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REVISTA SAPO CUENTOS 02

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Fui la primera y única persona que vio su<br />

herida desnuda, manando un chorro de<br />

sangre que me dejó en la ropa un recuerdo<br />

imborrable de esa noche; tan imborrable<br />

como el rojo de sus esculturas. Eran 7 piezas,<br />

como 7 los centímetros de su corte en el<br />

cuello.<br />

Cuando pasamos por la Plaza Roja, como<br />

por instinto, el Indonesio abrió los ojos y se<br />

esforzó por incorporarse para mirar a los<br />

árboles. La enfermera: ¡señor no se mueva! Y<br />

él, distante siempre, fijó la mirada en el Lago<br />

Central, luego en mi cuello y expiró.<br />

― ¡Paro! ―gritó la enfermera, mientras<br />

el paramédico musitaba un código por el<br />

aparato que comunicaba con la central.<br />

― ¡Despejen! ―pero sabíamos que no<br />

había nada más por hacer― Ueeeo, ueeeo,<br />

ueeeo ―la sirena― Indonesio… ―decía<br />

Dabzuá. Y en la confusión, yo arrancaba de su<br />

puño cerrado el papel donde había anotado la<br />

receta del rojo vivo de sus esculturas: sangre<br />

y saliva.<br />

Dejaron su cuerpo en la morgue.<br />

El chofer de la ambulancia se ofreció<br />

llevarme de vuelta a la casa del Indonesio<br />

por sus papeles. Cuando regresamos por el<br />

carril de la Ecovía, vi de nuevo al tipo de la<br />

camisa celeste: ahora partía en cuadrados<br />

sus papas.<br />

Por: Katerine Ortega. Ecuador.<br />

www.revistasapo.com<br />

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