
de él sus “frágiles amistades”, cómo rezumaba “pestilente olor” por unos<br />
“escalofriantes orificios”, arrojado de los lugares públicos, viajando solo en el<br />
tranvía porque hasta el cobrador se arrojaba, aullando, a la calzada al verle.<br />
Menos mal que se puso bueno con el perejil. Los folletitos terminaban con una<br />
autobiografía, adjetivada de “sugestiva, breve, curiosa e interesante”, en la que se<br />
hacía saber que don Roque había llegado a la pirámide del saber humano, él<br />
solito, sin becas ni vitalicio, ahorrando céntimo a céntimo, hasta poder presumir<br />
de “fe, genio, patriotismo y perseverancia tales, que me hacen acreedor, cojo como<br />
soy, al laurel del Premio Nobel, honor que reivindico para mi persona y mi patria”.<br />
... ... ... ... ...<br />
Tiberio escucha, tercia, arbitra, sonríe, habla de las cigüeñas y las nubes,<br />
pasa repartiendo amor, asiente, comprende, abre sus manos céreas, da la vida y<br />
el júbilo de vivirla. Tiberio, sombra de estas sombras, se da todo y por entero. Y<br />
es feliz: mejor dicho, sería feliz si...
SE ATASCA EL UNIVERSO<br />
Después de aquella expansión, cuando contó su vida a Tiberio, Anarkos se<br />
puso bastante lacónico y se ha pasado una temporada sin abrir la boca.<br />
Por fin, hoy ha estado un poco más locuaz. Se ha levantado con un extraño e<br />
inquietante brillo en los ojos, palpitante la nariz, como si olisquease algo<br />
extraordinario, algo sensacional.<br />
El cielo está cubierto por un techo bajo de nubes densas y oscuras y el pulso<br />
de la tierra apenas si se oye.<br />
Es un día tristón y gris.<br />
El viento hace girar y rechinar la antigua veleta que corona la espadaña y se<br />
agita la esquila de bronce del tejado.<br />
Los locos están hoy un poco deprimidos.<br />
-Ha bajado el barómetro. Aumenta la presión -ha dicho el doctor a sor<br />
Herminia-. Pida diez kilogramos más de bicarbonato.<br />
A mediodía, uno de los locos se ha empeñado en bañarse en el aljibe y han<br />
tenido que sacarle y llevárselo a la cama, tiritando de frío, con la carne de gallina<br />
y la piel de color verde ceñida de ovas. En el fondo del agua, asustados, los<br />
pececillos miran hacia arriba con sus ojitos saltones y sin párpados, con sus<br />
ojitos de asombro.<br />
Los locos juegan a la oca, al parchís o a las damas; algunos, al ajedrez; otros,<br />
al bonito “juego del asalto”. Se aburren. El doctor no quiere que se aburran; ha<br />
leído en el Medical Journal of America un artículo del doctor Myers que afirma que<br />
el aburrimiento es la causa de la muerte de muchos miles de americanos al año,<br />
aproximadamente. El doctor Myers ha fundado una escuela para enseñar a las<br />
gentes a vivir sin hacer nada.<br />
El director, olvidando por hoy sus trabajos sobre la “bicarbonatoterapia”, ha<br />
mandado a los loqueros que hagan el payaso para ver si los locos se distraen.<br />
Los loqueros cuentan chistes muy sosos, tan sosos que los locos están cada<br />
vez más tristes, cada vez más tristes. Un loquero le ha pegado a otro un guantazo<br />
de clown, sólo que, como no saben el truco, le ha sacudido de verdad; le ha<br />
saltado una muela. Los locos se ríen y el doctor ordena tajante:<br />
-¡Venga, a darse tortas!<br />
Los loqueros se zurran de lo lindo y los locos están ya algo más animadillos.<br />
Tiberio, que ha ido a la capilla a rezar un Padrenuestro, Ave María y Gloria<br />
por todos los hombres que andan por el mundo y no saben por qué, ha estado<br />
buscando a Anarkos, pero no le ha encontrado en la huerta.<br />
Como el día está desapacible, Tiberio se ha ido a la sala grande, donde están<br />
los locos.<br />
Le sigue preocupando Anarkos, claro está. En los últimos días ha estado muy<br />
deprimido, y esta mañana, en cambio, le ha encontrado cambiado, lleno de<br />
energía, como si hubiese bebido un trago del “Líquido de Roque”, y se le hubiese<br />
subido a la cabeza.<br />
-Tiberio -le ha dicho esta mañana Anarkos-; la libertad es un castigo, de<br />
acuerdo; pero estarse mano sobre mano cuando hay tantas cosas que destruir,<br />
también es una tontería, ¿eh?<br />
Lo que pasa es que Anarkos ha estado leyendo el ABC, que hoy trae un<br />
artículo sobre el turismo, un editorial sobre la peseta, un anuncio de la venta del<br />
duro y una información sobre la última depuración en Rusia, donde han cascado<br />
99
100<br />
más de cinco mil hijos del Partido. Con esa mescolanza, piensa Tiberio, nada de<br />
raro que Anarkos ande un poco excitado.<br />
-La materia no se crea ni se destruye, sólo se transforma -dice Tiberio, que ha<br />
estudiado con “Sencillo” las teorías de Lavoisier.<br />
-Bueno, llámalo hache. Yo lo que quiero entonces es transformar el mundo en<br />
humo y tipos despanzurrados.<br />
Hoy no se puede discutir con Anarkos, piensa Tiberio, así que lo mejor es<br />
dejarle tranquilo a ver si se le pasa.<br />
Tiberio se ha dejado ganar a todo, al parchís, al ajedrez, a la oca... El doctor<br />
ha perdido seis duros al julepe con Alfredo y don Sabino, y está, sin embargo,<br />
más campante que unas pascuas. Luego, todos han jugado al baile ese:<br />
El señorito Leocadio ha entrado en el baile: “que la baile, que lo baile, y si no<br />
lo baila medio cuartillo va; que lo pague, que lo pague; salga usté, que lo quiero<br />
ver bailar, saltar y brincar con las piernas al aire. ¡Con lo bien que lo baila el<br />
loquito, déjale solo, solito en el baile...”<br />
Se corean con palmadas. Tiberio ha bailado también, atadamente, como un<br />
Nijinsky, entre las largas filas de tíos berreantes. Después le ha tocado al doctor,<br />
luego al hortelano y después querían hacer bailar a sor Herminia, y Jerónimo ha<br />
hablado de que Santa Teresa bailaba y tocaba el tambor o no sé qué, pero sor<br />
Herminia ha dicho que no, que no está bien que bailen las monjas y que lo de<br />
Santa Teresa era otra cosa, que Jerónimo ha oído Santa Teresa y no sabe dónde.<br />
Cuando estaba bailando don Roque -que aprovechaba la oportunidad para<br />
distribuir su bonito y alentador opúsculo- ha pasado algo sensacional. Parece que<br />
a Tiberio le ha dado un ataque; eso dicen Pedro y Raimundo, que estaban cerca;<br />
que Tiberio se puso blanco, blanco, como si estuviese muerto; que cerró los ojos y<br />
los puños y se clavó las uñas en la mano; que luego empezó a oscilar y se cayó,<br />
pero sin llegar al suelo, porque cuando le faltaba medio palmo para darse el<br />
tortazo se incorporó como si alguien le hubiese cogido en sus brazos. Pedro y<br />
Raimundo afirman también que han sentido algo que les rozaba las mejillas, algo<br />
suave y fino como unas plumas...<br />
Lo cierto es que Tiberio estaba riéndose, viendo bailar a don Roque, con la<br />
gracia de un oso, cuando sintió, brutalmente, un largo y agudo pinchazo en el<br />
corazón; volvió el rostro y vio entrar a “Sencillo”, agitado, con el rostro<br />
descompuesto. Y fue su grito lo que hizo desvanecerse a Tiberio.<br />
-¡Anarkos se ha escapado!<br />
Cuando se caía, los largos brazos de “Sencillo” han recogido a Tiberio.<br />
Los locos están asustadísimos y el director mucho más. Todos se han<br />
acercado al muchacho, solícitos:<br />
-¿Qué te pasa, Tiberio?<br />
-¿Te encuentras mal?<br />
-¿Estás mareado?<br />
-¿Te traemos café?<br />
-¡Vamos a acostarle!<br />
-¡Tiberio, Tiberio!<br />
Pablito solloza en un rincón y sor Herminia viene corriendo con una inyección<br />
de aceite alcanforado.<br />
Pero Tiberio los detiene a todos con un gesto imperioso, enérgico; brillan sus<br />
ojos con decisión sobre el rostro todavía pálido, blanco como el papel. Y llama al<br />
director:
101<br />
-Quiero hablar con usted.<br />
Se van a un rincón.<br />
-Doctor, Anarkos se ha escapado.<br />
Ahora es el médico el que está a punto de ponerse malo:<br />
-¡No es posible! ¿Cómo lo sabes?<br />
-Acaba de decírmelo “Sencillo”.<br />
-¡No, no es posible! ¡Sor Herminia! -llama desfallecido. Y la monja acude con<br />
la jeringa-: ¡Píncheme a mí!<br />
-¿A usted?<br />
-¡Sí, pronto, pronto!<br />
Se levanta la manga de la chaqueta y sor Herminia le pincha. El médico<br />
ordena:<br />
-¡Que cierren las puertas! ¡Que busque todo el mundo a Sebastián!<br />
-Es inútil, doctor.<br />
-¡Dios mío, Dios mío, y mañana que viene la inspección! ¡Habrá que avisar a<br />
la Policía! ¡Será un escándalo, me expulsarán...!<br />
Tiberio le corta, tajante:<br />
-Doctor, me voy.<br />
-¿Qué? ¿Que te vas? ¿Adónde?<br />
-A buscar a Anarkos.<br />
-¡Imposible, imposible! ¡Serían dos fallas en vez de una! ¿No te he dicho que<br />
mañana viene la inspección?<br />
-Aunque venga. Tengo que irme, doctor. Es mi deber.<br />
-¡No puede ser! Además... tú, Tiberio, tú no puedes irte, no puedes dejarnos.<br />
-Intentaré volver, doctor; le traeré de nuevo a Sebastián.<br />
El doctor está a punto de ceder, pero reacciona enérgicamente:<br />
-¡No, no!<br />
Baja las escaleras corriendo, y ante la mirada atónita del portero, echa el<br />
cerrojo y la llave a la cancela. Tiberio, que ha ido detrás, le ve obrar con el<br />
corazón angustiado.<br />
Pero el doctor no mira, no quiere mirar a Tiberio. Marca un número en el<br />
teléfono y pregunta nerviosamente:<br />
-¡Oiga! ¿Es la Policía? Aquí el manicomio. Habla el director. Un momento...<br />
Interrumpe la conversación para escuchar lo que le dice un loquero:<br />
-Es verdad, doctor; el Piñero no aparece. Ha debido de escaparse...<br />
-¡Oiga, oiga! -ruge el doctor-. ¡No, claro que no es un pitorreo! ¡Que le digo que<br />
no! ¡Oiga, que se ha escapado un enfermo! ¿Cómo? ¡Sí, sí, un enfermo, y además<br />
bastante violento! Nos lo entregaron ustedes mismos. Sí, Rodríguez, Sebastián<br />
Rodríguez Piñero... Sí, les espero ahora mismo...<br />
Tiberio no ha esperado el término de la conversación. Desencajado,<br />
tembloroso, ha huido a refugiarse en la tranquila oscuridad del patio. Frías y<br />
lejanas brillan las estrellas y el aire trae el sonido de una radio que emite la gula<br />
comercial:<br />
-“¿Mareos? ¿Vértigos? ¡Vertigosán, sólo Vertigosán, de venta en farmacias!<br />
¡Atención, señoras, las mejores medias...!”<br />
Tiberio solloza en la sombra, atónita de mariposas negras y golondrinas<br />
desveladas. Es el suyo un dolor que estremece las entrañas del mundo y hasta la<br />
muerte lo respeta, y en estos momentos ni un solo hombre se muere en la tierra.<br />
El pasmo de la creación ante el llanto del muchacho conmueve los cielos, y hay
102<br />
una lluvia de estrellas, como si Orión, la Vía Láctea o Andrómeda acompañasen el<br />
sollozo convulso de Tiberio. Los ángeles, demudados, aletean en la noche,<br />
desconcertados y tristes. Y la oración de Tiberio se eleva pétrea y maravillosa,<br />
purísima y transparente como una estalagmita.<br />
-¡Señor, apiádate de él! ¿Por qué ha huido, por qué, ahora que empezaba a<br />
abrirme su pobre corazón de hombre perseguido? ¡Oh Señor! ¿No habrá para él<br />
un rincón en tus bienaventuranzas? Es un hombre que sufre, un hombre poseído<br />
por la violencia. Yo siento que él era mi misión en este mundo; yo he pasado por<br />
el tiempo esperando la llegada de este pobre ser atormentado. Ahora veo que todo<br />
en mí ha sido preparación de ese encuentro... ¿Qué puedo hacer yo, Señor, un<br />
simple muchacho?<br />
Durante unos minutos la tierra está quieta y la luna se detiene y todo el<br />
incesante ritmo del universo se queda estático, pendiente de una respuesta. Los<br />
astrónomos de todos los países corren azorados ante un extraño fenómeno que<br />
inmoviliza sus aparatos; se agitan estupefactos consultando lentes y tablas<br />
trigonométricas; rehacen apresurados sus cálculos porque, comprenden, el<br />
universo se ha detenido.<br />
Ellos no saben por qué; no saben que la causa de este asombro de los astros<br />
es el espectáculo insignificante de este muchacho, que llora en la oscuridad<br />
absorta en el patio de un manicomio. Que el universo se detiene siempre que un<br />
hombre limpio eleva su corazón a Dios.<br />
Tiberio está en el centro del patio, clavado en tierra como un ciprés, como un<br />
chopo que alberga nidos de ruiseñores solitarios a las márgenes de un río. Eleva<br />
sus brazos en súplica hacia las estrellas. La oscuridad empieza a esfumarse ante<br />
la silueta fosforescente de “Sencillo”, que viene jadeante, como un mensajero.<br />
-¡Señor, tú mismo has estado junto a mí; tú, que has tenido hambre y yo no<br />
te di de comer; tú, que tuviste sed y yo no humedecí tu boca! ¿De qué me sirve<br />
tener lengua de hombre y corazón de ángel, si mi voz es sólo bronce que resuena?<br />
¿Para qué quiero conocer los secretos del mundo y tener la fe que traslada los<br />
montes si no soy nada? ¿De qué me sirve no tener cosa mía y consumirme en<br />
este fuego si no puedo volar? Aún soy niño, Señor, y hablo como niño, pienso<br />
como niño, razono como niño. Sólo conozco en parte tu verdad. Pero todo me<br />
estorba, Señor, si esa alma sufriente sigue en la soledad que le devora; si yo no<br />
puedo llevarle una antorcha de tu fuego y llenarle del incendio divino de tu<br />
caridad...<br />
Miles de luciérnagas son como fuegos fatuos sobre la hierba del mundo. En<br />
una remota iglesia un sacerdote anciano reza de rodillas; un niño tonto que<br />
recoge boñigas alza sus ojos a las estrellas y contempla alegre una lluvia de<br />
astros. Pero ya llega “Sencillo”, transfigurado, resplandeciente y magnífico,<br />
calzado con sandalias de espuma, ceñido de vientos, coronado de luceros.<br />
Tiberio se vuelve con voz doliente a su Ángel de la Guarda:<br />
-¡Ha huido, “Sencillo”! ¡Y ya no podré ayudarle!<br />
-¿Por qué no, Tiberio? -la voz del ángel trae resonancias lejanas, como si<br />
hablase en el silencio hueco y vacío de una gran catedral en sombras.<br />
-¿Tú crees...? -brillan rotos de júbilo los ojos de Tiberio-. Pero... ha huido y yo<br />
no puedo seguirlo.<br />
“Sencillo” posa su mano sobre el hombro del muchacho:<br />
-¿Ya no quieres ser álamo y doblarte con el viento de Dios? ¿Ya no quieres<br />
seguir buscando el silencio?
