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Un relato de terror de Ángeles Mora<br />
50<br />
Vuelvo en mí sobre la acera, delante de un pequeño<br />
hotel de carretera.<br />
La noche se ha convertido en una amalgama de<br />
recuerdos confusos. En mi memoria las voces de<br />
unos se confunden con los rostros de otros, todos<br />
envueltos en una nube de humo de cigarrillos<br />
iluminada por luces de colores que parpadean<br />
al ritmo frenético de una música ensordecedora.<br />
El penúltimo whisky de garrafón que tomé ha<br />
hecho que la sala bailara de forma tan estridente<br />
que ni siquiera recuerdo cuándo o cómo pedí<br />
la siguiente copa. Mis recuerdos saltan de los<br />
brazos que tiran de mí hacia fuera del local hasta<br />
la luz de la farola que ahora me hace guiñar<br />
los ojos.<br />
El malestar de mi estómago me asegura que<br />
tomé esa última copa y mi cabeza me lo recriminará<br />
durante las siguientes veinticuatro horas.<br />
Ya sé lo que me espera, mi cuerpo ya ha pasado<br />
antes por una resaca.<br />
El contenido de mi estómago sale despedido<br />
hacia mis zapatos italianos ante la compasiva<br />
mirada de mi acompañante.<br />
No me suena su cara. Ni su coche. Ni el hotel de<br />
carretera en el que hemos parado. ¿Dónde aparqué<br />
el descapotable?<br />
Me ofrece un pañuelo de papel con total naturalidad<br />
y yo no consigo sentir ni siquiera vergüenza,<br />
el sabor amargo que ha quedado en mi boca<br />
es lo único que mis sentidos pueden captar. El<br />
pañuelo despide un cierto aroma a eucalipto que<br />
empalaga y me repugna.<br />
Consigo toser para aclarar mi garganta y mi tos<br />
suena como un motor ahogado.<br />
El orgullo y la dignidad que el alcohol no ha<br />
conseguido ahogar me impiden preguntarle<br />
quién es o para qué estamos aquí, pero su cara sigue<br />
careciendo de familiaridad para mi cerebro.<br />
El mundo se ha retirado a dormir y solo este<br />
joven aguanta despierto para ser testigo de mi<br />
decadencia.<br />
Giro mi cabeza buscando mi coche. Necesito saber<br />
dónde está mi coche.<br />
Con dolorosa determinación empiezo a caminar<br />
por una acera que se comba a cada paso que<br />
doy, seguido muy de cerca por el extraño que<br />
vela por mi llegada a puerto girándome en la dirección<br />
correcta. Es decir, la contraria que llevan<br />
mis pasos.<br />
—Yo me encargaré de los trámites.<br />
Así, sin más, en un tono entre alegre y tímido.<br />
Me deja acomodado en un sillón de recepción y<br />
lo veo alejarse hacia un mostrador en el que alguien,<br />
con el rostro difuminado por la distancia,<br />
me mira como si fuese el primer hombre borracho<br />
que ha visto en su vida. O quizás no, quizás<br />
la impresión que damos es la de dos enamorados<br />
que buscan un lugar donde abandonarse a sus<br />
impulsos. No. Nunca han confundido mi orientación<br />
sexual.<br />
El joven me levanta con energía pero con cierta<br />
delicadeza, como si le diera miedo que mi cuerpo<br />
se haya fundido con el tapizado del mullido<br />
sillón y temiera que mi piel se quedara allí.<br />
Un apoyo eficiente y no hay borrachera que te<br />
impida llegar a un ascensor.<br />
Los espejos que forran las paredes, aparte de<br />
multiplicar cruelmente la luz, me devuelven la<br />
imagen de mis relucientes entradas, que es lo<br />
único que no me parece desaliñado. Lo demás<br />
parece fuera de sitio, la camisa, el cinturón que<br />
sujeta mi prominente barriga y no digamos los