Giallo
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GIALLO MAGAZINE #0 2016. NÚMERO DE CERTIFICADO DE RESERVA OTORGADO POR EL INSTITUTO
DE DERECHOS DE AUTOR: EN TRÁMITE. NÚMERO DE LICITUD DE TÍTULO: EN TRÁMITE.
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CONTENIDO
TOMSK
LUIS ERNESTO MARTÍNEZ QUIROZ
5
AQUEL QUE VIENE A JUGAR
ANTONIO CARLIN LYNCH
15
LA CAJA DE MÚSICA Y LOS MONJES SINIESTROS
SONY VOOODOO
32
LOS GRITOS DE LOS NIÑOS
JAVIER MONZÓN
39
UN BRAZO
YASUNARI KAWABATA
43
Tomsk
Eran los inicios
de noviembre,
las ventiscas no
eran raras para la fecha.
Nevaba casi todo el día,
salvo por unos minutos
durante la tarde. El frío
era intenso y la nieve se
acumulaba delante de las
puertas tanto del puesto
de investigación, como del
cobertizo de suministros, lo
que provocaba que el andar de
uno al otro se convirtiera
en una tarea casi titánica
por tanta acumulación de
nieve y el estar desprovisto
del equipo necesario para
ese frío; la oscuridad era
lo peor, sólo una tenue luz
de vez en cuando te avisaba
que era de día.
El puesto de investigación
biológica de la tundra en
Siberia era cómodo, pero, no
muy cálido: el laboratorio,
la cocina, el comedor y el
puesto de radio estaban
en la planta baja de la
estructura, la segunda
planta era para el área de
estar y los dormitorios que,
en este caso, solo uno se
ocupaba, ya que los demás
científicos habían partido
cinco días atrás. – Si tan
solo me hubiera marchado –
pensaba sin cesar al ver
como la nieve se estrellaba
contra las ventanas y el
viento silbaba a través
de pequeñísimas aberturas
entre los vidrios que se
esforzaba por cerrar apenas
los escuchaba.
Una muestra a mediana
profundidad era lo que la
había detenido ahí; días
atrás se perforó un hoyo en
el permafrost y al llegar
a los veinticinco metros
se habían topado con algo
diferente, rojo brillante,
que estaba congelado allí,
justo la mañana antes de la
partida. Les rogó quedarse
a revisarlo para regresar
a Tomsk con algo nuevo que
enseñar en la universidad,
porque era obvio que, durante
el trayecto, no tendría
el tiempo ni los cuidados
hacia la preciosa muestra.
Uno de sus cuatro compañeros
insistía en quedarse, pero
era casado y su esposa e hijo
recién nacido le esperaban
en casa y retrasarlo sería
contraproducente.
– En fin – pensaba – quince
días más en el puesto no
harían la diferencia en mi
vida – la estadía de quince
días en el laboratorio de
la universidad con todos
esos pasantes inútiles y
preguntones parecía una
pesadilla y ahora, se
presentaba la oportunidad de
trabajar sola, a su ritmo,
con sus reglas; quince días
de soledad únicamente a
cambio de un ambiente de
trabajo deseado: era hermoso
e irresistible.
– Una muestra más para
el control – se repetía y
sin más, tomó el trineo, se
encontraba enfadada con ella
misma, por su gran ineptitud
de “pasante”, ya que había
contaminado la primera y
está de más ser precavida –
nueces, para pan y comida
también la casa encantada
muy preciada muestra, pero,
se decía, mientras cargaba
y que nunca volvieron a
que corría por la estepa
era temprano, tenía tiempo
la caja con los alimentos y
Tomsk, reclamados por la
con unas enormes patas de
suficiente para viajar más de
entraba al laboratorio, con
madre Rusia hacia su suelo…
gallina, cargando brujas
cuarenta minutos al sitio de
la oscuridad y el bosque
y esbirros del demonio en
toma y tres horas para lograr
detrás de ella.
Leyendas aún más
su interior, así mismo,
la extracción definitiva.
extraordinarias
recorrían
recordó el susurro del
Cuando miró hacia el cielo,
Con todo el tiempo por
su memoria, no sólo las de
viento que en los gélidos
nubarrones negros anunciaban
delante, comenzar a trabajar
los lobo-hombre que hablaban
meses de invierno nos daba
la terrible tormenta que,
en el análisis de la muestra,
como humanos, pero corren
un nombre, como el canto de
si no se apresuraba, la
ahora era su prioridad.
en cuatro patas por las
una sirena que perdía a los
dejaría varada en medio de
Desentrañar los secretos
llanuras y bosques devorando
exploradores bajo una sola
la tundra. Se apresuró y
que ese rojo carmesí le
infortunados cazadores, sino
melodía, “Baba Yaga”.
realizó la faena en tiempo
brindaría la oportunidad de
record, con casi cuarenta y
regresar a la universidad
cinco minutos antes de lo
con un nuevo descubrimiento:
previsto, agarró el trineo,
tal vez un alga o algún
su nueva muestra y partió a
otro ser vivo, congelado y
toda marcha por el solitario
preservado en esa sustancia
paisaje blanco hacia el
roja… Cientos de conjeturas
puesto de investigación.
llenaron su curiosa mente
científica y ahí fue cuando
Cuando llegó, supo
la asaltó el recuerdo de
que analizar la muestra
las leyendas de esa área:
tendría que esperar, al
la hambruna de 1911 donde
menos, un día más. Comenzar
más de cien mil personas
los preparativos para el
encontraron su muerte; cómo
evento climático atípico se
los perros, gatos y ratas
convirtió en la prioridad:
les sirvieron de alimento
aseguró el cobertizo, cubrió
en esos años y, en algunos
la gasolina con un par de
casos extremos, la carne
mantas térmicas, al igual
humana llegó a ser comida
que el trineo y despejó la
para los sobrevivientes…
entrada. Tomó comida, más de
cómo miles marcharon en
la necesaria, algo así como
las mismas condiciones que
para cinco días extra – nunca
ahora, a buscar cortezas y
Pero eso fue un salto, una
tomara precauciones y si
soplador, una y otra vez,
las demás –, pensó mientras
jugarreta de su mente, un
algo sucedía irían lo más
logró encender los leños.
cuidaba la flama de la
desliz en la certeza y en su
pronto posible, pero que
Suspiró con la recompensa
preparación. Se podía ver
escepticismo; es al hombre
se cuidara, ya que, si esa
del calor y se sintió
el blanco del hielo, por la
y a la locura a lo que una
tormenta continuaba así,
satisfecha, como si hubiera
parte de abajo y arriba de
científica tiene que temerle,
lo más pronto posible se
logrado una hazaña épica,
la puerta, que se aferraba
a esas extrañas leyendas
convertiría en una espera
sonrió al tiempo que se
a entrar y sólo el calor
no, tal vez a la helada que
de unas 24 a 36 horas, según
decía – es hora de cenar –.
dentro de la habitación
se aproximaba, pero a las
las condiciones climáticas
luchaba por impedirlo.
leyendas no, a contaminar
y de los caminos.
Sopa de lata era la cena
Al fin comenzó a sentir
la muestra y no poder volver
del día, dentro de su
preocupación, una sensación
o no encontrar el sitio de
Ella contestó que no se
percepción del tiempo, creía
recorrió su piel, de ésas que
la toma en la nevada, pero
preocuparan, pues ya había
que a las 11:30 de la noche
anteceden a una catástrofe,
a las leyendas no. Hacía
comenzado los preparativos
era una buena hora para
a un mal presentimiento;
aplomo de su educación e
para la tormenta y se
cenar, la preparación debía
algo no estaba nada bien, no
inteligencia para no volver
reportaría cada 12 horas.
ser siempre simple. El sabor
encajaba, era diferente, y
a caer en esas patrañas de
Se despidió diciendo de
del día: camarones con fideo.
no sólo fuera de la cabaña,
leyendas y poder dormir bien
manera sarcástica – ¡Oh!,
Mientras estaba junto a la
también dentro de la misma.
aquella noche que, con cada
se aproxima una tormenta,
estufa calentando el agua
hora que pasaba, se tornaba,
díganme algo que mis
se imaginaba un gran plato
Miró a su alrededor,
cada vez, más fría.
sentidos no perciban – y,
de camarones, –mataría por
la luz de la chimenea y
dejando el micrófono, se
unos camarones con fideo,
lámpara iluminaban muy bien
Usando la radio llamó a
retiró a dormir un poco;
pero preparados en Fiji,
la planta baja, pero había
la Universidad de Tomsk
el trabajo a marcha forzada
en el calor de la isla, no
algo afuera… sentía como si
avisando que estaba bien,
de la extracción y recoger
en la marmita de todos los
alguien la observara desde
tal como decía en el manual
los suministros la habían
días de este blanco y gélido
la tormenta, atravesando
de procedimientos del
cansado mucho.
paraje–, se dijo.
las paredes y la sensación
laboratorio. La respuesta fue
crecía… siguiendo con la
una advertencia: en la zona
Un súbito ruido la
De pronto, un fuerte viento
vista sus movimientos de
en la que se encontraba, se
despertó, la oscuridad de
hizo vibrar las ventanas con
un lado a otro de pared a
estaba formando una tormenta
la cabaña era profunda.
sus protectores, el aire
pared, de pronto, la cena ya
muy extraña. Provenía de 50
En la chimenea apenas si
aullaba a través de ellas
no importaba. Una repentina
km más allá de donde se tomó
quedaban las brasas del
por ínfimas rendijas, movía
subida de adrenalina avispó
la muestra y seguía una línea
fuego anterior, encendió la
las llamas de su chimenea
sus sentidos y sin más,
recta hacia donde estaba el
luz y echó leña sobre esas
y pequeña estufa, –esta
corrió hacia la estantería
laboratorio, le dijeron que
casi cenizas. Usando el
tormenta no era igual a
donde estaba la escopeta, a
trastadas sacó las llaves
para reforzarla, – por lo
estuviera afuera caminando,
suyo, en la chimenea...
y lo más rápido que pudo
menos nadie entrará por
acechando… una vibración
respiró profundo y un golpe
abrió el candado y tomó
aquí –, pensó.
tras otra y, de repente,
tremendo inundó de ruido y
el arma. Después de cortar
un ruido muy conocido: un
miedo la cabaña… “eso” ahora
cartucho, el viento cesó,
Se acercó a la ventana y
raspar de madera, un simple
estaba en el techo. Paso tras
como si supiera que estaba
al mover la persiana vio que
raspar continuo de madera
paso, recorría las tejas y se
dispuesta a usarla contra
la nieve tenía ya unos 40
que iba de una esquina a
escuchaba el crujir debajo
lo que fuera y allí, junto a
centímetros de acumulación, lo
otra. Saltó del catre y
de sus pies, pero… ¿qué cosa
la chimenea, esperó mirando
cual era muy inusual con esos
tomó su arma, conforme
era lo que saltó casi seis
hacia todas direcciones.
vientos – debo de cuidar la
se acercaba a la puerta,
metros de altura al techo?,
leña – dijo suavemente, – no sé
levantó el arma y apuntó. Con
sus dedos estaban ávidos por
El corazón le latía muy
si la nieve me deje ir mañana
ese peso, evidentemente no
disparar, sin embargo, estaba
fuerte, la respiración
al cobertizo por más –.
sería complicado derribar un
consciente que, si hacía un
acelerada rompía el
cerrojo y un tablón, su mente
hoyo en el techo, la tormenta
silencio de la cabaña, sus
Subió a la habitación y
deseaba reaccionar, pero el
acabaría derrumbando todo y
músculos estaban tensos,
bajó un catre hacia la sala,
miedo la invadía… temblaba,
ella moriría congelada. Esa
así de pronto, movió la
volvió a subir, aseguró las
quería gritar, pero no había
no era opción…
cabeza para despejarse –
cuatro ventanas y cerró las
porque hacerlo, era claro
esas leyendas me provocan
persianas. Tomó suficientes
que “eso” sabía que estaba
Salir y correr al trineo
estos espasmos de
mantas y bajó un pequeño
sola, pero no armada, por
significaría alejarse de
simpleza – dijo sin mayor
reproductor para escuchar
lo tanto, el factor sorpresa
la cabaña, correr doce
preocupación. Dejó la
música, atrancó con una silla
aún estaba de su lado.
metros en ese clima, abrir
escopeta recargada junto
la puerta, cerró persianas
el cobertizo, encender el
a la mesa y continuó con
y cortinas de la parte baja,
Cuando el ruido llegó a
motor y manejar a toda prisa
la sopa que ya casi estaba
apagó el generador y las
la puerta, esta no se movió,
en medio de una tormenta
lista. Comió despacio
luces se fueron, sólo el
pero veía como el hielo
ártica en Siberia, sería un
mirando a su alrededor,
resplandor de la chimenea
comenzaba a envolverla,
suicidio, no existía opción.
pensando en atrancar la
iluminaba la planta baja
tomando todo el color gris
Esperar y sólo esperar.
puerta; no fueran los
y, sin más, se dispuso a
y transformándolo en blanco
osos o los lobos los que
dormir, no sin antes dejar
nieve. Sus manos temblaban,
De pronto, rompiendo el
se habían acercado al
bajo el catre la escopeta,
pero se aferraba al arma
silencio, escuchó – sé que
oler la sopa en este frío
– nunca está demás –.
