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Juan Marsé<br />
Últimas Tardes Con Teresa<br />
amistad con un beso: flotaba en la atmósfera una vaga idea de diversión, cuya naturaleza<br />
no estaba muy clara pero que debe ser familiar a los turistas a la hora del regreso y las<br />
despedidas, esos pequeños orgasmos del corazón que sólo esconden negligencia y falso<br />
afecto, y contra lo cual el muchacho, falto de experiencia, se hallaba todavía indefenso.<br />
Según una técnica infantil muy simple y eficaz que nace generalmente con las primeras<br />
licencias maternas a la escapada callejera arrancadas con esfuerzo, y que consiste en<br />
cambiar de tema de conversación una vez obtenido el permiso, Manolo, optando por dejar<br />
en el aire (antes de que los Moreau se arrepintieran) la cuestión de su viaje a París, empezó<br />
a hablar de su hermano mayor, casado en Barcelona, y dueño de un próspero negocio.<br />
Luego, de pronto, se levantó, dio las gracias, dijo hasta mañana y se fue.<br />
Llevaba media hora sentado en la piedra, tras unos matorrales, cuando vio salir de la<br />
“roulotte” a la hija de los Moreau. Sus padres dormían. La luz de la ventanita se había<br />
apagado hacía un buen rato y el silencio de la noche era absoluto. La francesita llevaba un<br />
pijama de seda que relucía a la luz de la luna con calidades de metal. Ante ella se abría un<br />
claro del bosque y la muchacha empezó a cruzarlo con paso lento, como caminando en<br />
sueños, en dirección a los matorrales tras los que él se escondía. Envuelta en aquella luz<br />
astral, que tendía a diluir sus contornos a causa de los fulgores que arrancaba a la seda que<br />
cubría su cuerpo, y que parecía transformar su imagen concreta en un pura quimera o en<br />
una evocación de sí misma, la niña avanzaba indiferente, ingrávida y totalmente ajena al<br />
tierno y desvalido sueño que, semejante a un polvillo luminoso, sus pies desnudos<br />
levantaban del suelo a cada paso ante los asombrados ojos del niño. Manolo la vio<br />
acercarse a él como si realmente fuese a su encuentro, buscándole sin conocerle,<br />
escribiendo su nombre a cada paso, como si aquella cita ya hubiese sido decidida desde el<br />
principio de los tiempos, como si el claro iluminado del bosque que ahora la niña<br />
atravesaba no fuese sino la última etapa de un largo camino que siempre, aún sin saberlo<br />
ella, la había llevado hacia aquí, ajena al mundo, a sus padres, a su hermoso y próspero<br />
país y a su propio destino. No parecía saber que estaba sola, ni siquiera que podía existir la<br />
soledad; a los ojos del niño iba llena de vida y era portadora de la luz. Pero, de pronto, al<br />
llegar a unos metros de donde él estaba, la muchacha se desvió inesperadamente hacia la<br />
derecha y se internó por el bosque en dirección a un lugar cuajado de tomillo (que el<br />
refinamiento de madame Moreau, previniendo la urgencia de ciertas necesidades, había<br />
escogido como el más idóneo) y el niño, al fin, comprendió.<br />
Se incorporó con la decepción pintada en el rostro. Sin embargo, reaccionó con<br />
rapidez: antes de darle tiempo a que hiciese aquello para lo cual sin duda había salido, se<br />
acercó a la niña y le dio gentilmente las buenas noches; le dijo que había vuelto para ver si<br />
todo iba bien y le preguntó de improviso —sólo para provocar la respuesta que a él le<br />
convenía—por qué había salido de la “roulotte” en esta hora tan peligrosa. Un poco<br />
azorada, pero riéndose, la niña respondió que naturalmente a tomar un rato el fresco.<br />
Entonces Manolo propuso hacerle compañía unos minutos y la cogió de la mano, paseando<br />
con ella. Intentó hacerle entender que había decidido ir con ellos a París mañana mismo, y<br />
le preguntó qué opinaba de la promesa de sus padres. ¿Se acordarían mañana, le llevarían<br />
con ellos Habló mucho, parándose de pronto, reflexionando, cruzándose de brazos. Ella le<br />
miraba divertida, rumiando el significado de sus palabras, asentía con la cabeza. Su cara<br />
era una de las más bonitas que Manolo había visto, trigueña, cálida, de límpidos ojos<br />
azules. De pronto, el muchacho se paró ante ella y le cogió las dos manos. Apoyó su frente<br />
en la de la niña, que bajó los ojos y se puso colorada. Entonces, con cierta torpeza, Manolo<br />
la abrazó y la besó en la mejilla. El contacto con la fina tela del pijama fue para él una<br />
sensación imprevista y una de las más maravillosas que habría de experimentar en su vida,<br />
una sensación acoplada perfectamente a esta ternura del primer beso, o tal vez incluso<br />
estableciéndola, precisándola, como si el sentimiento afectivo le entrara por las puntas de<br />
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