Create successful ePaper yourself
Turn your PDF publications into a flip-book with our unique Google optimized e-Paper software.
Juan Marsé<br />
Últimas Tardes Con Teresa<br />
maldición, el Pijoaparte vio en esta espectacular huida del Sans el canto del cisne de una<br />
etapa de su vida que tal vez, efectivamente, había que dar por liquidada: la cita frustrada<br />
con aquella maravillosa muchacha de la verbena había ya colmado el mundo de sus sueños<br />
y su recuerdo parecía impedir el paso de otros. Comprendió que Bernardo también acabaría<br />
por dejarle solo, como todos los de la pandilla, ninguno duraba más de seis meses y no se<br />
atrevían a grandes cosas, se desanimaban, embarazaban estúpidamente a sus novias, se<br />
casaban, buscaban empleo, preferían pudrirse en talleres y fábricas. Bernardo hablaba de<br />
resignarse. Pero ¿resignarse a qué ¿A jornales de peón, a llevar al altar a una golfa vestida<br />
de blanco, a que le chupen a uno la sangre toda la vida El murciano no pedía mucho para<br />
empezar: dadme unos ojos azul celeste donde mirarme y levantaré el mundo, hubiera<br />
podido decir, pero ahora le invadía de nuevo el desaliento, pensaba en el Mercedes de la<br />
Plaza del Pino y en todo lo que había visto en su interior, en todo lo que había perdido. Y<br />
la perspectiva de mañana no resultaba más halagüeña: la playa, la chorrada de la playa y la<br />
dichosa Lola con sus grandes caderas que están a punto, dicen. Levantó la cabeza: cuatro<br />
americanos borrachos discutían con una ninfa flaca y enana en la acera del Sanlúcar, detrás<br />
de la hilera de coches aparcados. De repente —lo miraba sin verlo— fue sensible a la<br />
inmovilidad sospechosa del desconocido que se había parado a su izquierda, a un par de<br />
metros, de perfil, y que también observaba a las motocicletas. Notó algo<br />
inconfundiblemente familiar en esta pupila centelleante, como de gato amodorrado, en la<br />
suave distensión de las mandíbulas que anuncia la inminente ejecución del acto. El<br />
Pijoaparte se levantó bruscamente, pasó por su lado mirándole a los ojos y se fue directo<br />
hacia la moto. Montó muy despacio, sin dejar de mirar al desconocido, liberó la dirección<br />
bloqueada (usaba para ello una técnica simple y eficaz, que consistía en darle un brusco<br />
giro al manillar: se oía el ¡clic! y el candado saltaba limpiamente) le dio con el pie al pedal<br />
de arranque y puso la moto en marcha sin más precauciones, sin pensar en nada excepto en<br />
el desconocido. Éste, a su vez, le miraba con una ligera sonrisa colgada en las comisuras de<br />
la boca, observaba sus movimientos con atención, calibrándolos con ojos de experto, no<br />
exactamente de rival que se ha visto ganado por la mano —la competencia ya empezaba a<br />
ser dura— sino simplemente de colega que contempla el trabajo de otro con sereno y<br />
divertido espíritu crítico. Incluso hizo más: hubo un momento en que escrutó con un rápido<br />
movimiento de sus pupilas lo que pasaba en torno, como si con ello quisiera cubrir la<br />
escapada del Pijoaparte, el cuál, encontrándose esta noche particularmente deprimido,<br />
incluso sintió deseos de abrazarle. La motocicleta inició un cerrado movimiento circular, él<br />
con los pies tocando todavía el suelo, equilibrando el peso, y sólo al volver a levantar la<br />
cabeza vio la señal de peligro en aquella pupila de felino sobre la que el desconocido hizo<br />
caer el párpado antes de dar media vuelta y alejarse de allí: el viejo guardián sin brazo les<br />
había visto y se acercaba, sin apresurarse pero con una expresión de curiosidad y una<br />
pregunta a flor de labios. El murciano había comprendido y demarró con fuerza dejándole<br />
atrás justo cuando le pareció empezar a oír su voz. “Voy listo”, pensó. Por eso, en el último<br />
momento, decidió cruzar el paseo central y bajar por el lado contrario, frente a los<br />
barracones de libros de viejo, y, en vez de subir por las Ramblas como había hecho<br />
Bernardo, lanzarse a toda velocidad hacia la Puerta de la Paz y luego por el Paseo de Colón<br />
hacia el Parque de la Ciudadela.<br />
En contra de lo que temía, no oyó ningún silbato ni le siguió nadie. Subió por el Paseo<br />
de San Juan, General Mola, General Sanjurjo, calle Cerdeña, plaza Sanllehy y carretera del<br />
Carmelo. En la curva del Cottolengo redujo gas, se deslizó luego suavemente hacia la<br />
izquierda, saliendo de la carretera, y frenó ante la entrada lateral del Parque Güell. Sin<br />
bajarse de la motocicleta proyectó la luz del faro hacia el interior del Parque: se<br />
desgarraron las sombras de la noche, vio algunos troncos de pino, la hierba, y en el límite<br />
de la luz una reluciente pelota negra rebotando y escurriéndose entre la espesura: un gato.<br />
Página 36 de 214