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Marse,+Juan+-+Ultimas+Tardes+Con+Teresa

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Juan Marsé<br />

Últimas Tardes Con Teresa<br />

veía a Teresa. Y ocurrió entonces: oyó su grito cuando la muchacha debía hallarse a unos<br />

cincuenta metros de distancia; la oscuridad de la calle no le permitía ver nada, pero lo<br />

adivinó en el momento de echar a correr hacia Teresa. La encontró arrimada a la pared,<br />

tapándose la cara con las manos y de espaldas a las sombras del otro lado de la calle. Sus<br />

hombros estaban agitados.<br />

—¿Qué te ocurre —preguntó él.<br />

Teresa hizo un esfuerzo por reponerse, suspiró, con los brazos en jarras. Más que<br />

asustada por algo, parecía indignada.<br />

—Allí —murmuró—, en aquel portal... Hay un hombre ..<br />

Señalaba un rincón sumido en la sombra, una de las arcadas del muro de contención de<br />

Casa Bech pegado a la colina, y cuyos interiores estaban habitados. La luz esquinada del<br />

único farol que alumbraba aquel sector de la calle no alcanzaba a penetrar en la arcada,<br />

pero revelaba algo del desconocido: unos viejos zapatos sobre los que caían las vueltas<br />

enfangadas de unos pantalones demasiado largos. “Me ha dado un susto de muerte, el loco<br />

—murmuró Teresa—. Porque debe estar loco, de pronto ha salido de lo oscuro y se ha<br />

plantado ante mí con los brazos abiertos y con... todo desabrochado, riéndose, mirándome,<br />

¡casi no puedo creerlo!” Se oía un jadeo en la sombra, los pies del desconocido se<br />

movieron. Manolo se precipitó hacia allí como una flecha y hundió sus manos en lo<br />

oscuro, dio con el cuello pringoso de una camisa (sus dedos rozaron una barba de tres o<br />

cuatro días y una gran narizota cuyo tacto le resultó familiar) que desprendía un<br />

insoportable olor a vino. “¡Anda, ven, asqueroso! ¡Que yo te vea!”, exclamó, y tiró<br />

fuertemente hacia sí: lo que salió de las sombras, tambaleándose como un monigote a la<br />

tenue luz del farol, era nada menos que el Sans, o mejor dicho, lo que quedaba de él<br />

después de casi dos años de servir de blanco a la mortífera máquina conyugal de la Rosa.<br />

“¡No te da vergüenza, desgraciado, un padre de familia!”, dijo Manolo zarandeándole, y,<br />

dominado por una rabia repentina, empezó a darle puñetazos. La gamberrada del Sans no<br />

era cosa nueva en un barrio alejado y mal alumbrado como éste, ocurría con cierta<br />

frecuencia y Manolo lo sabía. Sin embargo, propinó tal castigo al Sans (en realidad le<br />

movía un sentimiento de venganza que iba más allá del que podía inspirarle la ofensa<br />

hecha a Teresa) que la misma muchacha se sorprendió. “No le pegues más, déjalo.” Pero<br />

Manolo seguía. “¡Ese no tiene derecho a la vida! —exclamaba—. ¡Si ya se lo dije hace<br />

tiempo, le advertí! ¡Desgraciado! ¡Mira a lo que has llegado!” El Sans, completamente<br />

borracho, riéndose tristemente, se cubría el rostro con los brazos, acorralado en la pared.<br />

“¡Yo no sabía! —gimió, y tartajeaba, invirtiendo las vocales—: ¡No te había visto, te juro<br />

que ni te había visto...!” Finalmente, tropezando, casi a rastras, consiguió escabullirse y<br />

echó a correr. Manolo aún le gritó: “¡Trinxa, animal! ¡Así habías de acabar, desgraciado,<br />

asustando a las mujeres indefensas! ¡Desaparece, muérete ya, que no tienes derecho a la<br />

vida!” Volvió junto a Teresa, que le miraba con ojos de asombro, la rodeó con el brazo y<br />

explicó: “Estos barrios... Ya te lo dije una vez. Son calles oscuras, las chicas decentes no<br />

pueden salir solas de noche. A veces ni las casadas; a mi cuñada también le ocurrió, una<br />

noche volvió a casa llorando... ¿Te ha hecho algo” “No, no... ¿Es un chico del barrio<br />

Parece que le conoces.” “Le hubiese matado, mira. No era malo... —murmuró, pensativo—<br />

. No era malo, no creas. Se complicó la vida, las cosas le fueron fatal, pero la culpa es sólo<br />

suya. Siempre se lo dije, le previne. Ahora está acabado, se ha dado a la bebida y no hace<br />

más que burradas. Algún día aparecerá por ahí con la cabeza rota.” “Pero —dijo Teresa—<br />

si es amigo tuyo, ¿por qué le has pegado así En realidad no me ha tocado “<br />

“¿Pues no te digo Porque se lo merecía... El se lo ha buscado”, concluyó Manolo de<br />

mal humor.<br />

Por supuesto, se guardó mucho de decirle que este guiñapo calenturiento era el famoso<br />

Bernardo, el otro héroe anónimo del Carmelo. Pero de nada le iba a servir, porque cuando<br />

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