103<br />
-Sí; tú sabes que sí...<br />
-¿No recuerdas? “Lo que no conoces está esperándote, te dije, al final de un<br />
camino donde cantan mis ángeles hermanos. Tus pies recorrerán las sendas del<br />
Señor y se moverán tus brazos como alas; no sentirás el peso de tu cuerpo y un<br />
aire desconocido hará leve tu paso...”<br />
-¡Sí, sí, “Sencillo”!<br />
El ángel ha extendido su mano hacia la mano de Tiberio; su calor ha derretido<br />
la angustia última en el corazón del muchacho. Y juntos despegan del suelo, se<br />
elevan, cruzan la tapia y descienden sobre la ciudad.<br />
Los hombres de ciencia respiran, aliviados. El universo ha recobrado su<br />
ritmo.
TERCERA PARTE<br />
TODOS, MENOS TIBERIO, ESTÁN LOCOS<br />
TIBERIO CONOCE LA CIUDAD<br />
Aquella noche Tiberio y “Sencillo” intentaron dormir en un banco de la calle,<br />
bien juntos, porque hacía un viento que pelaba. La ciudad, de noche y a oscuras,<br />
parecía mucho más triste y lóbrega, mucho más fría y ceñuda.<br />
Pasaba poca gente, pero no parecía gente. Parecían sombras, enfundadas en<br />
abrigos y sombreros, soplándose las puntas de los dedos<br />
-¡Concho, que frío!<br />
Iban de prisa, con un trotecillo cansino y enfermizo, sin mirar a derecha ni a<br />
izquierda. Sí, pasaban sombras: la de un estudiante de Filosofía y Letras que<br />
estaba haciendo una tesis sobre la descendencia bastarda de Don Fernando V; la<br />
de un jefe de Negociado, empleado en un Ministerio, que había salido a la<br />
farmacia de guardia a por penicilina para el catarrito de su niño; la de un<br />
empleado de Banca, que había estado hasta las tantas <strong>tocan</strong>do la bandurria en<br />
casa de un amigo; la de un dependiente de los Almacenes Cáceres, que se había<br />
bebido en tintorro con tres paisanos gallegos, las sisas de un mes; la de una<br />
mujer de esquina, una prostieso, que aquélla no era noche para andar<br />
callejeando; la de un perro sin dueño, la de un autobús, la de un tranvía....<br />
Una misteriosa, triste y yerrabunda fauna humana de la noche; seres<br />
obsesionados por problemas menudos, problemas pequeñitos, problemas<br />
insignificantes, mientras en Indochina los blancos y los amarillos andaban a tiros<br />
y Rusia se negaba a asistir a una conferencia de los “Grandes”.<br />
Desde su banco callejero, en el paseo de un bulevar, empezó a aprender<br />
Tiberio que la vida es corta, pero ancha; que, aunque dure poco, está llena de<br />
hombres que ríen y hombres que lloran, hombres que comen y hombres que<br />
tienen calambres de necesidad en el estómago, hombres que viven de realidad<br />
contante y sonante y hombres refugiados en la desoladora torre de la utopía.<br />
Como se quedaban fríos, dieron una vuelta por la ciudad para entrar en calor.<br />
Por una calle oscura, estrecha y con olor a coliflor cocida, desembocaron en la<br />
Gran Avenida.<br />
Era una calle rutilante y majestuosa, con edificios de diez, doce y hasta<br />
quince pisos:<br />
-Aquí -murmuró Tiberio, consolado- la gente vivirá bien, por lo menos.<br />
-No; aquí no vive nadie -le informó “Sencillo”.<br />
-¡Pero si es la calle más hermosa de toda la ciudad!<br />
-Si; pero no vive nadie. Todos esos pisos que ves son oficinas.<br />
-¿Oficinas de qué?<br />
-¡Ah!, de todo. De viajes, de agencias, de empresas comerciales, de editores,<br />
de vendedores por correspondencia, de turismo... De todo. Los pisos bajos son<br />
también oficinas o cafés y cervecerías.<br />
Tiberio lo encontraba absurdo.<br />
-¿Y esos edificios grandes con letreros de luz?<br />
-Son los cines.<br />
-El cine, ¿qué es?<br />
-Pues mira, no se ponen de acuerdo. Unos dicen que es un factor de<br />
embrutecimiento universal; otros, que es un arte. La gente compra una entrada,<br />
se sienta en una butaca y la luz se apaga. Entonces, sobre un gran lienzo blanco,<br />
104
105<br />
aparecen fotografías movientes: hombres, mujeres, niños; seres que aman, se<br />
odian, viven y mueren.<br />
-Como una vida, pero de mentira...<br />
-Algo así. Pero mucho más torpe. Sólo de tarde en tarde, raramente, el cine<br />
proporciona a las gentes un poco de la verdad que consuela. Pero, normalmente,<br />
el cine refleja la miseria moral o material de los hombres.<br />
-¿Compadezcamos al cine, “Sencillo”?<br />
-Bueno.<br />
Estuvieron un rato allí, quietos, compadeciendo al cine, fábrica de sueños,<br />
espejo remoto de la vida.<br />
-¿Ya?<br />
-Sí.<br />
Caminaron por la Gran Avenida, arriba y abajo. Guiñaban su luz roja y verde<br />
los grandes rótulos luminosos; los escaparates de las tiendas, deslumbrantes,<br />
con joyas y vestidos.<br />
-Estos escaparates son más bonitos que los del pueblo. ¿Te acuerdas del<br />
escaparate del boticario? Siempre estaba lleno de frascos de “Servetinal” y de<br />
cajitas de “ungüento amarillo”. Pobrecillo el boticario.<br />
-Se ha muerto.<br />
-¡Anda! No me habías dicho nada...<br />
-La palmó... -“Sencillo” sonrió un poquito avergonzado-; quiero decir que se<br />
murió el mes pasado.<br />
-¿Y...?<br />
-Sí, tuvo tiempo.<br />
-Menos mal. Espero que don Tomás le rociase bien con el hisopo. <strong>Las</strong><br />
manchas del ácido nítrico en el alma sólo se quitan bien con mucha agua<br />
bendita.<br />
Luego, Tiberio habló de otra cosa:<br />
-La ciudad es hermosa, ¿eh? Aquí las gentes tienen que vivir bien.<br />
Desde los cafés llegaba un rumor de voces y de cucharillas. A través de los<br />
cristales empañados, turbios de vaho, se veían rostros blancos, exangües,<br />
fláccidos, de hombres y de sueños, tras la gasa tupida, densa, de un sopor. La luz<br />
les enflaquecía, les ponía la piel amarilla, roja y verde, según las bombillas;<br />
entonces, aquellos seres parecían habitantes de astros lejanos, absurdamente<br />
caídos en la Gran Avenida para tomar café, batido de fresa o tortitas con nata.<br />
-¡La ciudad es hermosa -decía Tiberio-; la otra vez, cuando estuve con tía<br />
Evelina, no pude ver nada. Como sólo estuvimos de tren a tren y la tía venía a ver<br />
al especialista... Me gustaría vivir aquí.<br />
-No. No te gustaría, Tiberio.<br />
-¿Por qué no? Me gusta que la gente sea feliz, que esté contenta. Y estos<br />
hombres, aunque flacos, parecen felices.<br />
-No lo son, Tiberio. Mira, ¿ves aquel señor gordo? Si supiera lo que está<br />
pasando ahora en su casa... ¿Y aquel joven del traje azul? Tiene una enfermedad<br />
de hígado. Aquella mujer rubia no tiene dinero para cenar esta noche. Aquel<br />
hombre del cigarro puro está tratando de vender su negocio al otro; si no lo<br />
consigue, lo meterán en la cárcel...<br />
-Si la gente no es feliz... -meditó Tiberio-. ¡Qué lástima! Yo creí que las<br />
ciudades, tan bellas, tan suntuosas, con tantas comodidades, servirían para<br />
hacer más apacible la vida humana. Si no es así, ¿para qué sirven, “Sencillo”?
106<br />
-¡No lo sé, Tiberio, es una de las pocas cosas que no sé, que no pueden<br />
comprenderse; la inteligencia humana practica, con cierta frecuencia, la<br />
reducción al absurdo.<br />
-Me parece que tienes razón. La ciudad es triste. Y esta calle, tan luminosa y<br />
alegre, es la más triste de todas las calles. La otra vez que vine me di cuenta de<br />
una cosa: hay hombres que riegan las calles, con una larga manga, como la de<br />
Evaristo. ¿Para qué regarán? El suelo de la ciudad es seco y estéril. Nunca dará<br />
hierba ni flores. Y a los árboles los tienes metidos en un agujerito pequeño, que<br />
yo no sé cómo no se asfixian. Me dan pena estos árboles cautivos de la ciudad...<br />
Siguieron recorriendo calles y más calles. Los serenos paseaban por las<br />
aceras, con ruido de llaves; empujando las puertas a ver si estaban abiertas; no<br />
sea que entrara alguien sin aflojar la peseta; daban con su grueso garrote en el<br />
asfalto y gritaban estentóreos:<br />
-¡Vááá!<br />
En las escaleras del “metro” dormían gentes acurrucadas, tapadas con<br />
periódicos viejos que traían un reportaje sobre la familia Rostchild, y el anuncio<br />
de venta de un magnífico hotel en la sierra. Pasaban taxis renqueantes, de motor<br />
asmático y fatigado, y un tranvía, con el “chin chin” de su campana, cruzaba<br />
ruidosamente, con una exigua carga de hombres y mujeres pálidos y ateridos.<br />
-¿Te acuerdas de Leocadio, que vendía sueños a estas gentes? Es verdad,<br />
necesitan sueños -decía “Sencillo”-, necesitan evadirse de su triste y monótona<br />
realidad cotidiana. Están aherrojados por su propia rutina. ¿Quieres creer que la<br />
inmensa mayoría de estas gentes no se han preguntado nunca jamás, en toda su<br />
vida, por qué han nacido, qué objeto tiene su existencia, qué pasará cuando se<br />
mueran? No tienen tiempo, como si el tiempo se tuviera, como si el tiempo fuera<br />
algo...<br />
Caminaban en silencio. Tiberio, aunque se interesaba por las cosas, iba roído<br />
por la preocupación.<br />
-“Sencillo”, la ciudad es grande, demasiado grande... Aquí un hombre no tiene<br />
importancia, no es nada... ¿Cómo podremos encontrar a Anarkos? ¡Me parece tan<br />
difícil...!<br />
-¡Te parecía difícil salir del Manicomio!<br />
-Es verdad -se avergonzó Tiberio.<br />
-Daremos con él, no te preocupes.<br />
-Ahora, ¿a dónde vamos?<br />
-A dormir. Tú necesitas dormir.<br />
-Pero Anarkos puede huir... No, yo no quiero dormir.<br />
-Ten calma.<br />
Habían llegado ante un grueso muro coronado de fuertes rejas terminadas en<br />
punta.<br />
-¿Qué es esto?<br />
-Un poco de campo.<br />
-¿Y lo cierran con rejas? -se asombró Tiberio-. ¿Cómo entra la gente?<br />
-Hay puertas. Pero por la noche están cerradas.<br />
-Ponen puertas al campo, ¿eh? No, desde luego no quisiera vivir en un sitio<br />
donde, para sentarse en la hierba, hay que venir con hora fija, como a los<br />
comercios.<br />
El ángel sonrió:<br />
-Pero aquí no es posible sentarse en la hierba. No dejan.
