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SoyYoEddie-EdwardLimonov

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Soy un ayudante de camareroA principios de Marzo empecé a trabajar en el el restaurante de carnes del Hilton, Old Bourbon. El Hilton queda cerca delWinslow, dos cuadras al oeste y una cuadra al sur.Llegué al Hilton por la influencia de Gaydear, un tártaro de Crimea que había sido portero en el Hilton por diez años, o seaque era uno de la familia; en caso contrario no me hubieran tomado. Debo confesar que cometí un crimen: empecé en elHilton varios días después de haber recibido beneficencia. Quería probar un poco antes de elegir.Una vez, cuando era chico estudié en una escuela para camareros pero por un período corto; no sabía mucho realmente.Había ido a esa escuela de casualidad. Nunca había pensado que iba a necesitar eso y las vueltas de la vida me forzaron aesta profesión. Pero acá estaba en el Old Bourbon – un salón grande y rojo con dos terrazas sin ventanas, ninguna ventana,tal como descubrí – trabajando como ayudante de camarero.Фифи ЛимоновLa joven armenia que me anotó en la oficina de personal del Hilton dijo que si hubiera tenido incluso un nivel mediocrede inglés, me habrían tomado como camarero, no como ayudante. Perdí plata por no saber el idioma.El Hilton tiene dos mil empleados y se trabaja como una enorme cinta transportadora, no se para ni un minuto. Nuestrorestaurante va al mismo paso. Los primeros clientes aparecen a las siete de la mañana, mayormente adultos canosos quellegaron de las provincias por una convención. Se apuran en terminar sus desayunos para seguir con sus asuntos. Recuerdoque de tanto en tanto nos hacían llevar insignias en las chaquetas rojas, tales como “BIENVENIDO, CONVENCIÓN DEPULPA Y PAPEL. EL STAFF DEL HILTON LO SALUDA Y LO INVITA A LA TRADICIONAL MORDIDA DE LA MANZANA ROJA. MINOMBRE ES EDWARD” De no haber sido pulpa y papel, era alguna otra convención gloriosa.Los hombres de las provincias tenían pago el hotel; todos llevaban unas tarjetas idénticas donde el mozo indicaba el totalde su comida y bebida. Estos hombres no tardaban mucho en las mesas. Los negocios estaban esperando y luego de queengullían el, caro y a mi parecer no muy gustoso, producto de nuestra cocina, rajaban a sus reuniones.La locura empezaba a las siete tal como dije y terminaba para mí a las tres en punto. En aquella época estaba deprimido yquebrado. No podía dejar de pensar en lo que me había pasado. La traición de Elena, el hecho su abandono – los últimosseis meses habían sido una caída rápida a la tragedia. Entonces no me sentí muy bien cuando me levantaba a las cinco ymedia, me ponía un sweater sobre mi cuerpo desnudo, un saco gris y una bufanda... caminaba seis minutos hasta llegaral hotel, bajaba las escaleras... veía un cartel que se difuminaba día a día, TENGA UN LINDO DÍA EN EL HILTON, a medidaque el olor de la basura me pegaba en la cara. Me subía al ascensor hasta el restaurante... saludaba a los cocineros cubanosy griegos. Saludaba a esa gente desde mi corazón, me caían bien. La cocina entera y todos los ayudantes, camareros,lavaplatos y mujeres de limpieza eran extranjeros. Sus vidas no estaban muy bien establecidas, sus expresiones no erancalmas como las caras de nuestros clientes, quienes controlaban los grandes asuntos de la pulpa y el papel en todoslos rincones de Norteamérica. Muchos de los empleados – por ejemplo, esos que me sacaban los restos de comida delos platos sucios que yo transportaba afuera del salón – tenían incluso menos plata que yo. Dado que yo todavía estabasumergido en la atmósfera de mi tragedia, sentía que esas personas en la cocina eran mis camaradas en la desventura. Ypor supuesto lo eran.Bueno, cada mañana yo atravesaba la cocina, agarraba un carrito, cubría la parte superior con un mantel blanco, losestantes con servilletas rojas. Sobre las servilletas, ponía unos recipientes largos y profundos para manteca, a veces unospocos tenedores y cuchillos o una pila de vasos, en el caso que los mozos que yo asistiera necesitaran cosas. Encima detodo, sobre el mantel blanco, usualmente ponía cuatro jarros de imitación plata, el primero lleno de hielo y agua, y unatabla con panes de manteca, los cuales tomaba de la heladera y rociaba con hielo picado. En otro carro ponía fuentesvacías, también de imitación plata, las cuales usaría todo el día para transportar platos sucios a la cocina.Entonces iba al pizarrón, el cual indicaba la estación del ayudante para cada día de la semana. Cambiábamos lugares paraevitar ventajas dado que los clientes, por alguna razón, tenían siempre más tendencia a sentarse en ciertos espacios delrestaurante. Incluso el gerente o el maitre que los sentaba a menudo no podía evitar que hicieran esto.Habiendo mirado las mesas que me iban a tocar, rodaba mis carritos al salón comedor y los estacionaba en el lugarcorrecto, usualmente de forma tal que no interrumpieran la vista de los clientes. Y entonces, como dije, la locura empezaba...Los clientes aparecían. Yo corría y les daba la bienvenida incluso antes que el mozo, llenaba sus vasos con agua helada,ponía manteca en sus mesas. Al mediodía yo tenía que correr hasta el horno – estaba ubicado entre la cocina y el salóncomedor, en un pasillo – sacar una horma de pan caliente, cortarla y llevársela al cliente, cubierta por una servilleta paraevitar que se enfriara.Imagínense tener quince mesas y también se supone que tenés que remover los platos sucios – rápido – cambiar losPágina 13

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