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Juan Marsé<br />
Últimas Tardes Con Teresa<br />
los pasos de él a su espalda. Y, al volverse simulando una sorpresa, se sintió ya en sus<br />
brazos.<br />
Aunque ahora todo eso pudiera parecerle grotesco, a causa sobre todo de la peculiar<br />
naturaleza de hombre-dios que irradiaba Luis Trías de Giralt, era un largo y difícil camino<br />
(y equivocado, según amargamente acababa de comprobar) el que la muchacha había<br />
recorrido para llegar hasta aquí. Teresa Serrat era, y hay que decirlo en serio, una de<br />
aquellas determinadas y vehementes universitarias que algún día de aquellos años<br />
decidieron que la chica que a los veinte no sabe de varón, no sabrá nunca de nada. Y hay<br />
que otorgar a tal convicción el mérito que comporta en cuanto a fidelidad y entrega a una<br />
idea, a generosidad juvenil y a disposición afectiva (que naturalmente sería maltratada,<br />
teniendo en cuenta el país y lo poco consecuentes que todos somos con nuestras ideas).<br />
Pero si alguien, incluso alguien cuya solidez mental impresionara vivamente a Teresa (por<br />
ejemplo el propio Luis, que la había tenido hechizada hasta hoy) le hubiese hecho ver que<br />
su solidaridad para con cierta ideología, toda su actividad desplegada dentro y fuera de la<br />
Universidad en organizar y conducir manifestaciones, y sobre todo su destacada<br />
participación en los famosos hechos de octubre, no eran en realidad más que la expresión<br />
desviada de un profundo, soterrado deseo de encontrarse en los brazos del héroe en una<br />
noche como ésta y convertirse en una mujer de su tiempo, por supuesto que ella no le<br />
habría creído. Ni siquiera comprendido. Sin embargo, así era: inconsciente y laboriosa<br />
preparación para que le extirparan de una vez por todas un complejo, operación a la cual<br />
ella decía siempre que, en el fondo, una debería someterse con la misma tranquila<br />
indiferencia con que se somete a una operación de apendicitis: porque es un órgano inútil y<br />
molesto que sólo trae complicaciones. Y aunque tampoco había que olvidar cierta natural<br />
disposición (Maruja lo había definido de una manera vulgar pero harto expresiva: “La<br />
señorita va hoy muy movida”), aquellos imperativos mentales predominaban sobre los<br />
físicos, dicho sea en honor a la inocencia y a la acosada castidad de nuestras jóvenes<br />
universitarias.<br />
Por eso —por pura camaradería, diría ella más adelante, en una deliciosa y casi<br />
perfecta síntesis— Teresita Serrat se dejaba llevar ahora al sacrificio, sin fuerzas y un tanto<br />
perpleja al descubrir que también el héroe temblaba. Él, quizá para quitarle solemnidad al<br />
momento, residuos de una mutua educación burguesa que nunca maldecirían lo bastante,<br />
bostezó con una mediocre imitación de seguridad mientras la llevaba a la cama cogida de<br />
la cintura. Ella dijo todavía algo acerca de un estudiante encarcelado (quién iba a decir que<br />
el pobre serviría a la noble causa del mañana incluso en esta alcoba) con una voz<br />
miserablemente falsa... Nada: notaron en seguida la falta de cierto ritual, la necesidad de un<br />
fuego sagrado —comprendieron entonces el por qué de ciertas ceremonias aparentemente<br />
inútiles... De todos modos tampoco habría servido de nada. Pues ya en los primeros<br />
abrazos, todavía vestidos y de pie, ella adivinó que iba a compartir la cama<br />
infructuosamente; ahora no hubiese querido a nadie concreto, ni a Luis ni a fulano ni a<br />
mengano, sino simplemente a un ser despersonalizado, -sin rostro, un simple peso dulce y<br />
extraño que ella había soñado, mejor el de alguien que también militara en la causa común,<br />
por supuesto, pero casi desconocido, sólo un cuerpo vigoroso, un jadeo en la sombra, unas<br />
palabras de amor, un cariño por su pelo, nada más, no pedía nada más; y en cuanto al acto<br />
en sí, una conciencia borrosa del mismo, como soñada, sin vivirla plenamente en la<br />
realidad, sin dolor: una auténtica operación de apendicitis. Paradójicamente, su sueño se<br />
parecía un poco al de aquella princesa solterona del chiste que en tiempo de guerra<br />
aguarda, secretamente ilusionada, que el palacio sea tomado a la fuerza por soldados sin<br />
rostro del ejército invasor. Pero la realidad es que esta cama nada tenía de la funcional<br />
acogida narcótica del quirófano ni de la excusable vulnerabilidad de ciertos palacios, y ella<br />
se encontraba ahora tendida de lado —todavía vestida— y en plena lucidez junto a alguien<br />
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