107<br />
-Entonces... ¿para qué la quieren?<br />
-De adorno. Tampoco se puede subir a los árboles. ¿No lo has visto nunca? La<br />
ciudad está llena de letreros que indican lo que no puede hacerse: “Prohibido<br />
subirse a los árboles”, “Prohibido fumar”, “Prohibido el paso”, “Prohibido fijar<br />
carteles”, “Prohibido el estacionamiento de vehículos”, “Prohibido hablar”,<br />
“Prohibido tocar las plantas”, “Prohibido tocar los cuadros”, “Prohibido entrar”,<br />
“Prohibido apearse en marcha”, “Prohibido escupir”, “Prohibido asomarse al<br />
exterior”, “Prohibido tocar el timbre de alarma”...<br />
-¿Y qué es lo que puede hacerse?<br />
-Se puede vivir, pero sin hacer ninguna de esas y de otras muchas cosas.<br />
-Pero la gente, ¿no tiene ganas de hacer lo contrario?<br />
-Te estás contagiando de Anarkos -sonrió el ángel-. No, la gente no tiene<br />
ganas de hacer ninguna de esas cosas. Tuvo ganas el primero, pero la multa o la<br />
cárcel son razones suficientes para disipar esas pequeñas rebeldías. Además...<br />
-¿Qué?<br />
-A la gente le resulta más cómodo no pensar. Aquí no hace falta. Hay otros<br />
hombres que cobran por pensar por los demás.<br />
-¡Santo cielo! ¡Pero eso es monstruoso!<br />
-La humanidad está encasillada, cuadriculada y organizada. En cualquier<br />
país hay más guardias que ladrones, más prohibiciones que permisos, más<br />
señores que sirvientes. Es la civilización, Tiberio. Aquí, un hombre es abogado;<br />
bueno, pues no sabe más que de leyes, sólo de leyes. Y el médico, sólo de<br />
medicina. Y el mecánico, sólo de motores. Es la civilización.<br />
-Pobre mundo, “Sencillo”.<br />
-Aún te falta mucho por ver y por asombrarte. Pero dame la mano...<br />
Asido a la diestra del ángel, Tiberio se encaminó hacia la verja. Se elevaron<br />
por el aire y cayeron, limpia y aladamente, sobre un tapiz de césped, húmedo de<br />
rocío nocturno.<br />
Allí, sobre la boca de la tierra, junto al aliento de los árboles, arropado por las<br />
cálidas alas de “Sencillo”, durmió Tiberio hasta que se encendió el lento magnesio<br />
del amanecer; despertaron los pájaros -afortunadamente, pensó Tiberio, hay<br />
pájaros en la ciudad, aunque también pálidos y canijos-, abrieron las flores las<br />
copas de sus cálices y salió el sol.<br />
Tiberio y “Sencillo” salieron del parque por el natural y humano sistema de la<br />
puerta abierta. No sin asombro del guarda, disfrazado de montera de opereta, que<br />
vio salir a aquel muchacho solitario y gesticulante. Pero cuando volvió de su<br />
pasmo, la figura del chico se había perdido entre los edificios y las gentes.<br />
La mañana se abría, un poco tristona y bastante malhumorada. Los hombres<br />
caminaban, rígidos y veloces, trotones y jadeantes.<br />
-¿Dónde van, tan temprano? ¿Quiénes son?<br />
-Vendedores de tiempo. Van a trabajar. Han alquilado su vida a una oficina<br />
cualquiera, que les paga mil pesetas con descuentos, por una tercera parte de su<br />
vida.<br />
-Me parece idiota. Y un abuso.<br />
-Sí, no resulta caro; mil pesetas, ocho horas diarias; durante esas ocho horas,<br />
estos hombres hacen como Nicolás: poner sellos; escribir a máquina las mismas<br />
cosas; rellenar impresos con las mismas fórmulas; decir las mismas palabras<br />
desde una ventanilla... igual que Esaú, han vendido sus derechos de<br />
primogenitura por un plato de lentejas con bichos y, si acaso, un plátano de
108<br />
postre; han vendido su libertad. Esa es la razón oculta, desconocida incluso por<br />
ellos, de esa tristeza que revelan sus ojos.<br />
-Pues sus gestos no revelan tristeza, sino otra cosa; mira aquellos dos...<br />
Eran dos tipos flacos y biliosos, vestidos con trajes deslucidos; el paquete del<br />
bocadillo -media barra con queso en la mano, envuelto en papel del Ya...<br />
-¡Caray con las prisas!<br />
-¡Si no se pusiera usted en medio!<br />
-¡Usted, que debe ser cegato!<br />
-¡El cegato lo será usted!<br />
-¡Eso no me lo dice usted en la calle!<br />
-¡Se lo digo aquí y en Corea!<br />
-¡Usted es un grosero!<br />
-¡Y usted un animal!<br />
-¡Eso de animal se lo va a tragar usted!<br />
-¿Ah, sí? ¡Me gustaría verlo!<br />
“Sencillo” le sopló a Tiberio:<br />
-Ahora viene lo del taxi; verás.<br />
Los dos flacos seguían en pie, frente a frente, rodeados de veinte o treinta<br />
espectadores, insultándose irritados, aunque con un brillo de aburrimiento en la<br />
mirada. Se veía que de buena gana dejarían la disputa, pero como cada uno<br />
quería quedar encima...<br />
-¡Lo que tiene que hacer es ver dónde pone las pezuñas!<br />
-¡<strong>Las</strong> pezuñas son las suyas!<br />
-¡<strong>Las</strong> de usted!<br />
-¡Bueno, tengo prisa!<br />
-¡Pues tome un taxi!<br />
Efectivamente, ya salió aquello.<br />
-Ahora se acaba la riña en seguida -dijo “Sencillo”.<br />
Un hombre salió del corro:<br />
-Bueno, bueno, déjenlo ustedes...<br />
Los dos flacos se alejaron en direcciones opuestas. El ángel añadió:<br />
-Faltan los últimos cohetes.<br />
Diez metros más allá, el flaco moreno se volvió:<br />
-¡Animal!<br />
-¡Bestia! -contestó el flaco rubio.<br />
Ya volvían la esquina, pero aún se volvieron:<br />
-¡Caníbal!<br />
-¡Cafre!<br />
Se perdieron de vista. Tiberio se admiró.<br />
-¡Qué listo eres, “Sencillo”, y qué bien conoces a los hombres!<br />
-¡Imagínate, cuatro mil años de Ángel de la Guarda... A nosotros, los ángeles,<br />
vuestra vida nos ha dado mucha experiencia.<br />
Subía el sol, un sol linfático, esclerótico, que más que sol parecía una<br />
bombilla. La calle se llenaba de gentes; hombres con gruesas carteras, guardias<br />
de la porra, vendedores de periódicos y de cordones para los zapatos, churreras,<br />
barrenderos, gente con cara de despiste, turistas, limpiabotas... Un tendero<br />
limpiaba el cristal del escaparate; un cartero cogía un tranvía en marcha; unos<br />
niños, con la criada, pasaban camino del parque...
109<br />
-Tengo hambre, “Sencillo” confesó Tiberio, un poco humillado de tener<br />
hambre.<br />
-No te avergüences por eso -se reía el Ángel, alargando la mano-: Toma.<br />
Sobre la palma abierta había un billete de cinco pesetas, nuevecito, flamante,<br />
todavía con olor a tinta de imprenta celestial.<br />
-Entra en ese bar y tómate un café con churros. Yo te espero aquí en la<br />
puerta. Voy a dar unas voladitas a ver si se me desentumecen las alas.<br />
Mientras Tiberio tomaba el desayuno, “Sencillo” volaba un poco; era su<br />
gimnasia angélica. Pero estuvo a punto de darse con el cable de un tranvía, y<br />
Tiberio se asustó y casi vertió el café.<br />
-Chico -decía luego el ángel-, en la ciudad es difícil volar; todo está lleno de<br />
cables y de obstáculos.<br />
Subieron calle arriba, hasta una plaza. Un nutrido grupo de gente se<br />
arremolinaba en torno a un hombre subido encima de un tabladillo.<br />
-¡Mira, “Sencillo”, mira! -gorjeó Tiberio-. No todo es malo en la ciudad. ¿No ves<br />
a aquel hombre hablando a las gentes? Ese no es un hombre pálido ni enfermizo:<br />
mira con cuanta pasión habla, con cuanto arrebato. Su expresión es noble y<br />
enérgica. Seguro que está diciendo algo importante, algo hermoso y<br />
esperanzador... ¡Vayamos a oírle!<br />
El hombre gritaba:<br />
-¡Yo no soy un charlatán, no soy un embustero! ¡Yo no trato de robar a<br />
ustedes un tiempo precioso! ¡Yo les he reunido para comunicarles algo<br />
sensacional y definitivo, algo extraordinario y que parece absurdo! ¡Yo soy un<br />
benefactor de la Humanidad, y como tal me dirijo a ustedes, porque...!<br />
Tiberio sonrió triunfal:<br />
-¿No ves, “Sencillo”, no ves?<br />
Pero el hombre berreaba:<br />
-¡Y como soy un filántropo, no puedo consentir que los ciudadanos aparezcan<br />
deprimidos y tristes, inaseados ni indecentes!<br />
Tiberio reventaba de gozo.<br />
-¡No! ¡No puedo consentir que ustedes, caballeros que me escuchan, no<br />
puedan ir limpia, higiénica y confortablemente afeitados! ¡Yo puedo remediarles a<br />
ustedes con este sencillo, pequeño paquetito...!<br />
Tiberio frunció el entrecejo. Aquello no marchaba.<br />
-...¡Este paquetito de hojas de afeitar “La Guillotina” que voy a regalarles a<br />
ustedes...!<br />
Tiberio recuperó ánimos; como quiera que fuese, aquel hombre era generoso.<br />
-...¡Que voy a regalarles a ustedes, sí! ¡Porque no voy a cobrarles diez pesetas,<br />
como en cualquier tienda! Ni diez, ni nueve, ni ocho! ¡Ni cinco, ni cuatro, ni tres,<br />
ni siquiera la despreciable suma de dos pesetas! ¡No, señores que me escuchan!<br />
¡Yo les regalo este paquete de hojas de afeitar “La Guillotina...” por la absurda,<br />
por la carcajeante cantidad de...! ¡Una peseta! Sólo una peseta, diez magníficas<br />
hojas de afeitar, de la más acreditada marca...!<br />
Tiberio y “Sencillo” se alejaron; bastante avergonzado, el primero. El<br />
“benefactor de la Humanidad”, el “filántropo”, “el hombre generoso”, les había<br />
salido rana. Qué rabia.
