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Das Unheimlich, o la sensación de lo siniestro en la literatura<br />
después de soñar con alguien a quien no vemos<br />
desde hace años, percibimos que ahora nos lo<br />
tropezamos insistentemente, en diferentes circunstancias<br />
donde nunca habíamos coincidido.<br />
La justificación que se da al desvelo que nos atenaza<br />
en tales trances es la de que, al parecer, la<br />
actividad psíquica inconsciente está dominada<br />
por un impulso de repetición, compulsiva e instintiva,<br />
lo suficientemente poderosa para sobreponerse<br />
al principio del placer cotidiano.<br />
Es siniestra, pues, la repetición de un acontecimiento<br />
en condiciones idénticas, sea mediante la<br />
reiteración de lo semejante o por medio del regreso<br />
involuntario a un mismo punto, de manera<br />
que nos hace parecer ominoso lo que en otras circunstancias<br />
pasaría inadvertido, sugiriéndonos<br />
la idea de lo fatídico, de lo inevitable, donde en<br />
otro caso sólo habríamos visto una casualidad.<br />
Aquí es lo reprimido que resurge, el pánico hecho<br />
realidad, lo perturbador del déjà vu.<br />
En Hoffmann y Los elixires del diablo, este incesante<br />
retorno de lo semejante se forja dentro de<br />
un turbio relato de adulterios, crímenes e incesto,<br />
formando un compendio de nombres que dan<br />
lugar únicamente a la reproducción del mal, lo<br />
que Freud describió como “… la repetición de los<br />
mismos rasgos faciales, caracteres, destinos, actos criminales,<br />
aún de los mismos nombres en varias generaciones<br />
sucesivas.”<br />
Según Roland Barthes, el torturado Maupassant<br />
desayunaba en la Torre Eiffel porque era el<br />
único espacio de París desde donde no podía ver<br />
dicha torre, la multiplicación de su estampa por<br />
toda la ciudad.<br />
Te sientas en tu mesa de trabajo. Alzas la mirada y<br />
observas con rabia a uno de tus compañeros. Es un<br />
completo vago, un incompetente, pero sabe venderse<br />
muy bien. No lo soportas. Más que eso, lo odias. En<br />
este momento quisieras que le pasara algo malo o ridículo,<br />
sería una dulce venganza para ti. De pronto,<br />
un ruido brusco sacude tus elucubraciones y encauzas<br />
la mirada hacia esa dirección. Ahí está tu aborrecido<br />
compañero. En el suelo con cara de asombro. Su silla<br />
se ha roto de repente y las carcajadas generalizadas<br />
atronan la sala. Tú, que deberías unirte a las burlas de<br />
los demás, te sientes extraño, paralizado por el impacto<br />
de que ha sucedido lo que deseabas, con una mezcla<br />
de culpa y superioridad que te asusta.<br />
La omnipotencia del pensamiento, residuo de<br />
una pretérita actividad animista, es otra de las<br />
sensaciones asociadas a lo siniestro. Concebir<br />
que tienes la facultad de convertir tus deseos<br />
en realidad es, a la vez, algo atrayente y espantoso,<br />
que nos traslada al pensamiento mágico<br />
subconsciente, donde todo lo existente funciona<br />
como un engranaje del que cualquier ser, animado<br />
o inanimado, forma parte, y del que no puede<br />
huir.<br />
En E.T.A. Hoffmann destacamos esta omnipotencia<br />
del pensamiento en otro de sus cautivadores<br />
relatos, El magnetizador (1813), donde Alban,<br />
un magnetizador, o hipnotizador, es capaz de<br />
someter mentalmente a sus víctimas con lo que<br />
parece una maléfica fascinación.<br />
Curiosamente, en otra obra de Maupassant con<br />
título similar, Magnetismo (1882), el autor aborda<br />
el mismo asunto a partir de una tertulia nocturna<br />
en la que varios participantes cuentan historias<br />
referentes a misteriosos y alucinantes sueños que<br />
se tornan reales. Y con El Horla, Maupassant parece<br />
querer mostrarnos la fuerza de la vida psíquica<br />
y la incomprensión frente a las fuerzas de<br />
la naturaleza, que parecen tener un espíritu y voluntad<br />
propios ante los que el hombre se muestra<br />
totalmente vulnerable.<br />
Las posturas del género humano respecto a<br />
la muerte provocan asimismo la angustia de lo<br />
siniestro, considerada así cuando está asociada<br />
con cadáveres, apariciones y espectros, algo que<br />
se comprendería con la visión del primitivismo,<br />
pues, en este mundo tan “civilizado” y poco espiritual<br />
en que vivimos, la mayoría seguimos<br />
razonando igual que los “salvajes”. Aquel primigenio<br />
y supersticioso pavor a los muertos, el<br />
animismo atávico, preserva su influencia entre<br />
nosotros, dispuesto a manifestarse frente a cualquier<br />
detalle que lo evoque. Tras ello suele residir<br />
el temor prístino de ver al muerto como un<br />
enemigo del superviviente que quiere llevárselo<br />
al otro lado con él. Por efecto de la represión, se<br />
ha producido la práctica desaparición de esta<br />
creencia, transformándola en actitud de piedad<br />
hacia el muerto.<br />
Y una de las formas más extendidas y siniestras<br />
de la superstición es el recelo al “mal de ojo”, que<br />
parece provenir de la idea de que quien posee<br />
algo precioso, pero perecedero, teme la envidia<br />
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