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Las campanas tocan solas - Autores Catolicos

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61<br />

El bestia de Cecilín se muerde una uña, estupefacto. Luego se mete el dedo en<br />

la nariz. Luego se vuelve a morder la uña.<br />

-Entonces, ¿para qué me ha traído mi papá?<br />

-Escucha -sonríe Tiberio-; vamos a hacer un espantapájaros.<br />

-Bueno. Y después lo quemamos, ¿quieres?<br />

-Nooo... ¿Tú quieres que te encierren aquí? Lo dejaremos ahí, quieto.<br />

-¡Pues vaya una diversión!<br />

-No hay nada que hacer -piensa Tiberio-. Este crío tiene el alma en camiseta,<br />

como su padre. Tiene la cabeza como una peladilla.<br />

Y, en fin, como no hay manera de convencer al angelito, Tiberio empieza a<br />

armar el espantapájaros. Dos palos en cruz atados con una cuerda y una camisa<br />

rota bastan para hacer un espantajo que no se lo salta un surrealista.<br />

Tiberio está tan absorto en su tarea, que sor Herminia tiene que llamar dos<br />

veces desde la ventana:<br />

-¡Tiberio! ¡Tiberio! ¡Que está aquí tu familia!<br />

Con una cáscara de calabaza y la camisa hecha jirones que ha tirado la<br />

lavandera, queda listo el muñeco.<br />

-¡Voy en seguida! -grita Tiberio. Y luego se vuelve a Cecilín-: ¿Qué te parece?<br />

-Se da un aire a mi tío Manolo, que es de “agarrao”...<br />

-Ahora me tengo que ir, ¿sabes? No lo quemarás, ¿eh? Es pecado; el<br />

espantapájaros es el alma del huerto.<br />

Y Tiberio se aleja, mientras el chico se queda rumiando las palabras. Al cabo<br />

de un rato sonríe; la boca le llega de oreja a oreja, y dos gorriones se asustan de<br />

su berrido:<br />

-¡Ah, bueno! ¡Si es el alma del huerto, no lo quemaré!<br />

En tanto, la familia de Tiberio espera en el recibidor. Están todos: el señor<br />

Marcelino, la tía Evelina, Eufrasio y Antolín. ¡Y poco endomingados que vienen! El<br />

señor Marcelino, con un traje de pana marrón tirando a verde, que se lo ha<br />

repasado el señor Paco, el sastre de enfrente de la barbería; la tía Evelina, con el<br />

vestido de satén negro, que sólo se ha puesto dos veces: cuando se casó y cuando<br />

enterró a su difunto esposo; Eufrasio y Antolín, con sus trajes de cuadros, que<br />

hacen juego con sus bizqueras.<br />

Han dejado en un ángulo de la sala sus cestas y paquetes, las alforjas y el<br />

bonito cabás de la tía. Y miran en torno suyo esta habitación gris, enorme y fría,<br />

con manchas de humedad en los zócalos y moscas bordoneantes en la ventana,<br />

de cristales polvorientos. Hay un cuadro de Daoíz y Velarde, y otro, ennegrecido,<br />

que parece ser un bodegón, con manzanas y perdices colgando del pica. Hay<br />

también un calendario.<br />

-¿A cuántos estamos? -pregunta, de pronto, la tía Evelina.<br />

El señor Marcelino saca el reloj de bolsillo -un Roskof con tapa de plata que lo<br />

menos pesa dos kilos- y se lo vuelve a guardar precipitadamente. Luego se le<br />

marcan dos venas gordas en la frente y suda.<br />

-A martes.<br />

-¿A martes, qué? -refunfuña la tía-. Digo del mes, gaznápiro. Ya sé, a quince.<br />

¡Ese calendario es de hace dos años! ¡Vaya un sanatorio éste!<br />

-Esto es un manicomio -dice Eufrasio, ladeando la cabeza.<br />

-¡Tú, a callar, niño! ¿no has leído nunca un tratado de urbanidad? ¡Los niños<br />

no hablan nunca si no se les pregunta! ¡Y los niños como vosotros, ni aunque se<br />

les pregunte! ¡Y esto es un sanatorio! ¿Lo oyes? El manicomio es tu casa.

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