TIBERIO SE AVERGÜENZA DE SER HOMBRE<br />
Tiberio y “Sencillo” andan recorriendo la ciudad como galgos en busca de<br />
Anarkos. Pero ni rastro. Anarkos se ha fundido en el aire igual que un poquito de<br />
humo, el muy zorro.<br />
Lo primero que han hecho ha sido ir al Hospital, porque ya se sabe, si le<br />
hubiesen trincado al loco, paliza al canto y hospital de resultas. Pero ni en el<br />
hospital ni en sitio alguno les han dado razón del tío.<br />
En vista de eso, esta mañana, cuando se han despertado, después del café<br />
con churros del desayuno de Tiberio, y de los pétalos de pensamientos y la<br />
angélica gimnasia del desayuno de “Sencillo”, se han ido los dos hacia el<br />
Cementerio.<br />
La mañana está fresca, pero apacible. El sol calienta poco, pero alumbra, y<br />
eso ya es algo. Se va alzando la niebla de la noche que se posa cada crepúsculo,<br />
como nubes bajas, sobre la pétrea armazón de la ciudad. Bueno, cualquiera sabe<br />
si es que se posa o es que se alza; si son nubes que bajan hasta los edificios o es<br />
una niebla hecha de humos de cocina, de vahos, de alientos, de bostezos, de<br />
lágrimas y de gritos de la vida de la ciudad, que arroja al río, por los vertederos de<br />
las cloacas, todos los detritus del día; de la ciudad que arroja hacia el cielo todos<br />
los detritus inmateriales de sus veinticuatro horas.<br />
Tiberio y “Sencillo” salen de la ciudad; han seguido una larguísima calle;<br />
dejan al lado la Plaza de Toros y el Fielato Municipal y siguen por otra calle que<br />
primero baja, luego sube y después tuerce a la derecha y pasa sobre un puente.<br />
A los lados de esta calle hay docenas y docenas de establecimientos donde se<br />
fabrican y venden lápidas y panteones.<br />
-“Adolfo Matute. Lapidería en piedras finas para panteones de próceres”.<br />
-“Guillermo Barbero. Trabajos para cementerios y monumentos. Especialidad<br />
en granito berroqueño pulimentado”.<br />
-“Felipe Gutiérrez. Sarcófagos garantizados para muertos nerviosos. No se<br />
salen”.<br />
-“Pastor Ortiz. Estatuas para sepulcros; una, quince mil pesetas; llevando<br />
tres, rebaja del diez por ciento”.<br />
-“Eutiquio Rivero. Mausoleos muy confortables. Agua, electricidad, luz y disco<br />
con “La Danza Macabra”, de Saint-Saëns”.<br />
-“Eulogio Chacón. Tumbas económicas. Al contado y a plazos. La tumba del<br />
porvenir”.<br />
A los lados de la calle figuraban bonitos anuncios alusivos.<br />
-“¿Piensa usted morirse? Nuestros servicios le serán útiles. Enterradores<br />
Reunidos, S. A.”<br />
-“Juan Simón, maestro de la pala. Sepultamientos en veinticuatro horas.<br />
Tarifas de urgencia para asesinos que no saben qué hacer con el fiambre”.<br />
-“Muérase, hombre. <strong>Las</strong> Sepulturas Manolito le garantizan el eterno reposo”.<br />
A Tiberio, toda esta fúnebre literatura sepulcral le revolvía el café con churros.<br />
-¿Es que puede negociarse con la muerte?<br />
-Sí, hijo, se negocia. Esos hombres que, como te decía, han alquilado un<br />
tercio de su vida a una entidad cualquiera, necesitan para morirse el pasaporte<br />
con visado de la sepultura. En cierto modo, compran su muerte. Por lo menos el<br />
sitio donde se mueren y la losa que les cubre.<br />
-¿El sitio también?<br />
110
111<br />
-Sí; por tres mil pesetas te venden una sepultura perpetua de cuatro o cinco<br />
cuerpos. Es un buen negocio. Resulta a un precio que ni un solar en la Gran<br />
Avenida.<br />
-Vivir es caro -meditó Tiberio-, pero morirse es un auténtico lujo; ¿y el que no<br />
puede comprar ese hueco de tierra?<br />
-Va a parar a la fosa común.<br />
-Parece mentira. ¡Vaya lío de huesos el día de la Resurrección de la Carne! Es<br />
terrible, “Sencillo”, que le vendan a uno la muerte. Los escarabajos lo hacen<br />
gratis y mejor. Claro que los escarabajos son criaturitas de Dios y estos<br />
negociantes fúnebres no..., yo creo que no. La gente, “Sencillo”, no sabe lo que es<br />
la muerte. Creo que si lo supiera, el mundo sería mejor y más habitable.<br />
La conversación se ha puesto así de seria. Siguen caminando hacia la<br />
necrópolis, bajo un sol ya más tibio, más humano, que templa la costra de la<br />
tierra.<br />
Llegan al cementerio.<br />
-Pregunta al portero -dice “Sencillo”.<br />
Es un hombre viejo, con bigote blanco y gorra de plato. Está sentado en una<br />
silla, al sol, a la puerta misma del reino de la muerte. De ese reino al que él<br />
mismo no tardará mucho en bajar, por una breve escalera de un solo peldaño.<br />
Pero el hombre se lo toma con filosofía y ahí está, sentado, tan tranquilo, leyendo<br />
la página de deportes del “Ya” y la crónica de Washington, que habla hoy del<br />
Pacto del Atlántico y de cómo zumban árabes y judíos en Palestina.<br />
-Perdone, ¿vive aquí Sebastián?<br />
El portero se baja las gafas hasta la punta de la nariz, de un manotazo, y mira<br />
con cara de juerga a Tiberio.<br />
-Aquí, hijo de mi alma, aquí no vive nadie.<br />
Se sube las gafas y de nuevo se enfrasca en el periódico; ahora es la crónica<br />
de Londres, que habla de cómo se van a zumbar los rusos y los yanquies en el<br />
Estrecho de Behring.<br />
-Perdone -insiste Tiberio-; Sebastián vivía aquí.<br />
El portero vuelve a mirar por encima de las gafas.<br />
-Moría, hijo, moría. Y seguirá muerto si es que no ha llegado la hora del Juicio<br />
Final.<br />
-No, no; Sebastián está vivo; se escondía aquí, en el panteón de un marqués.<br />
El portero cae por fin:<br />
-¡A...cabáramos, hombre! Tú te refieres a aquel pobrecillo que... No; se lo<br />
llevaron los guardias; por cierto que por bien poco no se cargó a uno de ellos. Se<br />
lo llevaron; creo que está en el Manicomio.<br />
-Estaba. Se ha escapado.<br />
-¡Carape!<br />
-Por eso vengo, porque a lo mejor ha vuelto.<br />
El viejo se queda pensativo:<br />
-¡Qué cosa! ¿Y es amigo tuyo ese bárbaro? ¡Je! ¡Bien puedes decir que es el<br />
único tipo que vivía aquí! Si quieres, vamos a dar un vistazo, por si las moscas.<br />
Van en fila india: el portero, Tiberio y “Sencillo”. Pero nada; el panteón está<br />
vacío.<br />
-Muchas gracias, y usted dispense.<br />
-De nada, chico. Y... ¡a ver si no nos vemos! Es lo mejor que puedo desearte.<br />
El muchacho y su Ángel vuelven hacia la ciudad.
112<br />
-Un buen hombre, este hombre.<br />
-Sí, pero no por mucho.<br />
-¿Se...?<br />
-Sí; la semana que viene.<br />
-¿Por qué no se lo decimos?<br />
-¡Nóóó! ¡Imposible! Ningún hombre debe conocer la hora hasta que llegue,<br />
hasta que suenen las campanadas en el reloj de Dios.<br />
Como la mañana está tan rica, se sientan a descansar un rato en un jardín<br />
público. Juegan niños por las avenidas de arena; juegan al escondite entre los<br />
setos de boj, bajo la sombra afilada de unos árboles falsos y artificiales. Tiberio<br />
los contempla y se pone tierno.<br />
Son unos niños blanquecinos, lechosos y un poco repipis; les falta ese aliento<br />
vital de los chicos de campo, de los niños que intuyen la sólida realidad de las<br />
cosas; el mundo tal como debe ser, no como lo ha modificado el hombre.<br />
-¡Hola! -dice Tiberio a una niñita rubia de dulces tirabuzones y ojos garzos.<br />
-¡Hola! ¿Tú quién eres?<br />
-Un amiguito tuyo, ¿quieres?<br />
-Bueno, aunque la Madre Rafaela dice que no hablemos con desconocidos.<br />
-Pero yo no soy un desconocido. Yo te conozco y estoy viendo tu alma.<br />
-¡Huy, señor, qué cosas más raras dice usted! ¡Me parece que tiene razón la<br />
Madre!<br />
Tiberio lo intenta de nuevo, con un chico de siete u ocho años ahora:<br />
-¿Cómo te llamas?<br />
-Niño.<br />
-¿Niño? ¿Y eso qué es?<br />
-Francisco de Asís Javier Adolfo.<br />
-¡Ah, bueno! ¿A qué estás jugando?<br />
-A las tiendas, con esas niñas. Yo soy el tendero.<br />
Tiberio tiene un escalofrío.<br />
-¿Tendero? ¿No te gustaría más jugar a la “chita paró”?<br />
-¿Y eso qué es?<br />
-Bueno, o a los bolindres.<br />
-No sé.<br />
-¿Y a la maricolla?<br />
-No, tampoco.<br />
-Veamos, ¿a qué sabes jugar?<br />
-Pues... a muchas cosas... A tiendas, a hacer puentes y ríos y embalses, a<br />
justicias y ladrones... a muchas cosas.<br />
-Ya.<br />
Tiberio se siente hecho polvo.<br />
-¿Y no te gustaría más bañarte en un río y comer higos en una higuera, por la<br />
mañana tempranito, después de refrescarlos en agua del pozo?<br />
-No sé... Los higos no me gustan... ¡Yo voy todos los años a San Sebastián y<br />
me baño en la Concha, que es una playa muy grande! Aunque hay mucha gente y<br />
no se puede correr. Además, mamá no me deja que entre mucho en el mar.<br />
Cuando el agua me llega a las rodillas, ya está mamá: “¡Niño!”. Y me tengo que<br />
salir.<br />
Tiberio hace un último, heroico y desesperado intento:<br />
-¿Y qué te gustaría ser a ti? ¿Marino? ¿Capitán? ¿Jinete? ¿Aviador?
113<br />
-No, dice papá que yo voy a ser notario.<br />
“Sencillo” pone en las manos de Tiberio un puñado de caramelos y el<br />
muchacho se los da a Niño.<br />
-Muchas gracias.<br />
-Repártelos con tus amigos.<br />
-Bueno.<br />
El chico se aleja. Pero se detiene un momento, se vuelve a Tiberio y pregunta:<br />
-Usted perdone, ¿es usted de pueblo?<br />
-Sí...<br />
-Ya me lo suponía.<br />
El Ángel se ríe de la cara de Tiberio. Pero éste se lamenta:<br />
-¿Estos son los niños de la ciudad? ¡Qué lástima! ¡Un niño que quiere ser<br />
notario! Compadezcámosle un poco.<br />
-Bueno.<br />
Cuando ya le han compadecido un ratito, Tiberio y “Sencillo” se marchan a<br />
seguir deambulando por la ciudad.<br />
-Tú no comprendes, Tiberio, que un niño no quiera ser jinete, que no le<br />
apetezca comer higos con la fresca y que sueñe con ser notario. No comprendes,<br />
con razón, que la ciudad aplaste el alma de los niños. Pero es lógico, porque la<br />
ciudad impone un género de vida convencional, absurda y falsa. Mira, ¿ves aquel<br />
señor del periódico?<br />
-Sí.<br />
-Es una típica víctima de la civilización artificial. Es una víctima del anuncio,<br />
de las guías comerciales y de la publicidad en gran escala. Duerme en camas<br />
“Toledo”, que son las que más se anuncian, aunque son incómodas; lleva<br />
calcetines y ropa interior de Almacenes Pi, que sólo venden géneros de desecho,<br />
pero que se anuncian como unos leones; va a ver la película que le aconseja la<br />
radio; come en el restaurante de mayor publicidad; va a veranear a Fresnedillas,<br />
porque se lo ha dicho el periódico. Es un hombre fastidiado y amargo, que ha<br />
perdido la voluntad de escoger, de comprar donde quiera y de comer donde le dé<br />
la gana: la de comer y la otra. No, este señor está esclavizado por la publicidad.<br />
Razona elementalmente; cuando se tiene que comprar una gabardina, sólo se<br />
acuerda de la marca “Chirimiri”, que lleva meses bombardeándole los oídos y los<br />
ojos con sus supuestas excelencias. La publicidad es el arte de estafar a la gente.<br />
Como decían tus abuelos, “el buen paño en el arca se vende”. La publicidad tiene<br />
por objeto hacer que la gente compre aquello que uno no necesita, exactamente...<br />
“Sencillo” se interrumpe bruscamente.<br />
-¡Mira!<br />
-¿El qué?<br />
-Ese periódico abandonado. ¿No ves?<br />
Bajo el título de “Sucesos”, el periódico publica una noticia: “Continúan las<br />
pesquisas de la policía para dar con el paradero de los dos enfermos mentales<br />
que se escaparon recientemente del manicomio Provincial. Según nuestros<br />
informes, uno de ellos, el llamado Sebastián Rodríguez Piñero, está trabajando en<br />
una fábrica de esta ciudad, naturalmente con nombre falso...”<br />
-¡En una fábrica! Pero, ¿en cuál, “Sencillo”? ¡Habrá tantas en la ciudad...!<br />
El ángel titubea y, por fin, añade:<br />
-Vamos... Te ayudaré...<br />
-¿Tú lo sabías?
