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Juan Marsé<br />
Últimas Tardes Con Teresa<br />
blandas, independiente por completo del movimiento agresivo de las caderas ligeramente<br />
echadas hacia adelante y del juego perezoso pero ágil de las corvas: durante unos segundos<br />
se estableció una trama vital de equilibrio entre la rodilla apenas doblada, el combado<br />
contorno de la pierna avanzada y el temblor de aquellas partes más sensibles del cuerpo. El<br />
encanto emanaba de cierta contención, cierta economía de gestos que por supuesto nada<br />
tenía que ver con la timidez o el pudor sino más bien con las buenas maneras de los ricos y<br />
el adecuado régimen alimenticio que debían gozar los señores que ella servía y que de<br />
alguna manera difícil de determinar, a veces, algunas criadas naturalmente dispuestas a ello<br />
consiguen asimilar en provecho propio. “Es fina, la muy zorra, por eso me ha engañado”,<br />
se dijo. El encanto se completaba con unos hombros débiles y algo picudos que<br />
indirectamente se embellecían a causa de la robustez de las caderas; y unos pequeños<br />
pechos como limones, separados, que apuntaban no de frente sino formando un ángulo<br />
abierto, y que ahora registraban en su ligero temblor de gelatina el gracioso ritmo<br />
acompasado de los pasos de la muchacha.<br />
Después de entornar la ventana, Maruja recogió del suelo la fotografía que él había<br />
tirado y la frotó cuidadosamente con la palma de la mano.<br />
—¿Es tuya esa foto —preguntó él.<br />
—Sí.<br />
—¿Y por qué la guardas ¡Vaya tontería! ¿Quién es ésa que está contigo<br />
—La señorita. Fue cuando le compraron el coche... Ella me regaló la foto.<br />
—¡Que bien! Eres una sentimental de mierda.<br />
Maruja dejó la foto sobre la mesilla de noche y entonces él la cogió. “¿A ver...”, dijo<br />
forzando un tono indiferente. Evocó en vano a la rubia de la verbena: la sombra de esta<br />
mano que hacía visera cubría el rostro por completo y solamente identificó el color y la<br />
forma del pelo, su peinado de melena laxa. Maruja fue hasta el armario y empezó a<br />
vestirse.<br />
—Manolo —dijo—, ¿por qué hablas siempre ese lenguaje tan feo<br />
—Yo hablo como me da la gana, ¿te enteras<br />
Dejó la fotografía sobre la mesita y se quedó tendido, mirando el techo. Suspiró<br />
profundamente. De pronto tuvo conciencia de lo bien que se estaba allí...<br />
—¿Qué, sigues enfadado —murmuró ella al cabo de un rato, sin mirarle. El<br />
muchacho no contestó, y entonces ella, volviéndose—: ¿Qué piensas hacer Es muy tarde.<br />
—¿Te quieres callar ya, niña<br />
Maruja le sonrió tímidamente. Él cerró los ojos, las manos bajo la nuca. Al poco rato<br />
oyó un rumor de pies desnudos acercándose y luego un peso blando y cálido sobre su<br />
pecho. El dulce olor que emanaba de la piel de la muchacha le envolvió la cabeza. Oyó su<br />
voz como en sueños: “Manolo, mi vida, aquí no puedes quedarte...” Abrió los ojos y vio<br />
los de ella, negros y brillantes, risueños, a unos centímetros de su rostro. Ahora podía ver<br />
también la leve señal rojiza que algún golpe había dejado en uno de los pómulos. “Animal,<br />
se dijo, pedazo de animal”.<br />
—Quita, raspa, no estoy de humor —masculló, pero sus manos se deslizaron hasta las<br />
nalgas de la muchacha.<br />
—No me llames eso, por favor —dijo ella mientras le besaba y le mordisqueaba el<br />
mentón—. ¿Sabes que eres muy guapo Eres el chico más guapo que he conocido. Casi<br />
das miedo de guapo que eres...<br />
—Déjate de chorradas. Y dime, ¿quién fue el primero —¿Cómo<br />
—Venga ya, no te hagas la estrecha. ¿Quién fue el primero Maruja escondió el rostro<br />
en el cuello del murciano.<br />
—¿No te reirás de mí —preguntó—. Prométeme que no te reirás si te lo digo. Un<br />
novio que tuve... Era canario y hacía la mili en Barcelona. No le he vuelto a ver.<br />
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