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Marse,+Juan+-+Ultimas+Tardes+Con+Teresa

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Juan Marsé<br />

Últimas Tardes Con Teresa<br />

dinero, y no tengo más que diez cochinas pesetas en el bolsillo, todo lo que me queda del<br />

último transistor, y lo peor es que Bernardo no espabila, está bien cogido esta vez, va listo,<br />

la Rosa tiene más huevos que él y cómo le ha cambiado al chaval, le hace cantar de plano y<br />

luego va y se lo cuenta todo a esta golfa que se hace la estrecha, y ya todo el barrio lo sabe,<br />

me van a oír, me cago en sus muertos...!”<br />

Se incorporó de un salto. Cogió una naranja de la cesta de las chicas.<br />

—¿Adónde vas —preguntó la Lola. De repente tenía el miedo metido en los ojos—.<br />

¿Qué vas a hacer ¿Te has enfadado...<br />

El Pijoaparte se alejó entre los pinos hacia donde se habían tumbado el Sans y su<br />

novia. Les oyó reírse. El Sans estaba bocabajo y ella a su lado, le hacía cosquillas en la<br />

espalda con una rama de romero. “¡Bernardo!”, gritó él. Apoyó el hombro en el tronco de<br />

un pino y empezó a pelar la naranja. “Ven aquí, tengo que hablar contigo.” “¿Ahora” “Sí,<br />

ahora.” El Sans se incorporó a medias y de mala gana. Su novia hizo un mohín de fastidio,<br />

pero no se atrevió a mirar al Pijoaparte: era un oscuro temor el que la obligó a taparse<br />

rápidamente con algo de ropa, no la vergüenza de mostrarse desnuda; no era la primera vez<br />

que el murciano la sorprendía así, y desde luego el muchacho no era lo que se dice un<br />

extraño, sino el mejor amigo de Bernardo, aunque su mirada sí lo era a veces: aún sin verla<br />

(ella no se atrevía ahora a levantar la suya), la notaba recorriendo su cuerpo sin admiración<br />

ni mucho menos deseos, sino como un insulto, como un reproche dirigido a lo que esta<br />

desnudez representaba para Bernardo. La Rosa siempre le había inquietado, sobre todo por<br />

algo ingrato que había en su boca, como un amago de codicia; boca amarga y sin color,<br />

gruesa, dura como un músculo. Tenía turbios ojos de humo y los hombros lechosos y<br />

llenos de pecas. En traje de baño mostraba un cuerpo bonito, de cintura insospechadamente<br />

grácil, pero demasiado fofo y blanco, con esa blancura viscosa de las patatas peladas: había<br />

en todo él como una cachondez efímera, provisional, amenazada por el derrumbamiento<br />

más o menos próximo causado por la gordura, la virtud o el mismo miserable régimen de<br />

vida que la había deformado en el barrio. Ahora, en tono de reproche, murmuró: “Podrías<br />

avisar por lo menos, ¿no”. Él siguió pelando la naranja y nada dijo. Siempre supo que<br />

aquellos inmensos pechos redondos y ciegos, pintados con dos flores moradas y casi<br />

metálicas que le miraban a uno fijamente como unas gafas de sol, poseían algún secreto y<br />

terrible poder de destrucción: una vaga fisonomía bélica, mortífera, aniquiladora, que le<br />

dejaba a uno indefenso como si se hallara ante una infernal máquina de guerra que<br />

avanzara sembrando el caos y la muerte. Mientras tanto, el Sans se había incorporado un<br />

poco más y le miraba apoyándose en un codo, con la cabeza torcida a un lado y una<br />

dolorida mueca en los labios: él mismo parecía ya mortalmente herido.<br />

—¿Se puede saber qué quieres ahora —dijo, y sonrió astutamente con su gran boca de<br />

mono—. ¿Dónde está la Lola, ya la tienes en el saco<br />

—Deja de decir burradas y ven conmigo.<br />

La Rosa murmuró algo entre dientes y rodó junto al Sans, aplastando su seno izquierdo<br />

en el hombro de él. Se reía con un cloqueo nervioso. El Pijoaparte intuyó vagamente que,<br />

el día menos pensado, la mortífera máquina haría fuego y le dejaría sin amigo.<br />

—¿No me oyes, Bernardo —exclamó—. ¡Venga, espabila!<br />

Se despegó del árbol, lanzó una última mirada a la Rosa y caminó hacia la playa. El<br />

Sans se había levantado por fin y le seguía a regañadientes. La Rosa se tumbó de espaldas:<br />

provisionalmente, sus formidables útiles de trabajo, su fatal reclamo amoroso, quedaron<br />

como dos flanes rebosando sobre sus flancos.<br />

Cuando ya pisaban arena, el murciano se volvió bruscamente y arrojó al rostro de su<br />

amigo las pieles de naranja.<br />

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