como única medida para
estás allí – dijo una voz desde
repentino… se levantó
sobrevivir… retrocedió y el
arriba de su cabeza. – Ansiabas
con la taza de sopa en
Una vibración intermitente
ruido continuó su recorrido
que pasara algo extraordinario
la mano, corrió el seguro
en el suelo la sacudió y
por el resto de las paredes
– sonaba otra voz afuera de
de la puerta y el tablón
despertó, como si algo pesado
hasta situarse justo detrás
la puerta, – algo que nadie
hubiera visto y solamente tú
a mediodía. La tormenta
atrás… hasta llegar a
techo con las piernas
lo relataras – la voz hacía
había cedido y sólo la nieve
Moscú. Claro, no sin antes
rotas, uno en la puerta
eco en el tiro de la chimenea.
impedía que abriera la
relatarnos lo sucedido
con las manos destrozadas,
Ella miraba a su alrededor…
puerta, con incertidumbre
en ese laboratorio de la
y uno cerca de la chimenea
uno, dos, tres… tres disparos,
abrió una de las ventanas del
tundra siberiana, y ahora
con la espalda partida,
fácil de hacerlo si fuera una
segundo piso y se dio cuenta
comprendo sus razones para
supuestamente todos habían
cazadora… pero no, era solamente
que había unos dos metros
no volver, entiendo porque
muerto de hambre y lo más
una rata de laboratorio. Pensó
de nieve sobre la entrada
no miró atrás… siete meses
extraño fue que uno de ellos
de nuevo que tal vez sería
principal. Se armó de valor y
después que otros científicos
tenía una perforación en el
su mente jugando y no habría
tomó lo más importante de su
fueron a esa cabaña,
pecho, del tamaño exacto
nadie afuera… ninguna persona
investigación: metió en una
encontraron tres cadáveres
del taladro de muestras de
sobrevive a 35 grados bajo cero
hielera la preciada muestra,
descompuestos: uno en el
nuestra amiga.
y menos con esos vientos.
provisiones para el camino
y dispuesta a viajar 280 km
– No queremos entrar,
hacia el pueblo más cercano,
tarde o temprano
abandonó la cabaña, subió al
saldrás. Estaremos afuera
trineo y comenzó su viaje.
esperándote
pacientemente
– decían las voces al
Nada logró hacer que
unísono. – En un día de
volviera la vista, ni que
tormenta, estés en donde
hablara algo de lo que
estés, te encontraremos – se
había pasado los tres días
escuchaba por la chimenea,
posteriores a su salida
llenando toda la cabaña de
de la cabaña, hasta que
sus horribles voces, – en
llegó a Kustov, donde la
el frío invierno estaremos
encontraron,
caminando
esperando por ti –.
apenas, deshidratada y
exhausta… aferrada al
Las horas pasaron y no se
recipiente de la muestra
escuchó más, sólo el sonido
y la correa de la escopeta
del viento golpeando las
que tenía el cañón doblado…
paredes, el cansancio al fin
estaba casi muerta… esos
la derrotó. Cayó dormida en
hombres que la encontraron
la silla junto a la chimenea.
le arroparon, cuidaron y,
Despertó de golpe al día
a los cinco días, vinieron
siguiente,
aproximadamente
por ella y se fue sin mirar
Aquél que viene a jugar
La oscuridad era abrumadora…
Su cuerpo aún estaba rígido, y aunque su corazón se
mantenía en funcionamiento, era claro que ya no era
la misma maquinaria de antes, de ayer, por ejemplo.
Compararlo con un reloj hecho en Suiza, sería más
que grosero. El punto más cercano de comparación
sería tal vez un espárrago.
Pero al menos estaba vivo.
Jerry se encuentra postrado en una cama donde su
cuerpo encaja perfectamente. Mide un metro noventa
y dos; así que encontrar una cama donde él se sienta
cómodo no fue nada fácil. Pero a Jerry no le han
preguntado si se siente cómodo o no. Al menos que ese
que pregunte quiera un silencio por respuesta.
Jerry se encuentra en coma, hace apenas dos horas
sufrió una hemorragia cerebral, tiene una hora y
quince como nuevo inquilino de este hospital. Pero
hace sólo veinte segundos se dio cuenta que no estaba
muerto; quiso abrir los ojos y sus párpados no le
respondieron.
Lo que vio fue la oscuridad, y esta era abrumadora.
Jerry comenzaba a tener recuerdos: regresaba
a su remolque después de una prolongada tarde de
tragos. Faltaban veinte minutos para la medianoche,
trastabillaba por el camino apestando a ron y
tabaco barato. Siempre que sentía la necesidad de
alcoholizarse sabía que tenía que aventurarse a pie
de regreso hasta su lugar de residencia; es casi un
kilómetro completo a lo que tiempo atrás solía llamar
“hogar”, a poco menos de trescientos metros de la
carretera estatal 495, en la tranquila y aburrida
localidad de Lowell, a 37 kilómetros de la ajetreada
y ruidosa ciudad de Boston.
Llamaba ahora “morada” a lo que antes era “hogar”,
pero bien podría llamarse “Reikiavik” o “la casa que
no rueda” … nadie notaría la diferencia. Ni a nadie
tampoco le importaría. En la taberna de Zigfried se
la estaba pasando en grande. Cantando a pleno pulmón
clásicos de Billy Joel, Cat Stevens y hasta de Van
Morrison. Pero los billetes se terminaron. Después de
más de seis horas allí sabía que tarde o temprano eso
iba a suceder, era algo en lo que estaba plenamente
consciente, además, de emprender el regreso a pie
Carl ya no quiso invitarle más tragos gratis, se
conocían desde los nueve años.Habían jugado béisbol
juntos desde niños infinidad de veces; no significa que
siempre tuviera que invitarle las rondas. Zigfried
ya lo había comprendido tiempo atrás, y eso que él y
Jerry nunca jugaron juntos. Es más, Zigfried nunca ha
jugado béisbol en su vida. ¿Alguna vez han visto a un
austriaco jugarlo antes?
— Creo que es mejor terminar la juerga aquí Jerry
— le decía un Carl tambaleante y doble (o al menos
Jerry así lo veía) mientras regresaba del mingitorio,
peleándose con su bragueta — el dinero nos ha
abandonado. — “Abandonado”, la palabra maldita que no
se debía pronunciar frente a Jerry. Afortunadamente
este no la había escuchado. Se divertía viendo a Carl
y recordando una vieja portada de Alice Cooper donde
se pescaba la verga con el zipper del pantalón.
— Carl tiene razón — intervino Zigfried, en el
momento en que terminaba de limpiar los ceniceros.
No quedaban más clientes, — anda chico, ha habido
reportes de saqueos a remolques en la zona, hace unas
noches entraron al de…— interrumpe Jerry — ¡M-m-mi
remolque seguirá en su lugar!, ¡y a salvo! Al igual que
lo poco que me queda dentro d-d-d…— Jerry arrastraba
la “d” en el momento mismo que Alice Cooper comenzaba
a cantar “I`m Eighteen” en la rockola…— ¡vaya. Por fin
Carl! ¿No pusiste esa canción hace más de dos horas? —
Jerry era capaz de arrastrar una letra estando ebrio,
pero jamás desentonaría si se trataba de cantar un
himno como “Tengo dieciocho años”. Aunque se halle a
veinte años de eso. Zifgried salió de la barra, y de
un tirón desconectó la rockola.
— La fiesta terminó —
— Zigfried tiene razón, no es buena idea que dejes
la casa tanto tiempo sola. —
— Para su información, señoresss (ahora arrastraba
la “s”), La Pequeña Cosa Salvaje está resguardando,
celosamente, nuestra sagrada residencia; si alguien
se atreviera a entrar… podría salir con los huevos
arrancados. —
— ¡Desdichado de él! —
Un estruendoso “Jajajaja” se escuchó hasta el Fenway
Park de Boston. Zigfried dejó escapar el vaso que
limpiaba, que irremediablemente se hizo añicos en el
piso. Y de puro gusto, encendió la rockola de nuevo,
puso tres créditos más e invitó rones para todos.
Cortesía de la casa.
Bárbara no dejó una nota para decirle a Jerry que
lo abandonaba. No, Bárbara se lo gritó de frente; se
lo gritó hacia arriba, parándose levemente sobre las
puntas de sus pies y apuntándole con su dedo índice,
como si deseara metérselo por la nariz, y rasgarle el
cerebro por dentro.
Jerry sentía cosquilleos en la nariz.
Como si alguien se la estuviera rascando.
Una rasposa y fría manita.
“Rasgarle el cerebro por dentro”; vaya que algo así
provoca miedo.
Ese era el motivo por el cual Jerry no quería regresar
a su casa. Tres rondas con Zigfried se convirtieron
en seis, luego en nueve y Engelbert Humperdinck en la
rockola. A Zigfreid le encantaba Engelbert, además
él ni siquiera estaba bebiendo y conocía bien la pena
que pasaba el pobre Jerry. ¿Qué no están para eso los
cantineros?
Suficiente: doce tragos eran demasiados. La casa
pierde, a fin de cuentas. Jerry iba haciendo “zetas”
por el camino. Cigarro en mano, un Zebra. Cuando
conoció a Bárbara ella fumaba Zebra. Ahora Bárbara no
debe de estar fumando si quiera: espera un bebé, que
obvio, no es de Jerry.
Si eso fuera estaría celebrando, y no, lo que quería
es olvidar.
Su método es el alfabético. Sus prioridades son
las dos primeras letras del abecedario: la “A” de
aniversario y la “B” de Bárbara.
Cincuenta minutos de caminata después, Jerry ya no
se siente tan ebrio. ¡Demonios!, eso encabrona como
no tienen idea. Estar tantas horas bebiendo para luego
sacar todo ese alcohol transformado en sudor, lo hacía
sentir como la típica señora obesa que hace dos horas
de bicicleta, para luego, al terminar, engullirse una
hamburguesa con doble carne, pepinillos y papas a la
francesa. Con su respectivo refresco de dieta, hasta
las gordas saben que ante todo la figura.
Diez metros antes de llegar a su casa rodante, Jerry
se detuvo; se inclinó un poco y tocó sus rodillas
con ambas manos, jadeó, tomó aire, vomitó y se sintió
mucho mejor.
A lo lejos: un ladrido ahogado, Jerry sonrió. Otro
ladrido…las luces estaban encendidas.
— ¿Las habré dejado encendidas? — Un ladrido más,
luego otro, otro… y otro; la Pequeña Cosa Salvaje,
pensó Jerry, y avanzó a paso decidido.
Al abrir la puerta, La Pequeña Cosa Salvaje le saltó
encima. Sí, era “ella”, era “pequeña” si quieren le
pueden llamar “cosa”, pero de “salvaje” no tiene nada.
Más bien era “salivable”; una schnauzer estándar de
tamaño mediano, color gris con blanco hizo que Jerry
perdiera el equilibrio, y cayera con todo su peso de
espaldas.
Su cráneo chocó contra un pedazo de concreto al que
siempre amenazaba: — “un día de estos, el que menos
te esperes, te moveré a donde menos estorbes”. —
La Pequeña Cosa Salvaje (que no tiene nombre,
herencia de Bárbara), lamiéndole el rostro. Su cabeza
se convirtió en un cascarón de huevo.
¡CRANK!
Y se quiebra, partido a la mitad.
Un charco de sangre.
Ladrido, lengüetazo, ladrido, lengüetazo…los brazos
se relajan.
La Pequeña Cosa Saltarina salta a su estómago.
Jerry Keller tiene otro flashazo. Más recuerdos
llegan.
¿Fue hace dos días? o, ¿fue hace un momento?
La oscuridad sigue siendo abrumadora.
¿Por qué diablos no puedo abrir los ojos?
¿Qué me está brincando en el pecho?
Las palabras no salen, sus labios no se mueven.
Allí hay alguien, para nada está solo. Es como estar
muerto en vida…un vegetal tiene más vida.
Y además consciente.
Como esos soldados que sobreviven a Vietnam, Jerry
miraba muchos programas de guerra después de que lo
dejara Bárbara, se pasaba horas tumbado en la cama;
La Pequeña Cosa Salvaje de un brinco le saltaba a la
barriga. Como ahora.
Algo le oprimía el estómago, exhalaba su aliento en
el rostro, rancio, desagradable.
Y ahora le estaba tocando uno de sus ojos; deditos
rasposos, callosos, le sujetaban uno de sus párpados.
Y lo abría: Jerry pudo ver la luz, y no le molestó,
fue el horror lo que le hizo gritar… Sólo que el grito
no salió… más bien se ahogó.
Era un pequeño ser de no más de medio metro, con la
piel arrugada y color marrón; parecía un viejo, pero
Jerry dudaba que fuera humano. Lo primero que cruzó
por su mente, fue la leyenda de los leprechaun, y
quiso esbozar una sonrisa para calmar su miedo. Pero
no pudo mover ni un músculo de su rostro; y el no
poder le hizo sentir más terror.
