Las campanas tocan solas - Autores Catolicos
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EL SEÑOR PEDRO FRENTE A LA PROPIEDAD PRIVADA<br />
Cuando llega el verano la vida del pueblo se desploma bajo un sol que fríe las<br />
piedras. <strong>Las</strong> cigarras -las chicharras de los chicos- cantan de sol a sol,<br />
estúpidamente, e invaden el campo, y hasta la carretera, a cientos de miles, en<br />
una plaga que deja chiquitas a las de Egipto. Los coches y los carros aplastan<br />
sobre el piso de alquitrán los cuerpecillos duros, verdosos y chirriantes, y los<br />
chicos se entretienen en pegarles puntapiés, como pelotas, hasta que se cansan.<br />
Para los chicos es buen tiempo el verano. No hay escuelas, y la vigilancia de<br />
las madres, con tanto calor, también se ablanda. Hay brevas en las higueras y los<br />
cerezos se cubren de rojas esferillas y las zarzamoras ofrecen sus racimos negros<br />
y apretados junto a los tapiales de los huertos, junto al polvo de la carretera y la<br />
frescura de los secos arroyos, donde aún queda la verde presencia de los juncos.<br />
Es el tiempo de los lagartos y los chapuzones en El Charcón, un breve remanso<br />
del arroyo de Santa María, rodeado de espesas y grises encinas. Los cuerpos<br />
desnudos de los niños se tuestan al sol y al aire; parecen delgados y nerviosos<br />
ángeles -las marcadas costillas serían cuerdas de arpa-, y, sobre la hierba seca,<br />
se enseñan las cicatrices de las vacunas o la señal de un divieso, mientras hablan<br />
apagadamente. Luego se zambullen con gritos en el agua fresca y removida de la<br />
charca y salen, chorreando, brillantes los cuerpecillos morenos, con los<br />
costillares pronunciados, la piel de gallina y el negro pelo escurriendo.<br />
Tiberio va algunas veces con ellos. Cuando él les acompaña, los chicos no<br />
hacen demasiadas barbaridades; dejan en paz a los bichos y no tiran piedras a<br />
los árboles frutales por el puro placer de romper las ramas, ni ensayan la<br />
puntería con las jícaras de los postes eléctricos. Se conforman con bañarse en “El<br />
Charcón” y con subir a las higueras.<br />
Un día, en el huerto del juez, les sorprendió el guarda, el señor Pedro, terror<br />
de la chiquillería con su escopeta de sal. Era la hora rumorosa y vital de la siesta,<br />
cuando los árboles y las cosas se amodorran en ese aparente silencio que está,<br />
sin embargo, lleno de oculta actividad, de ir y venir de savias por las ramas, de<br />
transpirar de hojas y de bicharracos moviéndose bajo las piedras. <strong>Las</strong> brevas<br />
estaban calientes y, por ello, no demasiado apetecibles; pero a los chicos les<br />
sabían a gloria bendita. Aquellas frutas no sabían a fruta; sabían a prohibición y<br />
a rebeldía contra el Corpus juris civilis de Justiniano. Aquello era socialismo puro<br />
o, a lo peor, una especie de comunismo económico; pero no había peligro, porque<br />
los chicos no sabían lo que es el comunismo ni el socialismo, no habían oído<br />
nunca tales palabras, y, ya se sabe, lo que importa en las revoluciones no es<br />
tener un credo político, sino un bonito adjetivo para que el ciudadano pueda<br />
decir: “yo soy esto o lo otro”, que ya lo decía aquél, “ser o no ser”, o como fuese.<br />
Pero el señor Pedro, que tiene una hija casada en Alicante con un capataz de<br />
Obras Públicas, y que hizo la guerra en Melilla y se trajo de allá un cenicero de<br />
plata moruna, precioso; el señor Pedro no entiende de “socialogía”, como él dice.<br />
Así que cuando vio a los robabrevas se sonrió ladino y se acercó sin hacer ruido.<br />
Y cuando estuvo bajo la higuera, carraspeó con sorna y mugió:<br />
-¿Qué? ¿Comiendo brevas?<br />
A la media docena de chicos por poco les da un paralís, que de milagro no se<br />
cayeron del árbol. Todos se quedaron patidifusos y mudos, todos menos Tiberio,<br />
que, imperturbable, contestó simplemente mientras arrancaba una nueva breva:<br />
-Si lo ves, ¿por qué lo preguntas?<br />
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