114<br />
-Sí, pero no puedo..., no debo ayudarte. Encontrar a Sebastián es misión<br />
tuya; yo sólo tengo que acompañarte; sin embargo, haré una excepción...<br />
La fábrica está allí cerca y tardan poco en llegar. Es un enorme edificio de<br />
ladrillo desteñido y sucio, con dos altas chimeneas que siembran el cielo de<br />
nubes negras y fétidas. Un ruido sordo, una vibración ciclópea, conmueve los<br />
cimientos, y aun el suelo, en un radio de medio kilómetro.<br />
Entran por una puerta cristalera, después de cruzar la verja. Una sala<br />
vastísima, llena de aparatos que zumban, correas que giran sin fin, hélices que<br />
vibran, armatostes que arman endiablado ruido. Algunos hombres manejan<br />
palancas y ruedas, botones y cuadros de distribución con esferitas de cristal y<br />
agujas inquietas.<br />
Tiberio detiene a un hombre que pasa.<br />
El hombre chilla, enfadado:<br />
-¡Necesito los cuadros de producción, sea como sea! ¡Si no los encuentran,<br />
que los pinten!<br />
La voz se pierde entre el estrépito de las máquinas. El hombre se va, irritado.<br />
-Bajemos -dice “Sencillo”.<br />
Bajan a la nave por una escalerita de hierro. Tiberio se dirige a un hombre<br />
vestido como todos los demás con un mono azul.<br />
-¿Puede usted decirme...?<br />
-¡Doscientos voltios! ¡Si el jefe no lo quiere creer, que venga y lo vea!<br />
Y le da la espalda a Tiberio.<br />
-Ensayaremos otro... -suspira el muchacho. Y se aproxima a un hombre<br />
joven, también con mono, que está en pie, delante de un cuadro de distribución.<br />
-Quisiera saber...<br />
-¿Es usted el mecánico?<br />
-No, yo soy...<br />
-Lo que he pedido ha sido un mecánico; esta llave se engancha...<br />
Se aleja dando gritos:<br />
-¡Jacinto, afloja la presión, que la llave del tabulador no funciona!<br />
-Lo mejor -dice “Sencillo”- es que busquemos por nuestra cuenta.<br />
Correas que giran, hélices que zumban, motores que vibran... Tiberio siente<br />
que le corre un sudor frío y que se le va la vista. Siguen recorriendo las naves,<br />
donde hombres absortos manejan ruedas y palancas, olvidados de todo,<br />
pendientes de su trabajo; alejados del mundo, de todo lo que no sea cifras y<br />
máquinas: doscientos voltios, una llave que se engancha, unos cuadros de<br />
producción que no aparecen.<br />
Tiberio se indigna y grita al oído de uno de los hombres:<br />
-¡Esto es absurdo, es inhumano esto...!<br />
El hombre le mira, distraído, sin verle, y sigue musitando:<br />
-Ciento diez, ciento veinte...<br />
-Lo comprendo todo, “Sencillo” -dice Tiberio con los ojos húmedos y el corazón<br />
helado-; lo admito todo; el mundo es un oscuro valle triste, una habitación en<br />
angustiosa penumbra, una cadena que ata a los hombres... ¡Pero esto, no! ¡Estos<br />
hombres esclavos de una cosa bestial y moviente, de una máquina horrible!<br />
¡Estos hombres abstraídos y lejanos, moviéndose ellos mismos como engranajes<br />
de esta terrible cosa! ¡Estos hombres desposeídos de su voluntad y de su<br />
pensamiento! ¡Estos hombres, creados con aliento de Dios, por Dios! ¡La tierra es<br />
suya; los árboles, los paisajes, la libertad, el mar, los ríos, la lluvia y el sol! ¡Estos
115<br />
hombres que trepidan como sus máquinas mismas, que no saben para qué les<br />
creó Dios, que Dios les hizo reyes de la tierra y no esclavos de sí mismos! ¡Cómo<br />
me avergüenza ser hombre!<br />
Está a punto de echarse a llorar. “Sencillo” le coge del brazo y salen al aire<br />
libre.<br />
-¿Te olvidas de que Dios fue Hombre?<br />
-No, “Sencillo”; pero comprendo mejor el Amor de Dios; porque se hizo<br />
hombre. ¿Por qué me has traído a este lugar monstruoso?<br />
-¿No comprendes? Porque era necesario que tu caridad fuese menos ideal y<br />
más real; porque así no sólo compadecerás a los hombres, sino que harás algo<br />
más grandioso y más sublime, los amarás.<br />
-Yo amaba ya a los hombres.<br />
-Sí, Tiberio; en el amor de Dios. Pero ya los quieres por sí mismos, porque te<br />
duele la vida. Ahora amarás a Dios en ellos.<br />
-¿Cuándo encontraré el Silencio, “Sencillo”? Esta vida humana me hastía, me<br />
hace sentirme huérfano de Dios. Quiero ir a Dios, “Sencillo”.<br />
-Vas, puesto que vives. Este es el “camino mejor”.<br />
-Sí, tienes razón. Pero aún tengo que encontrar a Anarkos.<br />
-Ahora podrás encontrarle, porque ahora su lenguaje, aunque te siga<br />
doliendo, será más comprensible para ti. Vamos.<br />
-Sí; preguntaremos en la puerta.<br />
Un hombre con gafas, tras una mampara de cristales, se le queda mirando:<br />
-¿Desea usted algo?<br />
-Sí; busco a un hombre... Es moreno, regular de alto, como yo, tiene unos<br />
bigotes, así, caídos... Empezó a trabajar hace unos días.<br />
-Ah, sí... No me acuerdo cómo dijo que se llamaba; no, no está aquí.<br />
-Pero...<br />
-No sé... Usted perdone; tengo que hacer.<br />
-Por favor...<br />
Los ojos de Tiberio miran al hombre, suplicantes, humildes. Aquel hombre se<br />
siente conmovido por un extraño sentimiento de pena, de pena de sí mismo.<br />
Levanta sus ojos cansados y sonríe amistosamente, tímidamente.<br />
-No quise ser brusco. Pero le he dicho la verdad. Era un hombre violento y<br />
tuvo una discusión bastante agria con uno de los capataces. Le echaron ayer.<br />
Sólo ha trabajado dos o tres días. ¿Es usted pariente suyo? Creo que se trata de<br />
un loco, huido del manicomio, o algo así. Hace un rato estuvieron aquí unos<br />
agentes de Policía preguntando por él... Si quiere usted hablar con el gerente...<br />
-No, gracias.<br />
Tiberio y “Sencillo” se alejan otra vez hacia la ciudad. Tiberio se siente<br />
cansado, pero lleno de ternura por la ciudad, por la gente de las calles y los<br />
paseos. Se encuentra a sí mismo un poco cambiado, más maduro, tal vez más<br />
humano que en aquellos lejanos tiempos del pueblo y aun del Manicomio:<br />
-Sí, “Sencillo” -suspiró-; tienes razón; siempre tienes razón. Ahora los amo<br />
porque me duele la vida.
“NO NOS DEJES CAER EN LA TENTACIÓN”<br />
Este incansable zigzag urbano les ha llevado hasta los límites de la ciudad,<br />
más allá de unos raquíticos huertecillos que dan exquisitas coliflores y escarolas<br />
porque allí pasa una de las cloacas que van a verter al río. Con ese agua, los<br />
hortelanos riegan su tierrecilla. De vez en cuando, viene una epidemia de tifus<br />
exantemático y las lechugas llevan los bacilos a los más honorables y<br />
empingorotados estómagos de la ciudad. Ahora que, con esto de la cloromicetina,<br />
los bacilos del tifus están quedando en el más lamentable de los ridículos.<br />
Más allá de los huertos, al otro lado del río, hay unas chavolas construidas<br />
con piedras, latas vacías, pedazos de uralita y ladrillos escamoteados de las obras<br />
en construcción...<br />
Tiberio y “Sencillo” han llegado hasta allí, como perros pachones, tras una<br />
confusa pista de Anarkos. Como la tarde está buena, se sientan a descansar en el<br />
suelo; un suelo seco y sin mantillo, mezcla de arena, cal apagada y pedruscos.<br />
Algunas margaritas asoman, desesperadas, sus tallitos verdes y sus florecillas<br />
gualda y blancas, en un espectacular esfuerzo por arraigar sobre aquel suelo<br />
impotente. A la madre Natura, como diría don Roque, le cuesta mucho más<br />
trabajo abortar aquí una margarita que dar a luz una cosecha anual de trigo en la<br />
República Argentina. Con sus petalitos monjiles, la cara redonda y amarilla de las<br />
margaritas tiene un patético gesto de auxilio, de S.O.S. urgente y conmovedor.<br />
-“Sencillo”, me aburre el mundo. Me parece que ya me lo sé de memoria. Y<br />
hasta me encuentro viejo...<br />
-Tienes mis cuatro mil años de humana experiencia. Este es un excesivo peso<br />
para ti, que tienes mucho de hombre. Porque los hombres están obsesionados,<br />
tratando de encontrar la fuente de la juventud, el elixir de larga vida. ¡Vivir, vivir<br />
más! ¿Para qué? ¿Para escribir más ensayos sobre el cultivo del algarrobo en<br />
Alicante o las Ordenes Militares en el siglo XVII? ¿Para seguir rellenando<br />
impresos, cavando surcos, hablando del tiempo, cortándose el pelo y curándose<br />
catarros? Adán vivió novecientos treinta años; Set, novecientos doce; Malaleel y<br />
Jared, novecientos sesenta y dos; Matusalén, novecientos sesenta y nueve; Noé,<br />
novecientos cincuenta; Lamec...., bueno, Lamec era un crío cuando murió, en la<br />
flor de la vida, a los quinientos noventa y cinco años... Yo conocí a muchos de<br />
ellos; se aburrían como lo que eran, como unos patriarcas. Y como, además,<br />
muchos eran perversos y sensuales, tuvo que decir el Señor: “No permanecerá<br />
por siempre mi espíritu en el hombre, porque no es más que carne. Ciento veinte<br />
años serán sus días”.<br />
-Pero ahora viven menos.<br />
-Sí; se matan más. Viven insensatamente hacinados y revueltos; respiran el<br />
pegajoso aire de las fábricas... Afortunadamente para ellos, viven menos.<br />
<strong>Las</strong> chavolas se diseminan a lo largo del camino que va paralelo al río. En<br />
algunas, dentro de vacías latas de sardinas, crecen geranios o enredaderas. La<br />
ciudad se levanta, lejana, sobre las colinas.<br />
Este lugar es tranquilo. A las puertas de las casas juegan algunos niños<br />
sucios y lentos. Y un hombre viejo y barbado, vestido con un traje que se cae, de<br />
puro asqueroso, viene por el camino con su rueda, porque es un afilador. Se<br />
detiene a la sombra de la misma higuera que cobija a Tiberio y “Sencillo” y<br />
enciende su vieja cachimba con un suspiro de satisfacción:<br />
116
117<br />
-¡No hay nada como recorrer el mundo y fumarse una pipa a la sombra! ¿eh,<br />
muchacho?<br />
Tiberio le dirige una sonrisa simpática y acogedora:<br />
-De muy lejos, ¿eh?<br />
El viejo mordisquea, jovial, su pipa:<br />
-Un poco... Desde el día de mi nacimiento, jovencito. Y sí que está lejos: ¡tengo<br />
sesenta años!<br />
-Cuando yo era niño -confiesa Tiberio- me gustaba mucho ver trabajar a los<br />
afiladores, dar con el pie a la tabla de su rueda grande y sacar miles de chispas<br />
con su rueda de pedernal. Y luego, tocaban un pito de pasta, verde o amarillo.<br />
-Como éste... -el hombre mira a las nubes bonachón-. Bueno, yo soy un<br />
afilador disfrazado.<br />
-Disfrazado... ¿de qué?<br />
-De afilador. Yo -baja la voz confidencial y alegre-, yo soy un vagamundos. Si<br />
hubiese nacido ocho siglos atrás, yo hubiese sido Lancelot o cualquier caballero<br />
de la Tabla Redonda. Y en vez de rueda de afilador llevaría caballo, adarga y<br />
coraza. Pero me equivoqué de siglo, y tuve que cargar con esta rueda, porque, ya<br />
sabes, ser vagamundos es un delito en todos los códigos penales del mundo. La<br />
sociedad aplasta brutalmente todo brote de vagamundaje, como si fuésemos un<br />
peligro.<br />
-Yo también soy un vagamundos -dice Tiberio.<br />
-Estupendo, compadre, chócala. Así me gusta. Gran cosa, ¿eh? Si nos dejasen<br />
en paz, andar por la vida...<br />
-Sí; somos un peligro; ponemos en peligro la siesta del mundo. Llevamos en el<br />
corazón un brote de rebeldía contra el artificio de la vida humana; llevamos la<br />
pesadumbre de la vida en común; pero llevamos una chispa de Dios, que, cuando<br />
se hizo Hombre, también fue vagamundos hasta su Muerte.<br />
-De acuerdo... ¿cómo te llamas? ¿Tiberio? Yo me llamo Baldomero, el<br />
vagamundos Baldomero. Pues sí, Tiberio, estamos de acuerdo. Nosotros, los<br />
vagamundos, vivimos la vida de Dios, la vida de los hombres libres y desterrados.<br />
¡Me dan escalofríos esos hombres que nunca han tenido ganas de echarse a los<br />
caminos a conocer la vida; andar por el campo, bajo la lluvia; dormir en un pajar,<br />
con olor dulce de heno, o sobre el corazón de la tierra con los ojos en las estrellas;<br />
ser señor de sí mismo hasta el fin; comer pan de hogaza, junto a una cuneta del<br />
camino, sobre la hierba dorada del verano; hacer cometas para los chicos y<br />
hablar de cosechas con los hombres...! ¡Esta es la vida! Pero hay que nacer; unos<br />
nacemos vagamundos, como otros nacen para ingenieros del I.C.A.I.; es cuestión<br />
de cuna; es cuestión de adivinar que, la vida, lo malo que tiene es que se muere<br />
uno. Nacer es ponerse en peligro de muerte.<br />
El viejo vacía la cachimba golpeándola sobre una piedra y la guarda con<br />
parsimonia:<br />
-En fin, hay que disimular que somos vagamundos; yo por eso soy afilador,<br />
como otros son caldereros o saltimbanquis, peregrinos o mendigos, cómicos de la<br />
legua o navegantes solitarios. ¿Y tú, Tiberio, qué eres tú? ¿De qué te disfrazas?<br />
-¿Yo? De hombre.<br />
-¡Hum! ¡No creo que te baste! ¡Cualquier día te echan mano los “guripas” de la<br />
civilización! Vente conmigo, de ayudante, ¿quieres? Puedo comprarte una rueda<br />
de afilador, y ¡hala!, a andar por ahí.<br />
-No, no puedo; busco a un hombre.