No usaba sombrero ni estaba vestido de verde, pero
¿era una regla?, sus dos orejas eran puntiagudas,
tenía ojos vidriosos y celestes ¿eran de ese color?
La criatura debió de adivinar la incertidumbre de
Jerry porque se acercó tanto para que él pudiera
verlos bien. Sí, eran celestes.
Traía puesta una chaqueta roja con botones brillantes
y plateados, aunque no podía verle los zapatos, estaba
seguro que eran de punta muy filosa. De metal. Ya que
le clavaba uno de ellos en las costillas. Con un
vertiginoso movimiento y precisión quirúrgica, el
diminuto ser hizo uso de una de sus filosas uñas (que
sólo tenía en los dedos índices, similares a las de
los halcones), de un tajo le arrancó el ojo derecho
a Jerry, fue todo tan rápido que ni una sola gota de
sangre brotó. De su bolsillo izquierdo, el espectro o
duende si así gustan llamarlo, sacó un pequeño ojo de
cristal y lo insertó en el negro orificio donde antes
Jerry tenía el suyo.
Muy apenas se enteró de lo sucedido.
Seguía consciente y presa del pánico. La oscuridad
ya no era tan abrumadora. Ahora lo que lo molestaba
era la asfixia que sentía.
La Pequeña Cosa Salvaje siguió ladrando, como si
en eso se le fuera la vida o la de su amo. En tan
sólo quince minutos logró la atención de la señora
Roberts, una bebedora compulsiva de té, y jugadora
de bingo, viuda, de sesenta y seis años que vivía
desde hace tiempo con su nieto Hunter; fumador y
vendedor de hierba; se la pasaba entrando y saliendo
de la correccional. Fue él quien hizo la llamada a
emergencias médicas. Por suerte no andaba en uno de
sus viajes.
Inmovilizaron a Jerry, y luego lo subieron; Verónica,
una nerviosa y linda latina de ojos grandes color miel
no dejaba de mirarle. Mezcla de lástima, tristeza y
compasión. Era su primera noche como paramédico, lo
único que pasó por su mente durante el trayecto fue
tomarle de la mano, todo el camino, sin soltarlo.
Jerry en un impulso apretó fuertemente la suya.
O al menos así fue, durante tres segundos. Luego
Verónica le acarició la mejilla.
— “…está bien, todo estará bien”. — Jerry sintió la
fresca brisa que exhalaba su boca. No sabía si estaba
muerto o vivo, sólo sabía que iba a estar bien. Y fue
cuando las imágenes comenzaron a rondar en su cabeza.
La explosión fue una acción muy dolorosa. Desgarró
sus brazos, genitales y extremidades. Fue privado
de todo: menos de seguir pensando perfectamente. El
ejemplo más acertado de comparación sería: un torso
sin rostro; no ojos, no oídos, no dientes y no lengua.
Y eso es lo que es.
Cuando Jerry era un mocoso de tan sólo doce años,
había leído la historia de Joe Bonham; escondido en
el ático cuando debía de estar dormido por las noches
en su natal Dakota. Subía a escondidas, linterna en
mano y le dedicaba cuarenta minutos, mínimo, a la
lectura. Luego regresaba a la cama. Su padre era un
lector feroz, un devorador de libros; pero le había
dicho que ése no era el tipo de lectura apropiado
para un niño de su edad. Así que imaginó que por
estar prohibido sería una lectura excitante y tenía
que leerlo.
No se equivocó.
Desde entonces creció en él, un deleite por los
temas bélicos, películas, libros sobre la Primera,
pero sobre todo la Segunda Guerra Mundial. Después
de conocer a Bárbara, Jerry la llevó a una función de
medianoche; el Cinema Coliseum exhibía “Full Metal
Jacket”. Bárbara salió hecha un manojo de nervios,
con la mirada perdida, fumaba un Zebra tras otro,
la mano izquierda le temblaba. No quiso tener sexo
con Jerry esa noche, pidió que la dejara en su casa.
Si hubieran visto “Love Story” la cosa hubiera sido
distinta.
Cortando sus recuerdos y de regreso a la ambulancia,
Jerry tuvo una serie de preocupaciones. Sabía que
estaba vivo, más no completo.
Consciente de que podía sentir, aún tenía tacto,
sentía la suave mano de Verónica acariciándole de ratos
el pelo, apretando su mano, él le devolvía el apretón,
según sus fuerzas le permitían. Pero cada vez estaba
más débil. Los párpados no le respondieron, quiso
abrir los ojos pero al menos se dio cuenta que estos
no le faltaban. Sintió el roce de la palma de la mano
por uno de sus oídos, bien, tengo un oído, pensó, no
creo que se trate de un miembro fantasma, puedo oír
el barullo que hacen por aquí. ¿Cuántos son?, creo
que tres, una de ellos es una chica, sé que tengo mis
brazos (al menos uno) ya que puedo sentir una mano
entre la mía. Y ese aroma, es una combinación entre
dulce, agrio y penetrante, perfume de mujer, colonia
y sudor. Al menos mi nariz está bien… enseguida Jerry
quiso cerciorarse de que tenía sus dientes completos
y su lengua; así que trató de mordérsela y no pudo.
No hallaba su lengua ¡No tenía lengua!
Estaba firmemente sujeto a la camilla, y comenzó a
tener violentas convulsiones.
— ¡Carl! ¿viste eso?, ¡llama a la enfermera, Jerry
tuvo una convulsión! Dios, fue tan horrible, me asustó;
pobrecito ¿Por qué tuvo que pasarle esto a él? — era
Sam, la esposa de Carl olvidándose por completo que
estaba en un hospital gritaba como si se encontrara
en un juego de los Red Sox; y el tercera base hubiera
cometido una terrible pifia.
— Sssshhh… no levantes la voz — Carl volvía del
sanitario, y con el dedo índice señalaba que debía
bajar la voz a su esposa. Esta vez no sostenía ninguna
pelea con su bragueta. — Iré a buscar una enfermera
— le dijo en un susurro. Jerry podía oír claramente
las tranquilas y murmurantes palabras de Carl. Sabía
que había alguien más con él (Sam ¿Quién más si no
ella?), pero no le escuchó hablar.
No escuchaba los gritos, solamente las voces que
hablaban por lo bajo.
Y las risitas siniestras.
Cuando Carl fue en busca de la enfermera, Sam se quedó
con él. Tenía esa expresión afligida, ese semblante
que tienen las madres cuando ven a uno de sus hijos
postrado en una cama de hospital. Ellos no tenían
hijos, así que el instinto maternal de Sam brotó en
ese instante.
Las lágrimas hicieron acto de presencia, resbalando
por sus mejillas, y cuando se acercó a tomar un kleenex
de la cajita que se encontraba junto a Jerry, notó
algo que llamó su atención, Jerry también lloraba,
pero solamente con un ojo. Del derecho no asomaba
lágrima alguna.
Eran las dos y cinco de la tarde. Diez minutos antes
de que Carl y su esposa llegaran. En el piso nueve
todo era calma y quietud; aunque había momentos en que
el sentido auditivo de Jerry se despertaba en alerta
(igual que su pene; juraría que en estos momentos
estaba firme, en una asombrosa erección, como diciendo
“mira Jerry, ¡estoy vivo! ¡No eres un vegetal después
de todo!). Unas pisaditas se escuchaban claramente
en los alrededores de su gigantesca cama de metal
reforzado. Luego risitas, cuchicheos…más risitas.
En la mente de Jerry se dibujaba una sonrisa que sus
labios no podían mostrar (como ya se ha mencionado
antes), si viviera en un circo de fenómenos, sería
conocido como “El Hombre sin Expresión”. Pero eso no
le quitaba importancia ya que en su mente se veía a
él montando a una rubia de enormes pechos; haciéndola
gemir, pidiéndole, suplicándole una ración extra de
su miembro erecto. En una última embestida. Toda una
proeza para un hombre que se encuentra en coma.
Jerry se preguntaba si aún sería posible eyacular
en el estado en que se encontraba.
En ese momento ya había dejado de prestarle atención
a los ruiditos que se oían en la habitación. Cuando
de improviso, sintió de nuevo la rasposa manita por
debajo de su bata. Apretando con fuerza su firme
miembro. Duro como una piedra. Y de nuevo las risitas.
Y otra vez el grito ahogado; en ese instante, lo
único que pasó por su cabeza fue el intento de tragarse
su propia lengua. Intención fallida.
De una manera muy curiosa, la extraña criatura le
salvó la vida al maltrecho Jerry. Si no fuera por su
rapidez mental y quirúrgica, mezclada con una alta
dosis de sadismo o — quizás en el lenguaje de los de su
propia especie, ¿hay otros como él en el hospital? — sólo
sea una manera de jugar. Un sano jugueteo infantil.
Como los chicos que juegan en la mesa del comedor
al “Operando”. La criatura notó algo fuera de lo
normal en su entorno. Teniendo en cuenta si llamamos
“entorno” al larguirucho y comatoso bulto al que había
dejado ya sin un ojo. Lo más seguro es que lo haya
percibido. El terror huele a sudor frío, mezclado con
olor a heces fecales y adrenalina. Como la loción más
barata que se puede encontrar en un Seven Eleven.
El caso es que eso mismo percibió el pequeño-doctorquita-órganos-aquí-quita-órganos-allá.
Y en ese
momento dejo libre el pene (que se volvió tan flácido
como los espaguetis que Bárbara cocinaba cuando era
“la Bárbara, el amor de la vida de Jerry Keller”).
Si el miembro de Jerry pudiese hablar, hubiera dicho
“¡Gracias!” Si Jerry hablase, de seguro diría “hey,
hey ¡aléjate de mí!” El hombrecito color marrón de un
brinco volvió al pecho de Keller. Una sensación que
le era muy conocida. — “Oh Dios, Dios, si en verdad
existes, y yo sé que existes; no dejes que me deje
totalmente ciego”. —
Jerry Keller hubiera sacrificado con gusto su ojo
bueno.
La fuerza de tan sólo tres deditos fue necesaria
para abrir la boca de Jerry. Con la mano libre y de un
solo tirón, la lengua fue arrancada y sustraída de la
boca. Esta vez sintió un poco de dolor, y eso alegró
a Jerry. Bien pudo agradecerle a Dios por que aún
mantenía su ojo izquierdo y porque aún podía sentir
un poquito de dolor.
Significaba que estaba vivo.
Pudo darle las gracias a Dios, pero sin lengua ¿Cómo
se logra eso?
Del otro lado del país, casi hasta la frontera con
el Canadá. En una Amsterdam muy distinta a la que
todos conocemos; donde no cruza el río Amstel, no
existen los coffee shops, la marihuana legal, el sexo
en los aparadores, el barrio rojo, Ana Frank no tuvo
su casa y no se produce la cerveza Heineken…
En un pueblito hundido en las profundidades de
Montana, de nombre Amsterdam pero con apenas 200
habitantes, una mujer que ha perdido su bebé, mira
con tristeza una cuna vacía… sujeta con resentimiento
un muñequito alargado hecho de trapo. Como si él
fuera el causante de toda su desgracia, le ha clavado
alfileres en su ojo derecho, en medio de la boca, le ha
picado una y otra vez entre las piernas…ahora decide
si dejar el alfiler de una buena vez ahí, o jugar con
las uñas de sus pies.
Ya le había dicho su abuela en más de una ocasión:
“Si te vas con ese hombre que no es de nuestra
estirpe, caerás en desgracia”. Bárbara lo pasó por
alto. Y nunca se debe pasar por alto la advertencia
de una respetada gitana irlandesa. Nunca.
Postrado en la cama continuaba Jerry. No era una
especie de “Bello Durmiente” más bien algo como un
“Gigante Dormido”.
Pero, ¿en qué momento se despierta el gigante? Lo
mismo quisiera saberlo él. En su memoria se encuentra
la proyección de esa película que filmaron sobre Joe
Bonham. “Johnny toma tu fusil”. ¿Pero por qué Johnny
y no Joe? “Johnny, Joe, Jerry; ¿es que todo lo que
comience con la letra J se tiene que joder? —¡Joder!
“Señorita ¿Cómo se encuentra mi hermano? —
— “Le hemos administrado tranquilizantes”. —
— “Pero, ¿mejorará?” —
— “Hacemos todo lo que podemos”. —
Jerry seguía escuchando claramente los murmullos,
las conversaciones por lo bajo; como los diálogos entre
la enfermera y una angustiada mujer que preguntaba
por su hermano.
Lo que Jerry ignoraba era que ellas dos se encontraban
cuatro pisos debajo de él. Eran las 4:45 de la mañana,
los únicos murmullos en todo el hospital. “¡YO NO
QUIERO QUE HAGAN TODO LO QUE PUEDAN, YO QUIERO QUE LO
SALVEN!” La mujer gritó desesperante.
Jerry no pudo escucharlo.
Al principio sintió un cosquilleo en los dedos
del pie izquierdo, un alivio al pensar que había
recuperado el movimiento. Aunque sea el mínimo. Luego
el horror lo volvió a inundar, al darse cuenta que
era la misma manita rasposa de siempre. La Pequeña
Cosa horrorosa había regresado a jugar.
Primero fue la uña del dedo pequeño, esa no dolió.
