Felipe Palomeque Concierto para piano N° 101
Había interpretado la pieza por lo menos cien veces, y sin embargo estaba más nervioso que de costumbre. La platea, repleta, había aplaudido mi entrada y esperaba en silencio el inicio del concierto; mientras mi dorso, inmóvil, parecía cargar unos ojos que no veían caras pero sí expectativas. Intenté serenarme, acomodándome contra el fondo de la silla, moviendo mis hombros con delicadeza, respirando profundo tres veces y exhalando a través de un pequeño círculo que formaban mis labios dispuestos en beso. Y cuando me sentí preparado, volví a respirar lo más que pude, apoyé las manos sobre las teclas y comencé a tocar. El instrumento respondió como siempre, agradable, sumiso; sin embargo me pareció escuchar en la sala algunos murmullos. Tal situación me dio para desconfiar de mi propia interpretación y llevé la vista a la partitura para comprobar la secuencia en el compás; en eso me pareció ver una especie sombra, movediza, arrimándose al escenario. Me asusté. Mi pierna izquierda tembló con un repiqueteo extraño pero sin afectar el pedal. Pronto supe que ese temblor subiría lentamente por todo mi cuerpo hasta llegar a mis manos. Endurecí los dedos para mantenerme yo, para no flaquear, para no acceder a la improvisación a la que me obligaría el temblequeo; esa misma reacción fue la que me llevó a equivocarme, aunque con absoluta responsabilidad. Continué sin embargo. Bajé las persianas del razonamiento a medida que interpretaba el ascenso trepidante, dejando el proceso de ejecución liberado al instinto. El esfuerzo por no fallar, por no asumir una derrota, poco a poco invadió todos mis sentidos, y la sombra que se acercaba me respiraba en la nuca, y me volví torpe, de dedo trancado. La tecla quedó presionada una eternidad, y ese sonido retumbó afónico y desubicado en cualquier escala, como una nota inventada en ese mismo momento, para amargarme; como una nota que no respeta semitonos, que no es ni blanco ni negro sino algo en el medio, desagradable. El eco me invadió la garganta al mismo tiempo que subía el temblor, apretando las tripas, sitiando la sangre toda en mi cabeza, sin escapatoria. Y aflojé las extremidades, me dejé derrumbar. Las manos cayeron del instrumento haciendo carambola, golpeando sobre mis rodillas y cediendo hacia los costados, pesadas. Todo era bullicio. La platea, tras mi imprevisto, se silenció. Junté aire en dos bocanadas y, aturdido, volví al instrumento. Toqué. Los acordes menores que brotaban de mi mano izquierda parecían poner más suspenso a la escena y, a su vez, me hacían recordar a la sombra. La miraba de reojo, cada vez más cerca, cada vez más arriba de mí. Pensé en cielos despejados, pensé en mujeres, pensé en grandes músicos que tocaban para mí en un teatro de acústica infernal, pero cada tanto volvía la vista a la sombra. La partitura me permitió descansar la mano derecha por al menos cinco segundos y