118<br />
-¿A un hombre? ¡Puaf! Hay muchos; bullen como piojos.<br />
-Busco a un hombre solo; a un hombre que también huye de la vida; a un<br />
hombre que sufre.<br />
-Déjalo; vente conmigo por ahí. Cuando llueva nos refugiaremos en un pajar,<br />
bajo un árbol, en las ruinas de alguna pequeña ermita derruida... Y cuando<br />
alumbre el sol, saldremos al camino, como los caracoles.<br />
-Me gustaría mucho, Baldomero. Pero no es posible; tengo que seguir, con<br />
“Sencillo” -mi Ángel de la Guarda, ¿sabes?-, buscando a ese hombre.<br />
-Yo también tengo mi Ángel de la Guarda -declara, enfático, Baldomero-, se<br />
llama Apolinar. Buen chico. Un poco... escrupuloso. Cuando veo una gallina por<br />
ahí suelta, una gallina sin dueño, claro, y se me antoja comer pechuga, ya<br />
empieza Apolinar a ponerse el hombre pesadillo: “Que no, Baldo, que no; que eso<br />
está feo”. Total, que me quedo sin gallina.<br />
-¿Has visto a tu Ángel?<br />
-No; ¿cómo iba a verle? Cuando me muera le veré; sé que me estará<br />
esperando al otro lado. “¡Hola, Apolinar!” le diré yo. “Baldo, muchacho, lávate la<br />
cara y ponte los pingajos del domingo, que vamos a ver a Dios”. ¡Gran cosa ver a<br />
Dios! -runrunea, lleno de satisfacción-. Yo creo que lo veré... eso espero... porque<br />
procuro tener limpio el corazón. Claro que tengo unas ganas de comer pechuga...<br />
Yo no sé si me las voy a aguantar siempre -se queja Baldomero-; ¡ya podía<br />
Apolinar hacer la vista gorda aunque sólo fuese por una vez!<br />
Tiberio sonríe. Se le hace visible Apolinar, que es un ángel rubiales, con piel<br />
de musgo de terciopelo florecido y largas piernas de andarín; si no fuese tan<br />
andarín, estaría listo. ¡Como Baldomero no para dos horas en ningún sitio...!<br />
Hasta cuando duerme tiene el alma vagamunda.<br />
-¡Hola! -saluda Tiberio, muy fino. Apolinar le sonríe y le hace un amistoso<br />
ademán a su hermano “Sencillo”.<br />
-¿Con quién hablas? -curiosea Baldomero.<br />
-Con tu ángel Apolinar. Dice que bueno, que hará la vista gorda; pero sólo<br />
una gallina, ¿eh? Mírala.<br />
Ante ellos, bruscamente, aparece una gallina, gorda y blanca, bien cebadita<br />
con trigo celestial. Baldomero abre unos ojos así de redondos y asombrados:<br />
-¿Cómo lo has hecho? ¿Eres prestidigitador?<br />
-No.<br />
-¡Pues chico, harías tu fortuna en un circo! Y... y esta gallina, ¿es mía, es para<br />
mí?<br />
-Sí. Para ti. Comerás pechuga, anda...<br />
Baldomero extiende la mano, codicioso y glotón.<br />
Pero se detiene pensativo, frunce el ceño y luego menea enérgicamente su<br />
peluda testa:<br />
-No: creo que no...<br />
-¿No?<br />
-¡No! Definitivamente, Tiberio. Me parece... peligroso.<br />
-¿Por qué?<br />
“Sencillo” y Apolinar se tronchan de risa, aunque tienen un extraño y húmedo<br />
brillo en la mirada.<br />
-Mira, Tiberio. Yo no deseo nada en este mundo; nada..., excepto comer<br />
pechuga de gallina. Es lo único..., lo único que puedo ofrecer, ¿comprendes?; mi
119<br />
única renuncia...; por lo menos, la única que me cuesta trabajo, que tiene mérito<br />
para mí...<br />
-Baldomero... -la voz de Tiberio tiembla un poco, maravillosamente<br />
comprensiva, y su mano desciende amigable hasta el hombro del afilador.<br />
-Bah... -gruñe Baldomero, turbado en el fondo-. Es mucho más bonito tener<br />
ganas de una cosa que poseerla. La posesión de algo, Tiberio, siempre desilusiona<br />
un poco; era más bello el deseo, más bella la espera, que... En fin, cuando a uno<br />
se le cumple un deseo siempre le queda a uno un posillo de tristeza... -el<br />
vagamundo se echa a reír-. Además, si como pechuga..., ¿qué voy a pedirle a la<br />
vida?<br />
Se pone en pie, con la cachimba vacía entre los dientes.<br />
-Ya me está hormigueando la sangre, muchacho. Me voy. Siento que no<br />
vengas conmigo. Espero..., espero que nos veamos alguna vez.<br />
-Seguro -promete Tiberio con los ojos dulces, pero con la voz extrañamente<br />
firme, extrañamente seria. Y Baldomero, que es un limpio de corazón, siente la<br />
deliciosa felicidad de la espera.<br />
Se dan la mano, y Baldomero se aleja. Pero a los pocos pasos para su rueda y<br />
se vuelve:<br />
-Tiberio..., ¿tú crees que si voy al cielo alguna vez..., tú crees que me dejarán<br />
comer pechuga de gallina?<br />
-<strong>Las</strong> más exquisitas y tiernas pechugas de gallina - promete Tiberio<br />
mansamente. Se dicen adiós, con los pañuelos al aire. Y Tiberio todavía grita:<br />
-¡Adiós, Apolinar!<br />
También ellos se ponen en pie y regresan hacia el río.<br />
-¿En qué piensas, “Sencillo”?<br />
-Oh, en Apolinar. ¡Es un ángel más bueno! Hacía rato que no nos veíamos.<br />
Pues fue... verás; sí, en la batalla del Guadalete. Era el ángel de la guarda del rey<br />
don Rodrigo. Entonces lo perdí de vista. ¡Como hubo aquel lío y don Rodrigo<br />
desapareció...!<br />
Camina en silencio. Tiberio va pensando, cariñosamente, en Baldomero.<br />
-¿Sabes, “Sencillo”? -se le ocurre de pronto al muchacho-. Me nombro a mí<br />
mismo Protector de las Mariposas Vagamundas y Gran Comendador de las<br />
Encrucijadas.<br />
-Bueno.<br />
-Y otorgo el primer título de Gran Cruz con zafiros de cielo y rubíes de<br />
crepúsculos a Baldomero, Gran Mariposa de los Caminos. Cuando le vean, los<br />
niños de todo el mundo sentirán en sus corazones la oración de la primavera<br />
recién llegada: “¡Mariposa blanca, sube al cielo y dile a Dios que me dé la buena<br />
suerte!” ¿Te parece?<br />
-Sí<br />
-Y, además, creo la Gran Orden de los Zánganos. Le otorgo la Medalla de<br />
Asfalto a la ciudad.<br />
-Bueno.<br />
-Y Grandes Cruces de hojalata al herrero del pueblo, a don Ganimedes, a don<br />
Agapito, a Evaristo; a Alfonsa, la mujer de Práxedes; a don León..., y distintivo<br />
café con leche a todos los hombres sedentarios del mundo que lo sean por<br />
vocación.<br />
-Confirmadas, Tiberio.<br />
Se ríen los dos, cantarines, y el suelo va y se abre, y nace un manantial.
120<br />
Siguen hacia la ciudad. Tiberio siente que su corazón de hombre le da un<br />
brinco y se le sienta en el polvo.<br />
-No sé qué me pasa, “Sencillo”...<br />
El ángel despereza sus alas preocupadas. Pero guarda silencio. Han llegado<br />
hasta una casita blanca, junto a la carretera, que tiene la puerta sombreada de<br />
una bíblica parra. Racimos de oro y ámbar cuelgan de los nudosos troncos, y las<br />
hojas dan sobre el suelo sombras de corazones.<br />
La casa tiene un poyo en la puerta. Una muchacha está allí sentada, junto a<br />
una arcillosa jarra que rezuma agua fresca, agua de pozo profundo y en sombra.<br />
-¿Quiere darme un poco de agua?<br />
La muchacha le tiende la jarra y Tiberio bebe ansiosamente, con una extraña<br />
inquietud que le pone la carne de gallina, con misteriosos puntitos de escalofrío.<br />
La muchacha es morena y de óvalo suave. Tiene unos ojos garzos y grandes,<br />
tan grandes como un lago. Uno espera ver cisnes curvados en estos ojos,<br />
bordeados del espeso bosque de las pestañas, que son como los rayos luminosos<br />
de un sol.<br />
Mientras bebe, Tiberio siente sobre sí los ojos dulces de la muchacha y le<br />
tiemblan las manos que sostienen la jarra. Tanto, que la vasija resbala de sus<br />
manos y se estrella violentamente contra el suelo.<br />
-¡Oh, cuánto lo siento!<br />
La muchacha mueve la cabeza y sus cabellos morenos le ondean al aire, como<br />
algas oscuras.<br />
-No se preocupe; no tiene importancia.<br />
Se quedan los dos frente a frente y conmovidos.<br />
-Es... un sitio muy tranquilo.<br />
-Sí -se entornan los ojos de la muchacha.<br />
-Me llamo Tiberio.<br />
-Yo, Marina.<br />
-Es bonito. Es nombre de acuarela.<br />
-Tiberio es raro; pero suena bien...<br />
Se abre una pausa larga, muy larga, durante la cual ambos oyen el rumor de<br />
sus propios pulsos.<br />
-¿Quiere sentarse?<br />
-Bueno...<br />
La tarde se abre en largos suspiros de silencio.<br />
-¿Por qué me mira?<br />
Ella enrojece:<br />
-No..., no sé... Pensaba... ¿Es usted forastero?<br />
-Sí; soy forastero... -Tiberio habla con acento soñador. Los ojos de la<br />
muchacha están despertando un ritmo desconocido en su corazón. Siente, por<br />
primera vez, que tiene venas; que por ellas le corre la sangre; que su sangre es<br />
roja y cálida. Siente que es feliz sentado allí con Marina. Una poderosa tentación<br />
le asalta: la tentación del descanso, de la tarde mansa bajo el emparrado, de<br />
aceptar un papel de espectador junto a la carretera, por donde pasan hombres y<br />
vehículos.<br />
-¿Por qué me mira?<br />
-Es usted extraño...<br />
-Soy un vagamundos.