Bárbara jadeaba, echaba la cabeza hacía atrás y
cerraba los ojos. Tenía las piernas abiertas y el
clítoris lubricado. Donald, su amante, todo un experto
en cuanto al sexo oral desde hace cinco años. Ella
se encuentra delirando. Mete la mano debajo de uno
de los almohadones y de él saca la figurita hecha de
trapo. Jerry convertido en uno de esos cactus para
poner alfileres, tirado en una cama de hospital cuando
en toda su vida jamás se había enfermado.
Aparte él ni siquiera es irlandés ¿Por qué está en
un Hospital exclusivo de la Comunidad Irlandesa de
Massachusetts?
Bárbara y un pequeño alfiler en la mano izquierda,
con la derecha sujeta al Pequeño Jerry Hecho de
Trapo; el alfiler es filoso y brilla a la luz de las
lámparas de techo en la habitación. Tiene uno más
diminuto encajado en la orilla del pie izquierdo.
Es el espacio suficiente para que entren cuatro más.
Cinco en el otro piecito de tela.
Pero una embestida imprevista y violenta de la
lengua de Donald hace que Bárbara se flexione y pierda
la concentración en un largo y climático alarido. Un
alfiler de no más de 7 cms. va directamente a clavarse
en medio de las piernas de la figura “voodoo” … Jerry
que en ese instante seguía divagando, ahora trataba
de recordar y revivir las cuarenta y seis victorias
de su equipo favorito de béisbol “las Rayas de Tampa
Bay” (que en esta temporada pelean el primer lugar
de división). Habiendo nacido en Dakota, ¿por qué no
hacerse fan del equipo que le de la gana?
En ese momento volvió a sentir la mano y un apretón.
Ahora en uno de sus testículos.
“Por favor, por favor, no me hagas daño”.
Literalmente, ¿han roto un blanquillo tan sólo
apretándolo con el puño cerrado? Puede llegar a ser
hasta asqueroso. Literalmente.
Afortunadamente, Bárbara tuvo un poco de compasión
hacia su indefenso y ya bastante atrofiado ex pareja;
así que quitó el alfiler (no, sin antes removerlo con
violentos movimientos un par de veces). Y lo encajó
en el centro de una uña, dedo gordo del pie derecho.
Vaya puntería. No debe de ser tan sencillo cuando
estás recibiendo el mejor sexo oral de tu vida. Se
necesita bastante concentración. U odiar mucho a tu
ex.
El dolor que sintió en ese momento se compara con la
marca de un hierro caliente. Al rojo vivo. El ardor
viajó por todo su sistema nervioso hasta su cerebro.
Su espalda no hizo arco, los brazos no se expandieron
hacia los lados. Simplemente porque no podía hacerlo.
Después sintió la uña de su torturador. Rasgar,
rasgar, en el lugar donde antes estaba la suya.
Y la risita:
“Ji ji ji “.
Y ningún susurro alrededor, ni en el piso de arriba,
ni en el de abajo.
“¿Qué nunca hay nadie en este jodido hospital?”
“¿Soy el único aquí que sufre?”
“Ji ji ji”.
“¿¡Por qué me haces esto!?” “¿¡Por qué juegas
conmigo!?”
Otra uña: ahora una antes del dedo gordo, mismo
pie: el derecho. Y luego otra, y otra, y otra… el pie
derecho quedaba libre de uñas. Por la frente de Jerry
surcaban dos gotas de sudor frío. Pero él ni siquiera
se daba cuenta de eso. Los oídos comenzaban a zumbar.
¡Su nariz se movió! Un micro-milímetro si gustan,
algo nulo para la vista humana. Pero movimiento al fin
y al cabo.
Jerry había sido castrado. Resultaba hasta irónico;
una acción completamente “fálica”; de toma y daca.
Un ojo por ojo. Miembro por miembro.
En un orgasmo final, Bárbara hizo un movimiento que
quizá no fue voluntario. En el fondo no era de su
intención. ¿Por qué tener que desgraciar a la persona
con la que había pasado tantos momentos a tal extremo?
Se puede vivir muy bien con un solo ojo. Las uñas
vuelven a crecer. Eso es seguro.
¿Vivir sin lengua? Jerry nunca fue hombre de palabras
inteligentes. No lo sería ahora.
Pero quitarle el placer sexual, y mandarlo a orinar
sentado. Si es que se le antojaba hacerlo de esa
manera. Eso sí era cruel.
Un movimiento brusco de su muñeca con alfiler en
mano, en el instante que Donald terminaba dentro de
ella fue la orden final.
“Ve por eso que estoy pinchando”.
Y La Pequeña Cosa obediente y monstruosa arrancó
de tajo. Como se sustrae una zanahoria de la tierra
fértil.
Quitando esa palabra del diccionario de Jerry Keller.
Jerry sintió dolor, y agradeció una vez más por
estar vivo. Y en ese momento deseó morir.
“Mátame” le dijo mentalmente a su verdugo.
“Ji ji ji” fue todo lo que hubo por respuesta.
Y ahí se quedó…
Las luces del hospital se apagaron.
Como las de él se habían apagado ya tiempo atrás.
12 horas después.
Aún continuaba allí, su soledad haciéndole compañía.
Viendo esa antigua película en su memoria. “Jerry
toma tu fusil”.
Si tuviera un fusil y el movimiento para poder
usarlo, sin duda lo haría de una manera útil. Pobre
iluso.
En el otro extremo del país, recostada en la cama,
cigarro en mano, yace desnuda Bárbara, sólo trae
puesta una gorra de los Red Sox echada hacia atrás.
Fuma. Nerviosa.
Era el juego decisivo para lograr el pase final a
la postemporada. Los Red Sox y las Rayas de Tampa
Bay se miden, ambos equipos con 87 victorias. Sólo
uno estará de pase. El otro a ver los play-offs por
televisión.
Treceava entrada, el juego empatado a tres. Steve
Winters de los Sox lanzando desde la entrada once;
ya ha dado dos bases por bolas y se le nota cansado.
Pero su manager confía en él, Bárbara no.
— ¡Mierda! ¿Qué te faltan para sacarlo? ¿Cojones? — grita
frente al televisor — haz un cambio de pitcher.
¡Ya!...Y tu Jerry, deja de poner esa sonrisa —.
Pero Jerry ya no estaba allí para disfrutar esas
tardes de béisbol. Bárbara miró a su lado y en lugar
de verlo a él, sólo estaba el cenicero y el muñequito
de trapo lleno de alfileres, trece en total.
Una mueca se dibujó en su boca, y las ganas de
llorar, de odiarse a sí misma por las atrocidades que
había cometido.
La caja de música
y
los Monjes Siniestros
Pero ya lo hecho, hecho está. Apagó su cigarro
y encendió de inmediato otro, en el partido las
cosas se veían muy tensionadas; el manager del Boston
después de una plática con su lanzador había decidido
dejarlo. Eso a Bárbara la tenía hecha una furia.
Varias partes de las tribunas abucheaban también la
decisión. Un corredor (Héctor González, latino que
por su velocidad apodan “Speedy”) ronda amenazante
la segunda base, ya se la había robado en un abrir y
cerrar de ojos. No por eso se había ganado su mote.
Winters prepara el lanzamiento, después de ponerse de
acuerdo con su catcher de origen polaco. Todd Helton
está listo en la caja de bateo.
¡Y es un hit al jardín de la derecha!
“Speedy” González dobla por tercera y llega… ¡Quieto
en home! Tampa Bay gana el partido cuatro a tres. En
ese momento Jerry Keller abre su ojo de verdad, da
una exhalación de aire nada puro, más bien de éter y
formol que le entra de lleno por los orificios nasales.
Despertó del coma.
Ha vuelto a nacer. Mutilado. Y su grito de terror y
clemencia, retumba en todo el lugar porque ha vuelto
a ver la luz. Y esta era abrumadora.
Ella quería irse a
descansar, su hora
estaba por llegar,
hasta el día de hoy estoy
convencida sin duda, le
pidió a la muerte se la
llevara de este plano.
Podía ver su cansancio, su
hermoso cabello con reflejos
de plata fina encerraba
todo el trabajo que había
realizado a lo largo de sus
120 años. Una vida muy larga
de llevar, y a pesar de lo
pesado de su carga, ella
seguía muy lúcida, fuerte,
y no necesitaba lentes para
leer; increíble, hermosa,
sabia y mística, así era mi
abuela.
El día que me regaló
su preciada caja de
música, yo me encontraba
muy feliz escuchando mi
banda favorita: Monjes
Siniestros. ¡Vaya que
disfrutaba cada acorde
y la secuencia de sus
canciones!, mientras mi
mente trataba descifrar
cómo era posible que cinco
mortales fueran capaces de
componer semejantes piezas
que me transmitían cosas
que no puedo explicar.
Mi abuela sabía que yo
amaba esa banda, ¡vaya
que lo sabía!, como muchas
otras cosas; era la única
persona en el planeta a la
que no le podía ocultar mi
alma, podía ver a través
de mí, lo sabía todo,
absolutamente todo, aún y
cuando trataba de mantener
secretillos, ella era
hasta que encuentres
de la música de las almas
“Murmur, creador de la
capaz de conocerlos, era
alguien digno de ella, o en
mientras se encuentren
caja, protector de la música,
muy astuta.
caso contrario terminará
adentro, ellos son obligados
yo soy la nueva vigilante
contigo -.
a complacerte tocando las
de tu hermoso trabajo
Se acercó y me dijo:
- Esta caja me la regaló mi
piezas que realizaron
realizado en madera, atrapa
- tengo un regalo, te lo
bisabuela, y ahora yo te la
mientras habitaron el
el alma de (Nombre de él o
has ganado y sé que algún
voy a dar a ti. Adentro vive
mundo.
La caja ahora es
las víctimas), deseo que me
día lo vas a amar con todo
el alma de Mortos, un gran
tuya, y tu podrás ponerle
acompañen hasta que yo muera.
tu ser, así como yo lo he
músico que en su época me
la música que tú quieras,
Murmur abre la puerta del
hecho. Debes primero poner
maravillaba, así que decidí
pero debes seleccionar
Limbo y atrapa la música en tu
mucha atención a lo que te
que su música me acompañara
muy bien, porque sólo
caja. Te ofrezco las almas,
voy a explicar, pues sólo
durante toda mi existencia.
funcionará una vez, puedes
acéptalas, con tu poder y mi
va a funcionar una sola
Siempre fui su gran
escoger cualquier artista
voluntad a partir de ahora.
vez en tu vida, y tendrás
admiradora, y celosamente
u orquesta y su música te
¡Oh poderoso Murmur, abre
que decidir si después se
lo guardé conmigo para
acompañará por siempre,
la caja, por favor, ahora
la vas a pasar a alguien
siempre, cuando lo puse en
pero cuando decidas a
y hasta mi muerte que sus
que realmente la merezca,
la caja el mundo se olvidó
quien elegir, debes tener
almas se queden dentro de
o si te la llevas a la
de él y todo lo que había
en cuenta que sus almas
tu creación!”
tumba. - ¿Qué es abuela?
hecho desapareció. Sólo yo
quedarán atrapadas en la
- Mi adorada cajita de
lo puedo escuchar, cuando
caja hasta que tú mueras.
Al final de todo ese
música -.
muera su alma será liberada
Puedes heredarla a alguien
conjuro vas a poner tus manos
y pasará a ser parte de
que tú creas la merece, los
encima de ella y cerrarás
Me quedé sorprendida y
la colección de almas de
años te darán la sabiduría
los ojos y los abrirás hasta
muy callada, pues yo sabía
Murmur... -
para percibir cosas que
que la música salga de ahí,
que ella adoraba esa caja.
ahora no puedes. Sólo
entonces podrás regresar a
Todos los días la escuchaba,
- No entiendo abuela, o
tú puedes abrirla, y para
tus aposentos y disfrutarás
y solo ella la podía abrir,
sea que la caja ¿ya no va a
que obtenga la música
de tu caja como yo lo he
nadie más la podía escuchar,
tener música? -
debes realizar un pequeño
hecho todo este tiempo -.
era un objeto muy peculiar,
ritual, tiene que ser en
único en su género, jamás
- Así es mi niña, la caja
sábado a la luz de la luna,
- ¿Quién es Murmur abuela? -
vi otra igual.
ya no tendrá música porque
en un lugar privado, vas a
- Murmur es el
el alma de Mortos pertenece
dibujar el sello que trae
diseñador y fabricante
- Empezaré por contarte
a Murmur desde el momento en
la caja en la tierra, y
de la caja, él también
la historia, la cual
que entra en ella. Murmur es
después tienes que ofrecer
es quien va a poseer
es ahora un importante
tan generoso que permite al
tu sangre mientras invocas
todas las almas que
secreto que debes mantener
dueño de la caja disfrutar
el siguiente conjuro:
entren en ella -.
