aproveché para mover la muñeca, aflojando tensiones. Los ruidos de la platea retornaron; lentamente se hacían más agudos y hasta creía identificar oraciones completas. Regresé la vista a la lectura, pero cada nota se tornaba difusa y, como anestesia de efecto instantáneo, perdí razón, no pude diferenciar corcheas de semicorcheas, ni de fusas, y me descontrolé a la misma vez que vi a la sombra casi encima de mí, y me desmayé; mis centros vitales se permitieron ser por ellos mismos y me paralicé. Creo que reaccioné unos segundos después, cuando un foco lateral —que recién entendía que me iluminaba— mostraba los dedos de la sombra moviéndose ágiles, con gran virtuosismo. Ni bien los contrasté con los míos —paralizados sobre el teclado—, descubrí que la música no había cesado y ahora era hermosa, cautivante, de una dulzura y habilidad desconocida. Poco a poco me quise aflojar, quise volver, pero esa melodía me embriagaba, me encandilaba mucho más que el foco lateral, y no podía hacer más que disfrutarla. Esa sombra se contorneaba deliciosa, bien a mi lado, y comprendí que no debía hacer otra cosa que actuar, mover mis manos, y, cada tanto, con delicadeza y refinamiento, alzar los hombros, demostrando experiencia y goce. Lo hice. Todo fluía solo con el cuerpo. Mi alma estaba con la música, con la estupenda interpretación de la obra. Mis brazos acompañaban como nunca, flotando sobrios y sensuales, casi sin articulaciones, saliendo de mi tronco y escapando hacia el fin del mundo, como una serpentina guiada por la brisa. El tiempo pasó traidor, instantáneo. Desconozco si fueron segundos o días completos. Yo no quería que acabara nunca, pero acabó. La sombra golpeó con su dedo índice la última nota y no dudé en mi simulación. Quedé tan quieto como ella, perfectamente sentado y con la espalda derecha. Lentamente bajé los brazos hasta apoyarlos contra mis piernas flexionadas, como ella. Y la platea explotó en aplausos, a rabiar, con la certeza de haber escuchado la mejor performance de sus vidas; la misma que yo había podido disfrutar desde arriba del escenario. Y no supe qué hacer. Titubeé, agaché la cabeza. Junté coraje. Me paré e incliné mi cuerpo, en señal de reverencia.
Marisa Martín Dos retratos