121<br />
Le punza de repente el recuerdo de Baldomero. Quisiera irse, levantarse y<br />
huir; llamar a “Sencillo”, que se ha esfumado sobre la carretera. Le asalta una<br />
honda congoja, como si descubriera ahora mismo que su alma tiene raíces y que<br />
esas raíces obedecen a un misterioso impulso divino y quieren ahondarse en la<br />
tierra, clavarse en el suelo. Sí; se siente árbol con raíz, con deseo de tronco, de<br />
hojas y de frutos; de dar sombra a sus retoños sobre este paisaje.<br />
En los ojos de la muchacha hay un temblor de pestañas nerviosas. Y su boca<br />
se le queda seca y ardiente.<br />
-Tiberio, usted...<br />
-Marina.<br />
Es un nombre rítmico, melódico, que nace en los labios, se rompe en el<br />
paladar y muere junto a los dientes:<br />
-Ma-ri-na...<br />
Sí, quisiera huir; pero otra oculta voluntad le ha nacido de no sabe qué<br />
profundo desván del alma. Quisiera huir, pero quisiera quedarse: estar allí<br />
sentado, al lado de Marina, tal vez tomar su mano fina y morena, tal vez oírle<br />
decir:<br />
-Tiberio...<br />
Nunca le ha parecido tan bello, tan musical y tan triste su propio nombre. Y<br />
se turba, confusamente. ¿Qué es esto que le arde dulcemente en la sangre, que le<br />
clava alfileres de impaciencia y de temor sobre la piel, que le consume en una sed<br />
desconocida?<br />
-Ma-ri-na...<br />
Es un nombre suave, para decirlo muy bajito, allí, junto a la muchacha, ante<br />
la gloria del atardecer. Tiberio oye las voces y las risas de unos niños invisibles,<br />
de unos niños morenos, de ojos garzos inmensos, como lagos donde uno quisiera<br />
ver la blanca interrogación de los cisnes.<br />
-Ma-ri-na...<br />
La muchacha tiene los párpados cruzados de venas azules. Su cuello es largo<br />
y delgado y en su nuca se rizan los cabellos cortos. Sus hombros son pequeños y<br />
redondos. Hay en el cuerpo de Marina una comenzada serenidad de adolescente,<br />
un contorno acogedor como una promesa, algo maternal y sencillo de cierva joven<br />
y libre.<br />
Tiberio se sorprende de sus propios pensamientos. ¿Qué es esto, Dios mío,<br />
qué es esto que le invade, esta ternura distinta y melancólica, esta dejadez que<br />
consume su cansancio y le hace sentirse con gozo de la vida?<br />
Lejana, sobre el camino, ve Tiberio la figura débil y empequeñecida de<br />
“Sencillo”. Su vida, la torre con cigüeñas, don Tomás sollozando en el presbiterio,<br />
“Chicha y Pan” contando estrellas, tía Evelina regando sus rosales, sus locos<br />
persiguiendo mariposas de cristal sobre el prado de la tarde, la ciudad, las<br />
máquinas, los hombres, Anarkos...<br />
-¡Anarkos!<br />
Un grito le sacude el sopor del alma. El corazón le brinca y se le pone en pie.<br />
Siente una remota llamada, una distante voz, una lejana angustia. Se estremece<br />
Tiberio, vibran sus nervios electrizados ante ese oscuro mensaje que le sube a flor<br />
desde el fondo sereno de su agua.<br />
-¡Anarkos!<br />
Es un grito “como bronce que suena o campana que retiñe”...<br />
Y unas palabras llegan:
122<br />
“Si alguno desconoce, él será desconocido...”<br />
Tiberio se incorpora y corre, sin decir adiós a la muchacha, por la carretera<br />
polvorienta. Su grito perfora el silencio y se clava como una saeta en la diana de<br />
las nubes:<br />
-¡“Sencillo”, “Sencillo”!<br />
Corre, jadeante y sudoroso, tropezando en las piedras, cayendo y<br />
levantándose, extendidos los brazos. Y cuando llega al lado del ángel ve la mirada<br />
de “Sencillo” rebrillar de alegría y extenderse sus alas como una acción de<br />
gracias. Los labios de Tiberio se entreabren, felices, en una oración que le llena<br />
los ojos de lágrimas:<br />
-“...Ten cuenta de mi vida errante; pon mis lágrimas en tu redoma. ¿No están<br />
escritas en tu libro?... Porque tú me arrancas a la muerte, y arrancas mis pies de<br />
falsos pasos, para que pueda andar en la presencia de Dios, en la luz de la<br />
vida...”
TIBERIO ENCUENTRA EL SILENCIO<br />
Ha amanecido este día sobre la ciudad.<br />
La lluvia caída durante la noche esponja los árboles de los paseos y las flores<br />
de los parques, y convierte el asfalto en un espejo, sucio y gris, donde se<br />
contempla, narcisista, la chata y lóbrega arquitectura de la ciudad.<br />
Tiberio y “Sencillo” han dormido en la sala de espera de la estación. La tarde<br />
antes, Tiberio suplicó a su ángel:<br />
-Quiero encontrar a Anarkos. No sé cuánto tiempo ha pasado, “Sencillo”; he<br />
perdido la memoria de las calles que hemos recorrido, de los millares de<br />
kilómetros que hemos saltado con nuestros pasos. Hemos buscado por toda la<br />
ciudad. ¡No puedo, no puedo dejarle solo por más tiempo! Está acorralado, como<br />
un pobre animal feroz; me despiertan por la noche sus terrores y sus gritos de<br />
león solitario. Sé que le consume la violencia, que le deshace la ira; me da miedo,<br />
“Sencillo”, de que no haya sitio para él en las bienaventuranzas de Dios...<br />
-Estamos a punto de encontrarle, Tiberio. Han sido necesarias su soledad y tu<br />
soledad. Ahora, sobre vuestros torcidos renglones humanos, va a escribirse la<br />
recta y alta caligrafía de Dios...<br />
-Entonces...<br />
-Ahora, vamos...<br />
Bajaron juntos por aquella calle ancha y llegaron a la estación. Los trenes,<br />
inmóviles, dormían en la oscuridad una larga fatiga de rieles. A través de las<br />
ventanillas se veían los asientos, con su forro de tela blanca, asientos fantasmas<br />
y errabundos, que soportaban, día tras día, los cuerpos de hombres que eran<br />
distintos y, sin embargo, tan iguales, tan monótonos; se respiraba en la estación<br />
una atmósfera de carbonilla, de humos pegajosos, de grasa de engranajes, de<br />
petróleo. Llegaban ruidos de cadenas; de vagones que chocaban, allá fuera, en<br />
alguna maniobra; de martillos que golpeaban los ejes; de pisadas sobre la grava<br />
menuda de las vías.<br />
-¿Por qué venimos a la estación? -preguntaba Tiberio.<br />
-Dormiremos aquí esta noche, en la sala de espera.<br />
Una sala grande, democrática y espesa, albergaba a una docena de personas<br />
inmóviles. Hombres y mujeres que parecían dormidos: algún soldado,<br />
campesinas, algunos tratantes. Pesaba sobre la sala un frío solemne y silencioso;<br />
se hablaba en voz baja, como en la consulta del dentista, o, mejor, no se hablaba.<br />
Flotaba un aburrimiento letárgico y horadado de moscas; sobre los muros se<br />
mostraba un mosaico de firmas y dibujos, más o menos groseros; generaciones de<br />
hombres habían estampado allí algunas rayas; de hombres que ya nada tenían<br />
que ofrecer a los gusanos, como no fuesen sus huesos mondos y lirondos.<br />
Allí, con la cabeza en la pared, ha dormido anoche Tiberio. Después ha<br />
amanecido. Un día glorioso, porque el alfanje del sol ha segado las nubes, y los<br />
trenes, entre vías, muestran el brillo de sus dorados -Wagons Lits- y de los<br />
cristales de las ventanillas.<br />
Sí; el día está glorioso y solemne. Han salido un par de trenes; un corto y el<br />
mensajero, que llegará a su destino dentro de algunos días, si es que llega; si no<br />
llegase, tampoco importaría nada. Total, unas mujeres que salen del hospital,<br />
unos soldados con permiso, algunos labriegos con enormes cestas...<br />
Tiberio mira anhelosamente a aquella multitud abigarrada y hosca que llega y<br />
que se va.<br />
123
124<br />
-¿Va a venir Anarkos?<br />
-A las nueve y cuarto sale un mercancías. Viajaremos en él -“Sencillo” está<br />
lacónico y serio, casi trascendente.<br />
Dan la vuelta al tren para entrar por el otro lado. “Sencillo” descorre las<br />
puertas correderas de un vacío vagón de ganados; suben y vuelven a cerrar<br />
rápidamente. Se están quietos en un rincón. Tiberio casi no se atreve a respirar,<br />
por si los ferroviarios.<br />
Fuera se oye la voz de un hombre:<br />
-¡No dejes de traerme la cesta de huevos! ¡Ah, y un par de conejos!<br />
El tren recula; silva la máquina y, muy lentamente, a pequeños tirones que<br />
hacen tambalearse a Tiberio, comienza la marcha.<br />
Entonces, sólo entonces, se da cuenta Tiberio de que hay alguien que<br />
comparte el vagón con ellos. Allí, en un rincón, fosforecen unos ojos y alguien<br />
respira, rápida y entrecortadamente.<br />
-¿Oyes? -cuchichea Tiberio al oído de “Sencillo”-. Hay alguien ahí.<br />
-Espera -dice el Ángel- hasta que salgamos de la estación.<br />
Transcurren unos minutos densos, en los que el corazón de Tiberio casi se<br />
detiene. Luego, el Ángel descorre la Puerta y entra la luz y el aire fresco de la<br />
mañana.<br />
Casi al mismo tiempo, de la garganta de Tiberio brota un gemido apasionado:<br />
-¡¡Anarkos!!<br />
Sí, es él, enflaquecido y sucio, con la barba crecida señalándole los salientes<br />
pómulos, con el cabello revuelto y lleno de polvo; con los ojos obsesos e inmóviles.<br />
Se muerde un poco el bigote derecho, como si quisiera sonreír:<br />
-Hola, Tiberio, mi vieja sombra.<br />
-¡Anarkos! ¿Cómo estás aquí? ¿Cuándo has entrado?<br />
Sebastián se pasa la mano -pálida y nudosa- por la frente húmeda.<br />
-Llevo dos días aquí.<br />
-¿Y ni siquiera has comido?<br />
-Sí; robé algo de fruta.<br />
Habla con una voz metálica, en la que hay un trágico poso de fatiga:<br />
-Te sentí entrar; pensé que eras algún guardia. ¿Sabes que la Policía me<br />
persigue?<br />
-Ahora no pienses en eso.<br />
-Luego, cuando vi que la puerta se cerraba -¿quién la cerró, tu ángel?-, pensé<br />
que serías algún vagamundos, como yo, algún huido.<br />
-Soy un huido y un vagamundos, como tú. Te hemos buscado, durante días y<br />
días, por toda la ciudad; estuvimos en el cementerio; en aquella fábrica; luego en<br />
las chavolas del río, donde decía el periódico que te ocultabas... Hemos vivido<br />
unos angustiosos días, Anarkos, sin saber nada de ti.<br />
-¿Qué podía hacer? -gruñe Anarkos con ferocidad-. ¡Los hombres a la caza del<br />
hombre! Me han ido siguiendo, acorralándome como a un bicho venenoso y<br />
maldito. He pasado días... no sé dónde; en los suburbios, en el campo, durmiendo<br />
en las cloacas que llevaban toda la porquería humana, toda la<br />
humanidad podrida... Robaba para comer o no comía. Al fin, pensé que estaba<br />
equivocado; ocultarse en la ciudad es más fácil, pero indigno. Prefiero que me<br />
maten al aire libre, bajo el sol, a la luz del campo; la ciudad me parecía un<br />
ridículo escenario para morir... Este tren, ¿dónde va?
