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La Madre Máximo <strong>Gorki</strong><br />
extrañamente el «tic-tac» del reloj. Parecía que <strong>la</strong> casa entera vaci<strong>la</strong>ba, se debilitaba,<br />
indiferente a todo, fija en su angustia...<br />
L<strong>la</strong>maron al cristal: un golpe, dos...<br />
Estaba acostumbrada a esta señal y ya no <strong>la</strong> asustaba, pero esta vez tuvo un gozoso<br />
sobresalto. Una confusa esperanza <strong>la</strong> hizo saltar del lecho. Arrojó un chal sobre sus hombros<br />
y abrió.<br />
Samoilov entró, seguido de un personaje que ocultaba el rostro dentro del cuello<br />
subido de su abrigo; el gorro le caía sobre los ojos.<br />
-¿La hemos despertado? -preguntó Samoilov, sin saludar<strong>la</strong>; contra su costumbre, tenía<br />
el aire sombrío y preocupado.<br />
-No dormía -dijo el<strong>la</strong>; y, silenciosa, c<strong>la</strong>vó sobre los visitantes unos ojos llenos de<br />
ansiedad.<br />
El compañero de Samoilov, con un profundo suspiro ronco, se quitó el gorro, tendió a<br />
<strong>la</strong> <strong>madre</strong> una ancha mano de dedos cortos, y le dijo cordialmente, como a una antigua amiga:<br />
-Buenas noches, mamá. ¿No me reconoce?<br />
-¿Usted? -gritó Pe<strong>la</strong>gia, en una súbita explosión de alegría-. ¡Iégor Ivanovitch!<br />
-En carne y hueso -dijo éste, inclinando su gruesa cabeza, de cabellos <strong>la</strong>rgos como los<br />
de un pope.<br />
Una franca sonrisa iluminaba su rostro redondo; sus ojillos grises envolvían a <strong>la</strong><br />
<strong>madre</strong> en una mirada afectuosa y c<strong>la</strong>ra. Recordaba un samovar, con su grueso cuello y los<br />
cortos brazos. Su cara relucía, respiraba ruidosamente y una especie de resuello ronco se<br />
escapaba de su pecho.<br />
-Pasad, voy a vestirme inmediatamente -dijo <strong>la</strong> <strong>madre</strong>.<br />
-Tenemos algo que decirle.<br />
-Samoilov parecía preocupado. Le dirigía una mirada oblicua.<br />
Iégor Ivanovitch entró en <strong>la</strong> habitación y dijo:<br />
-Esta mañana, Nicolás Ivanovitch, a quien usted conoce, ha salido de <strong>la</strong> cárcel.<br />
-¿Estuvo preso?<br />
-Dos meses y once días. Ha visto al Pequeño Ruso y a Paul, que <strong>la</strong> saludan; su hijo le<br />
ruega que no se inquiete y dice que, en el camino que ha escogido, <strong>la</strong> prisión sirve de lugar de<br />
reposo, según han decidido nuestras benévo<strong>la</strong>s autoridades. Ahora, <strong>madre</strong>, vamos al grano.<br />
¿Sabe a cuántas personas han detenido ayer?<br />
-No. ¿Hay otros, además de Paul?<br />
-Paul hizo el número cuarenta y nueve -interrumpió tranqui<strong>la</strong>mente Iégor-. Y cabe<br />
esperar que <strong>la</strong> policía encerrará a otra docena. Por ejemplo, este caballero, entre otros...<br />
-Sí, a mí también -dijo Samoilov con aire sombrío. Pe<strong>la</strong>gia sintió que respiraba<br />
mejor.<br />
«No está solo allí», pensó en un relámpago.<br />
Cuando se hubo vestido, volvió a <strong>la</strong> habitación y dirigió a sus huéspedes una valerosa<br />
sonrisa.<br />
-Seguramente no los tendrán allí mucho tiempo, si son tantos...<br />
-Justo -dijo Iégor Ivanovitch-. Y si conseguimos embrol<strong>la</strong>r un poco el asunto será<br />
mejor. Se trata de esto:<br />
«Si ahora dejamos de propagar nuestros folletos en <strong>la</strong> fábrica, los malditos gendarmes sacarán<br />
<strong>la</strong>mentables consecuencias, y se servirán de esto contra Paul y sus camaradas de prisión.»<br />
-¿Cómo? -gritó <strong>la</strong> <strong>madre</strong>, sobresaltada.<br />
-Es muy sencillo -dijo dulcemente Iégor-. Los gendarmes pueden razonar, a veces.<br />
Piense: cuando está Paul, hay folletos y letreros; cuando Paul no está, no hay folletos ni<br />
letreros. ¿Qué quiere decir? Que era él quien los repartía, ¿no? Entonces, los gendarmes<br />
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