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Fui la primera y única persona que vio su<br />
herida desnuda, manando un chorro de<br />
sangre que me dejó en la ropa un recuerdo<br />
imborrable de esa noche; tan imborrable<br />
como el rojo de sus esculturas. Eran 7 piezas,<br />
como 7 los centímetros de su corte en el<br />
cuello.<br />
Cuando pasamos por la Plaza Roja, como<br />
por instinto, el Indonesio abrió los ojos y se<br />
esforzó por incorporarse para mirar a los<br />
árboles. La enfermera: ¡señor no se mueva! Y<br />
él, distante siempre, fijó la mirada en el Lago<br />
Central, luego en mi cuello y expiró.<br />
― ¡Paro! ―gritó la enfermera, mientras<br />
el paramédico musitaba un código por el<br />
aparato que comunicaba con la central.<br />
― ¡Despejen! ―pero sabíamos que no<br />
había nada más por hacer― Ueeeo, ueeeo,<br />
ueeeo ―la sirena― Indonesio… ―decía<br />
Dabzuá. Y en la confusión, yo arrancaba de su<br />
puño cerrado el papel donde había anotado la<br />
receta del rojo vivo de sus esculturas: sangre<br />
y saliva.<br />
Dejaron su cuerpo en la morgue.<br />
El chofer de la ambulancia se ofreció<br />
llevarme de vuelta a la casa del Indonesio<br />
por sus papeles. Cuando regresamos por el<br />
carril de la Ecovía, vi de nuevo al tipo de la<br />
camisa celeste: ahora partía en cuadrados<br />
sus papas.<br />
Por: Katerine Ortega. Ecuador.<br />
www.revistasapo.com<br />
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