- Abuela, gracias por el
de plata detalladas eran
su apoyo y así como si nada,
solía perderse por horas.
regalo, pero no sé si sea
un toque divino. Murmur…
simplemente se fueron. Me
Era sábado, había una luna
capaz de utilizarlo, el sólo
no podía dejar de pensar en
quedé en mi lugar paralizada,
brillante y hermosa en el
hecho de pensar que ésta caja
ese nombre, y pasaba mucho
viendo dolorosamente como
firmamento, iluminando mi
es en realidad una clase de
tiempo admirando su gran
quitaban sus instrumentos,
sendero, y llegué al lugar,
cárcel para atrapar almas
obra, la cual ahora decoraba
y como todo llegaba a su
lo sentí en mi ser, ahí debía
me da un poco de temor -. Mi
mi tocador, a lado de mis
amargo fin.
¡No puede ser!
realizar el ritual.
abuela se sonrío y dijo:
perfumes y cosméticos.
No más Monjes Siniestros.
- algún día vas a abrirla, lo
Hermosa la caja, muy hermosa,
La seguridad del lugar pidió
Dibujé en la tierra el
sé... Cuídala mucho mi niña,
pensé que se quedaría cerrada
que me retirara, y decidí
sello que estaba grabado
es muy hermosa y preciada,
para siempre, hasta que el
caminar a casa, pues una
en la caja, el sello de
sé que tú la vas a cuidar
día llegó.
hora entre las sombras me
Murmur. Corté mi mano con
bien, como yo lo hice -.
caería bien para asimilar
la piedra de obsidiana que
Le di un abrazo y volví a
Después de 25 años de
la ruptura de mi banda
uso como collar, tiene una
agradecerle, aunque para ser
música
ininterrumpida,
favorita.
punta filosa, no tuve dolor y
honesta, el concepto de la
piezas excelentes, giras
pude sentir la tibia sangre
caja me daba escalofríos.
promocionales, la más
Tal vez me lo estaba
corriendo por la piel,
terrible noticia llegó a
tomando muy a pecho, los
cayendo rápido encima del
A la mañana siguiente mi
romper mi corazón, la banda
integrantes de Monjes
sello, la tierra deseaba mi
hermosa viejita estaba en
que siempre había admirado,
Siniestros ni siquiera
sangre, y cada vez más tomaba
su cama, disfrutando la
con la que había compartido
sabían que yo existía, pero
la forma del sello. Proseguí
partida hacia el eterno
momentos en mi laberinto
ellos eran todo mi mundo,
a realizar el conjuro:
descanso, se le podía ver
de soledad, había llegado
su hermosa música me ayudó
su expresión pacífica y una
a su fin. Monjes Siniestros
a pasar ratos amargos, y
“¡Murmur, creador de
pequeña sonrisa. Bueno,
anunciaba su separación
llenaron de fuerza cuando
la caja, protector de la
ahora sí oficialmente yo era
definitiva, ya nada sería
lo necesitaba, así que no
música, yo soy la nueva
la dueña de la caja de ese
lo mismo, ya no van a
estaba dispuesta a dejarlos
vigilante de tu hermoso
tal Murmur.
componer más. Lloré mucho
ir. Murmur... Murmur...
trabajo realizado en
por la decepción, pero al
¡Sí!, ¡Murmur!
madera, atrapa el alma de
Murmur, qué nombre tan
menos podría acudir a su
Monjes Siniestros, mi banda
raro, ¡pero sí que era
concierto de despedida. Una
Me apresuré a casa,
favorita, deseo me acompañen
un gran diseñador!, la
noche maravillosa llena de
llegué a mi cuarto, con
hasta que yo muera. Murmur
caja era muy hermosa,
ansiedad y tristeza, pero
el corazón casi explotando
abre la puerta del Limbo
tallada finamente a mano,
como todo principio tiene
tomé la hermosa caja y salí
y atrapa la música en tu
y sobresalía ese sello tan
un final, la banda dio las
corriendo hacia el bosque
caja. Te ofrezco las almas
extraño, las aplicaciones
gracias a los fanáticos por
más cercano, donde mi abuela
de los cinco integrantes
de Monjes Siniestros,
la emoción, los Monjes
Ahora tengo 120 años y
amiga la muerte, pasa de vez
acéptalas con tu poder y mi
voluntad a partir de ahora.
¡Oh poderoso Murmur, abre
la caja, por favor, ahora
y hasta mi muerte, que sus
almas se queden dentro de
tu creación!”
Puse mis manos encima de la
caja, cerré los ojos, y pude
Siniestros vivirían por el
resto de mi existencia y
sólo yo podía contemplarlos
y disfrutarlos. Después de
todo, ellos se portaron de
manera egoísta al intentar
privar a sus fanáticos de
su música, al ya no querer
continuar realizando sus
obras, y eso yo no lo iba
la cajita de Murmur me ha
dado la felicidad completa
durante todo éste tiempo,
no me arrepiento en absoluto
y ellos siguen ahí dentro
tocando para mí. Soy tan
egoísta que creo pediré me
entierren con ella si algún
día me canso de vivir. Mi
en cuando, me trae saludos
de mi viejita y le digo:
- Sabes querida, yo no
me quiero ir a descansar,
porque no podré llevarme
la caja -, sólo se ríe y me
dice asombrada, - “Todos
se cansan de ella algún
día -.”
sentir un movimiento dentro
a poder superar. Mi viejita
de ella, una fuerza me hizo
tenía razón: el día en que
temblar, quedé inmóvil por
abriría la caja llegó.
un tiempo, no supe cuánto.
Un fuerte viento se hizo
También era cierto que el
presente y la caja siguió
legado de Monjes Siniestros
vibrando, mientras esa
desapareció del mundo al
energía sensorial seguía
instante en que entraron
emanando por unos cuantos
a la caja, las copias de
minutos más, el viento cesó,
sus discos que poseía ya
y pude claramente escuchar
no estaban en su lugar,
unos acordes demasiado
acudí a las tiendas de
familiares, los tenía
música para preguntar por
grabados en mi memoria,
ellos y nadie los conocía,
eran los acordes de Monjes
me informaron que nunca
Siniestros, estaban en mis
habían escuchado hablar de
manos. Abrí la caja y ahí
ellos, en realidad no había
estaban los cinco integrantes
rastro, todos los artículos
de la banda en miniatura,
promocionales que tenía
tocando para mí, sólo para
alusivos a ellos también
mí, complaciendo mis oídos,
desaparecieron. Eran tan
y haciéndome feliz.
buenos que el mundo no los
merecía más, sólo yo los
Regresé a mi cuarto
escucharía a diario y hasta
y no pude ni dormir de
mi muerte.
Los gritos de los niños
Hay pocas cosas
tan horrendas
como perder la
libertad. Supongo que la
única es entregarla. Y
lo que puede superar eso
es ignorarla. La soledad
hace olvidar que eres
libre. Si entiendes este
concepto, y lo multiplicas
por treinta años, quizá
logres imaginarte lo que
es una condena en prisión.
Pero “El Ojos” no tenía
que imaginarlo. Él estaba
condenado a un par de
cadenas perpetuas por
los delitos de secuestro,
asesinato, posesión ilegal
de un jaguar, y sabrá Dios
como llame la ley mexicana
al acto de torturar a
alguien hasta hacerlo
reír.
Mi socio, José Luis Mora,
se interesó en el caso de
este pintoresco recluso
(parece ser, era culpable
de asesinar a la hija de
uno de nuestros clientes)
y decidió visitarlo. Las
averiguaciones que tuvo que
llevar a cabo fueron de mero
trámite, pero al localizar
la prisión donde tenían
encerrado a “El Ojos”, se
encontró con que no podía
visitarlo.
Al parecer este
recluso, se veía
involucrado constantemente
en situaciones de
violencia. Los guardias
no podían dar una
explicación concreta de
acuerdo a los papeles de
mi socio, pero recuerdo
me dijo que como una
medida de seguridad
había que tenerlo en
aislamiento.
No es precisamente legal
mantener a un recluso
en solitario todo el
tiempo, así que se decidió
encerrarlo, por lo menos,
sin compañero de celda y en
un bloque con otros reclusos
al azar. Al menos la parte
de ponerlo solo parecía
una buena idea, pues todos
sus ex compañeros habían
muerto bajo circunstancias
sospechosas. Mi socio
me delegó el trabajo de
averiguar en qué consistían
estas muertes, al menos
hasta donde los guardias
podían decir, “El Ojos” no
había tomado parte activa
ni física en esas muertes.
Después de muchos
sobornos e intercambio de
favores, mi socio logró
concretar una entrevista
con el recluso en cuestión,
pero sólo si antes accedía
a hablar con uno de los
guardias, el oficial Reyes.
El video de la entrevista
con Reyes es muy claro
y breve. El oficial sólo
indica que no tiene
interés en el caso, ni
en la situación actual
del recluso. Sólo señala
que por el bien de toda la
población, el prisionero
debía mantenerse aislado.
Al parecer la presencia del
eo en cuestión incita a la
gente a actuar de manera
violenta, ya sea contra
otros o ellos mismos, pero
nunca contra “El Ojos”.
Mi socio tomó notas de
las anécdotas en las cuales
este peculiar recluso
había estado presente y se
sorprendió de que, en una
ocasión, si no es por la
oportuna intervención del
equipo del Oficial Reyes,
pudo haber estallado un
motín en al menos toda el ala
donde se tenía prisionero
a “El Ojos”.
Un par de días después,
mi socio se entrevistó con
este elusivo reo.
Su nombre real, era
Eugenio Juárez Verón. Pero
por alguna razón prefería
que le llamaran “El Ojos”,
porque todo lo ve.
También indicó que tenía
otro nombre, pero que no le
diera importancia.
Los detalles de la
entrevista se perdieron
por completo, la grabación
muestra mucha estática y
ruidos que impiden sirva
como documentación, pero mi
socio me contó que “El Ojos”
predijo acertadamente el
suicidio del Oficial Reyes,
quien intentó arrojarse
en repetidas ocasiones a
través de una ventana con
barrotes del ala oeste
de la prisión (con una
precisión, donde todo
indicaba que él mismo lo
hubiera llevado a cabo
desde la seguridad de su
celda). Predijo también la
última palabra del oficial,
la cual pronunció antes de
mutilar su lengua con sus
dientes: Tezcatlipoca.
Durante la entrevista,
Eugenio Juárez mostró que
en realidad, él nunca
había cometido un crimen,
sólo se encargaba de que
sucedieran.
Se llamó a sí mismo un
“ejecutivo del odio” y
que nada más se encargaba
de repartir y sacar a
relucir lo que la gente
ya tenía en su interior.
Cuando mi socio le
preguntó por la hija de
nuestro cliente, aceptó
haber sido responsable
de la muerte de la niña,
pero negó haber actuado
en ningún momento.
Mi asociado se alejó
del tema al salir de la
entrevista. No quería
tener nada más que ver
con este caso o con este
reo, me pidió por favor
que lo dejara descansar un
tiempo. Yo continué con la
investigación, pero al tener
una confesión, el proceso
fue mucho más sencillo. O
al menos lo hubiera sido si
el reo hubiera permanecido
en la prisión.
Recibí una llamada donde
me informaban de esto, y
me solicitaban comunicara
cualquier información que
pudiera darles para dar
con el ahora fugitivo.
No atiné más que a
revisar el caso, pero
no encontré nada que
pudiera darme una idea de
su paradero. Y no hacía
mucha falta…
Por televisión, informaban
que un hombre paseaba por
el centro de la ciudad,
acompañado de un jaguar.
Un brazo
-Puedo dejarte uno de mis brazos para esta noche -dijo la
muchacha. Se quitó el brazo derecho desde el hombro y, con
la mano izquierda, lo colocó sobre mi rodilla.
-Gracias -me miré la rodilla. El calor del brazo la penetraba.
-Pondré el anillo. Para recordarte que es mío -sonrió y
levantó el brazo izquierdo a la altura de mi pecho-. Por
favor -con un solo brazo era difícil para ella quitarse el
anillo.
-¿Es un anillo de compromiso?
-No, un regalo. De mi madre.
Era de plata, con pequeños diamantes engarzados.
-Tal vez se parezca a un anillo de compromiso, pero no me
importa. Lo llevo, y cuando me lo quito es como si estuviera
abandonando a mi madre.
Levanté el brazo que tenía sobre la rodilla, saqué el anillo
y lo deslicé en el anular.
-¿En éste?
-Sí -asintió ella-. Parecería artificial si no se doblan los
dedos y el codo. No te gustaría. Deja que los doble por ti.
Tomó el brazo de mi rodilla y, suavemente, apretó los labios
contra él. Entonces los posó en las articulaciones de los
dedos.
-Ahora se moverán.
-Gracias -recuperé el brazo-. ¿Crees que me hablará? ¿Me
dirigirá la palabra?
-Sólo hace lo que hacen los brazos. Si habla, me dará miedo
tenerlo de nuevo. Pero inténtalo, de todos modos. Al menos
debería escuchar lo que digas, si eres bueno con él.
-Seré bueno con él.
-Hasta la vista -dijo, tocando el brazo derecho con la mano
izquierda, como para infundirle un espíritu propio-. Eres
suyo, pero sólo por esta noche.
Cuando me miró, parecía contener las lágrimas.
-Supongo que no intentarás cambiarlo con tu propio brazo
-dijo-. Pero no importa. Adelante, hazlo.
-Gracias.