125<br />
-No lo sé, Anarkos -Tiberio se queda pensativo-, no lo sé. Ni siquiera sé si este<br />
tren es real, si es que estamos muertos; si, tal vez, nos hemos helado de frío<br />
alguna de estas noches y vamos ya camino de Dios...<br />
-¡No! ¡No! ¡Todavía no! ¡Aún quiero herir, matar, hacer daño, incendiar,<br />
destruir! ¡Aún quiero vengarme de esta mierda de mundo! ¡Alguna vez quiero ser<br />
martillo y no yunque! ¡Después podré ir a tu Dios! ¡Le miraré cara a cara; podré<br />
gritarle: “Tú has creado, pero yo he destruido tu obra”!<br />
-Tú eres también obra de Dios, Anarkos -contesta Tiberio, gravemente-. No, ni<br />
siquiera puedes destruir; es Dios quien crea y Dios quien destruye. Y nosotros<br />
sólo somos brazos de Dios.<br />
-¡No! ¡Yo sólo soy una verruga del mundo, una mísera excrecencia de la costra<br />
terrena! Porque el mundo me ha aborrecido.<br />
-¿Nunca leíste el Evangelio? “Si el mundo os aborrece, sabed que me aborrece<br />
a mí primero que a vosotros. Si fueseis del mundo, el mundo amaría lo suyo, pero<br />
porque no sois del mundo, sino que yo os escogí del mundo, por esto el mundo os<br />
aborrece”.<br />
-¿Por qué me dices eso?<br />
-Es Dios quien lo dice; Dios que vino al mundo y “el mundo no le conoció.<br />
Vino a los suyos y los suyos no le recibieron”. Antes que tú, Anarkos, hace ya dos<br />
mil años, hubo un Hombre que era Dios encarnado en hombre; fue injuriado y<br />
perseguido; se burlaron de él, le dieron bofetadas, le escupieron al rostro, le<br />
dejaron sin sangre y sin vida. Y, al fin, fue colgado como reo, entre reos, para<br />
vergüenza del mundo.<br />
-¿Hizo Dios eso? ¿Y por qué no se vengó, destruyendo, aniquilando a ese<br />
mundo?<br />
-Tuvo legiones de ángeles que a un solo deseo suyo hubiesen borrado la<br />
especie humana. Pero no vino para juzgar al mundo, sino para que el mundo sea<br />
salvado.<br />
-O yo soy muy bruto... o Dios está más loco que yo.<br />
-Alguien me dijo eso alguna vez -suspiraba Tiberio, buscando en el rincón de<br />
los recuerdos-. Está loco, sí, porque los hombres han establecido una absurda<br />
división tajante y llaman locura a todo lo que no comprenden, lo que no cabe en<br />
sus pequeños cerebros; ¡como si pudiesen comprender a Dios!<br />
-Entonces..., ¡Dios es de los nuestros! ¡Dios está con nosotros! Pero... pero...<br />
yo no creo en Dios...<br />
-Tú crees en Dios con la más hermosa y apasionada fe que he visto nunca.<br />
Detrás de la corteza de tu odio está la realidad de tu amor. Detrás de tu negación<br />
hay la más bella profesión de fe. Porque has luchado contra lo injusto y no era<br />
estéril el grano seco de tu violencia. Porque has deseado un mundo donde los<br />
pobres, los desheredados, los perseguidos, pudiesen poseer la paz. Pero la paz no<br />
es de este mundo, Sebastián...<br />
El tren cabecea lentamente; están cruzando campos sembrados donde ya<br />
crece la mies y blanquean las margaritas.<br />
Escucha Anarkos, jadeante, apagados los ojos, y Tiberio habla, transfigurado<br />
y hermoso, mientras el viento que entra por la puerta descorrida le ciñe la cabeza<br />
de banderolas y ráfagas.<br />
-“Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados;<br />
bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán
126<br />
hartos; bienaventurados los que padecen persecución de la justicia, porque ellos<br />
verán a Dios...”<br />
Anarkos siente su boca seca y unos escalofríos le sacuden el cuerpo de arriba<br />
abajo. Tiberio le mira, asombrado. Porque Anarkos está pálido, sombrío, casi<br />
céreo.<br />
-¿Qué te ocurre? ¿Te encuentras mal?<br />
Anarkos jadea y trata de sonreír con desdén:<br />
-Bah, un poco de fiebre.<br />
-¡Si tienes la frente ardiendo!<br />
-Creo que... debí de enfriarme. Una noche que dormí sobre un banco.<br />
Le castañetean los dientes con la calentura; ahora se va poniendo rojo,<br />
congestionado, y le suena el pecho, al respirar, como un viejo órgano de fuelle.<br />
-“Sencillo”-suplica Tiberio.<br />
El Ángel mira al muchacho con gravedad, serenamente.<br />
-Sí...<br />
A Tiberio la mirada se le pone amarga, dolorosa, reconcentrada:<br />
-¡Anarkos! ¡Anarkos! ¡Bajaremos en la primera estación! ¡Iremos a un médico<br />
y te pondrás bueno!<br />
Sebastián sonríe con tristeza:<br />
-Tal vez..., tal vez no haya tiempo. Tal vez no haya ninguna primera estación.<br />
Oye.... Tiberio... ¿Y dices que Dios fue perseguido..., odiado como yo?<br />
-Como tú, Anarkos, pero aún con más odio, con más pasión, porque Él era<br />
Dios.<br />
A Anarkos se le van nublando los ojos; ve el rostro de su amigo a través de<br />
una neblina, como una imagen desenfocada:<br />
-Yo soñaba con una revolución, Tiberio.<br />
-Soñabas con la revolución de Dios. Pero tampoco esa revolución es de este<br />
mundo.<br />
-Creo... Durante la mayor parte de mi vida no he sabido lo que decía, ni<br />
siquiera lo que pensaba. ¿He sido un poseso, Tiberio? A veces..., cuando me<br />
crecía aquí dentro un zumbar sordo, como una gran hélice... y mis oídos<br />
ensordecían... y un odio espeso me llenaba de asco y de miedo. No siempre..., no<br />
siempre mi voluntad obraba. Fui el tonto del pueblo..., ¿te acuerdas? Esta noche<br />
también ha venido borracho mi padre... Está ahí, en la habitación, pegando<br />
patadas a los baúles... Después..., ¿no oyes? Se ha quitado el cinturón, ancho<br />
como un cincha..., ¡y viene, Tiberio! ¿No le sientes? Tengo que huir...<br />
¿Funcionarán mis alas, Tiberio? Es fácil, muy fácil; los pájaros vuelan, los<br />
pájaros huyen. Vamos, vamos... Ellos están en el cementerio; mira, los fuegos<br />
fatuos...; vamos a leer el periódico... Aquella mujer, ¡gritaba tanto! ¡No he sido yo,<br />
os digo que no he sido...!<br />
Se le desorbitaban los ojos. Tiberio le retiene en sus brazos. Pero se le escapa<br />
y trata de levantarse:<br />
-¡Bienaventurados los que... padecen... persecución..., porque ellos... verán a<br />
Dios...!<br />
Un movimiento del tren lo derriba sobre el viejo y apolillado suelo de madera.<br />
-¡Anarkos!<br />
-¡Yo veré a Dios..., a tu Dios y mi Dios!<br />
Durante un rato permanece en el suelo, caído, amodorrado, mientras sus<br />
miembros se estremecen con espasmos convulsos.
127<br />
Pero luego abre los ojos, tranquilos, apagados. Hay en ellos una resignación,<br />
una dulzura que emociona a Tiberio; es una mirada infantil, de niño solitario, de<br />
niño triste.<br />
-Tiberio; me parece... que ya he encontrado la paz. Ya no siento hervir mi<br />
sangre ni ese zumbar horrible que taladraba mi cerebro. Ni siquiera siento odio,<br />
Tiberio. ¿Qué es el odio? ¿Puedo odiar a alguien? ¡Qué día tan hermoso, tan azul!<br />
¡Aquí sí puedo morirme, viendo el cielo y el campo...! ¿Por qué brillas de ese<br />
modo, Tiberio? Pareces de otro mundo.<br />
El tren va ahora más de prisa; apenas se nota el salto de las ruedas sobre las<br />
junturas de los rieles.<br />
-¿Qué día es hoy, Tiberio?<br />
-Tres de febrero... ¡Tres de febrero! -se exalta Tiberio-. Hoy vuelven las<br />
cigüeñas, Anarkos. Vienen planeando sobre el aire con sus grandes y hermosas<br />
alas; cuando la mies se aúpa sobre los surcos con pisadas de perdices y tibias<br />
camadas de liebres.<br />
-Me gusta, Tiberio; me gusta porque... Contéstame, Tiberio. ¿Voy a morirme?<br />
Los ojos del muchacho sonríen ahora:<br />
-Sí, Anarkos. Vas a morir, a morirte, a morir a ti. Vas a vivir a Dios.<br />
-Pues me alegro de morirme hoy, cuando vuelven las cigüeñas... No sé rezar,<br />
Tiberio.<br />
-Ya has rezado; toda tu vida y tu locura, hasta tus mismas blasfemias, tu ira<br />
y tu amargura, eran oración, Anarkos. Porque tú no eras culpable de ti.<br />
Suspira Anarkos:<br />
-Tiberio..., ya sé por qué fosforeces de ese modo; ya sé por qué brillas así; ya<br />
sé por qué calmabas mis pesadillas con el contacto de tus manos; ya sé por qué<br />
no quería mirarte a los ojos, esos ojos tuyos que dan la vergüenza y la paz. Ya lo<br />
sé, Tiberio; es porque...<br />
Tiberio pone su mano sobre los abrasados labios de Anarkos y sonríe:<br />
-Calla, calla...<br />
Los ojos de Anarkos se contraen; algo como una sombra entra en sus aguas<br />
limpias, algo como un atardecer, como si una nube ocultara el sol y arrojara<br />
sobre la tierra su espesa y movible sombra:<br />
-Tiberio..., ¡sí! ¡La Verdad es blanca y redonda!... ¡Dios! ¡Dios!<br />
Todavía un último grito sobrecoge la mañana:<br />
-¡Dios!<br />
Durante mucho tiempo Tiberio permanece inmóvil, igual que una estatua,<br />
junto al cadáver de Sebastián Rodríguez Piñero, de treinta y ocho años, natural<br />
de Erustes (Toledo), hijo de Isauro y de Hermelanda, neurótico disfóricosensitivo y<br />
psicasténico... Anarkos ha muerto como vivió, dando gritos. Tiberio le baja los<br />
párpados con dedos de caricia; los párpados, que caen sobre unos ojos inmóviles<br />
que han ganado ya, definitivamente, la serenidad.<br />
Luego, Tiberio suspira:<br />
-“Sencillo”; ya está.<br />
Chisporrotea la mirada del Ángel como un cirio que se consume:<br />
-Hoy es tres de febrero, Tiberio. La eternidad es de día. Mira, hay un sol allá<br />
arriba, inmóvil como una naranja. ¿No ves ya el futuro ante ti? Tiberio, nube mía,<br />
hoy vas a llover sobre el mar.<br />
Tiberio se pone en pie, electrizado, casi febril. Le cruzan relámpagos de alegría<br />
por los ojos y el corazón se le pone a cantar como loco.
128<br />
-¡¡¡“Sencillo”!!!<br />
-Sí -y el Ángel toma entre las suyas la mano de Tiberio-; estás subiendo hacia<br />
el Silencio. Querido, inolvidable Tiberio, error de Dios, que es perfecto y<br />
maravilloso hasta en sus errores...<br />
Un viento suave mece las campánulas doradas, las digitales y las grises hojas<br />
de las encinas. Un aire que trae una inaudible melodía, que viene bailando en<br />
torbellinos de polvo sobre los caminos del mundo.<br />
-“Yo ya no estoy en el mundo; pero ellos están en el mundo mientras yo voy a<br />
Ti. Padre santo, guarda en tu nombre a éstos que me has dado para que sean<br />
uno como nosotros... Yo les he dado tu palabra, y el mundo los aborreció porque<br />
no eran del mundo, como yo no soy del mundo... Santifícalos en la verdad, pues<br />
tu palabra es verdad... Quiero que donde esté yo estén ellos también conmigo,<br />
para que vean mi gloria, que tú me has dado, porque me amaste antes de la<br />
creación del mundo. Padre justo, si el mundo no te ha conocido, yo te conocí y<br />
éstos conocieron que tú me han enviado...”<br />
Hay sobre las nubes una apoteosis de ángeles jinetes que van al Afganistán.<br />
De extremo a extremo de la tierra se tiende la señal de la amistad de Dios; un<br />
arco iris, puerta de la gloria, por donde Tiberio y “Sencillo” acaban de entrar en el<br />
Reino del Silencio.<br />
Desde la tierra, un anciano sacerdote eleva sus ojos asombrados hacia la<br />
torre de su iglesia, hacia las <strong>campanas</strong>, que están <strong>tocan</strong>do <strong>solas</strong> entre una<br />
bandada de cigüeñas. Y sus ojos se aguzan en la distancia, conmovidos, para ver<br />
el más extraño de los prodigios, un Ángel y un muchacho que caminan por el<br />
cielo. Su mano se levanta, trémula y suplicante:<br />
-¡Tiberio! ¡Adiós, Tiberio!<br />
ÍNDICE<br />
PRIMERA PARTE: TIBERIO NO ESTÁ LOCO<br />
Tiberio, Atila de las rosas<br />
Tiberio va a la escuela<br />
La infancia de Tiberio<br />
El señor Pedro frente a la propiedad privada<br />
“Chicha y Pan”<br />
Por eso Tiberio ama a los niños<br />
Limpieza municipal<br />
De cómo Tiberio quiso ser ingeniero<br />
Los dos iguales<br />
San Andrés y Tiberio hacen un milagro<br />
“Sencillo”<br />
Tiberio, acusado de esquizoide<br />
SEGUNDA PARTE: TIBERIO ESTÁ LOCO<br />
Tiberio, peligro social<br />
Tiberio es declarado oficialmente loco<br />
Alfredo quiso cortar su sombra<br />
El doctor es un pobre loco<br />
El fabricante de sueños<br />
Algo se ha roto en Tiberio<br />
Locos bajo la lluvia<br />
El director, Tiberio y sus muchachos
Hoy llegó Sebastián<br />
Anarkos y su historia<br />
Anarkos cuenta su historia<br />
Sombra de estas sombras<br />
Se atasca el Universo<br />
TERCERA PARTE: TODOS, MENOS TIBERIO, ESTÁN LOCOS<br />
Tiberio conoce la ciudad<br />
Tiberio se avergüenza de ser hombre<br />
“No nos dejes caer en la tentación”<br />
Tiberio encuentra el Silencio<br />
129