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día 27

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IDA Y VUELTAMujer reclinada sobre piel de leopardo (19<strong>27</strong>), de Otto Dix (1891-1969), en la exposición de la Neue Galerie de Nueva York.Los malos sueños de Otto DixPor Antonio Muñoz MolinaQUÉ RARO CAER en la cuenta de queOtto Dix vivió hasta 1969; que fuecontemporáneo nuestro, aproximadamentedel mismo mundo que nosotroshabitamos. Porque para nosotros élpertenece a otra época que imaginamostranquilizadoramente confinada a los museosy a los libros de historia, la Alemania deWeimar, las trincheras de la I Guerra Mundial,los augurios del nazismo. Ni siquierapodemos recordar obras suyas que no pertenezcana aquel tiempo, como nos sucedecon George Grosz, otro supervivienteimprobable, aunque murió veinte años antesque Dix. Grosz, Dix, Christian Schad,Max Beckman, tuvieron vidas mucho máslargas que sus carreras de pintores. Maduraroncomo artistas todavía jóvenes enuna época que desató al máximo el talentode cada uno de ellos, y se entregaron aretratarla con una determinación tal defidelidad a lo real que ahora nosotros nosabemos imaginarla sino a través de susmiradas. Pero a la vez parece que se hubieranquedado atrapados en ella, prisionerosde la fantasmagoría que ellos mismoshabían contribuido a inventar, de modoque cuando la República de Weimar terminócon el triunfo de Hitler en 1933 lospintores perdieron la inspiración al mismotiempo que la libertad. En 1920, en1930, Otto Dix es un cronista de lo queestá sucediendo delante de sus ojos y ensus pesadillas. En 1939 pinta un San Cristóballlevando sobre el hombro a un niñoJesús, con una estética como de estampareligiosa mediocre del siglo XIX. Qué raroque no intentara irse de Alemania, queaceptara el destierro interior, la pérdida desu puesto de profesor, la casi imposibilidadde pintar. Algunas de sus obras losnazis las quemaron en público.Otto Dix es un misterio. Sus grabadossobre la guerra aspiran a medirse con los deGoya en la representación del horror, peroél se había alistado fervorosamente en elejército en 1914, y en sus fotos de uniformetiene un aspecto de plena convicción militar,incluso un punto de dandismo. Se pasócasi toda la guerra en el frente, al mando deun pelotón de ametralladoras, y fue condecoradocon la Cruz de Hierro. Decía quenecesitaba siempre experimentar las cosaslo más cerca que pudiera y que por eso eligióser destinado a la línea de fuego. Y ensus grabados, tan llenos de espanto, tambiénse nota a veces una complacencia macabra,el humor de patíbulo de quienes sehan habituado no ya a la cercanía abstractade la muerte, sino al espectáculo obscenode la mutilación y de los cuerpos despedazados,de los cadáveres que se pudren <strong>día</strong> tras<strong>día</strong> en el barro o ensartados en una marañade alambre espinoso, de los gusanos y lasratas.Goya nunca fue tan lejos. Pero es queGoya, en el tiempo de la guerra española dela independencia, era un hombre ya viejoque no pudo ver con sus propios ojos muchasde las escenas que representó en losDesastres. En los Fusilamientos, en algunosgrabados, Goya intuyó las posibilidades dedestrucción de la tecnología moderna—esos fusiles de último modelo que apuntanlos soldados franceses—, y también lavulnerabilidad de lo que tardaría mucho enllamarse las poblaciones civiles. Sólo un siglomás tarde, la guerra de Otto Dix era eltriunfo apocalíptico del desarrollo industrialpuesto al servicio de la matanza. En sus grabadoslos cadáveres forman llanuras que sepierden en el horizonte, laderas por las quese despeñan y en las que se hunden losbatallones de los soldados vivos. Una patrullaavanza con caretas como de calaverasmedievales que son máscaras de gas. Unpaisaje de cráteres que se perfilan en la negruraparece la superficie de la Luna y es latierra de nadie horadada por los impactosde las bombas. Un centinela recostado contrauna pared lleva puesto el casco y sostieneel fusil pero es ya el esqueleto de alguienque murió instantáneamente y sin moversecuando lo alcanzó el disparo de un francotirador.Un soldado come avariciosamente inclinándosecomo un animal feliz sobre elcazo del rancho y junto a él hay un cadáveren descomposición. En la cama de un hospitalla mitad de la cara de un herido es un ojoque mira con serenidad o estupor y unamejilla joven sin mucha barba todavía y laotra mitad es un amasijo atravesado por costuronesde bárbara cirugía. Una mujer conun niño en brazos huye por una calle llenade cadáveres sobre la que se aproxima unaeroplano y su figura es al mismo tiempo unrecuerdo literal de Goya y una premoniciónde la mujer con el niño muerto en brazosque vuelve los ojos hacia el cielo de pizarra yde metralla del Guernica. Los soldados fuerade servicio se emborrachan hasta caerse yvomitan en el suelo de la cantina, o biendeambulan como sonámbulos hacia las callesen las que rondan las prostitutas, quetambién tienen algo de máscaras y vaticiniosde la muerte.Hay que cruzar un cortinaje negro paraentrar en la sala de la Neue Galerie de NuevaYork en la que se muestra la serie completade los grabados de la guerra de Otto Dix.La luz atenuada para proteger el papel contribuyea la sensación de agobio. Es casicomo entrar a una barraca antigua de feriabuscando la emoción barata de esqueletos,fantasmas y vampiros crudamente pintados.Pero en este caso lo que agrava la obscenidades la solvencia exquisita con que serepresenta lo que uno hubiera preferido nover. Justo a la entrada, antes de la monotoníaen blanco y negro de los grabados, hayunas cuantas acuarelas ejecutadas con exactodetallismo: un hombre con la cara atravesadapor una cicatriz diagonal tan profundaque parece una carcajada monstruosa; unosintestinos humanos derramados; un cerebro.El nihilismo en el arte o en la literaturase me vuelve siempre sospechoso cuandoestá acompañado por una suprema maestríatécnica, expresado por ella. Después deuna hora entre los grabados y las pinturasde Otto Dix empiezo a sentir un desagradosemejante al que me provoca la prosa deCéline, que aspira a contar un grado de exasperaciónsemejante. Demasiado resplandorde estilo para tan poca compasión. En suscuadros de los veinte, junto a prostitutasgrotescas y mujeres asesinadas y veteranossin brazos o sin piernas que piden limosna,Otto Dix se retrata a sí mismo con la lejaníarígida de un maniquí, tan erguido como ensus fotos de oficial, como si fuera un inspectorescrupuloso pero indiferente de la miseriahumana. Contaba que después de la guerratenía siempre la misma pesadilla: que searrastraba como un topo cavando túnelesbajo las ruinas y sentía que le faltaba el airey no encontraba la salida. Qué raro pensarque hasta no hace muchos años aún quedabanhombres que seguían soñando con lastrincheras de la I Guerra Mundial. PorqueOtto Dix los dibujó los espectros de entoncesno se han borrado del mundo. Lo queno se nos permitirá ver nunca desde tancerca son los desastres de las guerras deahora. Otto Dix. Neue Galerie. Nueva York. Hasta el 30de agosto. www.neuegalerie.org/EL PAÍS BABELIA <strong>27</strong>.03.10 7

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