Puse el brazo dentro de mi gabardina y salí a las calles
envueltas por la bruma. Temía ser objeto de extrañeza si
tomaba un taxi o un tranvía. Habría una escena si el brazo,
ahora separado del cuerpo de la muchacha, lloraba o profería
una exclamación.
Lo sostenía contra mi pecho, hacia el lado, con la mano
derecha sobre la redondez del hombro. Estaba oculto bajo la
gabardina, y yo tenía que tocarla de vez en cuando con la
mano izquierda para asegurarme de que el brazo seguía allí.
Probablemente no me estaba asegurando de la presencia del
brazo sino de mi propia felicidad.
Ella se había quitado el brazo en el punto que más me
gustaba. Era carnoso y redondo; ¿estaría en el comienzo del
hombro o en la parte superior del brazo? La redondez era la
de una hermosa muchacha occidental, rara en una japonesa.
Se encontraba en la propia muchacha, una redondez limpia y
elegante como una esfera resplandeciente de una luz fresca
y tenue. Cuando la muchacha ya no fuese pura, aquella gentil
redondez se marchitaría, se volvería fláccida. Al ser algo que
duraba un breve momento en la vida de una muchacha hermosa,
la redondez del brazo me hizo sentir la de su cuerpo. Sus
pechos no serían grandes. Tímidos, sólo lo bastante grandes
para llenar las manos, tendrían una suavidad y una fuerza
persistentes. Y en la redondez del brazo yo podía sentir sus
piernas mientras caminaba. Las movería grácilmente, como
un pájaro pequeño o una mariposa trasladándose de flor en
flor. Habría la misma melodía sutil en la punta de su lengua
cuando besara.
Era la estación para llevar vestidos sin manga. El hombro
de la muchacha, recién destapado, tenía el color de la piel
poco habituada al rudo contacto del aire. Tenía el resplandor
de un capullo humedecido al amparo de la primavera y no
deteriorado todavía por el verano. Aquella mañana yo había
comprado un capullo de magnolia y ahora estaba en un búcaro
de cristal; y la redondez del brazo de la muchacha era como
el gran capullo blanco. Su vestido tenía un corte más radical
que la mayoría de vestidos sin mangas. La articulación del
hombro quedaba al descubierto, así como el propio hombro. El
vestido, de seda verde oscuro, casi negro, tenía un brillo
suave. La muchacha estaba en la delicada inclinación de
los hombros, que formaban una dulce curva con la turgencia
de la espalda. Vista oblicuamente desde atrás, la carne de
los hombros redondos hasta el cuello largo y esbelto se
detenía bruscamente en la base de sus cabellos peinados
hacia arriba, y la cabellera negra parecía proyectar una
sombra brillante sobre la redondez de los hombros.
Ella había intuido que la consideraba hermosa, y me había
prestado el brazo por esta redondez del hombro.
Cuidadosamente oculto debajo de mi gabardina, el brazo de la
muchacha estaba más frío que mi mano. Mi corazón desbocado
me causaba vértigo, y sabía que tendría la mano caliente.
Quería que el calor permaneciera así, pues era el calor de
la propia muchacha. Y la fresca sensación que había en mi
mano me comunicaba el placer del brazo. Era como sus pechos,
aún no tocados por un hombre.
La niebla se espesó todavía más, la noche amenazaba lluvia y
mi cabello descubierto estaba húmedo. Oí una radio que hablaba
desde la trastienda de una farmacia cerrada. Anunciaba que
tres aviones cuyo aterrizaje era impedido por la niebla
estaban sobrevolando el aeropuerto desde hacía media hora.
Llamó la atención de los radioescuchas hacia el hecho de que
en las noches de niebla los relojes podían estropearse, y
que en tales noches los muelles tenían tendencia a romperse
si se tensaban demasiado. Busqué las luces de los aviones,
pero no pude verlas. No había cielo. La presión de la
humedad invadía mis oídos, emitiendo un sonido húmedo como
el retorcerse de millares de lombrices distantes. Me quedé
frente a la farmacia, esperando ulteriores advertencias. Me
enteré de que en noches semejantes los animales salvajes
del zoológico, leones, tigres, leopardos y demás, rugían su
malestar por la humedad, y que no tardaríamos en oírlos.
Hubo un bramido como si bramara la tierra. Y entonces supe
que las mujeres embarazadas y las personas melancólicas
debían acostarse temprano en tales noches, y que las mujeres
que perfumaban directamente su piel tendrían dificultades en
eliminar después el perfume.
Al oír el rugido de los animales empecé a andar, y la
advertencia sobre el perfume me persiguió. Aquel airado
rugido me había puesto nervioso, y seguí andando para que mi
inquietud no se transmitiera al brazo de la muchacha. Esta
no estaba embarazada ni era melancólica, pero me pareció
que esta noche en que tenía un solo brazo debía tener en
cuenta el consejo de la radio y acostarse temprano. Esperé
que durmiera plácidamente.
Mientras cruzaba la calle apreté mi mano izquierda contra
la gabardina. Sonó un claxon. Algo me rozó por el lado y
tuve que escabullirme. Tal vez la bocina había asustado el
brazo. Los dedos estaban crispados.
-No te preocupes -dije-. Estaba muy lejos, no podía vernos.
Por eso hizo sonar la bocina.
Como sostenía algo importante para mí, había mirado en ambas
direcciones. El sonido del claxon fue tan lejano que pensé
que iba dirigido a otra persona. Miré hacia la dirección de
donde procedía, pero no pude ver a nadie. Solamente vi los
faros, que se convirtieron en una mancha de color violeta
pálido. Un color extraño para unos faros. Me detuve en la
acera y lo vi pasar. Conducía el coche una mujer vestida
de rojo. Me pareció que se volvía hacia mí y me saludaba
con la mano. Sentí el deseo de echar a correr, temiendo que
la muchacha hubiera venido a recuperar el brazo. Entonces
recordé que no podía conducir con uno solo. Pero, ¿acaso
la mujer del coche no había visto lo que yo llevaba? ¿No lo
habría adivinado con su intuición femenina? Tendría que ser
muy cauteloso para no enfrentarme a otra de su sexo antes
de llegar a mi apartamento. Las luces de detrás eran también
de un color violeta pálido. No distinguí el coche. Bajo la
niebla cenicienta, una mancha color de espliego surgió de
pronto y desapareció.
«Conduce sin ninguna razón, sin otra razón que la de conducir.
Y mientras lo hace, desaparecerá –murmuré para mí mismo-.
¿Y qué era lo que iba sentado en el asiento trasero?»
Nada, al parecer. ¿Sería porque me paseaba llevando brazos de
muchachas por lo que me sentía tan nervioso por la vaciedad?
El coche conducido por aquella mujer llevaba consigo la
pegajosa niebla nocturna. Y algo que había en ella había
prestado a los faros un tono ligeramente violeta. Si no era
de su propio cuerpo, ¿de dónde procedía aquella luz purpúrea?
¿Podía el brazo que yo ocultaba envolver en vaciedad a una
mujer que conducía sola en una noche semejante? ¿Habría
hecho ésta una seña al brazo de la muchacha desde su coche?
En una noche así podía haber ángeles y fantasmas por la
calle, protegiendo a las mujeres. Tal vez aquélla no iba en
un coche, sino en una luz violeta. Su paseo no había sido
en vano. Había espiado mi secreto.
Llegué al apartamento sin encuentros ulteriores. Me quedé
escuchando ante la puerta. La luz de una luciérnaga pasó sobre
mi cabeza y desapareció. Era demasiado grande y demasiado
intensa para una luciérnaga. Retrocedí. Pasaron varias luces
semejantes a luciérnagas, que desaparecieron incluso antes
de que la espesa niebla pudiera absorberlas. ¿Se me habría
adelantado un fuego fatuo, una especie de fuego mortífero,
para esperar mi regreso? Pero entonces vi que se trataba
de un enjambre de pequeñas polillas. Al pasar frente a la
luz de la puerta, las alas de las polillas brillaban como
luciérnagas. Demasiado grandes para ser luciérnagas, y sin
embargo, tan pequeñas, como polillas, que invitaban al
error.
Evitando el ascensor automático, me escabullí por las
estrechas escaleras hasta el tercer piso. Como no soy zurdo,
tuve cierta dificultad en abrir la puerta. Cuanto más lo
intentaba, más temblaba mi mano, como si estuviera dominada
por el terror que sigue a un crimen. Algo estaría esperándome
dentro de la habitación, una habitación donde vivía solo; ¿y
no era la soledad una presencia? Con el brazo de la muchacha
ya no estaba solo. Y por eso, tal vez, mi propia soledad me
esperaba allí para intimidarme.
-Adelante -dije, descubriendo el brazo de la muchacha cuando
por fin abrí la puerta-. Bienvenido a mi habitación. Voy a
encender la luz.
-¿Tienes miedo de algo? -pareció decir el brazo-. ¿Hay algo
aquí dentro?
-¿Crees que puede haberlo?
-Percibo cierto olor.
-¿Olor? Debe ser el tuyo. ¿No ves rastros de mi sombra allí
arriba, en la oscuridad? Mira con atención. Quizá mi sombra
esperara mi regreso.
-Es un olor dulce.
-¡Ah!, la magnolia -contesté con alivio.
Me alegró que no fuera el olor mohoso de mi soledad. Un
capullo de magnolia era digno de mi atractivo huésped. Me
estaba acostumbrando a la oscuridad; incluso en plenas
tinieblas sabía dónde se encontraba todo.
-Permíteme que encienda la luz -una extraña observación,
viniendo del brazo-. Aún no conocía tu habitación.
-Gracias. Me causará una gran satisfacción. Hasta ahora
nadie más que yo ha encendido las luces aquí.
Acerqué el brazo al interruptor que hay junto a la puerta.
Las cinco luces se encendieron inmediatamente: en el techo,
sobre la mesa, junto a la cama, en la cocina y en el
cuarto de baño. No me había imaginado que pudieran ser tan
brillantes.
La magnolia había florecido enormemente. Por la mañana era
un capullo. Podía haberse limitado a florecer, pero había
estambres sobre la mesa. Curioso, me fijé más en los estambres
que en la flor blanca. Mientras recogía uno o dos y los
contemplaba, el brazo de la muchacha, que estaba sobre
la mesa, empezó a moverse, con los dedos como orugas, y
a recoger los estambres en la mano. Fui a tirarlos a la
papelera.
-Qué olor tan fuerte. Me penetra la piel. Ayúdame.
-Debes estar cansado. No ha sido un paseo fácil. ¿Y si
descansaras un poco?
Puse el brazo sobre la cama y me senté a su lado. Lo acaricié
suavemente.
-Qué bonita. Me gusta -el brazo debía referirse a la colcha,
que tenía flores estampadas de tres colores sobre un fondo
azul. Algo animado para un hombre que vivía solo-. De modo
que aquí es donde pasaremos la noche. Estaré muy quieto.
-¿Ah, sí?
-Permaneceré a tu lado y no a tu lado.
La mano cogió la mía, suavemente. Las uñas, lacadas
con minuciosidad, eran de un rosa pálido. Los extremos
sobrepasaban con mucho los dedos.
Junto a mis propias uñas, cortas y gruesas, las suyas poseían
una belleza extraña, como si no pertenecieran a un ser humano.
Con tales yemas de los dedos, quizás una mujer trascendiera
la mera humanidad. ¿O acaso perseguía la feminidad en sí?
Una concha luminosa por el diseño de su interior, un pétalo
bañado en rocío, pensé en los símiles obvios. Sin embargo,
no recordé ningún pétalo o concha cuyo color y forma fuesen
parecidos. Eran las uñas de los dedos de la muchacha,
incomparables con otra cosa. Más traslúcidos que una concha
delicada, que un fino pétalo, parecían contener un rocío de
tragedia. Cada día y cada noche las energías de la muchacha
se dedicaban a dar brillo a esta belleza trágica. Penetraba
mi soledad. Tal vez mi soledad, mi anhelo, la transformaba
en rocío.
Posé su dedo meñique en el índice de mi mano libre, contemplando
la uña larga y estrecha mientras la frotaba con mi pulgar.
Mi dedo tocaba el extremo del suyo, protegido por la uña.
El dedo se dobló, y el codo también.
-¿Sientes cosquillas? -pregunté-. Seguro que sí.
Había hablado imprudentemente. Sabía que las yemas de los
dedos de una mujer son sensibles cuando las uñas son largas.
Y así había dicho al brazo de la muchacha que había conocido
a otras mujeres.
Una de ellas, no mucho mayor que la muchacha que me había
prestado el brazo, pero mucho más madura en su experiencia de
los hombres, me había dicho que las yemas de los dedos, ocultas
de este modo bajo las uñas, eran a menudo extremadamente
sensibles. Se adquiría la costumbre de tocar las cosas con
las uñas y no con las yemas, y por lo tanto éstas sentían
un cosquilleo cuando algo las rozaba.
Yo había demostrado asombro ante este descubrimiento, y
ella continuó:
-Si, por ejemplo, estás cocinando, o comiendo, y algo te
toca las yemas de los dedos y das un respingo, parece tan
sucio…
¿Era la comida lo que parecía impuro, o la punta de la uña?
Cualquier cosa que tocara sus dedos le repugnaba por su
suciedad. Su propia pureza dejaba una gota de trágico rocío
bajo la sombra larga de la uña. No cabía suponer que hubiera
una gota de rocío para cada uno de los diez dedos.
Era natural que por esta razón yo deseara aún más tocar las
yemas de sus dedos, pero me contuve. Mi soledad me contuvo.
Era una mujer en cuyo cuerpo no se podía esperar que quedasen
muchos lugares sensibles.
En cambio, en el cuerpo de la muchacha que me había prestado
el brazo serían innumerables. Tal vez, al jugar con las
yemas de los dedos de semejante muchacha, ya no sentiría
culpa, sino afecto. Pero ella no me había prestado el brazo
para tales desmanes. No debía hacer una comedia de su gesto.
-La ventana -no advertí que la ventana estaba abierta, sino
que la cortina estaba descorrida.
-¿Habrá algo que mire hacia adentro? -preguntó el brazo de
la muchacha.
-Un hombre o una mujer, nada más.
-Nada humano me vería. Si acaso sería un ser. El tuyo.
-¿Un ser? ¿Qué es eso? ¿Dónde está?
-Muy lejos -dijo el brazo, como cantando para consolarme-.
La gente va por ahí buscando seres, muy lejos.
-¿Y llegan a encontrarlos?
-Muy lejos -repitió el brazo.
Se me antojó que el brazo y la propia muchacha se hallaban
a una distancia infinita uno de otra. ¿Podría el brazo volver
a la muchacha, tan lejos? ¿Podría yo devolverlo, tan lejos?
El brazo reposaba tranquilamente, confiando en mí; ¿dormiría
la muchacha con la misma confianza tranquila? ¿No habría
dureza, una pesadilla? ¿Acaso no había dado la impresión
de contener las lágrimas cuando se separó de él? Ahora, el
brazo estaba en mi habitación, que la propia muchacha aún
no había visitado.
La humedad nublaba la ventana, como el vientre de un sapo
extendido sobre ella. La niebla parecía retener la lluvia
en el aire, y la noche, al otro lado de la ventana, perdía
distancia, pese a estar envuelta en una lejanía ilimitada.
No se veían tejados, no se oía ninguna bocina.
-Cerraré la ventana -dije, asiendo la cortina.
También ella estaba húmeda. Mi rostro apareció en la ventana,
más joven que mis treinta y tres años. Sin embargo, no
vacilé en correr la cortina. Mi rostro desapareció.
De pronto, el recuerdo de una ventana. En el noveno piso de un
hotel, dos niñas vestidas con faldas amplias y rojas jugaban
ante la ventana. Niñas muy parecidas con ropas similares,
occidentales, tal vez mellizas. Golpeaban el cristal,
empujándolo con los hombros y empujándose mutuamente. Su
madre tejía, de espaldas a la ventana. Si la gran hoja de
cristal se hubiera roto o desprendido de su marco, habrían
caído desde el piso noveno. Sólo yo pensé en el peligro. Su
madre estaba totalmente distraída. De hecho, el cristal era
tan sólido que no existía el menor peligro.
-Es hermosa -dijo el brazo desde la cama, cuando me aparté
de la ventana. Quizás hablara de la cortina, cuyo estampado
era el mismo que el de la colcha.
-¡Oh! Pero el sol la ha descolorido y casi habría que tirarla
-me senté en la cama y coloqué el brazo sobre mi rodilla-.
Eso sí que es hermoso. Más hermoso que todo.
Tomando la palma de la mano en mi propia palma derecha, y el
hombro en mi mano izquierda, doblé el codo y lo volví a doblar.
-Pórtate bien -dijo el brazo, como sonriendo suavemente-.
¿Te diviertes?
-Nada en absoluto.
Una sonrisa apareció efectivamente en el brazo, cruzándolo
como una luz. Era la misma sonrisa fresca de la mejilla de
la muchacha.
Yo conocía esta sonrisa. Con los codos en la mesa, ella solía
enlazar las manos con soltura y apoyar en ellas el mentón
o la mejilla. La posición hubiera debido ser poco elegante
en una muchacha; pero había en ella una cualidad sutilmente
seductora que hacía parecer inadecuadas expresiones como
«los codos en la mesa». La redondez de los hombros, los
dedos, el mentón, las mejillas, las orejas, el cuello largo
y esbelto, el cabello, todo se juntaba en un único movimiento
armonioso. Al usar hábilmente el cuchillo y el tenedor, con
el primer dedo y el meñique doblados, los levantaba de modo
casi imperceptible de vez en cuando. La comida pasaba por
los pequeños labios y ella tragaba; yo tenía ante mí menos
a una persona cenando que a una música incitante de manos,
rostro y garganta. La luz de su sonrisa fluyó a través de la
piel de su brazo.
El brazo parecía sonreír porque, mientras yo lo doblaba,
olas muy suaves pasaron sobre los músculos firmes y delicados
para enviar ondas de luz y sombra sobre la piel tersa.
Antes, cuando había tocado las yemas de los dedos bajó las
largas uñas, la luz que pasaba por el brazo al doblarse el
codo había atraído mi mirada. Fue aquello, y no un impulso
cualquiera de causar daño, lo que me incitó a doblar y
desdoblar el brazo. Me detuve, y lo contemplé estirado sobre
mi rodilla. Luces y sombras frescas seguían pasando por él.
-Me preguntas si me divierto. ¿Te das cuenta de que tengo
permiso para cambiarte por mi propio brazo?
-Sí.
-En cierto modo, me asusta hacerlo.
-¿Ah, sí?
-¿Puedo?
-Por favor.
Oí el permiso concedido y me pregunté si lo aceptaría.
-Dilo otra vez. Di «por favor».
-Por favor, por favor.
Me acordé. Era como la voz de una mujer que había decidido
entregarse a mí, no tan hermosa como la muchacha que me
había prestado el brazo. Tal vez existía algo extraño en
ella.
-Por favor -me había dicho, mirándome. Yo puse los dedos
sobre sus párpados y los cerré. Su voz temblaba-. «Jesús
lloró. Entonces dijeron los judíos: “¡Miren cuánto la amaba!»
Era un error decir «la» en vez de «le». Se trataba de la
historia del difunto Lázaro. Quizá, siendo ella una mujer,
lo recordaba mal, o quizá la sustitución era intencionada.
Las palabras, tan inadecuadas a la escena, me trastornaron.
La miré con fijeza, preguntándome si brotarían lágrimas en
los ojos cerrados.
Los abrió y levantó los hombros. Yo la empujé hacia abajo
con el brazo.
-¡Me haces daño! -se llevó la mano a la nuca.
Había una pequeña gota de sangre en la almohada blanca.
Apartando sus cabellos, posé los labios en el punto de
sangre que se iba hinchando en su cabeza.
-No importa -se quitó todas las horquillas-. Sangro con
facilidad. Al menor contacto.
Una horquilla le había pinchado la piel. Un estremecimiento
pareció sacudir sus hombros, pero se controló.
Aunque creo comprender lo que siente una mujer cuando
se entrega a un hombre, sigue habiendo en el acto algo
inexplicable. ¿Qué es para ella? ¿Por qué ha de desearlo,
por qué ha de tomar la iniciativa? Jamás pude aceptar
realmente la entrega, aun sabiendo que el cuerpo de toda
mujer está hecho para ella. Incluso ahora, que soy viejo,
me parece extraño. Y las actitudes adoptadas por diversas
mujeres: diferentes, si se quiere, o tal vez similares, o
incluso idénticas. ¿Acaso no es extraño? Quizá la extrañeza
que encuentro en todo ello es la curiosidad de un hombre más
joven, o la desesperación de uno de edad avanzada. O tal vez
una debilidad espiritual que padezco.
Su angustia no era común a todas las mujeres en el acto de
la entrega. Y con ella ocurrió solamente aquella única vez.
El hilo de plata estaba cortado, la taza de oro, destruida.
«Por favor», había dicho el brazo, recordándome así a la
otra muchacha; pero ¿eran realmente iguales ambas voces?
¿No habrían sonado parecidas porque las palabras eran las
mismas? ¿Hasta este punto se habría independizado el brazo
del cuerpo del que estaba separado? ¿Y no eran las palabras
el acto de entregarse, de estar dispuesto a todo, sin
reservas, responsabilidad o remordimiento?
Me pareció que si aceptaba la invitación y cambiaba el brazo
con el mío, causaría a la muchacha un dolor infinito.
Miré el brazo que tenía sobre la rodilla. Había una sombra
en la parte interior del codo. Me dio la impresión de que
podría absorberla. Apreté mis labios contra el codo, para
sorber la sombra.
-Me haces cosquillas. Pórtate bien -el brazo estaba en torno
a mi cuello, rehuyendo mis labios.
-Precisamente cuando bebía algo bueno.
-¿Y qué bebías?
No contesté.
-¿Qué bebías?
-El olor de la luz. De la piel.
La niebla parecía más espesa; incluso las hojas de la magnolia
se antojaban húmedas. ¿Qué otras advertencias emitiría la
radio? Caminé hacia mi radio de sobremesa y me detuve.
Escucharla con el brazo alrededor de mi cuello parecía
excesivo. Pero sospechaba que oiría algo similar a esto: a
causa de las ramas mojadas, y de sus propias alas y patas
mojadas, muchos pájaros pequeños han caído al suelo y no
pueden volar. Los coches que estén cruzando un parque deben
tomar precauciones para no atropellarlos. Y si se levanta
un viento cálido, es probable que la niebla cambie de color.
Las nieblas de color extrañó son nocivas. Por consiguiente,
los radioescuchas deben cerrar con llave sus puertas si la
niebla adquiere un tono rosa o violeta.
-¿Cambiar de color? -murmuré-. ¿Volverse rosa o violeta?
Aparté la cortina y miré hacia fuera. La niebla parecía
condensarse con un peso vacío. ¿Acaso se debía al viento
que hubiera en el aire una oscuridad sutil, diferente de
la habitual negrura de la noche? El espesor de la niebla
parecía infinito, y no obstante, más allá de ella se retorcía
y enroscaba algo terrorífico.
Recordé que antes, mientras me dirigía a casa con el brazo
prestado, los faros delanteros y traseros del coche conducido
por la mujer vestida de rojo aparecían indistintos en la
niebla. Una esfera grande y borrosa de tono violeta parecía
aproximarse ahora a mí. Me apresuré a retirarme de la
ventana.
-Vámonos a la cama. Nosotros también.
Daba la impresión de que nadie más en el mundo estaba
levantado. Estar levantado era el terror.
Después de quitarme el brazo del cuello y colocarlo sobre
la mesa, me puse un kimono de noche limpio, de algodón
estampado. El brazo me observó mientras me cambiaba. Me
avergonzaba ser observado. Ninguna mujer me había visto
desnudándome en mi habitación.
Con el brazo en el mío, me metí en la cama. Me acosté a
su lado y lo atraje suavemente hacia mi pecho. Se quedó
inmóvil.
Con intermitencias podía oír un leve sonido, como de
lluvia, un sonido muy ligero, como si la niebla no
se hubiera convertido en lluvia, sino que ella misma
estuviera formando gotas. Los dedos entrelazados
con los míos bajo la manta adquirieron más calor;
y el hecho de que no se hubieran calentado a mi
propia temperatura me comunicó la más serena de las
sensaciones.
-¿Estás dormido?
-No -replicó el brazo.
-Estabas tan quieto que pensé que te habrías dormido.
-¿Qué quieres que haga?
Abriendo mi kimono, llevé el brazo a mi pecho. La diferencia
de calor me penetró. En la noche algo sofocante, algo fría,
la suavidad de la piel era agradable.
Las luces seguían encendidas. Había olvidado apagarlas al
meterme en la cama.
-Las luces -me levanté, y el brazo se cayó de mi pecho.
Me apresuré a recogerlo.
-¿Quieres apagar las luces? -me dirigí hacia la puerta-.
¿Duermes a oscuras o con las luces encendidas?
El brazo no respondió. Tenía que saberlo. ¿Por qué no
contestaba? Yo no conocía las costumbres nocturnas de la
muchacha. Comparé las dos imágenes: dormida a oscuras y
con la luz encendida. Decidí que esta noche, sin el brazo,
dormiría con luz. En cierto modo, yo también prefería
tenerla encendida. Quería contemplar el brazo. Quería
mantenerme despierto y mirar el brazo cuando estuviera
dormido. Pero los dedos se estiraron y apretaron el
interruptor.
Volví a la cama y me acosté en la oscuridad, con el brazo junto
a mi pecho. Guardé silencio, esperando que se durmiera. Ya
fuese porque estaba insatisfecho o temeroso de la oscuridad,
la mano permanecía abierta a mi lado, y poco después los
cinco dedos empezaron a recorrer mi pecho. El codo se dobló
por propia iniciativa, y el brazo me abrazó.
En la muñeca de la muchacha había un pulso delicado. Reposaba
sobre mi corazón, de forma que los dos pulsos sonaban uno
contra otro. El suyo era al principio un poco más lento que
el mío, y al poco rato coincidieron. Y algo después ya sólo
podía sentir el mío. Ignoraba cuál era más rápido y cuál
más lento.
Tal vez esta identidad de pulso y latido fuera para un breve
período en el que yo podía intentar cambiar el brazo con
el mío. ¿O acaso estaría durmiendo? Una vez oí decir a una
muchacha que las mujeres eran menos felices en las angustias
del éxtasis que durmiendo pacíficamente junto a sus hombres;
pero jamás una mujer había dormido tan pacíficamente junto a
mí como este brazo.
Yo era consciente del latido de mi corazón gracias al pulso
que latía sobre él. Entre un latido y el siguiente, algo se
alejaba muy de prisa y, también muy de prisa, volvía.
Mientras yo escuchaba los latidos, la distancia pareció
aumentar, y por mucho que este algo se alejara, por muy
infinitamente lejos que se fuera, no encontraba nada en su
destino. El próximo latido lo hacía volver. Yo debía haber
tenido miedo, pero no lo tenía. No obstante, busqué el
interruptor que estaba junto a la almohada.
Antes de oprimirlo, enrollé la manta hacia abajo. El brazo
continuaba dormido, ignorante de lo que ocurría. Una dulce
franja del más pálido blanco rodeaba mi pecho desnudo, y
parecía surgir de la misma carne, como el resplandor que
antecede a la salida de un sol caliente y diminuto.
Encendí la luz. Puse mis manos sobre los dedos y el hombro, y
estiré el brazo. Le di unas vueltas en silencio, contemplando
el juego de luces y sombras desde la redondez del hombro
hasta la finura y turgencia del antebrazo, el estrechamiento
de la suave curva del codo, la sutil depresión en el interior
del codo, la redondez de la muñeca, la palma y el dorso de
la mano,y después los dedos.
«Me lo quedaré.» No tuve conciencia de haber murmurado las
palabras. En un trance, me quité el brazo derecho y lo
sustituí por el de la muchacha.
Hubo un ligero sonido entrecortado -no pude saber si mío o
del brazo- y un espasmo en mi hombro. Así fue como me enteré
del cambio.
El brazo de la muchacha, ahora mío, temblaba y se movía en
el aire. Lo doblé y lo acerqué a mi boca.
-¿Duele? ¿Te duele?
-No. Nada, nada -las palabras eran vacilantes.
Un estremecimiento me recorrió como un relámpago.
Tenía los dedos en la boca.
De algún modo proferí mi felicidad, pero los dedos de la
muchacha estaban sobre mi lengua, y dijera lo que dijese,
no formé ninguna palabra.
-Por favor. Todo va bien -replicó el brazo. El temblor cesó-
. Me dijeron que podías hacerlo. Y no obstante…
Me di cuenta de algo. Podía sentir los dedos de la muchacha
en la boca, pero los dedos de su mano derecha, que ahora eran
los de mi propia mano derecha, no podían sentir mis labios o
mis dientes. Presa del pánico, sacudí mi mano derecha y no
pude sentir las sacudidas. Había una interrupción, un paro,
entre el brazo y el hombro.
-La sangre no fluye -prorrumpí-. ¿Verdad que no?
Por primera vez, el miedo me atenazó. Me incorporé en la
cama. Mi propio brazo había caído junto a mí. Separado de
mí, era un objeto repelente. Pero más importante, ¿se habría
detenido el pulso? El brazo de la muchacha estaba caliente
y palpitaba; el mío parecía estar quedándose frío y rígido.
Con el brazo de la muchacha, tomé mi propio brazo derecho.
Lo tomé, pero no hubo sensación.
-¿Hay pulso? -pregunté al brazo-. ¿Está frío?
-Un poco. Algo más frío que yo. Yo estoy muy caliente.
Había algo especialmente femenino en la cadencia. Ahora que
el brazo estaba sujeto a mi hombro y se había convertido en
mío, parecía más femenino que antes.
-¿El pulso no se ha detenido?
-Deberías ser más confiado.
-¿Por qué?
-Has cambiado tu brazo por el mío, ¿verdad?
-¿Fluye la sangre?
-«Mujer, ¿a quién buscas? ¿Conoces el pasaje?»
-«Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas?»»
-Muy a menudo, cuando estoy soñando y me despierto en plena
noche, me lo susurro a mí mismo.
Esta vez, naturalmente, quien hablaba debía ser la propietaria
del atractivo brazo unido a mi hombro. Las palabras de la
Biblia parecían pronunciadas por una voz eterna, en un lugar
eterno.
-¿Le resultará difícil dormir? -yo también hablaba de la
propia muchacha-. ¿Tendrá una pesadilla? Esta niebla invita
a perderse en miles de pesadillas. Pero la humedad hará
toser hasta a los demonios.
-Para que no puedas oírles -el brazo de la muchacha, con el
mío todavía en su mano, cubrió mi oreja derecha.
Ahora era mi propio brazo derecho, pero el movimiento no
parecía haber procedido de mi voluntad sino de la suya, de
su corazón. Pese a ello, la separación distaba de ser tan
completa.
-El pulso. El sonido del pulso.
Escuché el pulso de mi propio brazo derecho. El brazo de la
muchacha se había acercado a mi oreja con mi propio brazo
en su mano, y tenía mi propia muñeca junto al oído. Mi brazo
estaba caliente; como el brazo de la muchacha había dicho,
sólo perceptiblemente más frío que sus dedos y mi oreja.
-Mantendré alejados a los demonios -traviesamente, con
suavidad, la uña larga y delicada de su dedo meñique se
movió en mi oreja. Yo meneé la cabeza. Mi mano izquierda,
la mía desde el principio, tomó mi muñeca derecha, que era
la de la muchacha. Cuando eché atrás la cabeza, advertí el
meñique de la muchacha.
Cuatro dedos de su mano asían el brazo que yo había separado
de mi hombro derecho. Solamente el meñique -¿diremos que
sólo él podía jugar libremente?- estaba doblado hacia el
dorso de la mano. La punta de la uña apenas tocaba mi brazo
derecho. El dedo estaba doblado en una posición posible
únicamente para la mano flexible de una muchacha, descartada
para un hombre de articulaciones duras como yo. Se elevaba
en ángulos rectos desde la base. En la primera articulación
se doblaba en otro ángulo recto, y en la siguiente, en otro.
De este modo trazaba un cuadrado, cuyo lado izquierdo estaba
formado por el dedo anular.
Formaba una ventana rectangular al nivel de mis ojos. O
más bien una mirilla, o un anteojo, demasiado pequeño
para ser una ventana; pero por alguna razón pensé en una
ventana. La clase de ventana por la que podría mirar una
violeta. Esta ventana del dedo meñique, este anteojo
formado por los dedos, tan blanco que despedía un débil
resplandor, lo acerqué lo más posible a uno de mis ojos,
y cerré el otro.
-¿Un mundo nuevo? -preguntó el brazo-. ¿Y qué ves?
-Mi oscura habitación. Sus cinco luces -antes de terminar
la frase, casi grité-. ¡No, no! ¡Ya lo veo!
-¿Y qué ves?
-Ha desaparecido.
-¿Y qué has visto?
-Un color. Una mancha púrpura. Y en su interior, pequeños
círculos, pequeñas cuentas rojas y doradas, describiendo
círculos una y otra vez.
-Estás cansado -el brazo de la muchacha dejó mi brazo
derecho, y sus dedos me acariciaron suavemente los párpados.
-¿Giraban las cuentas rojas y doradas en una enorme rueda
dentada? ¿He visto algo en la rueda dentada, algo que iba
y venía?
Yo ignoraba si realmente había visto algo en ella o sólo me
lo había parecido: una ilusión efímera, que no permanecía
en la memoria. No podía recordar qué había sido.
-¿Era una ilusión que querías enseñarme?
-No. Al final la he borrado.
-De días que ya pasaron. De nostalgia y tristeza. Sus dedos
dejaron de moverse sobre mis párpados. Formulé una pregunta
inesperada.
-Cuando te sueltas el cabello, ¿te cubre los hombros?
-Sí. Lo lavo con agua caliente, pero después, tal vez una
manía mía, lo mojo con agua fría. Me gusta sentir el cabello
frío sobre mis hombros y brazos, y también contra los pechos.
Naturalmente, volvía a hablar la muchacha. Sus pechos
nunca habían sido tocados por un hombre, y sin duda le
hubiera resultado difícil describir la sensación del
cabello frío y mojado sobre ellos. ¿Acaso el brazo,
separado del cuerpo, se había separado también de la
timidez y la reserva?
En silencio posé la mano izquierda sobre la suave redondez
de su hombro, que ahora era mío. Se me antojó que tenía en
la mano la redondez, aún pequeña, de sus pechos. La redondez
de los hombros se convirtió en la suave redondez de los
pechos.
Su mano se posó suavemente sobre mis párpados. Los dedos
y la mano permanecieron así, impregnándose, y la parte
interior de los párpados pareció calentarse a su tacto. El
calor penetró en mis ojos.
-Ahora la sangre está fluyendo -dije en voz baja-. Está
fluyendo.
No fue un grito de sorpresa, como cuando advertí que había
cambiado mi brazo por el suyo. No hubo estremecimiento ni
espasmo, ni en el brazo de la muchacha ni en mi hombro.
¿Cuándo había empezado mi sangre a fluir por el brazo, y
su sangre, en mi interior? ¿Cuándo había desaparecido la
interrupción del hombro? La sangre pura de la muchacha
estaba fluyendo, en este preciso momento, a través de
mí; pero, ¿no habría algo desagradable cuando el brazo
fuera devuelto a la muchacha, con esta sangre masculina
y sucia fluyendo por él? ¿Qué pasaría si no se adaptaba
a su hombro?
-No semejante traición -murmuré.
-Todo irá bien -susurró el brazo.
No se produjo la conciencia dramática de que la sangre iba
y venía entre el brazo y mi hombro. Mi mano izquierda,
envolviendo mi hombro derecho, y el propio hombro, ahora mío,
tenían una comprensión natural del hecho. Habían llegado a
conocerlo. Este conocimiento los adormeció.
Me quedé dormido.
Flotaba sobre una enorme ola. Era la niebla envolvente cuyo
color se había tornado violeta pálido, y había rizos de
un verde pálido en el lugar donde yo flotaba, y sólo allí.
La húmeda soledad de mi habitación había desaparecido. Mi
mano izquierda parecía reposar ligeramente sobre el brazo
derecho de la muchacha; Parecía como si sus dedos sostuvieran
estambres de magnolia. Yo no podía verlos, pero sí olerlos.
Los habíamos tirado, ¿y cuándo y cómo los recogió ella? Los
pétalos blancos, de un solo día, aún no habían caído; ¿por
qué, pues, los estambres? El coche de la mujer vestida de
rojo pasó muy cerca, dibujando un gran círculo conmigo en
el centro. Parecía vigilar nuestro sueño, el de la muchacha
y el mío.
Nuestro sueño fue probablemente ligero, pero nunca había
conocido un sueño tan cálido y dulce. Dormía siempre con
inquietud, y aún no había sido bendecido con el sueño
profundo de un niño.
La uña larga, estrecha y delicada arañó suavemente la palma
de mi mano, y el tenue contacto hizo más profundo mi sueño.
Desaparecí.
Me desperté gritando. Casi me caí de la cama, y caminé
tambaleándome tres o cuatro pasos.
Me había despertado el contacto de algo repulsivo. Era mi
brazo derecho.
Mientras recobraba el equilibrio, contemplé el brazo
que estaba sobre la cama. Contuve el aliento, mi
corazón se disparó y todo mi cuerpo fue recorrido por
un estremecimiento. Vi el brazo en un instante, y al
siguiente ya había arrancado de mi hombro el brazo de la
muchacha y colocado nuevamente el mío propio. El acto fue
como un asesinato provocado por un impulso repentino y
diabólico.
Me arrodillé junto a la cama, apoyé el pecho contra ella y
froté mi corazón demerite con la mano recobrada. A medida
que los latidos se calmaban, cierta tristeza brotó desde
una profundidad mayor que lo más profundo de mi ser.
-¿Dónde está su brazo? -levanté la cabeza.
Yacía a los pies de la cama, con la palma hacia arriba sobre
el ovillo de la manta. Los dedos estirados no se movían. El
brazo era débilmente blanco bajo la luz opaca.
Con una exclamación de alarma lo recogí y apreté con fuerza
contra mi pecho. Lo abracé como se abraza a un niño pequeño
a quien la vida está abandonando. Llevé los dedos a mis
labios. ¡Ojalá el rocío de la mujer manara de entre las
largas uñas y las yemas de los dedos!
CRÉDITOS
Página 14 - 3 by Melissa Power
Página 43 - Un brazo. Yasunari Kawabata. Edición traducida al español.
Tradución original por Pilar Giralt Gorina (1978)
Página 63 - Left Hand by Hannah Stewart.
Original post - https://twitter.com/H_D_Stewart/status/600436980984471552
Hannah Stewart
https://twitter.com/H_D_Stewart
@H_D_Stewart
Freelance Scenic Artist, Prop Maker and SFX Makeup Artist/technician
trainee
London, UK
Left Hand, a character from Vampire Hunter D. Vampire Hunter D is a series
of Japanese novels written by Hideyuki Kikuchi and illustrated by Yoshitaka
Amano since 1983.
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incluyendo las omisiones, debido a que no se logró encontrar a sus creadores.